El Big Bass Club estaba en la Calle 125, junto a la Octava Avenida, en el mismo centro de Harlem. En la fachada de baldosas había una silueta de contrabajo que lo identificaba. En los escaparates acristalados que había junto a la entrada se veía numerosas fotos de los animadores del local. En su foto, Linda Lou Collins se parecía tanto a Pearl Bailey que había para sospechar de la integridad de la gerencia.
La entrada conducía a un salón con barra curva que seguía el perfil de un contrabajo en la pared del fondo. La decoración mural consistía en ocho compases de diversos blues de éxito pintados en las paredes.
Una puerta situada al fondo y cubierta por una cortina llevaba al club privado, en que el único requisito para la admisión era el dinero. Era otro mundo, un club nocturno de Harlem para la gente de allí, sin que nada se le pareciese en el resto del mundo.
La atmósfera era ruda y sensual, espesa, densa, olorosa, penetrante y perfumada. Los toros guardaban a sus vacas. Eran toros domésticos, pero peligrosos. Cada hombre tenía su cuchillo y lucía sus cicatrices de guerra. Cada toro tenía su vaca de grandes tetas cargadas de sexualidad y olor a provocación, vacas que habían sido despitorradas una y otra vez y que querían que volvieran a despitorrarlas hasta el infinito. La mayoría de las veces eran tan obedientes como toros encajonados en cualquier toril. Pero la violencia acechaba siempre en los ambientes cargados de humo y whisky.
Era una guarida para los individuos que se dedicaban al vicio: macarras, jugadores, estafadores, alcahuetas y prostitutas. Aparte del negro de clase media, éstos eran los únicos que podían permitírselo. Los precios eran demasiado altos para la clase trabajadora. Sin embargo, los negros de clase media —negociantes y profesionales, médicos, abogados, dentistas y propietarios de funeraria— entraban cuando estaban de humor para ello. Las actuaciones eran buenas, pero con vistas a la gente de color. Tenían que ser buenas.
La parroquia permanecía sentada, bebía, miraba, comía pollo frito cuando tenía hambre y se entretenía. No había sitio para bailar. Si querían bailar, el gerente les decía que fueran al Savoy Ballroom, donde había espacio suficiente.
Nadie flirteaba con la mujer de otro ni con el hombre de otra. No era un sitio para cambiar de pareja, acordar citas o jugar a las miradas y las pataditas con antiguos compañeros de cama. Todos contenían sus impulsos y se limitaban a ir a la suya. Sin embargo, el sexo era el factor dominante en aquella atmósfera sobrecargada.
Cuando Walker cruzó la puerta de las cortinas, Linda Lou cantaba: «Ven a mí, criatura melancólica, arrímate y no llores…»
Estaba en un bonito escenario iluminado de azul junto a un enorme piano blanco al que estaba sentado un tipo oscuro y delgado, con un peinado alto y reluciente, que hacía que el suave discurso de las notas sonase como la lluvia.
La muchacha cantaba con esa voz de bines típicamente negra que se encuentra entre la tesitura de soprano y la de contralto, que suena a ronca en las notas bajas y lastimera en las agudas, y que posee al respirar ese ligero toque gimoteante y erótico.
Llevaba un vestido de noche rojo que parecía morado bajo la luz azul; debajo, su voluptuoso cuerpo de espaldas anchas temblaba como si sintiera los efectos de un apasionado abrazo.
Cantaba abiertamente para Jimmy, que permanecía encandilado en una mesa junto al escenario y al lado de un corredor de apuestas —un moreno rechoncho— y de una superataviada «estrella» que le resultaban totalmente desconocidos.
La muchacha miró un momento al hombre blanco que apenas se veía en la puerta, pero no le prestó la menor atención. Entraban allí multitud de blancos, músicos, estafadores y buscadores de emociones, pero pasaban inadvertidos.
El gerente era un fuerte negrazo que en otro tiempo había estado en la policía. Se dirigió a la entrada para encararse con Walker. No le gustaban los blancos solitarios a los que no conocía.
—Si busca chicas, amigo, aquí no encontrará más que problemas —dijo a modo de saludo—. ¿Por qué no prueba en el Braddock o el Apollo?
Walker sonrió y le enseñó su insignia.
—Éste es un país, libre, ¿no?
El gerente observó su rostro con detenimiento.
—¿Busca a alguien en particular?
—Sólo quiero ver el espectáculo, muchachito —dijo Walker—. ¿Hay alguna ley que lo prohíba?
—Ninguna. Pase y diviértase —dijo el gerente con llaneza—. Pero no vuelva a llamarme «muchachito».
Walker le dejó atrás y echó un vistazo a la sala. Una muchacha que exhibía una buena porción de espalda morena y una boca superpintarrajeada de la manera que ella creía sexualmente provocativa salió de un reservado y dijo musicalmente:
—¿Me deja el sombrero y el abrigo, señor?
Walker la miró. Los ojos de la muchacha brillaban prometedores. Apartó la mirada sin responder y el aire prometedor se desvaneció de los ojos de la otra. Una vez que hubo localizado a Jimmy, retrocedió hasta el fondo, todavía con la trinchera y el sombrero.
El gerente hizo una seña a su guardaespaldas, un negrazo más corpulento que él y que parecía enormemente estropeado para su tamaño.
—Vigílame a ese pavo —le ordenó.
—¿Algún investigador privado? —preguntó el guardaespaldas.
—No, es un poli de aquí, pero tiene una pinta tétrica y no me fío de los pasmarotes con pinta tétrica. Por algo la tendrán.
—También es verdad —dijo el guardaespaldas.
Walker se percató del cuchicheo y sonrió para sí. Casi podía adivinar lo que habían estado diciéndose. Siguió caminando junto a la pared del fondo hasta llegar a un lugar casi a oscuras, donde se apoyó con las manos metidas en los bolsillos de la trinchera, acariciando con cariño el revólver con silenciador. Los que ocupaban las mesas cercanas le miraron brevemente, pero no le prestaron mayor atención.
Linda lo había visto todo. Le había llamado la atención que el gerente hablara con el blanco, y luego se había fijado en el cuchicheo entablado con el guardaespaldas. Observaba al blanco por el rabillo del ojo. Cuando terminó su actuación hubo una salva de aplausos. Sabía que aquello no significaba que hubiera gustado su canción; los de allí no creían en los aplausos.
Los Jive Fingers, un grupo rítmico, ocupó su puesto y ella fue a sentarse con Jimmy.
Sin pedir permiso, el corredor de apuestas pidió champaña para los cuatro y quiso entablar conversación.
—Ha estado usted soberbia, señorita Linda Lou.
—¿Por qué no presta atención a estos otros? —dijo Linda, con frialdad, a modo de despedida—. Son muy buenos.
—Perdóneme —dijo el hombre—. No he dicho nada.
Jimmy no supo decir si aquello era una excusa o un sarcasmo. Pero Linda le puso un dedo en los labios para indicarle que guardara silencio, y luego se inclinó para susurrarle al oído:
—Hay un blanco con pinta rara al fondo, apoyado en la pared. No hace más que mirarnos. No te vuelvas en seguida, espera un poco y luego mira a ver si lo conoces.
Jimmy sintió un nudo en los intestinos. La voz se le atascó en la garganta como un hueso. Sabía quién era sin necesidad de volverse. Empezó a mirar con indiferencia a su alrededor, moviendo la cabeza como por casualidad, pero la muchacha le contuvo.
—Ahora, no. Nos está mirando.
—Pues que mire —susurró él, irritado.
La mujer le cogió del brazo, conteniéndole, avisada gracias a su intuición.
—Espera, no dejes que se dé cuenta de que le has visto.
—Maldita sea, Linda —murmuró el joven, aunque obedeció.
El corredor de apuestas había arrimado la oreja, intentando seguir la conversación. Linda se percató y le lanzó una mirada furiosa. El individuo se interesó de pronto por lo que ocurría en el escenario.
Un camarero se acercó a Walker y le pidió que se sentara.
—Va contra las normas quedarse de pie, jefe —dijo.
Cuando Walker se volvió para contestar, susurró Linda:
—¡Ahora!
Jimmy miró con rapidez, taladrando las sombras con el primer brote de pánico. Se sintió irritado y acobardado al mismo tiempo por haberse dejado intimidar por Linda. Pero en el momento de ver el perfil de Walker se volvió en el acto y se sintió dominado por una extraña resignación que le dejó antinaturalmente relajado.
—Es él —dijo olvidándose de hablar en voz baja y cayendo en un estado de fatalismo.
El corredor había reanudado el interés puesto en los asuntos de la pareja y se puso a mirar hacia el fondo para ver al hombre en cuestión. Pero ninguno de los dos se dio cuenta. Jimmy se había sumido en sus propios pensamientos y permanecía sentado con la espalda arqueada y la mirada baja. Se había hecho tantas cábalas respecto de ver de nuevo a Walker que su humor fatalista hizo que le quedara en la boca un regusto a chasco.
—Es él —repitió sin entonación—. El maníaco.
—Escucha —dijo Linda con los nervios tensos—, ¿harás lo que voy a decirte?
—¿Por qué no?
—Entonces levántate y haz como si no le hubieras visto. Dame un beso de despedida, pasa por la guardarropía y recoge tu abrigo y tu sombrero como si quisieras irte. Siéntate luego en el bar. Allí estarás seguro. Quiero ver si te sigue.
Jimmy la miró un buen rato.
—Nunca me has creído, ¿verdad?
—Vamos, papaíto, no discutamos. Tengo un plan.
—De acuerdo. —Jimmy se puso en pie, se inclinó y besó a la muchacha—. Espero que funcione, sea cual fuere —dijo, y se alejó.
Pero el corredor había acabado por localizar al individuo. Se volvió hacia Linda y le dijo:
—No quiero meterme en sus asuntos, señorita Linda Lou, pero si el blanco del fondo les está molestando a usted y al caballero que la acompaña, permita que me ocupe de esto.
Linda vio que Jimmy se detenía ante la guardarropía para recoger su abrigo y su sombrero sin dejar de barajar diversas posibilidades. Se decidió a enfrentarse al otro y aprovecharse de la situación de una vez por todas.
—Si quiere hacerme un enorme favor —dijo al corredor de apuestas—, déjeme esta mesa para mí sola durante un rato.
—No faltaría más —dijo el otro, poniéndose en pie—. Pero estaré aquí cerca.
—¿Y yo dónde voy a sentarme? —se quejó con petulancia su compañera.
—Encima de una teta, querida —dijo, riéndose de su propio chiste.
La otra le lanzó una mirada terrible, pero se levantó y fue tras él.
—Te crees muy gracioso —dijo.
Un segundo después, Linda se había olvidado de ellos. Se volvió para mirar a Walker y vio que éste se encaminaba como por casualidad hacia la salida, como si el espectáculo le aburriera. Miró a su alrededor y localizó al gerente, y cuando sus miradas se encontraron le hizo una seña. El hombre se acercó a la mesa.
—¿Quién es el blanco que acaba de irse? —preguntó.
—Un poli. ¿La ha molestado?
—A mí no. Está siguiendo a mi amigo. Quiero hablar con él.
El hombre miró a su alrededor. Walker ya no estaba allí.
—Se ha ido.
—No lo ha hecho. Está fuera, en el bar. Habrá creído que Jimmy se marchaba, pero le dije a Jimmy que se quedara en el bar.
—De acuerdo, hermanita, le diré que venga a verla —dijo—. Pero si no se entiende con él, llámeme.
La joven le dedicó una sonrisa reservada para los amigos especiales.
—Gracias, general.
Cuando Walker encontró a Jimmy sentado ante la barra, se sintió un tanto confuso. Todos los asientos estaban ocupados y los reservados estaban llenos. Se quedó en el centro del pasillo dejando que los negros se cruzaran con él.
El gerente salió del club y le dijo:
—Una dama quiere hablar con usted, amigo.
Walker comenzaba a sentirse borracho.
—¿Qué dama? —preguntó con boca espesa.
—La dama que canta. Linda Lou.
Jimmy oyó lo que decía y necesitó toda su fuerza de voluntad para quedarse inmóvil y no mirar. Walker le miró una vez y en seguida tomó una decisión.
—De acuerdo —dijo, y siguió al gerente hasta la mesa de Linda.
—Siéntese —ordenó ella.
El hombre se sentó y la miró con expresión de simpatía. El gerente tardaba en marcharse. Los Jive Fingers arremetieron con una de sus canciones propias titulada No revientes, Joe y todos los pies del lugar se pusieron a marcar el ritmo.
Satisfecho de que Linda hubiera controlado la situación, el gerente se alejó.
—Quítese el sombrero —dijo Linda a Walker.
Éste pareció sorprendido, pero se lo quitó obedientemente. El pelo rubio y aplastado le daba un aspecto juvenil y malicioso.
La mujer le observó abiertamente, a caballo entre la curiosidad y el aborrecimiento.
—¿Por qué no le deja en paz? —dijo con voz tensa y furiosa—. Si lo hizo usted, como él dice, ya tiene bastante con lo hecho. Así que déjele en paz.
—No sé a qué se refiere usted —dijo él.
—¡Y una mierda no lo sabe! —exclamó la joven—. Le ha estado siguiendo. Y él cree que también quiere matarle.
—No se excite —dijo el hombre.
—No pretenda asustarme a mí también —advirtió la joven cegada por la rabia—. Estoy protegida. Mire a su alrededor. Si intenta tocarnos es usted hombre muerto. A la gente que hay aquí le importa un rábano quién sea usted. Si les dijera que usted ha querido hacerme daño le rebanarían el pescuezo y tirarían su cadáver a cualquier cloaca —se le quedó mirando desafiadoramente, respirando con dificultad—. ¿No me cree?
—La creo —dijo él, con tristeza—. Y ésta es la cuestión. Quién cree a quién.
—Pues aplíquese el cuento —exclamó la joven—. Aléjese de él. Si se atreve usted a… —la muchacha se detuvo—. ¿Qué acaba de decir?
—Dije que ahí estaba la cuestión, en quién cree a quién —repitió el hombre—. Usted le cree a él. Él dice que yo quiero matarle. Así que usted le cree. Usted es su chica. ¿Por qué no? ¿Qué clase de amiga sería usted sino le creyera? Pero ¿ha pensado por un momento que puede estar mintiendo?
—Él no miente —negó ella, automáticamente.
Walker se limitó a mirarla. Las voces de los Jive Fingers llenaban el silencio: «Voy a sentarme y a escribirme una carta, y hacer que crea que procede de ti…»
—¿Oye eso? —preguntó él—. Ahí está el meollo: hacer creer.
—¡Mierda! —exclamó ella, con desdén—. ¿Acaso los otros dos están haciendo creer que están muertos?
—Sin embargo, lo que a usted le preocupa es quién le disparó a él —replicó él. Ella se le quedó mirando sin decir nada—. Lo hizo alguien de aquí, de Harlem.
La sugerencia la hizo estremecerse, pero la rechazó por un sentimiento de lealtad racial.
—No me lo creo.
Walker advirtió que la había impresionado. Se aprovechó de aquella ventaja.
—Mírelo objetivamente. Yo soy el primero a quien vio cuando recuperó el conocimiento después de que le disparasen. Lo primero que dijo fue que yo le había disparado. ¡Yo! Yo acababa de llegar de la calle. Uno de los conserjes me abrió la puerta para que pasara. La mujer de la limpieza me vio entrar. El encargado mismo estaba allí cuando entré. Ellos me llevaron al sótano de un edificio desconocido para mí y me condujeron a una sala. Un hombre al que no había visto jamás estaba allí tendido, inconsciente en medio de un charco de sangre. Lo primero que dice al abrir los ojos es: «Ese es el hombre que me disparó». Dudo incluso que me viera correctamente, tanta sangre había perdido. Y usted le cree. ¿Suena a razonable?
—¿Por qué no pudo haberle disparado usted antes? —preguntó ella—. Eso es lo que él dice.
—Imposible —dijo él, con llaneza—. Estaba con una mujer cuando le dispararon. La policía lo sabe. La mujer está dispuesta a jurarlo. Y hay otro testigo. ¿Cree usted que estaría yo libre si fuera cierto lo que dice él? ¿Cree usted que la policía es idiota?
Walker vio la duda en los ojos de la chica.
—Entonces, ¿por qué le sigue? —preguntó.
—Quiero evitar que le maten —su voz sonaba a sincera.
En su frente apareció una arruga de desconcierto cuando el gerente fue a la mesa para decirle que tenía que salir otra vez al escenario.
—Espera hasta que vuelva —le dijo a Walker.
El gerente la siguió hasta los bastidores.
—¿Qué tal ha ido? —preguntó con interés.
—No lo sé aún —confesó ella.
La muchacha comenzó con una antigua canción favorita: «Si esto no es amor, habrá que inventarlo…» Jimmy la oyó por el altavoz del bar y volvió al club para escucharla. Pero cuando vio a Walker sentado solo en la mesa de la joven se detuvo junto a la guardarropía presa de un extraño desasosiego. Se sentía perdido en una situación que no comprendía. ¿Qué tenía que decirle ella? ¿Qué le habría dicho él? Notó que le temblaban las piernas. Escuchaba la gangosa voz de Linda y contemplaba su cuerpo zalamero, pero no podía encontrar su mirada. La muchacha miró desde el escenario buscando los ojos masculinos para decir al joven con la mirada que le quería. Pero no pudo; Jimmy se había dado la vuelta. Las lágrimas agitaron su voz.
La chica del guardarropía pensó que se la habían jugado y miró al joven con lástima, pero un segundo después contemplaba largamente el anguloso perfil de Walker. La vida, pensó.
Un parroquiano pidió Rocks in my bed, la muchacha aceptó y la interpretó. Acabada su actuación, intentó buscar nuevamente la mirada de Jimmy sin poder encontrarla y se acercó despacio a la mesa en que aguardaba Walker.
Jimmy se alejó y fue al asiento que ocupaba en la barra. El gerente salió y le palmeó la espalda.
—Ánimo, chico —le estimuló—. La chica te está arreglando las cosas.
Jimmy se sintió avergonzado. Al parecer había hecho participar en el plan a todo quisque, pensó con amargura.
En el club, Walker saludó a Linda cuando ésta volvió.
—Mire, señora. ¿Qué sabe usted acerca de él? ¿Qué es lo que sabe realmente? ¿Cómo sabe que no vende drogas, ayuda a ladrones de coches o colabora con los delincuentes callejeros? ¿Cómo sabe usted que estuvo allí toda la noche?
—Lo único que hace es trabajar —dijo ella—. Le conozco.
—¿Cuánto hace que le conoce? —presionó el hombre.
La joven dudó un instante y luego dijo en tono de desafío:
—Casi desde que está en Nueva York.
—¿Cuánto hace de eso?
—Llegó el primero de julio —respondió la muchacha con reticencia.
—Poco más de seis meses —dijo el hombre, con ironía—. Ni siquiera hace un año que le conoce.
—Da lo mismo —replicó ella—. No cuesta mucho conocer a un hombre… si es que se le llega a conocer alguna vez. Y sé que él no está metido en nada sucio.
—Quizá no lo esté —concedió el hombre—. Pero ¿qué me dice de los otros dos? ¿Qué sabía usted de ellos? ¿Puede decirse a sí misma con toda seguridad que no estaban metidos en ningún tipo de actividad peligrosa?
—Es posible, pero no lo creo —replicó la joven.
—Muy bien, dice usted que no lo cree. Eso es lo que yo le dije a usted al principio. Es cuestión de qué es lo que se quiere creer. —El hombre parecía tan educado y sincero que la joven acabó por tenerle cierta simpatía, pero en seguida desechó tales sentimientos y sus siguientes palabras le devolvieron la sospecha—. Considere tan sólo la posibilidad. Estaban metidos en un lío. Alguien de aquí fue allá bajo con ganas de lío. Fuera quien fuese, disparó. Su amigo presenció los disparos o apareció accidentalmente en un mal momento.
—¿Cómo sabe usted todo eso? —dijo ella, sin perder un instante.
—Lo imagino —dijo él—. Quienquiera que fuese tenía que matar a su amigo porque lo había presenciado todo. Pero su amigo escapó. Fuera quien fuese, su amigo sabe quién es. Pero tiene miedo de decirlo. Sabe que en el momento de decir su nombre su vida no vale un centavo. Puede incluso que ese alguien esté aquí, en este mismo lugar.
La intensidad de su voz hizo que Linda mirara a su alrededor y repasase los rostros negros y familiares: macarras, gángsters, ladrones, jugadores… ¿Sería alguno el homicida? Sabía que algunos de los allí presentes tenían sobre su conciencia alguna que otra muerte…
La duda fue creciendo en el fondo de su cerebro, y con ella fue transformándose lentamente la imagen del hombre que tenía delante. Parecía tan inocente e infantil en aquel ambiente de delito y sexo. Olía a cosa exterior, ajena. Se lo imaginó con una novia en alguna parte. Tenía que ser una chica guapa que pensaba casarse con él. Le revolvería aquel pelo rubio y luminoso y le acariciaría. Pero se dijo con severidad que no tenía que manifestar sus sentimientos delante de él. Era tan difícil pensar en aquella atmósfera.
Un trío instrumental —piano, contrabajo y batería— había ocupado el escenario y estaba engolfado en una melodía antigua y vulgar…
—¡Yass-yass-yass! —exclamó alguna alcahueta borracha.
El local empezó a balancearse y a saltar, a tambalearse y a rodar… No tenía sentido que aquel joven blanco huesudo y de ojos brillantes quisiera matar a su Jimmy o que hubiera matado a aquellos dos empleados de color a sangre fría, pensaba Linda… Los instrumentos tronaban y otra hembra borracha gritó fuera de sí:
—¡Tu culo! ¡Tu culo! —no tenía sentido.
Ya abatida, quiso reforzar sus amortiguadas sospechas.
—Entonces, ¿por qué le va siguiendo? —preguntó.
—Podría decirle lo que ya le dije antes, que quiero evitar que le maten —dijo él—. Pero le mentiría. Mire las cosas desde mi punto de vista. Su amigo me acusó. Hizo que me suspendieran en el empleo. Me ha puesto bajo sospecha. Aunque fuera Jesucristo me sería imposible amar a mi enemigo. Antes bien, siento odio por él. Pero no quiero hacerle daño. Lo único que quiero es coger al asesino. Fíjese bien. Tengo que coger al asesino. Hasta que no lo coja yo seré un sospechoso. Nunca me reintegrarán a mi puesto. Siempre habrá gente que pensará que soy un homicida. Así que voy a tener que seguirle hasta que el asesino se delate. Y éste intentará matarle a la primera oportunidad que se le presente. Puede usted apostar su preciosa vida a que sí.
El miedo se ensañó con sus entrañas como una tortura sexual. Porque si era cierto que así andaban las cosas, sabía que no podría ayudarle. Alguien tenía que hacerlo. Y, de pronto, Walker se le representó como digno de su amistad.
—¿Qué puede hacer? —preguntó desesperada, anegándosele los ojos en llanto—. No puede andar por ahí como si tal cosa y que le maten porque sí.
—Lo único que puede hacer para ayudarse es decir quién es el asesino dijo en tono edificante.
El rostro femenino volvió a cubrirse de sospechas y perplejidad.
—Seguirá diciendo que fue usted.
—En tal caso parece seguro que acabará muerto —dijo él.
La muchacha se llevó las manos a la cara para ocultar el terror.
—Si al menos supiera qué creer —sollozó.
La parroquia negra los ignoraba adrede. La chica tenía problemas, consideraban; aquello era obvio. No había otra razón por la que un blanco pudiera hacerla llorar. Pero no era asunto de ellos. Nunca te metas en una discusión entre una negra y un blanco, era su máxima. La mujer podía volverse contra ti.
Walker se inclinó delicadamente hacia delante y le apartó las manos del rostro. La miró a los ojos con intensidad y dijo con voz sincera y cautivante:
—Mire, Linda, usted es la única persona ajena a esto que puede ayudarle. Haga que diga quién es el asesino. Júrele que guardará el secreto si lo hace. Haga lo que quiera, pero que se lo diga. Entonces comuníquemelo a mí.
—Oh, yo no podría hacer eso —dijo ella, con espontaneidad.
El hombre se echó atrás.
—Entonces está condenado a muerte.
La joven boqueó sollozando.
—Pero ¿qué hará usted?
—Cuidaré de él para que no tenga usted de qué preocuparse.
—Si fuera tan fácil ya me lo habría dicho —arguyó la chica.
—Confunde usted la imagen —dijo él educadamente—. Él teme que la policía no pueda ayudarle. Sabe que si detienen al asesino será otra persona quien lo haga. Supone que su única oportunidad consiste en cerrar la boca para ver si el asesino olvida el asunto. Mientras siga acusándome cree que está a salvo. Pero él vio al asesino. No lo olvide —sus afirmaciones penetraban como martillazos en la mente de la joven—. Tiene que decir a la policía quién fue. No puede decir que no lo vio porque el homicida le disparó en el pecho. ¿Se da cuenta?
La chica miraba fijamente aquellos brillantes ojos azules y escuchaba aquella voz hipnotizadora. Era como si un hechizo hubiera caído sobre ella. Quiso mantener cierta lógica, pensar con rectitud. Pero era un hombre muy atractivo. Sintió un extraño deseo de tocarle. Además, parecía tan inocente…
—¿Y qué pasará si le digo quién es el asesino?
El hombre volvió a adelantarse y le sostuvo la mirada.
—Le mataré —dijo.
La joven se estremeció con un escalofrío de terror que se fundió en ella con el deseo sexual. Le repugnaba aquel hombre y al mismo tiempo la atraía de manera irresistible. Pensó que era capaz de matar a un hombre. Le miraba fijamente a los ojos y temblaba presa de un extraño desasosiego. Los ojos de ambos formaban una especie de cadena. Los del hombre subyugaban los suyos. Se sintió desnuda e impotente ante él.
—Si consigo que lo diga, ¿cómo podré ponerme en contacto con usted? —preguntó la joven, sumisamente y con voz exánime.
—Puede telefonearme —el hombre le dio un número con las cifras de la extensión—. Si lo olvida, figuro en el listín telefónico. Matt Walker, Peter Cooper Road, número 5. Llame a cualquier hora del día o de la noche. Llegaré en seguida a su apartamento.
La joven suspiró.
—Espero estar haciendo bien las cosas —susurró llena de dudas, como si hablara consigo misma.
—Por lo menos intenta salvar la vida de su amigo —dijo él—. Es todo cuanto puede hacer.
—Eso espero —murmuró la mujer.
Segundos después, preguntó él:
—¿Cómo va a ir a casa, Linda?
—Haré que alguien nos lleve. El hombre que estaba aquí sentado con nosotros. Es un corredor de apuestas; nadie nos molestará si vamos con él.
—¡Un corredor de apuestas! —repitió el hombre—. ¿Cómo sabe que no es el asesino?
La chica se estremeció.
—Por favor —se quejó—. No puedo sospechar de todo el mundo.
—Eso es verdad —dijo él a modo de perdón—. Les seguiré en mi coche. Si sigue creyendo que yo soy el homicida estará a salvo con él.
—Oh, no —exclamó, cubriéndose otra vez el rostro.
—Si sucede que el asesino es realmente él —continuó el hombre—, entonces estará usted segura si les sigo.
Las manos de la joven cayeron sobre el regazo, sin fuerza en los brazos. Sus ojos dijeron al hombre que ponía su destino en las manos de él.
—Otra cosa, Linda —prosiguió el hombre—. Su amigo irá a su casa con usted. Querrá saber lo que hemos estado hablando, lo que yo le he dicho. No se lo diga. Siga comportándose como si creyera en él ciegamente. ¿Comprende?
La chica asintió con docilidad.
—Empiece entonces a trabajarle para sensibilizarlo. Usted sabe cómo hacerlo. Una mujer como usted puede hacer que un hombre le cuente hasta el secreto más recóndito. Trabájelo. Trabájelo con ese magnífico cuerpo que tiene. Ya sabe cómo hacerlo. Mientras tanto, tendré el coche al otro lado de Broadway. Cuando vea luz en el cuarto del chico subiré al piso de usted para ver lo que ha descubierto. ¿De acuerdo?
Quería decirle que no lo hiciera, pero se sorprendió respondiendo: «De acuerdo» en contra de su propia voluntad.
Los Jive Fingers habían salido otra vez y tocaban frenéticamente aquello de: «No está bien lo que haces, pero es tu forma de hacerlo…»