Walker comprobó que eran las nueve y cuarto cuando salió a la calle. Debería haber estado más tiempo con Brock, se dijo, lo menos hasta las diez, pero había permitido que Brock le pusiera nervioso con todas sus taimadas insinuaciones. Bien, al diablo con aquello. Todo arreglado con Brock, se dijo. El bueno y viejo Brock. Le iba a costar un rato digerir su historia. Pero si tenía que recurrir a la perturbación mental, Brock sería un buen testigo.
Times Square hervía. Las luces le hirieron con su punzante resplandor. Y aquellos miles de personas en busca de emoción. «Yo sí te voy a dar emoción, preciosa —dijo mentalmente a una mujer de buen aspecto que pasaba—. Ah, joder. Eso es la vida».
Tenía el coche aparcado en zona prohibida. Era un gran cupé de color plateado. Unos cuantos veranos antes, encontrándose de vacaciones en Alemania, había oído que hablaban de los grandes coches norteamericanos como de yates de tierra. Teutones envidiosos, pensó. Recordó de paso la observación del teniente Baker acerca de su precio: «Mucho coche para un detective de primera». Bueno, mierda, ¿le importaba a nadie si lo compraba con su salario? Lo único que hacía era mirar las cosas desde diversos puntos de vista y nada más. Si las putas querían vender sus favores y había hombres que querían comprarlos, había que pagar a los oficiales defensores de la ley. Y esto no era más que lo justo y necesario. No iba a esperar la gente que el vicio fuera gratis, esto era ilógico.
Había una multa bajo el limpiaparabrisas. La cogió y se la guardó cuidadosamente en el bolsillo de su trinchera. Se metió luego en el vehículo y se introdujo en el flujo de circulación de Broadway, pensando: «Ya estoy en la flota de Manhattan».
Siguió por Broadway hasta Columbus Circle, cogió Central Park West hasta la Calle 110 y siguió Convent Avenue arriba hasta la Calle 145, cruzando en el trayecto el campus del Nueva York City College, su antiguo paisaje cotidiano. Se sentía melancólico cuando giró para tomar otra vez Broadway. Dio media vuelta en la Calle 150, reduciendo velocidad al acercarse a la acera que estaba enfrente de la casa donde vivía el empleado, y se quedó a observar la ventana.
Las persianas estaban echadas, pero había rayas de luz en las rendijas. El pájaro no había emprendido el vuelo.
Bajó y se dirigió a un bar de la esquina frecuentado por gente de ascendencia italiana. Un par de prostitutas negras de pelo rojo teñido estaban en la barra, pero todos los parroquianos masculinos eran blancos. Siguió andando hasta el fondo y consultó la guía telefónica. Encontró una Linda Lou Collins en el listín de calles, puso una moneda en la ranura y marcó el número.
—Sí… ¿Jimmy? —oyó decir con un dejo de ansiedad en aquella voz de contralto que le entristeció.
Colgó sin decir nada.
Cuando salió se dio cuenta de lo que había cambiado aquel barrio desde sus días escolares en el City College. Gente de color lo llenaba, y se había vuelto ruidoso. Harlem se había zampado ya la otra parte de la calle. Aquella parte, la que daba al río, era todavía blanca, pero no había nada que impidiera a la gente de color cruzar la calle.
Sus pensamientos intensificaron su melancolía.
«Pobres negros, pronto tendrán que vivir en botes fluviales», pensaba.
Condujo despacio por Broadway en dirección sur. Más abajo de la Calle 145 se instalaban los portorriqueños a expensas de los alemanes y franceses, que habían llegado los primeros. Era como una nube oscura que cubriera Manhattan, pensó. Pero aquél no era su problema; se lo dejaba a los urbanistas municipales, al comisario Moses y a sus hombres.
La luz roja le detuvo en la Calle 125. A su derecha corría un ferry por el Hudson, alejándose del malecón de la costa de Manhattan y buscando la de Nueva Jersey. A su izquierda quedaba Harlem, que se extendía a lo ancho de la isla hasta el puente de Triborough. Pobres negros; su vida era dura, pensaba. Harían mejor en morirse, si es que se daban cuenta. Hitler había tenido una gran idea.
Cambiaron las luces del semáforo, rechazó el pensamiento y siguió conduciendo junto a los montantes de hierro del Metro, donde éste reaparecía al nivel del suelo, en la Calle 129.
Pero no estaban muertos, pensó, aquello era un hecho.
Súbitamente, giró al oeste de Broadway en la 121 y subió la colina pasada la International House. Salió al sinuoso Riverside Drive y cruzó las residencias de los estudiantes de la Universidad de Columbia y, más allá, los modernos edificios vecinales entremezclados con las antiguas mansiones de piedra de pasada magnificencia.
Se sentía tan triste como nunca en su vida.
Pero cuando pasó ante la dársena del Club de Yates de la Calle 77 comenzó a abandonarle la tristeza, y cuando giró por la 72 y salió otra vez a Broadway, ya había desaparecido del todo. Otra vez estaba entre macarras y prostitutas, estafadores y bronquistas alegres, actores y actrices fracasados, pensiones baratas y gentuza barata, el último peldaño de Times Square. Empezó a sentirse como el baranda del patio.
De nuevo era un hombre con proyectos; un hombre con un proyecto concreto.
Siguió por Broadway hasta Madison Square y torció al este por la 23 hasta la Primera Avenida, y luego por el sur hasta adentrarse en las calles desde las que se veía Peter Cooper Village. Aparcó ante un moderno edificio vecinal de ladrillo rojo que se parecía a la mayoría de los que había en el lugar y entró en él.
Sentía cierta lástima de sí mismo al pensar en lo poco afortunado que era. Si no hubiera apretado el gatillo por casualidad y matado a Sam el Gordo, todo el incidente habría sido una broma. Pero era un doble homicidio; y aún no había llegado al final.
Subió en el ascensor, grande y silencioso, hasta la tercera planta, abrió la puerta pulimentada de pino de un apartamento y se metió por un recibidor que formaba ángulo recto para salir a una agradable sala de estar, cuya pared exterior era una ventana cubierta por claras cortinas amarillas. El suelo de madera de pino estaba cubierto de alfombras hechas a mano y los muebles de arce armonizaban con el conjunto.
En un largo diván había una mujer echada mirando un programa de televisión en color en una pantalla empotrada entre dos estantes modernistas llenos de libros franceses y alemanes. La mujer vestía una bata masculina de seda morada y zapatillas rojas con tacones parecidos al fuste de una copa de champaña. A la suave luz blanca de una lámpara de lectura con pantalla, su piel poseía la luminosidad mate del marfil pulido y su larga cabellera negra le colgaba suelta por los hombros como los pliegues de un manto.
—¿Qué te ocurre? —dijo saludando a Walker—. Tienes la cara tan larga que parece un palo. —Pronunciaba el inglés académico con acento europeo. Sus ojos eran vivos y elocuentes, pero no se movió.
—Eres una tía de miedo, Eva —dijo él, mirándola con lujuria nada simulada.
—¿Tú crees? —dijo ella—. Pero aún no me has respondido.
—Me siento deprimido y melancólico —dijo el hombre—. Vamos a la cama.
—Oh, la, la —los verdes ojos de la mujer sonrieron con indulgencia—. Eres como los hombres de mi Yugoslavia natal —dijo, adoptando la posición sentada con movimientos lentos e indolentes—. Siempre tristes y con ganas. Pero no te pareces a ellos, tú eres más germánico, más tortuoso, como los personajes de las óperas de Wagner.
Como irritado por la alusión el hombre replicó con brusquedad:
—Hablas demasiado —la cogió de la mano y la levantó con rudeza—. Ve a desnudarte.
—Eres muy brusco —se quejó ella.
—¡Maldita sea! —exclamó él, empujándola hacia el dormitorio—. No eres más que mi puta, así que a callar.
Y se puso a romperle la ropa como cegado por la rabia, esparciendo los jirones por el suelo de la estancia. La mujer estaba tan asustada que se desnudó con toda rapidez. Pero él ya estaba desnudo y encima de ella antes de que hubiera tenido tiempo de meterse bajo las mantas. La manoseó con rudeza, poseyéndola como si estuviera furioso, rechinándole los dientes y murmurando obscenidades mientras fornicaban, como si pudiera estrangularla hasta morir.
Su comportamiento aterrorizó a la mujer. Apenas podía respirar. Después permanecieron jadeando y cansados, sin ternura ni consentimiento.
—Me odias cuando me jodes —le acusó ella—. ¿Por qué?
El hombre no contestó. Cerró los ojos y le dio la espalda.
—Cada vez que lo haces es como si me violaras —dijo ella—. Siempre creo que vas a matarme.
De pronto, advirtió que el hombre se había dormido. Se había quedado dormido en el acto.
Suspirando, se levantó y fue al moderno lavabo que había al lado. Dejó correr el agua caliente y a continuación se sumergió en ella mientras pensaba: «Será mejor que me separe de él. Le ocurre algo extraño. No es del todo humano».
El hombre durmió unos quince minutos y despertó repentinamente, fresco y alerta. Oyó el ruido de la mujer en la bañera y saltó desnudo de la cama, entrando en el lavabo para darse una ducha. Estaba de buen humor, chistoso, encantador, casi juguetón.
—No te mojes el pelo —dijo—. Es una delicia cuando te beso.
La mujer se anudó el pelo en lo alto de la cabeza, aunque en el extremo ya estaba mojado.
—Muy cachondo tú —dijo ella.
—¿Qué es lo que te hace gracia de mí? —preguntó él, con sorpresa sincera.
—Muy extraño.
—Ya… Pero ¿te gusto?
—A veces.
Él se echó a reír y fue a la ducha aislada entre paneles de vidrio que estaba separada de la bañera. Dio el agua caliente y luego la fría. Cuando salió tenía la carne de gallina y de color rosado. La mujer se secaba envuelta en una gran toalla de baño.
—¿No tenéis bidet en Norteamérica? —preguntó—. ¿En ninguna parte?
—No sé —admitió el hombre, riendo—. Nunca he visto ninguno.
La mujer pensó que era una broma.
—¿Qué hacen las mujeres? —preguntó.
—Supongo que se meten en la bañera.
—¿Siempre?
—No siempre hay necesidad de ello —dijo él.
—Pero suponte que es de día y que no hay mucho tiempo. O que están en casa del hombre.
—Supongo que se echa mano de esos aparatos anticonceptivos.
—No me refiero a eso. Pregunto que cómo se lavan.
El hombre rió tan fuerte que también ella se echó a reír. Pero al cabo de un momento, al verle trastear con el revólver reglamentario, se puso seria y volvió a sentir miedo.
—Ya no te dejan llevar eso —objetó—. Te meterás en líos.
—¿Quién lo ha dicho? —hablaba sin miramientos, mientras se vestía.
—Te han retirado la licencia. Así me lo dijiste tú mismo y, además, he leído en los periódicos que te habían suspendido.
—Me han vuelto a movilizar —dijo airadamente. Metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó un duplicado de su insignia—. Mira, aquí está la chapa.
La mujer la miró suspicazmente, sospechando una trampa. Nunca sabía cuándo hablaba en serio, y aquel humor suyo, extraño y alegre, la volvía aprensiva. La asustaba darse cuenta de cuánto le temía.
Mientras se ponía la trinchera, dijo:
—Dame el paquete que te pedí que me guardaras.
—¿No es demasiado tarde? —preguntó ella—. Me dijiste que era una prueba, tuviste que presentarla antes.
El hombre se quedó inmóvil, mirándola especulativamente. La opacidad se había cernido sobre sus ojos azules y en cada uno de sus altos pómulos apareció una manchita roja.
Se limitó a decir, sin embargo:
—Recuerda que trabajo de noche.
—Claro que me acuerdo —dijo la mujer, dirigiéndose al pequeño cuarto ropero.
Walker fue a la sala de estar para esperarla y relajarse practicando su velocidad con el revólver reglamentario. De pronto, se dio cuenta de que la chica tardaba demasiado. Sin hacer ruido abrió la puerta del dormitorio y se coló dentro.
La muchacha estaba junto a la cama deshecha, vestida con la bata que se había puesto tras tomar el baño, los hombros vencidos, la cabeza ligeramente torcida a un lado. Al oírle a sus espaldas sufrió un violento sobresalto y se volvió con rapidez para mirarle. Su rostro estaba blanco y de sus grandes ojos verdes brotaba una mirada de terror. Se puso a temblar de pies a cabeza.
La mirada del hombre recayó directamente en el paquete deshecho que había sobre la cama. El largo revólver azul acero del 32 con el silenciador puesto brillaba turbiamente a la escasa luz que despedía la pequeña lamparilla de la mesita de noche.
Sonrió con tristeza a la mujer.
—Has mirado —dijo—. Como la mujer de Lot.
La chica retrocedió lentamente hasta la pared opuesta.
—Santo Dios —susurró sollozando—. Eres tú el que mató a esos hombres. Tú los mataste con esta pistola.
—No deberías haber mirado —dijo él mientras se acercaba a la muchacha.
Ésta habría corrido, pero se encontraba arrinconada y la fuerza se le había ido del cuerpo. Abrió la boca para gritar y sus labios se movieron convulsivamente, pero sin que brotara de ellos ningún sonido.
—Lamento que mirases —dijo él.
Extendió la mano izquierda con lentitud y cogió a la mujer por las solapas de la bata. La chica no se resistió; no tenía ni fuerza para alzar los brazos. Estaba inmovilizada, como un pájaro encandilado por una serpiente, rendida y sin fuerzas ante la expresión de malignidad pura que había en la cara contorsionada del hombre.
Empezó a abofetearla con la mano derecha; la mejilla izquierda con la palma, la derecha con el dorso. La abofeteaba con ritmo continuo, como en un sueño; con expresión de imparcialidad contemplaba el movimiento giratorio de aquel rostro sacudido por el terror, semejante al balón que golpean los boxeadores.
La mujer mantenía los ojos abiertos; estaba demasiado aterrada para cerrarlos; y, poco a poco, fue quedándose insensible. La cabeza le giraba con un ruido sordo y continuo, y la cara se le quedó entumecida. Perdió el sentido del equilibrio y la habitación empezó a balancearse. Pero el hombre la mantenía en pie y seguía abofeteándola como si se hubiera olvidado de lo que hacía.
Hasta que ella tuvo energía suficiente para susurrar:
—Vas a matarme.
Aquellas palabras le hicieron recuperar la noción de las cosas. La soltó bruscamente y retrocedió, exclamando:
—No quiero hacerte daño.
La mujer se derrumbó en la alfombra, sin apartar los ojos de él. Su alta figura se agitaba ante ella y le parecía que el suelo se agitaba con violencia. Pero aquello no le importaba.
—Tienes que matarme —dijo con voz desmayada—. Porque voy a decir que fuiste tú quien asesinó a aquellos hombres.
Walker la miró con reproche:
—Si lo haces, diré que eres una espía comunista —dijo.
La mujer intentó reír, pero no pudo.
—Saben que no soy espía —murmuró—. Han investigado tanto sobre mí que saben que no soy una espía. Pero tú eres un homicida y voy a decirlo.
—Entonces diré a tus compatriotas que eres una espía capitalista —dijo él—. Hablas siete idiomas y te han visto a menudo conmigo. Si digo que eres espía de los capitalistas, me creerán. Tu gente creerá antes que eres una espía capitalista que el que yo haya matado a los morenos. Es cuestión de ver qué quiere creer la gente. ¿Quieres tú creerme a mí?
La mujer empezó a llorar, con todo el cuerpo convulsionado a causa de los sollozos.
—Mátame —suplicó con voz desmayada—. Por favor, mátame. Entonces estarás seguro. No me acuses, por favor, de ser una espía. Me traerá muchos problemas con todo el mundo.
—Ya me lo imagino —dijo él, con tristeza.
—Por favor —suplicó la mujer—. No diré nada. Haré todo lo que digas. No soy muy valiente. Por favor, no digas que soy espía. Yo no diré nada de ti.
—No creí que lo hicieras —dijo él de manera eficiente, consultando su reloj.
Era medianoche.
Cogió el revólver de la cama, miró a ver si estaba cargado, se lo metió con cuidado en el bolsillo de la trinchera y dedicó una sonrisa a la mujer.
—No deberías haber mirado.
La chica sollozaba y no replicó.
—Volveré más tarde —dijo.
La mujer no respondió.
El hombre cruzó la salita y el recibidor y salió al descansillo para coger el ascensor. Su visión estaba un tanto desenfocada, pero se sentía físicamente sobrio. Su cerebro era el que estaba borracho. Iba a matar al tercer moreno y a dejar que todo quedara impune. Si tuviera que alegar desequilibrio psíquico, la mujer sería un buen testigo para la defensa. Pero lo más hermoso de todo sería que pudiera mantener la calma suficiente para hacerlo de manera tal que nunca pudiera probarse nada en su contra. Puede que todos pensaran que los había matado él, pero nadie podría probarlo. Y él volvería a formar parte de las fuerzas de la policía como si nada hubiera ocurrido. Porque no le expulsarían si no se demostraba su culpabilidad.