CAPÍTULO DIECISIETE

Walker había subido en el ascensor hasta el tercer piso; había apagado la luz y quitado el contacto. Las puertas se abrirían, pero no funcionaría el ascensor.

Él permanecía dentro y vigilaba el oscuro pasillo por la mirilla. Tenía que mantenerse muy cerca, con los ojos casi pegados al pequeño cristal en forma de diamante para ver la puerta del apartamento de Linda Lou al final del pasillo. Llevaba allí un buen rato y nadie había aparecido hasta el momento.

Eran casi las seis cuando vio a Jimmy lanzarse por el pasillo y cerrar de golpe la puerta. Sacó del bolsillo de la trinchera el revólver con silenciador y lo alzó con soltura con la mano derecha.

Jimmy se encaminó hacia el ascensor, moviéndose como un sonámbulo, sin mirar a ninguna parte. Se sentía castrado, impotente, destrozado a latigazos. Tenía miedo de pensar, miedo de lo que pudiera hacer. Quería enterrar sus emociones y domeñarlas. Se sentía tan rígido por dentro que el aire no podía pasarle más allá de la garganta. Pero la sensación de castración persistía: su chica se había vuelto contra él por un hombre blanco, por un homicida esquizofrénico que ya había matado a dos negros y quería matarle también a él.

A mitad del pasillo estaba la puerta verde que llevaba a las escaleras. La impaciencia le empujó en aquella dirección. Su fustigante frustración no habría aguantado la espera del ascensor, que habría de subir desde la planta baja, donde siempre permanecía a aquellas horas de la mañana.

Cogió el pomo de la puerta y tiró como si quisiera arrancar la hoja de sus bisagras. Murmuraba maldiciones en voz baja y su cabeza vibraba con una furia tan angustiosa que ni siquiera se dio cuenta de que las puertas del ascensor se abrían con rapidez.

Walker corrió de puntillas y en silencio por el pasillo, y alcanzó la puerta de la escalera antes de que el gozne hidráulico de éste la cerrase del todo. Mantenía el revólver a la altura del hombro, con el cañón hacia arriba, en la posición del tirador que se prepara para disparar desde cualquier ángulo.

Pero Jimmy, impelido por su insufrible humillación, había subido los peldaños de tres en tres. Había girado ya en el descansillo y estaba fuera de su vista.

Walker se lanzó escaleras arriba en una persecución frenética. Subió dos escalones de una zancada y quiso salvar los tres siguientes de otro salto, pero su pie resbaló en el mamperlán de hierro y cayó con las manos por delante en el rellano. La culata del revólver golpeó contra los peldaños de cemento con un ruido metálico.

—¡Maldita sea! —masculló en voz baja.

Jimmy se volvió en el rellano del cuarto piso como un gato sobresaltado y echó un vistazo pegándose a la barandilla. Durante un breve momento de pánico, su mirada aterrada quedó fija en los opacos ojos de Walker. Nuevamente, aquella figura maníaca le parecía medir tres metros de estatura. Su mente exageraba cuando veía. Los ojos le dolieron como si le quemaran en las cuencas y fueran a salírsele de las órbitas. Le inundó una ola de terror frío mientras veía a Walker alzar y mover la pistola a un lado y otro.

Un segundo después echaba a correr. Subía las escaleras a saltos. Corría para salvar la vida.

Oyó que Walker se ponía en pie. Aquello le obligó a redoblar sus esfuerzos. Espoleó sus músculos al máximo. Pero le parecía que en su vida se había movido con tanta lentitud. Se sentía morir a cada salto que daba.

Dobló la esquina en el momento en que Walker doblaba la de abajo. Corría inclinado y pegado a la pared. El instinto de supervivencia había dominado su pánico. Su mente se había despejado y sus pensamientos eran diáfanos como el cristal, como escenas iluminadas por focos. Sabía que no podía dejar la escalera para entrar en el pasillo. Walker le atraparía y mataría antes de que pudiera llegar a su puerta y la abriera. En las escaleras, en cambio, podía mantener la distancia suficiente para quedar fuera de tiro. Pero las escaleras se acababan en la puerta que había por encima del sexto piso y daba al tejado. Si dicha puerta se encontraba abierta aún podía tener una oportunidad. Tendría tejados sobre los que correr y antepechos tras los que esconderse. Quizá encontrara otra puerta en otro edificio y tuviera ocasión de bajar a la calle. Pero todo dependía de que la puerta de arriba estuviera abierta.

Al saltar hacia el descansillo del quinto piso se abrió la puerta que daba al pasillo y apareció un hombre de color. Murmuraba para sí:

—Ya es la cuarta vez en esta semana que se dejan el ascensor con las puertas abiertas —Jimmy se lanzó sobre él tan abruptamente que los ojos del individuo se dilataron de miedo. Pero Jimmy estaba igual de aterrorizado. Sin detenerse ni interrumpir su salto, cogió al hombre con ambos brazos y lo catapultó consigo al pasillo.

El hombre, instintivamente, luchó para defenderse.

—Pero ¿qué hace usted, oiga? ¿Qué hace? —gritó como si el volumen de su voz pudiera reducir al enemigo.

—No quiero hacerle daño, no quiero hacerle daño —gritó Jimmy a su vez, haciendo lo posible por devolver la seguridad al hombre a fuerza de gritos.

Durante un momento forcejearon en silencio poseídos por una furia llena de pánico. La puerta se cerró lentamente. Walker había tenido tiempo de oír el encuentro desesperado del pasillo. Se detuvo y dejó que se cerrase mientras se decidía sobre si matar a los dos o esperar a otra oportunidad.

—Pero déjeme, oiga, déjeme —jadeaba el extraño, amenazadoramente—. Le voy a rebanar el pescuezo con mi navaja.

—No lucho contra usted, señor —boqueó Jimmy—. Tiene usted que protegerme.

Aquellas palabras hicieron que el otro redoblara sus esfuerzos.

—Usted quiere robarme. A mí no me engaña.

—¡Que no quiero robarle! —gritó Jimmy.

—¡Suélteme, entonces! —exigió el hombre.

Pero Jimmy le arrastraba ya hacia su puerta. El problema era cómo mantenerle allí mientras la abría.

—No puedo soltarle —voceó hasta donde le alcanzaron las fuerzas—. A menos que me prometa entrar conmigo.

—¿Entrar en su casa? —el individuo se sintió ofendido. Se había tranquilizado un poco, pero volvió a enfurecerse—. ¡No me gusta este juego! —aulló.

—No es lo que usted piensa —dijo Jimmy, gritando siempre, con la esperanza de despertar al vecindario—. Lo único que quiero es que se quede aquí.

—¡No voy a quedarme aquí en el pasillo! —se puso a gritar también el hombre.

—Maldita sea, me persiguen —gritó Jimmy a su vez—. ¿Lo entiende? Lo que quiero es que se quede aquí y me proteja hasta que entre en mi casa.

—¿Que le persiguen? —el hombre echó un vistazo al pasillo vacío—. ¿Que le persiguen? —lanzó a Jimmy otra mirada furiosa y sus ojos se agrandaron sobremanera. Forcejeó entonces por liberarse, y en un rapto de fuerza sobrehumana, se soltó y corrió hacia la escalera.

Jimmy sacó las llaves fuera de sí. Le parecía que nunca abriría todas las cerraduras. Empezó a sudar de repente al pensar que pudieran haber pasado los cerrojos. Mientras trasteaba con las cerraduras esperaba que Walker apareciera en cualquier momento. No podía volver la cabeza porque tenía que concentrarse en las diversas cerraduras. Maldijo a todos los propietarios. Todas aquellas cerraduras de mierda lograrían que le matasen en pleno umbral, pensó con pánico creciente. De pronto se oyó el chasquido de la última cerraja y la puerta se abrió hacia dentro. Entró corriendo, se dio la vuelta y no se detuvo hasta que hubo cerrado otra vez todas las cerraduras.

Entonces se apoyó en la pared asaltado por las náuseas mientras un sudor frío le corría por el cuerpo ardiente como un reguero de gusanos.

Walker había guardado el revólver en el bolsillo de la trinchera y se apoyó en la pared sintiéndose deprimido e intolerablemente frustrado. Era sólo su mala suerte, pensaba. Aquel negro hijo puta era de mal agüero, como una corneja negra.

Permanecía apoyado en la misma posición cuando se abrió la puerta del pasillo y apareció un hombre a toda prisa con los ojos dilatados por la ira y la piel moteada de gris. Al verle, el negro se paró en seco y sus ojos parecieron salírsele de las órbitas. Había empezado a bajar las escaleras, pero dio media vuelta en pleno gesto de descenso y recuperó lo andado.

Walker le oyó correr por el pasillo del sexto piso. Luego, pasado un rato, oyó que la puerta volvía a abrirse con cuidado. Sabía que el hombre estaba allí esperando oír el menor movimiento. Probablemente mirando por encima de la barandilla.

Se apartó de la pared y empezó a bajar las escaleras despacio. Era posible que también aquel negro fuera al trabajo, pensaba. Ninguno de los dos se quedaría en casa mucho rato. Al llegar al tercero entró en el pasillo y se dirigió a la puerta del apartamento de Linda Lou.

Al abrir, Linda esperaba encontrarse con Jimmy. Estaba desnuda bajo el sucio quimono que llevaba. Quería que se acostara con ella y temía que pudiera rechazarla. Sus emociones fueron a topar con una imagen distinta. Al ver a Walker, la tensión insostenible que soportaba rompió en un estallido de histeria.

—Oh, es usted, el malo —dijo sin aliento.

Walker se puso rígido de pronto, pero se relajó cuando la mujer sufrió un ataque de risa histérica.

—Soy el monstruo —dijo saludándola y sonriendo con tristeza.

Entró sin que le invitaran a pasar y cerró tras de sí. Sus ojos opacos realizaron un rápido escrutinio profesional de aquella estancia abigarrada.

—No me importa —dijo la chica, jadeando—. Es mi costumbre. No tiene más que coger una silla y empezar a sentirse en su casa.

«Muchacha casquivana», pensó el hombre.

La joven se dirigió con torpeza ciega hacia el sillón Luis XV, se sentó en el borde y ocultó el rostro entre las manos. Sus suaves muslos morenos quedaron al descubierto, pero no se dio cuenta. Su espalda encorvada se sacudía convulsivamente.

El hombre se le acercó y le acarició los hombros con lentitud y dulzura. Podía sentir su carne vibrante bajo el fino quimono.

—No debería haberse peleado con él —dijo.

—¡Él se peleó conmigo! ¡Dios mío! —dijo, sollozando—. Ni siquiera pude decir una palabra.

—Tendría que habérselo imaginado desde el principio —dijo él, sin dejar de acariciarle los hombros—. No debería alterarse.

—¡Que no debería alterarme! No todos los días la deja a una el novio.

El pesado revólver con silenciador de su trinchera golpeaba suavemente contra el brazo del sillón mientras él proseguía sus caricias. Sentía que se le electrizaba la palma de la mano.

—Volverá —dijo—. No tiene otro lugar adonde ir.

Aquella idea intensificó el llanto de la muchacha.

El hombre sintió que se le debilitaban las piernas de tanto estar de pie, y empezó a sentirse incómodo en aquella estancia cerrada y caldeada. Buscó un sitio donde sentarse, pero el abrigo de pieles de la joven parecía ocupar el único asiento disponible. Vio la otomana raída junto a la mesita del televisor y la acercó para tomar asiento. Se quitó el sombrero, se sentó frente a ella, le cogió la mano izquierda y comenzó a acariciársela con lentitud y suavidad desde la punta de los dedos hasta la muñeca.

Ella bajó la vista, vio sus muslos descubiertos y se cerró el quimono.

—¿Consiguió que se lo dijera todo? —preguntó el hombre.

—¿Decir? ¡Pues no dijo poco ni nada! —exclamó la chica estallando en otra risa histérica.

—No se preocupe por eso ahora —dijo él, alargando las caricias desde la punta de los dedos hasta el antebrazo desnudo y el codo—. No piense en ello ahora. Ya encontraremos la manera de salvarle.

La chica advirtió entonces la mano que le acariciaba con dulzura el brazo desnudo. Sintió pinchazos en el cuerpo, como ligeras descargas eléctricas. Se secó las mejillas con la derecha e intentó dominar sus convulsiones. Pero su cuerpo seguía agitándose como cuando ponía todo su instinto sexual en una canción.

—Si fuera un hombre más apasionado —se quejó ella, temblándole un poco la voz todavía.

—Usted es una muchacha apasionada —dijo él, con voz intensa y baja, comenzando a acariciarle el brazo y el hombro—. Es usted demasiado apasionada para un hombre normal.

Se había acercado tanto a ella que la joven podía olerle el pelo húmedo. Su mano libre le tocó sin querer y su cuerpo se sintió recorrido por un escalofrío.

De pronto, la mano del hombre se cerró en torno de su pecho.

La joven se estremeció espasmódicamente.

Los labios del hombre se cerraron sobre los de la muchacha en un beso ardiente y feroz.

Cerró ella los brazos en torno del hombre y apretó el pecho contra él. Notó que la habitación se sumergía en un creciente torrente de deseo.

Un brazo pasó bajo sus piernas y el hombre se irguió, la alzó en vilo y la llevó hasta el dormitorio.

«Como robarle un caramelo a un niño», pensó el hombre.

No prestó la menor atención cuando el hombre se desabotonó la sobaquera donde llevaba el revólver reglamentario. No pareció verlo hasta que quedó del todo desnudo, y entonces dijo:

—Oh.

Y cuando el hombre se encontraba entre sus brazos repitió:

—Oh.

Unió entonces su pasión a la del hombre y la suya fue la mayor.

Estaba ya dormida cuando el hombre acabó de vestirse.

Salió del apartamento, cerró la puerta, dejando que las pinzas de la cerradura Yale encajaran en el diente, y encontró el ascensor como lo había dejado. Las piernas seguían doliéndole y se sentía como si reencontrara un sueño soñado en mil ocasiones anteriores. Aquello le dejaba la insufrible sensación de estar fuera de sus propias emociones.

Al principio, al salir del edificio, no pudo recordar dónde había dejado el coche. Había olvidado por completo el motivo de su viaje a aquella parte de la ciudad.

Anduvo por la pendiente que llevaba a Amsterdam Avenue. La nieve, afilada como agujas, le azotaba el rostro ardiente y la trinchera ondeaba ante las sacudidas del viento. Recorrió media manzana antes de recordar que había dejado el coche en Broadway. Se dio la vuelta y caminó sobre sus pasos. Cuando pasó ante la entrada de la casa vecinal, recordó de pronto por qué había ido a aquella zona.

Comenzó a sentirse otra vez desdichado. Se sentía intolerablemente deprimido cuando subió a su coche y puso rumbo al sur de Broadway. Bajó hasta la Calle 23 con intención de volver a su apartamento de Peter Cooper Village, pero a medida que se acercaba se puso a pensar en Eva, pasó de largo y giró al norte por Roosevelt Drive, junto al río East. Dejó atrás el edificio de las Naciones Unidas y entró en el acceso al puente de Triborough antes de llegar a la Calle 125.

Sentía la cabeza como si le hubieran puesto una argolla de acero. La parte izquierda la sentía más pesada que la derecha. Tuvo que luchar contra el impulso casi irresistible de desviar el coche hacia la izquierda y salir al paso de los coches que lo cruzaban de frente. Tan fuerte era que tuvo que apretar los dientes y atenazar el volante con todas sus fuerzas para dominarlo. Aún se sentía como en una carretera que se desviase a la izquierda, y tuvo que girar bruscamente a la derecha para no meterse en el carril opuesto. Tenía los nervios de punta y sentía en la boca un sabor ácido.

Siguió por el puente del cruce en forma de trébol, sintiéndose como en una carretera imaginaria, hasta que llegó a la salida por el Bronx River Parkway.

Era una autopista enorme dividida en el centro por zona verde continua, que llevaba directo hacia el norte, hacia Wetchester County, cortando el Bronx por el medio. La velocidad máxima era de ochenta kilómetros por hora pero el tráfico hacia el norte estaba despejado a aquella hora y aceleró el gran Buick hasta correr a ciento cuarenta, a ciento sesenta. La velocidad le liberaba de la tensión y cuando dobló por Bronxville se le habían calmado los nervios.

Siguió por las calles residenciales y se detuvo ante una casa tipo rancho hecha a base de paneles de vidrio y pino natural, con una gran chimenea que sobresalía en un extremo.

Respondió a su llamada una mujer rubia y de ojos azules de unos treinta y cinco años, que llevaba un delantal de plástico estampado en flores sobre un vestido de lana. Al verle, la compasión fluyó a sus ojos.

—¡Matt, estás enfermo! —exclamó.

—Enfermo no, Jenny, sólo cansado —dijo él, entrando en el recibidor—. Quisiera acostarme.

Nunca se besaban ni se permitían el menor gesto de afecto. Pero aquel entendimiento instintivo del uno con el otro mostraba a las claras que había entre ellos una relación estrecha. Ella quería hacerle preguntas, pero se reprimía precisamente por aquellos modales poco afectuosos.

—Ve a la habitación de los huéspedes, está arreglada —dijo ella—. Te prepararé café y tostadas mientras tomas un baño. ¿Cómo quieres los huevos?

—No quiero comer nada —dijo él con rudeza, dirigiéndose hacia el mueble bar que estaba en la salita. Se sirvió un buen vaso de whisky—. ¿Dónde están Peter y Jeanie?

—En la escuela, por supuesto —respondió ella sorprendida.

—No sabía que fuera tan tarde —murmuró él, tomando otro trago.

—Te prepararé algo para comer, de todas formas —dijo la mujer, conteniendo su desaprobación con esfuerzo.

—No quiero comer nada —dijo él cachazudamente, como un niño pequeño—. Tengo la cabeza hecha polvo. —Luego, de manera brusca, preguntó—: ¿Dónde está Brock?

—Oh, aún no ha vuelto del trabajo —dijo ella con inocencia—. Ha tenido que quedarse esta noche en la ciudad por algo especial en que está ahora.

—¿Sabes? —dijo lenta y deliberadamente, como el niño pequeño que le cuenta a su hermana mayor un secreto feo—. Brock cree que yo maté a los dos morenos.

Observó que el horror se reflejaba en el rostro femenino.

—¡Oh, no digas esas cosas! —exclamó la mujer—. Hace lo que puede para que vuelvan a darle de alta.

Sonrió a la mujer con tristeza.

—Pero lo cree.

—No quiero oír tal cosa —dijo ella con tono cortante—. Vete a la cama. Estás enfermo y agotado. Te llevaré el desayuno en seguida.

Se dio la vuelta y corrió hacia la cocina antes de que el hombre pudiera decir nada. Pero éste ya había dicho todo lo que quería decir. Cogió la botella de whisky y cruzó la salita camino de la habitación de los huéspedes, situada en la otra punta de la casa.

Puso la botella en la mesita de noche y se quitó la trinchera. A continuación, obedeciendo un impulso repentino, sacó el revólver con silenciador del bolsillo y fue al dormitorio principal a través del baño de comunicación. Había allí un armario ropero doble, con estante para el sombrero. Envolvió el revólver en un pañuelo y colocó el envoltorio al fondo del estante, detrás de unos cuantos sombreros apilados y raramente usados y otras prendas veraniegas. Después regresó a la habitación de los huéspedes y acabó de desnudarse.

Dormía ya cuando su hermana fue a llevarle la bandeja del desayuno. Se retorcía y apretaba los dientes como en una pesadilla, y la mujer fue a buscar una toalla húmeda del baño y le secó la frente empapada de sudor.

«Pobre Matt —pensó con lástima—. Nunca debió hacerse policía».