Linda Lou lavaba la ropa interior en la cocina cuando sonó el timbre de la puerta.
—¡Mierda! —exclamó con irritación.
Llevaba un albornoz viejo de color marrón con el que no le habría gustado que la vieran, y debajo una bata de algodón que sólo se ponía cuando dormía sola, calzando además un par de babuchas ya gastadas. Apenas se había levantado y aún no se había lavado la cara. Su corto pelo crespo parecía más ensortijado que rizado, y en su rostro se hallaba pintada la expresión estólida y aturdida de la estupidez matutina. Miró el reloj de la cocina y vio que eran más de las tres de la tarde, pero no se preocupó de consultar los minutos que pasaban de esa hora. Ni siquiera se había preparado café. Se había levantado y empezado a lavar la ropa interior, como siempre hacía tras una noche ajetreada. Jimmy la tenía preocupada.
El timbre de la puerta volvió a sonar, larga e insistentemente.
«A lo mejor es el cobrador —pensó, añadiendo mentalmente—: digo yo».
Tenía un apartamento de dos habitaciones en la tercera planta, al fondo. Se secó las manos en la bata mientras cruzaba la salita y abría la puerta cimbreando las caderas con indolencia.
Jimmy estaba en el umbral.
—Oh, cariño, eres tú —dijo ella, medio exasperada, medio contenta. Se llevó las manos rápidamente a los rizos enmarañados, pero al primer contacto se dio cuenta de que no había remedio. Se echó a reír con aire fatalista y se hizo a un lado—. Bueno, pasa.
Jimmy entró y miró a espaldas de ella. En su rostro estaba pintada la expresión fija del sonámbulo.
—Sé que estoy hecha un asco, pero podrías besarme, ¿no te parece? —se quejó ella—. Aunque sólo sea en recuerdo de los viejos tiempos.
La besó abstraído, con el rostro tenso por los pensamientos que le absorbían.
—Bueno —dijo ella, apartándose—. Que conste que te lo he pedido —advirtió entonces la expresión del hombre—. Dios mío, ¿qué ocurre? No te habrás escapado de la cárcel, ¿verdad?
El muchacho no sonrió.
—No, me dejaron libre esta mañana.
—Iba a verte en cuanto acabara de lavar.
—Bueno, ya no tendrás que hacerlo —dijo él con amargura—. Me soltaron. Al final decidieron que yo no era el asesino.
—Vamos —dijo ella, poniéndole una mano en la boca—. Ven a la cocina mientras hago café.
—No quiero café —dijo él.
—Bueno, pero yo sí —dijo ella con irritación dirigiéndose a la cocina.
—Lo siento, no sé en qué estaba pensando —se disculpó el joven, siguiéndola con docilidad—. Estoy un poco nervioso.
La mujer lo condujo hasta una silla de respaldo recto que había junto a la mesa.
—Anda, siéntate ahí y cuéntaselo todo a mamá.
En cuestión de edad era ella un año mayor que él, pero en experiencia era como su madre.
—Sé que pensarás que estoy chiflado… —comenzó él a decir, pero ella le detuvo.
—Mira, creo que será mejor que esperes a que tome un poco de café, de lo contrario no podré pensar en nada.
El joven se relajó un tanto.
—Esta es una ciudad peligrosa —dijo suspirando—. Peligrosa, indiferente y cínica.
—Piensas demasiado —dijo ella, vertiendo café de un frasco en el filtro de una abollada cafetera de aluminio—. Nueva York no es para los que piensan, es para los que la ensucian. Y tú eres demasiado bueno para mancharla. Tendrías que resignarte. No has aprendido todavía a tomar las cosas como vienen. —Mientras hablaba no paraba de moverse, y puso agua en el recipiente por el pitorro, diciendo a modo de excusa—: Lo hago todo con los pies, ¿no? —Puso el recipiente en el fuego y abrió el gas; luego a buscar la caja de cerillas, pero la encontró vacía—. ¡Mierda! —exclamó y apagó el gas hasta que encontró una en forma de libreta sobre el estante que había encima del fogón.
Era una cocina pequeña, increíblemente sucia y ahíta de cosméticos, rulos del pelo, bocadillos a medio terminar, platos sucios y botellas de leche vacías. La cocina y el frigorífico, de blanco esmaltado, iban con el piso, pero la mesa de acero desmontable y las sillas de asiento de plástico amarillo eran de su propiedad.
Se dio cuenta de que el joven la estaba mirando y dijo a la defensiva:
—Sé que tengo pinta de sueño y que hablo como si estuviera durmiendo. Mi madre me decía siempre: «Nunca permitas que tu hombre te vea por la mañana antes de arreglarte».
—Estás muy bien —dijo él.
—Muy bien —remedó ella—. ¡Mierda!
El muchacho había estado pensando en lo sana y normal que parecía la vida en aquella sucia cocina en miniatura. Había medias húmedas y goteantes tendidas en perchas que colgaban del techo; el resto de la colada estaba en la pila. Fuera, al otro lado del patio mal iluminado, se alzaba el muro de ladrillos de otra ala del edificio, cerradas sus sucias ventanas al frío de la tarde. Parecía todo tan seguro y pacífico que parecía increíble que hubiera por ahí un maníaco suelto y con ánimo de matarle.
—Eso he dicho —insistió el joven.
La mujer se echó a reír con desaprobación.
—¿Me estás tomando el pelo? Si tan buena pinta tengo podías haberme llevado ya a la cama.
—Estoy muy preocupado —dijo él.
—Lo sé, cariño, estaba bromeando —la mujer se rascó la cabeza.
El recipiente empezó a filtrar el café y la estancia se llenó de un delicioso olor.
—Creo que tomaré un poco de café —dijo él.
—Ya te lo dije —dijo ella, echando mano de dos tazas limpias de la alacena. Sacó del frigorífico una lata medio llena de leche condensada y la puso en la mesa junto con un tarro de terrones de azúcar. Colocó luego una caja de tostadas de canela y una pastilla de mantequilla envuelta en papel de estaño—. Bueno, creo que bastará para el té de la tarde —dijo—. Ahora pondré el culo a descansar.
—No hables de manera tan vulgar —dijo él—. Siempre haciéndote la dura.
—¡Mira quién habla! —exclamó la mujer, mientras servía el café—. ¿Crees que busco impresionarte? Estás nervioso, eso es todo. Entras y me encuentras con una pinta desastrosa y esperas que me haga la modosita.
Supo que él iba a decirle algo que no quería oír y quería quitarse de la cabeza.
Pero estaba empotrado tercamente en la cabeza del hombre y brotó como un disparo:
—El detective ese quiere matarme —dijo el joven.
La mujer se había llevado la taza a los labios. Su mano quedó inmovilizada y los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Bueno, podrías haberme dejado terminar el café —dijo ella—. Al menos tomar en paz el primer sorbo.
Jim se puso en pie con aire de niño ofendido.
—Lamento haberte molestado. Tendría que haberlo supuesto. Tampoco tú me crees. Nadie me cree. La única forma de que alguien me crea es dejarme matar.
Ella dejó la taza en la mesa, volcando un poco de café, y sin perder un instante se puso en pie, rodeó la mesa, dio un empujón a una silla y sujetó al hombre por los brazos. Su cara rezumaba furia.
—¡Siéntate! —exclamó, forcejeando con el muchacho, con ánimo de obligarle a tomar asiento de nuevo—. Vas a sentarte y a tomarte el café o no dejaré que me des la paliza.
—De qué va a servir si no me crees…
—¡A callar! —dijo sin dejar de forcejear hasta que logró que el joven se sentara—. Eres un imbécil de todas todas y, por si fuera poco, un crío. Ni que fuera yo quien quiere matarte.
—Lo único que quiero es hablar con alguien de esto —dijo él—. Quiero que alguien me crea.
Lo besó ella en la cabeza y volvió luego a su silla, levantando al hacerlo la que había caído.
—Te creo —dijo la mujer, mirándole fijamente a los ojos—. Dime ahora qué es lo que creo.
El joven sonrió por vez primera.
—Luego; termínate ahora el café —dijo—. En paz.
Una vez terminaron le contó que había visto al detective en la Calle 149, luego otra vez en el parque de Broadway y a continuación lo de su conversación con el señor Hanson, el abogado.
—Pero ¿por qué? —exclamó ella—. ¿Por qué quiere matarte?
—Porque soy el único que sabe que él mató a los otros. Soy el único testigo que puede acusarle. Y tiene miedo de que encuentre alguna prueba.
La mujer asintió.
—Si supieras por qué mató a los otros…
—Eso es lo que realmente me preocupa. No puedo concebir ningún motivo por el que quisiera matar a Luke y a Sam el Gordo. A menos que sea realmente un psicópata. Y eso es lo que pienso que es, un maníaco homicida. Es lo que más me asusta. Si está tarumba no necesitó ninguna razón para matarles.
—Pero ¿cómo puedes estar tan seguro? Pudo haber una disputa o una pelea. Puede que le atacaran por una u otra razón. Dijiste que estaba borracho…
—No, no había ninguna señal de pelea de ningún tipo.
—Bueno, quizá no fue una pelea en serio. Pero si estaba borracho como tú has dicho, puede que hubiera alguna bronca gorda. Ya sabes cómo son ciertos blancos con los negros cuando se emborrachan; se ponen chulos y empiezan a decir cosas que un negro normal del Norte no soportaría…
—No, ni Luke ni Sam el Gordo eran de esa clase —objetó él.
—¿Cómo sabes cómo eran? Has trabajado con ellos poco más de cuatro meses. Sólo les veías en el trabajo. Nunca les trataste fuera de la jornada laboral. No sabes cómo reaccionaban ante una situación así. Nunca les viste insultados por un blanco borracho.
—Pero apostaría mi vida entera a que ninguno de los dos se habría metido en un jaleo gordo con un detective blanco. Los dos eran, cada cual a su manera, una especie de Tío Sam. Luke era de esos tipos contemporizadores y de pensamiento lento…
—Habría saltado en un momento de ira, como el que más —arguyó la mujer.
—Quizá. Pero lo dudo. Luke llevaba trabajando mucho tiempo en Schmidt & Schindler como para perder la cabeza ante un blanco borracho. Llevaba en la casa más de veinte años y en ese tiempo seguro que tuvo que aguantar a docenas de blancos borrachos que se ponían chulos.
—Bueno, ¿qué me dices de Sam el Gordo? Me dijiste que había sido cura. Y tú y yo sabemos que los curas tienen un genio de mil diablos. Una vez conocí a uno allá en mi casa que armaba siempre la gorda a propósito de cada hombre que pensaba era un pecador; les asaltaba en la calle y les daba de guantazos hasta dejarles inconscientes. Envió al hospital a más de un sospechoso de pecado.
—Entiendo, pero Sam el Gordo no era de esa clase. No era el típico cura que se enfrenta al diablo. Era un cura de los vivos, de esos que bailan y todo. Sermoneaba sólo cuando engordaban los pollos o durante la matanza. Ningún blanco borracho le habría hecho pelear, dijera lo que dijese. Abriría mucho los ojos, citaría las Escrituras, y si el blanco seguía en sus trece, se pondría a corretear y a hurtar el cuerpo como un payaso.
—De todos modos, dijiste que fue a Sam el Gordo a quien primero vio el detective.
—Después que entrara en la tienda.
—Eso digo. No sabes lo que pasó entre ambos.
—No creo que…
—Pero no lo sabes. Acaso hubiera matado ya a Sam el Gordo cuando entró Luke. Desde fuera no habrías oído nada, mientras cargabas aquel camión de basura, ¿verdad?
—No, pero…
—Luego, tal vez Luke encontrara muerto a Sam el Gordo y el tipo le mató también. Dijiste que bajaste al sótano en el ascensor. No pudiste oír los tiros, ¿verdad?
—Sí, de haberse tratado de una pistola normal. Pero luego me figuré que la llevaba con silenciador. Esa es la razón por la que no pude oír el tiro cuando me disparó. Al principio creí que había sido el miedo lo que me había impedido oír nada.
—¿Sabe la policía que utilizó silenciador?
—Oh, por supuesto. Saben que la pistola tenía silenciador. Y saben que la pistola con que me disparó es la que se empleó para matar a Luke y a Sam el Gordo. Pero, según me han dicho, no pueden ni encontrar la pistola ni su registro. Eso dicen, al menos.
—Un pasmarote de mierda como ése podría tener una pistola así —dijo la mujer—. Pero de nada nos sirve saberlo.
—Hay algo más. Luke dijo que el tipo le acusó de haber vigilado mientras alguien le robaba el coche. Pero en la declaración que hizo ante el fiscal del distrito afirmó que no le habían robado el coche hasta después de haber entrado en el otro edificio y haberme encontrado a mí herido. Afirma que le robaron el coche mientras estaba dentro ayudando en la investigación.
—Quizá habría que hablar de esto con el fiscal del distrito —dijo la muchacha, con nerviosismo—. Me dijo que estaban convencidos de que el detective había estado antes en la tienda, tal y como tú dijiste. Si se enterase de que os había acusado a todos de robarle el coche…
—Pero si lo saben ya todo —la atajó cortante.
—Pero esto puede proporcionar el móvil —replicó ella.
—Ya lo conté todo. Lo que pasa es que no quieren creerme. Dicen que no hay pruebas —se detuvo un momento y luego prosiguió con abatimiento—: Lo que pasa es que es un poli: el orgullo de Nueva York. Es un detective blanco y yo sólo un pobre empleado negro.
—Pero te respalda Schmidt & Schindler.
—Sí, me respalda. Y tanto que me respalda. Pero desde tan lejos que van a matarme antes de que se den cuenta.
—No van a matarte, cariño —dijo ella, alargando el brazo para coger por encima de la mesa la mano del joven—. Si tienes cuidado no te matará nadie.
—Escucha, pequeña, ¿sabes lo fácil que es matar a un hombre? —dijo él—. Leí todo lo del sindicato del crimen cuando salió a relucir en los periódicos, pero nunca había pensado en ello hasta ahora. ¿Sabes qué necesita un nombre para que otro muera y nadie pueda detenerle? Pues lo único que hace falta es cogerlo en un lugar solitario, en cualquier parte siempre que esté solo, y empezar a disparar, rajarle el pecho a navajazos, patearle los sesos y alejarse tan campante; tal y como ese maníaco pudo haberme cogido solo en el portal. Así de fácil, matar y alejarse.
La sangre se había retirado del rostro de la mujer y, a medida que le subía el terror del estómago bajo la piel amarillenta y exangüe, le iba apareciendo una palidez verdosa.
—No lo dices por asustarme, ¿verdad? —preguntó con voz un tanto temerosa.
—No, sólo quiero que veas lo fácil que es. Todo lo que necesita el detective es seguirme hasta que me coja solo, en el patio, en la escalera, ante la puerta de mi casa, en cualquier calle que esté entre ésta y la 116, camino de mis clases, a cualquier hora del día y de la noche, y matarme a tiros con su pistola con silenciador. Puede esperarme cualquier noche cuando salga del metro en Herald Square.
—Nunca me has contado cómo vas al trabajo.
—Cojo el IRT [1] en Broadway y voy desde la Calle 145 hasta la 59, y luego transbordo al Independent [2] en la Sexta Avenida. Salgo a la Calle 35, frente al Macy, y voy andando hasta el cruce de la Quinta Avenida con la Calle 37. Y en cualquier punto de ese trayecto puede dispararme. Todas las tiendas de esa zona están cerradas a esa hora y hay un montón de sitios desde los que puede dispararme sin ser visto.
—¿No puedes coger un autobús en Riverside Drive que te deje en la Quinta Avenida, enfrente mismo de la tienda?
—¿Qué le impediría dispararme mientras camino en la oscuridad por la 149 hasta el Riverside?
—Pero sabrán que fue él.
—Eso no me servirá de nada.
El rostro de la mujer se cubrió de un rubor rojo oscuro.
—He dicho una tontería —admitió.
—Y si no pueden encontrar un motivo ni el arma, ¿qué podrán hacerle, aun sabiendo con toda seguridad que ha sido él?
La chica se percató entonces de sus propias lágrimas y se secó el llanto de las mejillas con la mano.
—Es difícil de creer que alguien así ande suelto por las calles —dijo.
—A mí no me cuesta creerlo —dijo él—. ¿Qué me dices de aquel psicópata de Nueva Jersey que mató a trece personas? ¿Y aquel otro muchacho negro de Brooklyn que bajó a la calle con un cuchillo de carnicero y apuñaló a siete personas hasta matarlas? ¿Y de aquel borracho del Bronx que disparó sobre dos parejas en el reservado de un bar lleno, dos hombres y sus respectivas mujeres, sólo porque no quisieron aceptar las copas que quería pagarles? ¿A mí me dices que es difícil de creer? ¿En esta ciudad de violencia? Los periódicos están llenos de reportajes de crímenes absurdos que ocurren todos los días. ¿Qué importancia tiene un crimen más en una ciudad como ésta? Si cogieran tan sólo a todos los homicidas de esta ciudad, no habría espacio en la cárcel para todos ellos. La gente así considera el homicidio como una actuación de circo. Un hombre como él se inmuta tanto por un asesinato como cuando bebe un vaso de agua. Mientras no le cojan. No hay policía en esta ciudad a quien le importe un bledo el que vayan a matar a alguien. No es que crea que quiera matarme. Es que seque quiere hacerlo. Puede que esto suene a fantasioso, pero sé lo que digo. Si quiero seguir viviendo lo mejor será que intente que no me atrape estando solo.
—Entonces iré contigo siempre que tengas que ir a un sitio —dijo ella.
—No puedes ir conmigo a todas partes.
—¿Por qué no? Los dos trabajamos por la noche. No tengo que estar en el club hasta las once. Lo que me da tiempo suficiente para acompañarte a las nueve a tu trabajo, volver luego a la Calle 125 y cenar antes de entrar en el club. Puedo recogerte después a las seis. No me cuesta nada esperarte en el restaurante de la Calle 37.
—Pero si sales a las cuatro. ¿Qué harás hasta las seis?
—Oh, el club permanece abierto hasta esa hora, a veces hasta las siete o las ocho. Lo que pasa es que las actuaciones terminan a las cuatro, pero ya sabes que los músicos de jazz se reúnen allí fuera de horas de función para alegrarse un rato, y si me quedara no me lo reprocharían.
—No —dijo él—. No quiero que te maten a ti.
—Él no me dispararía a mí —replicó ella—. Es a ti a quien busca; a mí no me molestará.
—No conoces a ese hombre. Es un psicópata. Si tuviera ocasión te mataría a ti en cuanto acabara conmigo. Un homicidio más no representaría para él ninguna diferencia.
—No correría ese riesgo. Una mujer chilla. Querría matarte a ti primero y yo chillaría tan fuerte que me oiría todo Nueva York. Nunca me has oído gritar. Sólo me has oído cantar. Pero puedo gritar, cariño. Y cuando me pongo a hacerlo, despierto a los muertos.
—No —dijo él—. Iré solo. Correré el riesgo.
—Es igual que no quieras —dijo ella—. Iré contigo.
—Bueno, pero no ahora. Ahora me vuelvo a mi cuarto, donde estaré seguro.
—Espera, iré contigo.
El joven sonrió.
—Entonces no estaré seguro.
La muchacha pareció picarse.
—¿Cómo que no? ¿Crees que voy a violarte? No ando tan escasa de recursos.
—Lo que pasa es que no conoces al señor Desilus —dijo él.