CAPÍTULO DIECIOCHO

«¿Dónde puedo conseguir una pistola?»

Éste era el pensamiento que había obsesionado a Jimmy desde que se quedara temblando tras la puerta cerrada con llave.

Habían pasado cuatro horas. No se había desnudado; ni siquiera se había quitado el abrigo y sombrero.

Se levantó, salió de casa y fue en busca de un bar de la Octava Avenida del que recordaba haber oído que era antro de atracadores y el único donde se podía conseguir una pipa. Encontró el bar, entró en él y tomó asiento en un taburete del fondo.

Un camarero negro, grande y gordo, con ojos de rana golpeada y perenne expresión de sorpresa, se le acercó y se acodó en el mostrador delante de él.

—Quiero comprar una pistola —dijo Jimmy, bajando la voz.

El camarero saltó como si le hubieran pinchado y sus ojos ya saltones le resaltaron todavía más.

—Esto no es una ferretería, oiga —exclamó el individuo con estruendosa voz de persona ofendida, moviendo los brazos teatralmente—. Este es un bar respetable. Vendemos ginebra, whisky, brandy, tequila, vino y cerveza rubia y negra. Nada más que bebidas alcohólicas. No tiene más que decir una bebida y se la preparamos al instante —frunció el ceño con dignidad—. Ahora dígame: ¿qué va a ser?

—Tomaré una Coca-Cola —dijo Jimmy.

El camarero pareció sorprenderse otra vez.

—¿Ha venido a mi bar buscando gresca, o qué? —preguntó amenazador.

—Pero ¿qué le pasa a usted? ¿Qué hay de malo en beber Coca-Cola? —preguntó.

El camarero le sirvió la bebida con un silencio desaprobador y luego se encaminó a la parte delantera como un gallo ofendido.

Jimmy hizo girar el taburete de madera y buscó otro espíritu fraterno al que acercarse con la petición de un arma. En la parte delantera del largo mostrador de caoba había varios alcohólicos desastrados delante de un vaso vacío, pero la parte trasera, donde se encontraba él, entre los taburetes reservados a la élite, estaba desierta. Dos vagos que se las daban de hombres de negocios se encontraban sentados a una mesa de la parte delantera, bajo los sucios y menudos cristales en forma de diamante, mientras leían pedazos del News de la mañana. En uno de los reservados que corrían a lo largo de la pared dormía una prostituta borracha; en otro había un mendigo ciego que bebía coñac mientras su perro, que sí veía, yacía medio dormido en el suelo. Ninguno de ellos le pareció vendedor potencial de pipas.

Desvió la atención hacia las filas de botellas llenas de cagadas de mosca que había en los estantes respaldados por el espejo de detrás del mostrador. En el centro había un anuncio medio borrado que decía:

HOY NO SE FÍA
MAÑANA TAMPOCO

Por el rabillo del ojo se percató de que el camarero empezó a moverse despacio hacia él. Tardó lo suyo. Se acodaba en el mostrador delante de parroquianos imaginarios. Secaba una botella, limpiaba un vaso. Probaba los grifos para ver si funcionaban. Aclaraba el paño de fregar. Se comportaba como si no prestara la menor atención al cliente de la Coca-Cola. Realizó su proceso de acercamiento como el carterista que acecha a un incauto entre el gentío. Se paró ante Jimmy y miró la Coca-Cola con cara avinagrada.

—No debería beber esas porquerías tan temprano —dijo—. Arruina el estómago.

Jimmy agitó el vaso. El camarero le recordaba a un profesor que había tenido de niño, allá en el Sur.

—Y entonces, ¿qué hay que beber por la mañana? —preguntó.

—Ginebra —dijo el camarero—. Calma los nervios del estómago.

—Muy bien, póngame un poco de ginebra —dijo Jimmy.

Lentamente y con grandes muestras de duda, el camarero cogió una botella de ginebra y la dejó sobre la barra.

—No la querrá con Coca-Cola —afirmó más que preguntó.

—¿Por qué no?

—Si la quiere para tonificarse no debe mezclarla —le informó el camarero con paciencia—. La ginebra con Coca-Cola es una bebida para después de la cena, como todos esos coñacs franceses que le preparan a uno para el deporte.

—¿Qué clase de deporte?

Las cejas del camarero se alzaron con asombro.

—El deporte.

—Ah, se refiere usted a las mujeres —dijo Jimmy.

El camarero le lanzó una mirada desdeñosa.

—¿Qué otra clase de deporte hay, vamos a ver? —preguntó condescendientemente.

Devolvió la botella de ginebra al estante y se alejó de nuevo, al parecer disgustado por la ignorancia de Jimmy. Pero no permaneció alejado mucho tiempo. Sólo se había ido para limpiar una mancha imaginaria en el grifo de la cerveza. Regresó entonces como un policía de barrio que aplicara el tercer grado.

—¿Quién te envía, compañero?

—Nadie —dijo Jimmy—. Lo que pasa es que oí que aquí se podía conseguir una.

—¿Quién te lo dijo?

—No me acuerdo.

—¿No te habrás equivocado de sitio?

—No, éste es el lugar exacto. El bar Blue Moon, ¿no es cierto?

—Lo que queda de él —admitió cautamente el camarero, que cogió otra vez la botella de ginebra, puso dos vasos en el mostrador y los llenó hasta el borde.

—Sólo quiero uno —dijo Jimmy.

Los ojos del camarero se dilataron.

—¿No me ves acaso, muchacho, con lo grande que soy?

—Perdón —dijo Jimmy. Alzó su vaso y brindó—: A su salud.

El camarero cogió el suyo y lo vació de un trago.

—Salud y dinero —dijo, chasqueando la lengua con ruido y lamiéndose los labios—. Eres nuevo por aquí, ¿verdad?

—Sí, más o menos —admitió Jimmy—. Llevo aquí seis meses. Soy de Durham.

El camarero meditó un segundo.

—¿En Carolina del Norte?

—Sí.

—Hay una buena función en el Apollo —dijo—. Hoy dan una matinal.

—¿Qué tal es? —preguntó Jimmy.

—Una buena función —repitió el camarero sin más comentarios—. Deberías verla.

—¿Para qué?

El camarero le observó con detenimiento.

—Hay actuaciones que pueden interesar a un hombre que, como tú, viene de Durham, Carolina del Norte —dijo igual de detenidamente—. Hay un número con dos cómicos que te tiene que gustar. Uno de ellos dice: «¿Dónde puedo comprar una pistola?» Y el otro dice: «Deberías ir al Apollo, muchacho». El primer cómico dice: «¿Para qué, oye?» Y el segundo dice: «¿No dices que quieres comprar una pistola?» El primer cómico dice: «¿Venden pistolas en el Apollo?» Y el segundo: «No, chaval, pero es un local donde uno puede sentarse en la fila trasera del gallinero, todo para él solo, sin que nadie le moleste, sin que nadie se siente al lado». El primer cómico dice: «Entonces ¿cómo podré ver el programa?» Y el segundo dice: «Pero ¿no quieres comprar una pistola?» El primero dice: «Claro». Y el segundo dice: «Pues allí es donde a mí me gusta ver los espectáculos»[4].

El camarero miró atentamente a Jimmy para ver si lo había cogido.

Jimmy lo había cogido.

—Muy bien —dijo—. Me gustaría ver la función.

—Sabía que te gustaría —dijo el camarero—. El precio está bien. Veinte pavos.

—Veinte pavos —dijo Jimmy—. Está bien.

—La mejor hora es las tres y media, más o menos —dijo el camarero.

—Tres y media —repitió Jimmy.

El camarero alzó la botella de ginebra.

—¿Largo o corto? —preguntó.

Jimmy quedó desconcertado. Miró los vasos y luego al camarero.

—Igual que antes —dijo.

El camarero dejó la botella y se alejó con cara de enfado.

Entonces lo entendió Jimmy.

—Eh —llamó.

El camarero volvió reticentemente.

—Ni poco ni mucho —dijo Jimmy.

—Es lo que siempre digo —afirmó el camarero con expresión de alivio—. Coge una tía que no sea ni muy vieja ni muy joven. Treinta y dos es la edad que más me gusta en una mujer.

—A usted y a mí —dijo Jimmy. Hizo un gesto señalando los vasos vacíos—. ¿Qué le debo?

El camarero volvió a llenar los vasos sin decir nada.

—Saint— dijo Jimmy vaciando el suyo.

El camarero alzó de nuevo las cejas.

—Salud —dijo, vaciando su vaso. Se relamió y dijo—: Un pavo con veinte.

Jimmy le dio dos billetes de a dólar y recogió medio dólar del cambio. Bajó del taburete y dijo:

—Estoy decidido: voy a ver esa función.

El camarero sonrió con indulgencia.

—Hay que hacer deporte —dijo.

Fuera caía una nieve fina como arena en la mañana gris, salpicando el rostro de Jimmy. No eran todavía las once y tenía que encontrar una manera de matar el tiempo hasta la hora de la cita. Pues cuando salió de casa había decidido que no volvería sin una pistola en el bolsillo.

Alzó el cuello del abrigo y bajó por la Octava Avenida hasta la Calle 135. Al girar la esquina camino de la Séptima Avenida, se paró ante la entrada del Big Bass Club. Quedó aturdido por el repentino recuerdo del horror de pesadilla que había vivido desde que dejara aquel lugar, menos de seis horas antes. Pero ya no se sentía desvalido, pues ahora sabía que iba a conseguir un arma.

«Dios ayuda a los que se ayudan», solía decirle su madre.

Al pasar ante la cabina de un limpiabotas siguió un impulso repentino y tomó asiento en la fila de sillas elevadas. Un cartel en la pared anunciaba que la limpieza costaba:

Normal 15 cts.
Especial 20 cts.
De lujo 25 cts.

—Normal —dijo al limpia.

El limpia le dedicó el silencioso trato reservado para los tacaños y empezó a pasar líquido limpiador por sus zapatos oscuros como si estuviera pensando en cosas más agradables.

Al fondo había una tienda de discos dirigida por una muchacha negra de silueta delgada y expresión petulante. Era demasiado temprano para que hubiese clientela y estaba apoyada con los codos en el mostrador de cristal, hojeando con aire de aburrimiento una revista ilustrada para negros.

Los pensamientos de Jimmy evocaron a Linda mientras el limpia le daba al cepillo eléctrico. Estaba arrepentido de haberla dejado de aquella manera. Probablemente estaría tan preocupada que ni siquiera habría podido dormir, pensaba. Y si se le ocurría subir a su habitación y veía que se había marchado sin avisarla, probablemente se asustaría. Quizá debiera haber dormido con ella, pensaba. Se quedaba tan frustrada cuando se quedaba sin sesión erótica. Pero, maldita sea, ella siempre pensaba que podía resolver todos los problemas de la vida en la cama, se dijo con resentimiento.

El limpia dio un golpe final con el paño.

—C’est fini— dijo.

—Vous avez fait un bon travail— replicó Jimmy.

La oscura faz del limpia alumbró una repentina sonrisa blanqueada.

—Así que también usted pasó por allí, ¿eh? ¿En el alegre Paguí?

—No, yo estuve en Versalles —mintió Jimmy. Nunca había salido de Norteamérica.

—Eso es lo que me gusta del ejército —dijo el limpia con entusiasmo—. Lo mismo te meten en palacios que en cualquier sitio.

«¡Condenación! —pensó Jimmy—. Será en los palacios de los demás».

Pero dio al limpia un cuarto de dólar y le dijo que se quedara con el cambio. No había comido aquella mañana y los dos tragos de ginebra en un estómago vacío le habían dejado la cabeza ligerita y la barriga con ganas de comer.

El Fran’s Restaurant estaba al otro lado de la calle, pero los camareros que servían a la hora de comer eran casi todos blancos, tipos anticuados, de la época en que aquél era un lugar segregacionista estrictamente reservado para los blancos, y a él no le gustaba la condescendencia ajena. Así que siguió andando hacia la Séptima Avenida, cruzando la sólida fachada de ultramarinos, farmacias, zapaterías, sombrererías, carnicerías, tiendas de chucherías y el Blumstein, los mayores grandes almacenes de aquella zona. Al otro lado de la calle los bares lindaban con los bares, todos vendiendo lo mismo y haciendo el mismo negocio. Las puertas de un par de cines —el Apollo, en el que echaban una película de la serie B entre funciones a cargo de grupos musicales negros, cantantes y cómicos de color; y el Loew de la Calle 125, donde se pasaban películas de vaqueros y de gángsters— estaban cerradas y vacía la taquilla. El Loew abriría primero, a la una; el Apollo a las dos y media.

El Theresa Hotel ocupaba la esquina. En la planta baja había un bar llamado Chock Full O’Nuts. Lo dejó atrás. Nunca se había preocupado de saber si aquello quería decir que el lugar estaba lleno de nueces hasta rebosar o si la comida lo estaba o si los clientes se quedaban atontados después de comer lo que allí daban. No podía imaginar nada más desagradable que estar chock full of nuts [5].

Cruzó la entrada y se metió en el restaurante del hotel, contiguo al vestíbulo. Se sentó en un alto taburete ante el mostrador y comió un desayuno de salchichas fritas, huevos revueltos, dos tostadas con mantequilla y un café con un poco de leche condensada, todo ello servido por una camarera de ojos soñolientos. Por noventa centavos era un buen desayuno y dejó propina a la camarera.

El reloj que había tras el mostrador señalaba las once y media cuando terminó. Le quedaban todavía cuatro horas.

Salió y se detuvo en el siguiente establecimiento para leer los títulos de libros escritos por negros que se exhibían en la vitrina de la librería del hotel. Black no more, de George Schuyler, leyó; Black thunder, de Arna Bontemps, The blacker the Berry, de Walace Thurman, Black metrópolis, de Cayton y Drake, Black boy, de Richard Wright, Banana Bottom, de Claude McKay, The autobiography of an ex-colored man, de James Weldon Johnson, The conjure-man dies, de Rudolph Fisher y Not without laughter, de Langston Hughes [6].

De pronto se sintió seguro. Allí, en pleno corazón de la comunidad negra, se sintió invadido por un sentido de seguridad absoluta. Estaba rodeado por gente negra que hablaba su idioma y pensaba igual que él; le atendía personal negro en los lugares donde comían los negros; le representaba la literatura de autores negros. Negro era una palabra importante en Harlem. No le extrañaba que tantos negros buscasen su propia vecindad, pensó. Se sentía seguro; había seguridad en el número.

La idea de un maníaco blanco que iba tras él para matarle le parecía tan remota como un sueño del día anterior. Si hubiera visto a Walker en aquel momento habría corrido hacia él y le habría pateado la boca.

Era gracioso, pensó. Había dicho la verdad sobre los asesinatos a cierto número de personas. Se lo había dicho a su chica; se lo había dicho al fiscal del distrito; se lo había dicho a los diversos oficiales de policía que le habían interrogado; se lo había dicho al abogado que representaba a Schmidt & Schindler. Y ninguno de éstos le creía. Pero si se acercaba a cualquier negro de cuantos veía y se lo contaba, seguro que el tipo le creería a pies juntillas.

Al alzar la vista vio su imagen reflejada en el escaparate. El pelo le sobresalía bajo el ala del sombrero como lana bajo las orejas de una oveja.

«Si no me corto el pelo pronto pareceré el Tío Sam en versión original», se dijo, y se dirigió a la peluquería sita al sur de la Calle 124.

Era un local amplio con decoración moderna, seis sillas nuevas y lo último en equipo para el pelo. Le parecía destinada específicamente a volver cauto al cliente. Las seis sillas estaban ocupadas y casi todos los asientos en que se esperaba lo estaban también. Los pulcros barberos uniformados tenían todos el pelo alisado. Dos manicuras trabajaban con sus bandejitas adosadas a los brazos de las sillas.

Una jovencita vivaz tras una caja registradora le preguntó:

—¿Tiene usted hora, señor?

—No, no la tengo —confesó él—. ¿Hace falta?

La chica le dedicó una sonrisa protectora, pero uno de los peluqueros dijo que se ocuparía de él en seguida y la sonrisa se desvaneció.

Colgó el abrigo, dejó el sombrero en la percha, se sentó y empezó a hojear abstraído la revista Ebony. De las páginas de ésta brotaba la gente próspera. De pronto empezó a pensar en el homicida y le asaltó el pánico. Se preguntó otra vez qué habría pasado para ponerle de aquella forma; qué habría dicho o hecho Sam el Gordo. ¿O había sido Luke? La policía admitía que no había rastros de lucha. Así que había tenido que ser cosa verbal. Pero ¿qué podían haber dicho para que ambos fuesen asesinados a sangre fría? Jimmy sabía que Walker quería matarle porque era el único que podía identificarle. Pero ¿y respecto de los otros dos?

Estaba sumido en estos pensamientos cuando el barbero le indicó que su sitio estaba libre. Le pusieron el delantal de nylon y el peluquero le colocó una hojita de papel alrededor del cuello.

—Sólo cortar —dijo.

El barbero le esculpió el pelo con la maquinilla eléctrica y le recortó las puntas de la nuca con las tijeras.

—Corte un poco de arriba —dijo Jimmy.

—Debería alisárselo —sugirió el peluquero—. Tiene usted el tipo de pelo apropiado; espeso y grueso.

—Nunca podría enderezar mis rizos —dijo Jimmy riendo.

—Oh, sí —dijo el barbero—. Se quedaría tan suave como la seda y tan liso como el de los blancos. Le dejaré una onda y todo, si usted quiere.

Jimmy miró a los otros hombres de pelo alisado. Uno lo tenía ondulado como una mujer. De pronto pensó en el detective que entrara en el Big Bass Club y hablara con Linda, su pelo rubio brillante bajo las luces amortiguadas. Quizá fuera el pelo del muy hijo puta lo que había encandilado a Linda, pensó; quizá fuera aquello lo que había hecho que la chica creyera en el aspecto inocente del tipo. Las mujeres de color eran unas simplonas en lo relativo al pelo lacio, pensó.

—¿Cuánto me costará? —preguntó.

—Siete dólares. El precio incluye el corte. Pero le durará un par de meses —dijo el barbero—. No tendrá más que venir y pasar por las tenacillas cada dos semanas.

—De acuerdo —decidió Jimmy—. Empiece.

El barbero le colocó alrededor del cuello una toalla de baño y luego le derramó un poco de espesa vaselina amarilla en el pelo, dándole masajes en el cuero cabelludo.

—Esto es para que no se queme —explicó el hombre mientras trabajaba. Cogió entonces un ancho frasco de espesa emulsión blanca y se la aplicó con una espátula de madera—. Esta porquería que hace el alisado es fuego líquido.

—¿Qué es? —preguntó Jimmy.

—No lo sé con exactitud —admitió el barbero mientras introducía lentamente el alisador en la vaselina—. Unos dicen que está hecho de harina de patata y lejía, otros que de patatas crudas y lejía. El caso es que tiene lejía.

Jimmy sintió que el cuero cabelludo se le quemaba por entre la espesa capa de vaselina.

—Maldita sea —murmuró.

Utilizando un peine de metal de púas finas y mango de madera, el barbero echaba la dúctil pasta hacia delante y hacia atrás hasta que el pelo se quemó hasta las raíces. Luego fue peinándolo hacia atrás y hacia delante hasta que quedó tan liso como un hilo de seda.

Cuando terminó el proceso de alisamiento, el barbero condujo a Jimmy hasta una palangana de la serie que había al fondo del establecimiento y le lavó el pelo en agua caliente y jabonosa hasta que las guedejas quedaron limpias del todo. Lo que fuera denso matorral de pelo rizado era a la sazón una mata de pelo mate tan liso que se le hincaba en la cabeza. El barbero lo condujo al sillón y le masajeó el pelo con loción de petróleo para darle lustre. Hecho esto, le peinó y le confeccionó unas cuantas ondulaciones grandes. Le colocó una red en torno de la cabeza y lo puso bajo el secador en un rincón mientras empezaba la faena con otro cliente. Cuando tuvo el pelo seco, el barbero le quitó la red y Jimmy vio su cabeza convertida en un muestrario de amplios bucles. La operación había durado dos horas.

Se miró en el espejo. El alisarse el pelo le daba una sensación extraña. Sabía que estaba más guapo, pero se sentía vagamente avergonzado, como si hubiera traicionado a su raza.

El peluquero seguía sonriendo, esperando los elogios, pero Jimmy no se atrevió a mirarle a la cara. Llevado de la culpa dejó un dólar de propina, pagó en caja lo que debía y salió precipitadamente de la barbería.

Pero el gran reloj de dos esferas que estaba en lo alto de una columna ante la joyería de la esquina le dijo que faltaba aún una hora para que abrieran el Apollo. Cruzó la Calle 125, se detuvo en la United Cigar, compró cigarrillos y siguió por la Séptima Avenida.

Se dio cuenta de que volvía a tener hambre. Deseaba enormemente una buena comida casera, al estilo sureño: pies de cerdo con maíz; morro de cerdo con nabos; menudillo cocido con arroz y guisantes; costillas asadas con batatas; tortas de maíz crujientes; barbos fritos y potaje de frijoles; y un poco de pastel de moras; y hasta una ración de galletas de leche de manteca con melaza de sorgo.

Siempre había oído que se puede encontrar de todo en Harlem, desde un Cadillac morado hasta una camiseta hecha con sacos de harina. Pero él no había encontrado nada bueno para comer. Las grandes cadenas de cafeterías habían llegado y desbancado a los pequeños restaurantes. Lo único que podía encontrarse eran chuletas asadas y patatas fritas; filetes y puré de patatas; platos especiales de espinacas con salsa y remolachas de Harvard, judías verdes y arroz hervido; todo tipo de ensaladas absurdas: ensalada de atún y cangrejo, ensalada de pollo, ensalada de huevo. Los fabricantes de ensaladas tenían que sufrir sin duda de locura salina, pensó. ¿De qué color cagaría uno después de comer una cosa así? Pues habían fabricado incluso una pasta de ensalada cuando todo el mundo estaba de ensaladas hasta las narices: no había más que esparcir la pasta en dos rebanadas de pan y ya tenía el señor un bocadillo de ensalada.

Quería comer algo sólido que caldeara el estómago de un hombre y le diera ánimos. Estaba harto de comer lo que daban en Schmidt & Schindler, comida al estilo de los restaurantes rápidos, sin que importara la calidad de lo que se servía.

Llegó ante el escaparate de cristal ahumado y cortinas corridas en que un cartel anunciaba: COCINA CASERA. Parecía un lugar familiar. Entró y se sentó en una de las cinco mesas vacías y cubiertas por un mantel de hule blanquiazul. A un lado, un fuego de carbón ardía en una estufa panzuda. Calentaba tanto que un hombre podía tostarse la piel.

Pidió morro de cerdo y nabos, con un plato aparte de guisantes. Los untó con una salsa caliente hecha de semillas de chile. El plato caliente y la salsa nada fría le escaldaron el paladar y le quemaron el galillo al tragar. El sudor le corría por la cara, resbalándole hasta la mandíbula. Pero cuando terminó se sintió un hombre nuevo. Se sentía agresivo y desprovisto de todo temor; como si pudiera coger al homicida por el pescuezo y retorcérselo.

Permaneció allí engullendo taza tras taza de café hervido tan fuerte que podía dejar tieso al mismo diablo, hasta que fue hora de irse.

Las puertas del Apollo estaban abiertas, y cuando entró había en el vestíbulo dos policías negros de uniforme.

Poca gente entraba a ver la película que se daba antes del espectáculo escénico. Exceptuando a cinco adolescentes que ocupaban la primera fila para fumar marihuana, tenía el gallinero para él solo.

Pasaban una película de gángsters. Parecía una profanación mortuoria hecha por un necrófago borracho a costa del cadáver del viejo filme Little Caesar.

Ya para terminar la película, entró un muchacho de color, llegó hasta su fila y se sentó a su lado. Iba enfundado en una gabardina abotonada hasta arriba y ceñida por un cinturón, amén de un sombrero de ala caída que le cubría toda la frente hasta los ojos. Apenas se veía nada en el gallinero, pero el tipo llevaba gafas de sol y no parecía sino que tuviera manchas vítreas en la piel negra. «Puede que haya entrado para ver la película», pensó Jimmy.

—¿Es usted? —preguntó en silbante susurro.

—Sí —replicó Jimmy también susurrante—. Soy yo.

Habló tan autoritariamente que el individuo se puso rígido, pensando por un momento que podía ser realmente Él.

—¿Es usted el que quiere una mujer? —preguntó.

La pregunta sobresaltó a Jimmy. Había esperado a un hombre con una pistola.

—¿Qué clase de mujer? —preguntó con irritación.

Ahora le tocó sobresaltarse al otro.

—Oiga, es usted, ¿verdad?

—No, si lo que pretende es venderme una mujer —dijo Jimmy.

—Bueno, si quisiera comprar una mujer, ¿de qué edad la compraría? —probó el joven otra vez.

—Ah —exclamó Jimmy, cogiéndolo al fin—. Una mujer de treinta y dos años.

El otro respiró aliviado.

—Es usted —admitió.

Tras echar una ojeada de precaución, el individuo sacó de debajo de la gabardina un paquete envuelto en papel oscuro y se lo entregó a Jimmy.

Jimmy fue a echar mano de su cartera, pero el otro le dijo:

—Mírelo primero, ande.

Jimmy abrió el envoltorio. A la escasa luz que reinaba brilló un revólver del calibre 32. La culata era de hierro con empuñadura ondulada y la efigie de una cabeza de búho impresa en un lado. Los cartuchos de latón semejaban ojos de pájaro muerto que mirasen desde las cámaras del tambor. Tenía un aspecto mortal bajo aquella luz tan reducida.

—Está bien —dijo Jimmy.

—Mataría a una roca —dijo el otro—. Si dispara de cerca.

Jimmy le entregó veinte dólares. El joven se los guardó en algún bolsillo perdido bajo la gabardina abotonada y dijo:

—Hasta la vista, amigo —y se fue antes de que encendieran las luces.

Jimmy se quedó mirando la pistola. No había nadie que estuviese lo bastante cerca para verle. De pronto se sintió seguro. Le esperaría en el portal de su casa, pensó. Esperaría hasta que el muy hijo de puta sacara su pistola con silenciador, y entonces le mataría. No sentía aprensión ni excitación alguna. No estaba asustado de lo que pudiera ocurrirle en lo sucesivo. Miraba las cosas objetivamente, como si importasen a algún otro. Mataría al hijo de puta con la pistola en la mano, y que luego creyeran todos lo que les viniera en gana.

Ahora tenía también una pistola. Se habían nivelado las diferencias. Se metió la pistola bajo la correa, contra el vientre, y se abotonó el abrigo. Se puso en pie y salió.