CAPÍTULO DIECISÉIS

Eran las cinco de la madrugada pasadas y la quietud y el calor reinaban en la sala de estar de la muchacha, decorada con muebles heterogéneos. Estaba sentada en un sillón tapizado de seda roja y blanca, imitación de Luis XV, que le había costado una fortuna en una tienda de antigüedades de la Tercera Avenida. No se había quitado la ropa de trabajo, pero el abrigo de piel de cordero colgaba cuidadosamente de una silla sobrecargada que había conseguido en una tienda de saldos del Ejército de Salvación.

El hombre se encontraba en mitad de la estancia alfombrada de rojo con la cabeza inclinada de abatimiento. No se había quitado el abrigo tres cuartos, a pesar del calor que hacía, y los copos de nieve que lo cubrieran se habían derretido y transformado en brillantes gotas de agua.

—Me gustaría que no hubieras hablado con aquel hijo puta criminal —dijo el joven una vez más.

La muchacha mantenía las piernas recogidas y los hombros inclinados como con resignación. Pero la mirada que cernía sobre el joven era de una frustración intolerable.

—Es lo único que me has dicho desde que llegamos a casa —le acusó con rabia—. Te comportas como si yo hubiera querido hablar con él; como si me hubiera divertido el asunto.

—Es como si me escondiera detrás de tus faldas —dijo el hombre.

—¿Por qué te preocupa lo que pueda parecer? Lo he hecho sólo por ti.

—Lo sé —admitió él, con cara de acorralado que no ignora su condición—. Lo sé.

Obedeciendo un impulso repentino, el muchacho se adelantó y cayó de rodillas ante la chica, inundado por una súbita ola de ternura. Cogió sus manos, las besó y se sintió engullido por el aroma de la mujer y su perfume.

—Eres lo único que tengo —dijo—. Si tú no me crees, ¿quién me creerá?

—No digas eso. Tienes a tu madre y a tu hermana. Hablas como si estuvieran muertas.

—Muertas para mí en cierto sentido. Están en otro mundo.

También ella se sintió inundada por una repentina ola de ternura. Acarició el rizado pelo del hombre. Lo sentía eléctrico y encrespado a su tacto, y le despertaba una emoción indefinible.

Permanecieron mudos durante un rato. Era como si estuvieran encerrados en una tumba. Ningún ruido surgía del edificio dormido ni del exterior. Las ventanas dobles que daban al patio trasero estaban cerradas y cubiertas por unas gruesas cortinas verdes.

—Yo creo en ti —dijo ella, acariciándole el pelo—. Esto es lo que importa.

El joven se puso rápidamente en pie.

—Mira, Linda, no es cuestión de semántica —dijo—. Ese tipo quiere matarme y es el que mató a los otros dos.

La chica suspiró con afectación.

—Lamento no tener tu educación —dijo reprobadoramente.

—¡Maldita sea! —exclamó él, pasándose la mano por la cara—. Ahora me sales con ésas como si yo fuera el culpable.

—Acusarle y que los demás te crean resultaría mucho más fácil si él se pareciera más a la clase de individuo que suele hacer esas cosas.

—¿Si pareciera un asesino? —estalló el hombre—, pero ¿a qué ha de parecerse un homicida?

—Quiero decir si pareciera un depravado —dijo ella a la defensiva—. Como esos comisarios del Sur que odian a los negros. Parecería más lógico. Pero no se comporta como si se dejara llevar por los prejuicios.

—Santo Dios, si hasta creo que te ha medio convencido de que miento —acusó él.

—No exactamente —replicó ella—. Tú comenzaste todo esto sólo porque te pregunté hasta qué punto viste con claridad al hombre que disparó hacia ti.

—No hacia mí, sino a , querrás decir —la corrigió con ira—. Y el hombre en cuestión es él. Le vi tan bien como te veo a ti.

—Bueno, por la forma en que describiste por primera vez lo que ocurrió no parecía que lo hubieras visto a la perfección.

El hombre se la quedó mirando de frente.

—¿Lo dices porque corría?

—Dijiste que empezó a disparar hacia ti antes de que tú pudieras verle con claridad, sin avisar siquiera. Tú subías las escaleras y lo primero que supiste fue que alguien te disparaba.

—Alguien no: ¡él! Y déjame decirte algo más, Linda. No sabes qué se siente cuando un hombre te dispara sin previo aviso. Sin poder pedir ayuda, ni llamar a la policía, ni tratar de razonar con el individuo para saber a qué viene todo ello. No se te ocurre pensar en la justicia ni en tribunales ni en la venganza ni en nada que se le parezca. Lo único que piensas es: corre, hombre, corre para salvar el pellejo. Pero ves al individuo perfectamente. Le ves de tal manera que no podrás olvidarle nunca.

La muchacha apenas podía mirarle; la tenía casi convencida de nuevo.

Y añadió el joven:

—El lema que figura en el palacio de justicia, ese de «La administración imparcial de la justicia es la más firme columna del buen gobierno», no vale una mierda cuando un tipo te dispara.

Aquello era algo que Matt habría podido decir, pensó la chica al recordar su pinta muchachil, su voz intensa y sus claros ojos azules, pero era imposible. Él mataría al asesino, había dicho, pero la joven no podía creer que hubiera matado a dos negros indefensos y disparado sobre Jimmy sin más ni más.

—¿Tenía el mismo aspecto de esta noche? —preguntó ella—. Dijiste que el que te disparó no parecía cabreado ni nada, que no mostraba ningún tipo de emoción. ¿Es posible una cosa así? ¿Que te disparase sin ningún motivo?

—Los blancos han venido matando negros durante años sin ningún motivo, y tú deberías saberlo.

—En el Sur.

—Sigue siendo Estados Unidos.

—Además, siempre había un motivo, al menos un motivo que los demás blancos entendían, aunque no justificase los hechos. Pero en el presente caso no se puede pensar en ningún motivo.

—Había uno. El tipo es un esquizofrénico. ¿Sabes lo que es un esquizofrénico?

—Un tipo con dos personalidades, una buena y otra mala.

—No. Un esquizofrénico no tiene ninguna personalidad. Está fuera de la realidad, fuera también de la ética. Puede matarte a sangre fría y sonreír mientras lo hace.

La chica se estremeció.

—Si ese hombre lo es tanto, ¿no tendrían que saberlo en el departamento de policía? ¿No tienen que pasar pruebas psiquiátricas? No contratan a los chiflados para que sean policías.

—No tienen por qué saberlo. Ésta es la cuestión. Puede pasar todo tipo de pruebas. A lo mejor estaba del todo bien cuando entró en la bofia. Puede que le ocurriera algo cuando ya era detective. Hay tipos que no pueden resistirlo. Hay hombres que enloquecen a causa del poder que representa llevar un arma. Y, además, está en la brigada contra el vicio. Es imposible decir lo que puede ocurrir a la mente de un hombre que constantemente está en relación con delincuentes y prostitutas.

—Alguien lo sabrá. Su mujer, o su novia, en caso de que no esté casado. Su familia, quizá alguien más.

—No necesariamente. Puede que todo haya ocurrido de pronto.

—No entiendo eso —admitió la chica.

—Puede haberse vuelto la noche misma en que mató a Luke y Sam el Gordo. Puede que ocurriera algo que le sacara de sus casillas y perdiera todo contacto con la realidad. Cualquier tontería. No tiene que ser necesariamente algo gordo.

—¿No podrías explicarle eso al fiscal del distrito? ¿Lo entendería?

—Ya se lo he dicho todo a los de la sección de homicidios. Creen que soy demasiado inteligente para ser imparcial.

—¿Qué me dices del abogado de Schmidt & Schindler? Está en una firma importante. Debe tener mucha influencia para representar a Schmidt & Schindler. Dile a él lo que me has dicho a mí. Pídele que cojan a Matt y…

—¡Matt! Ahora le llamas Matt —dijo interrumpiéndola.

—Dijo que se llamaba así —replicó ella—. No estoy en el Sur. ¿Qué importancia tiene que le llame como quiera? ¿Por qué no prestas atención a lo que te digo?

—Escucho.

—Pídele al abogado que le examinen la cabeza. ¿Cómo llamas tú a las pruebas que hacen para ver si estás loco?

—Psicoanálisis. Pero no se puede psicoanalizar a un hombre contra su voluntad a no ser que esté oficialmente acusado de un delito… y arguya locura en su defensa.

—Bueno, pero puedes pedírselo, ¿no? —insistió ella—. Al menos le tendrán ocupado. Todos esos abogados con los que está podrán hacer algo, con tanto poder como han de tener para llevar los asuntos de Schmidt & Schindler. Me dijiste que atienden a medio millón de personas al día…

—Sí, pero ¿sabes lo que dirán todos esos abogados?

—Yo no, y tú tampoco.

—Mira, tú sabes lo que me has contado de los agentes blancos que has tenido. Les pides que procuren meterte en cierto sitio, en el King Cole de St. Regis, por ejemplo; ni siquiera tan importante, pongamos cualquier club nocturno de aquí. Piensas que puede ser un éxito; estás completamente segura de que saldrás airosa. Tienes voz, tienes experiencia, buena pinta y personalidad. Ellos lo saben. Hasta parecería normal que quisieran promoverte por el diez por ciento que les corresponde.

—Veinticinco por ciento —dijo ella—. Es lo que se queda mi agente.

—Me lo pones aún más fácil —prosiguió él—. Pero te dicen que no, que eres cantante de blues. Como si una cantante de bines sólo pudiera cantar en locales para negras y ante público negro. Tú dices: Lena Horne cantaba en tales y cuales sitios. Y ellos te dicen: Lena sí, pero tú no eres Lena, pequeña, tú te debes a los bines. Tú misma me dijiste que te pasaste dos años bregando con tu agente para que te metieran en el sitio en que ahora trabajas. No era que la dirección no quisiese darte una oportunidad: era que tu propio agente te lo impedía. Dos años antes de que le convencieras. Y una vez decidido, te fabrica un repertorio. No se te permite cantar lo que quieres o lo que mejor cantas, ni siquiera lo que puede tener más resonancia. No, dice él, canta un espiritual, luego una salmodia de esclavos, bisas el bines, luego una balada de protesta social y otro bines bisado. Luego, una vez te ha abierto puertas tan maravillosas, quiere que le pagues con el cuerpo. ¿Y por qué? Porque eres una cantante negra y se piensa en una cantante negra de una sola forma. Piensan que todas las mujeres de color tienen una voz que hay que dirigir y un cuerpo que hay que utilizar. Pues eso pasaría si yo fuera y les pidiera que psicoanalizaran al tipo. Pensarían instintivamente que me estoy sobrepasando, que estoy siendo demasiado listo para ser negro o que hay blancos que me apoyan, o que intento ocultar algo, mi propia culpabilidad tal vez. Pueden pensar en cosas que ni siquiera soy capaz de imaginar. No se reirán en mis narices, pero se guardarán el chiste para contarlo en la sobremesa. Tú misma dices que no parece un esquizofrénico. Ni siquiera me crees, y sólo por el aspecto que tiene…

—No es exactamente eso —negó ella.

—¡Una mierda no es eso! No lo niegues. No te parece un asesino y eres tan negra como yo. ¿Cómo crees que les parecerá a los demás, a los que son blancos como él? Pensarán que el esquizofrénico soy yo. A lo mejor tú misma empiezas a pensar así, sobre todo desde que has hablado con él.

—¡Santo Dios! —exclamó la mujer—. ¿Vas a seguir dándole vueltas y más vueltas toda la noche? Ya me duele la cabeza.

El muchacho se recuperó de repente.

—En ese caso me iré.

—No seas tan susceptible —dijo ella, intentando dominar su exasperación—. Quiero ayudarte, si es que puedo. Si al menos me dejaras ayudarte sin tener que lanzarme acusaciones a la cara cada minuto.

—Puedes ayudarme creyéndome —dijo él, con emoción.

—No empecemos otra vez, por favor —suplicó la muchacha—. Dime qué se puede hacer y lo haré.

—Si supiera qué se puede hacer me lanzaría de cabeza a hacerlo —dijo el joven—. Pero estaba pensando en que quizá pudiéramos inducirle a que se descubra. A los esquizofrénicos les gusta fanfarronear si tienen un público que les acepte con calor. Tal vez puedas hacer que se confiese contigo, ya que le conoces tan bien. Jugar con su vanidad. No puedo decirte cómo, pero tú tienes que saberlo, con toda la experiencia que tienes.

La chica le lanzó una mirada de irritación.

—Por Dios, Jimmy, ¿por qué no pruebas a ser honrado contigo mismo por una vez? —dijo.

El hombre se quedó de piedra.

—Así que crees que soy yo el que miente.

La mujer intuyó que su paciencia llegaba a un límite. Se cubrió el rostro con las manos y articuló unos cuantos sollozos.

—Ya no sé qué pensar —admitió.

El hombre se acercó a la mesa camilla y cogió su sombrero. Se movía despacio, como un viejo. Se sentía como si la mujer le hubiera traicionado.

Ella se puso en pie y le cogió por los brazos, conteniéndole y haciendo que la mirase a la cara.

—Cariño, quédate conmigo —le suplicó—. Abrázame. Te necesito tanto como tú a mí. No te apartes de mí.

El joven seguía rígido y reservado.

—Yo también te necesito. Pero tú ya te has apartado de mí —la acusó.

Por el rostro de la muchacha corrieron las lágrimas. Sollozaba con rígidos espasmos.

—Me has pedido demasiado. No soy fuerte. Sólo soy una cantante de bines.

—Lo único que te he pedido es que me creas —dijo él.

—No sabes cómo me siento —dijo ella, sin dejar de sollozar—. Es como si me hubieran extirpado las emociones y les hubieran dado una paliza.

—No se trata de lo que sientas —dijo él—, sino de lo que crees.

—Quiero creerte —afirmó la mujer, liberándole los brazos por unos momentos para secarse las lágrimas con las manos—. Pero no siempre creo lo que quiero —añadió.

El joven retrocedió, quedando fuera del alcance de ella.

—Preferiría que no lo hubieras dicho —dijo—. O me crees… o hemos terminado.

—¿Cómo puedo creerte cuando es tan increíble lo que me dices? —gritó ella histéricamente.

El muchacho se dio la vuelta y se dirigió a la salida.

—Adiós —dijo.

La mujer corrió tras él y le abrazó por la cintura, intentando detenerle.

—No, no me digas adiós de esa forma. Iré hasta tu cuarto contigo, será más seguro.

El muchacho negó bruscamente con la cabeza.

—¡No, maldita sea! —exclamó—. Tengo que seguir con esto yo solo.