CAPÍTULO ONCE

Jimmy estaba vestido y preparado cuando el abogado hizo acto de presencia en la celda.

—Soy el señor Hanson —dijo el joven delgado, de mejillas sonrosadas y tocado con un frégoli y un abrigo Chesterfield—. Soy de la asesoría jurídica de la casa Schmidt & Schindler. He estado arreglándolo todo para que le pongan en libertad.

Al darse la mano, Jimmy parecía un tiarrón con su abrigo tres cuartos y su sombrero de ala caída al lado de la menuda complexión del otro.

—Sí, señor; eso es lo que me ha dicho el carcelero.

Hanson inspeccionó la celda con curiosidad. Todo aquello era nuevo para él: celdas carcelarias y hombres violentos. Su firma llevaba sólo casos de derecho civil. Volvió a mirar a aquel gran negro solemne. «Gente perdida», pensó.

—¿Cómo se siente, Jim? ¿Le sigue causando problemas la herida?

—No, señor; lo único que quiero es salir de aquí.

Hanson sonrió comprensivamente.

—Me doy cuenta.

Salieron de la celda y fueron tras el carcelero por las galerías llenas de detenidos hasta llegar al puesto de guardia. Hanson presentó ciertos papeles al jefe de vigilancia, papeles que tuvieron la virtud de abrir las puertas de barrotes.

Ya fuera, dijo Jimmy:

—¿Cuál es mi situación, señor Hanson? ¿Libre bajo fianza o qué?

—Está usted libre, Jim. Sin fianzas, sin restricciones. Puede ir y venir a su gusto. Sin embargo, no puede abandonar la ciudad.

—No pensaba hacerlo.

Subieron a un ascensor y bajaron en silencio; luego se abrieron paso por el atestado pasillo que conducía a la salida del lado occidental.

—¿Va a ir a casa ahora? —preguntó Hanson.

—Creo que me dejaré caer por la tienda de camino para que sepan que volveré al trabajo esta misma noche.

—No, no, no haga eso —avisó Hanson—. Limítese a presentarse a las nueve en punto, como de costumbre. Aunque, si yo fuera usted, me tomaría unos días de vacaciones, una semana si no más. Quizá sea mejor que se quede en casa hasta que se le curen del todo las heridas. Su salario no sufrirá ninguna alteración.

—Bueno, en tal caso creo que voy a hacerlo —dijo Jimmy con agradecimiento—. Quisiera recuperarme en los estudios.

—Me parece excelente.

Salieron a la ancha escalinata de cemento que daba a la plaza. Abajo, los taxis se alineaban a lo largo de la acera y el tráfico formaba una columna móvil que se arrastraba por los cinturones de piedra bajo un cielo cubierto. La gente se cruzaba con ellos a toda velocidad, entrando y saliendo del palacio de justicia. Era una de las horas puntas de la mañana; el tribunal encargado de asuntos de tráfico se encontraba en sesión.

—Si ve que hay algún problema relacionado con la cuestión que nos afecta, Jim, acuda directamente a mí —le sugirió Hanson, entregándole una tarjeta—. No discuta con nadie antes de hablar conmigo. Más aún, le recomiendo que no discuta con nadie este asunto de ninguna de las maneras. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo Jimmy.

En el momento de darse la mano, Jimmy se puso rígido. La sangre se le retiró del rostro dejándole éste de un tono ceniciento. Entre el gentío que llenaba la acera había aparecido de repente una cara que nunca olvidaría.

Walker se encontraba a la derecha de la escalinata, en el flujo del tráfico pedestre, con la trinchera abierta y sacudida por el viento, las manos en los bolsillos, sus opacos ojos azules clavados en Jimmy. No de otra manera lo había visto Jimmy por primera vez, impasible, como carente de pensamientos y emociones; la diferencia entre una vez y otra radicaba en que entonces le había mirado con el revólver en la mano derecha; un segundo después, sin que mediara ni una sola palabra, había sonado el primer disparo silenciado y había hecho aparición el rostro sin velos de la muerte.

Jim se estremeció sin poder evitarlo.

Hanson se dio la vuelta, siguiendo el hilo de su aterrada mirada, y vio a un hombre en la acera. Parecía tan peligroso como cualquier otro hombre.

—Oh, es Walker, el detective al que usted… —dijo y se interrumpió.

—Sí, señor, es él. Le recordaría hasta en el infierno.

El otro observó el rostro tenso de Jimmy.

—Yo de usted no le tendría miedo —dijo con tranquilidad.

—No, señor —admitió Jimmy—. Si yo fuera usted tampoco lo tendría. No fue a usted a quien quiso matar.

Hanson arrugó la frente.

—No puedo hablar de eso. Pero le aconsejo que le ignore, que no preste atención a lo que pueda decir o hacer; y manténgase alejado de él. La policía le tiene bajo vigilancia. Ellos saben lo que se hacen.

—Eso espero —dijo Jimmy—. No quiero nada más, se lo juro; mantenerme alejado de él tanto como pueda. Pero me sentiría más tranquilo si estuviera encerrado.

—Puede que aún ocurra —dijo Hanson—. Mientras tanto, no se preocupe. No tiene autoridad para abordarle; está suspendido en sus funciones mientras dure la investigación.

—Muy bien —dijo Jimmy con lentitud—, pero no me sirve de mucho.

Hanson pareció aturdirse. No sabía qué decir. Era como si los negros fuesen diferentes. Había que darles un tipo de seguridad especial y él ya había dado toda la que podía.

Jimmy se dio cuenta de aquel embarazo y dijo:

—Bueno, creo que voy a irme —pero dudó como si temiera irse solo.

Hanson sacó un monedero y cogió un billete de cinco dólares.

—Tenga, será mejor que coja un taxi.

Jimmy negó con la cabeza.

—Gracias de todas formas, pero bastará con el autobús. Vivo en la Calle 149 esquina con Broadway y el autobús me deja en la 145. Nada me ocurrirá en un lugar tan lleno de gente.

Hanson le miró con ciertas dudas, pero nada dijo.

Jimmy se alejó caminando con rapidez y sin mirar hacia Walker.

Hanson le vio cruzar el parque y bajar por Centre Street, camino de Chambers y Broadway, donde podía coger el autobús. Luego se volvió y miró a Walker para ver qué hacía éste.

Pero Walker no manifestó el menor interés en el muchacho. Siguió mirando hacia la entrada del edificio como si esperase a alguien. Un instante después, otro individuo, también con aspecto de policía, salió del edificio y le saludó.

—¡Eh, Matt! —exclamó y corrió escaleras abajo para reunirse con él. Se dieron la mano, hablaron un poco y a continuación el recién llegado cogió a Walker del brazo y se lo llevó calle abajo, en dirección opuesta a la seguida por el muchacho.

«Ni siquiera ha dedicado un segundo al chico», pensó Hanson e hizo una seña a un taxi.

Jimmy tomó asiento junto a una mujer blanca de cabello gris, único asiento libre en todo el autobús, e intentó no pensar. Nada bueno había en qué pensar, se dijo. Sólo sería una forma de autotortura. No podía hacer nada y nadie le creía.

Frente a él, un hermano espiritual de ojos legañosos hablaba en voz alta con otro hermano espiritual.

—Habla con esas madres, hombre, no te asustes de ellas…

El hermano espiritual que escuchaba parecía avergonzado.

«Estoy vivo —se dijo Jimmy—. Ya es algo».

El autobús subía lentamente por Broadway, a empujones. Atravesó Canal Street, que todo el mundo buscaba como carnaval permanente. Cruzó la Tercera Avenida y la Cooper Square. Dejó atrás la Cuarta Avenida en su cruce con Union Square. Jimmy echó una ojeada al Klein, la célebre tienda, y recordó lo que le habían dicho acerca de la venta de abrigos de visón, que había ocasionado un embotellamiento de Rolls Royces. Se preguntó qué habrían pensado de aquello los oradores comunistas que se instalaban en la plaza. Cruzó la Sexta Avenida por Herald Square, famosa por sus grandes almacenes de servicio rápido, el Gimbel, el Macy, el Sak’s en la Calle 34. Cruzó la Séptima Avenida por Times Square, el renombrado centro internacional del cine y los restaurantes construidos en derredor del triangular edificio Times. Cruzó la Octava Avenida por Columbus Circle, donde los niños desnudos se bañaban en la fuente de la entrada de Central Park y eran perseguidos por sanguíneos y aturdidos policías, corriendo por el césped. Cruzaban Manhattan en diagonal.

Jimmy contemplaba el panorama ciudadano a medida que lo recorría, observando el rostro de las gentes blancas en su mayoría, con algunas negras y morenas aquí y allá, y se preguntaba cuántos estarían también asustados.

Intentó no pensar. No quería pensar. Pero no podía evitarlo. Las escenas callejeras desaparecían de su vista cuando revivía aquellos minutos de terror. ¿Qué habría ocurrido entre Walker y los compañeros?, se preguntó. ¿Qué habrían dicho o hecho éstos para volver al otro lo suficientemente loco para matarlos? ¿Era aquel tipo un maníaco homicida? ¿O se habría tratado simplemente de un impulso criminal? Todo cuanto sabía era lo que le habían contado los inspectores, que era bien poca cosa.

Se sintió sobrecogido por tal sensación de pánico que comenzó a temblar. La mujer de pelo gris que se sentaba a su lado le preguntó alarmada:

—¿Está usted enfermo, joven?

La miró estúpidamente, pues había olvidado que estaba allí. Intentó sonreír.

—No, señora, es que tengo un pie en el estribo —vio que la mujer no entendía y explicó—: Es una expresión que se utiliza cuando uno sufre temblores de repente.

La mujer pareció satisfecha.

Hizo lo posible por dominarse. Pero se encontraba aún bajo el influjo del miedo cuando bajó en la Calle 145. En la esquina con la 149 había un bar-restaurante llamado Bell’s en que atendían sobre todo a negros. Se sentó al mostrador y pidió café y tostadas. Incluso a aquella hora de la mañana había un grupo de bromistas que metían monedas en el tocadiscos automático y cantaban con voz tonante:

—Amigo, escúchame, soplé los dados hasta que salieron chispas del culo —graznaban las voces—. Y cuando le comí el último centímetro, mi tipa empezó a dar saltos…

Al escuchar aquello fue relajándose poco a poco. Todo era cuerdo y normal, según lo conocía. Le aumentó el hambre. Pidió más café y hojaldre. A un parroquiano le estaban friendo una salchicha y él pidió otra. Comió con voracidad, dejando el plato limpio. Pero aún no se sentía lleno. Comió además un pedazo de pastel de manzana y un helado de vainilla, tras lo cual se dijo que ya estaba bien.

Pagó y salió. Algo atrajo su mirada. Vio entonces al detective Walker en la esquina opuesta de la Calle 149, las manos en los bolsillos de su trinchera, mirándole con sus opacos ojos azules. Se le revolvió el estómago y toda la buena comida que había ingerido se le volvió agria. El pánico estalló en su interior. Se sintió como cuando Walker le había disparado, desnudo e indefenso. Una parte de sí le inducía a echar a correr como hiciera entonces. Necesitó de toda su voluntad para dominar el impulso y razonar consigo mismo. Estaba en la calle, se dijo; había gente que iba y venía. No se atrevería a disparar. Pero el muy hijo de puta podía estar como una cabra, le murmuró su interior. Podía tratarse de un tipo trastornado, un psicópata de guerra. O tal vez fuera miembro de uno de esos grupos racistas que se dedican a la violencia. Los blancos habían matado a aquellos que trabajaban por los derechos civiles en Mississippi, los habían descuartizado a palos. Pero aquello era Nueva York. Joder, se dijo, ¿qué diferencia había a fin de cuentas? Allí tenías a aquel psicópata de un pueblo de Nueva Jersey que había cogido un fusil automático del ejército, se había lanzado a la calle y la había emprendido a tiros con gente a la que no había visto en su vida. Había matado a trece personas antes de que la policía le redujera. Además, los polis blancos no hacían más que disparar contra los negros en Harlem. Aquélla era una ciudad violenta con gente violenta. No había más que leer los periódicos. ¿Con qué protección podía contar?

De su cuerpo empezó a manar un sudor frío. Pero se obligó a caminar normalmente hacia la entrada de su casa. Cruzó en diagonal la 149 para evitar a Walker al máximo. Walker le miró sin moverse. Sentía su cuerpo tan frágil como el vidrio y le daba la impresión de que sus pies apenas rozaban el suelo.

Llegó al patio de entrada sin mirar a su alrededor. La entrada estaba vacía. Apretó el botón para llamar al ascensor. Tenía miedo de utilizar la escalera, miedo de no poder hacerlo, miedo de que el detective le alcanzara en ella y le disparase. Nadie oiría los disparos hechos con silenciador; pocos utilizaban la escalera, cerrada a los pasillos y a las puertas también cerradas. Apretó el pulgar contra el botón y lo mantuvo sobre él. El ascensor había subido hasta el último piso; bajaba lentamente… «Vamos, so cabrón —dijo en silencio y con desesperación—. Vamos, maldita sea, ¿quieres que me maten?» Miró el portal por encima del hombro, esperando que Walker apareciera de un momento a otro. Por lo general, cuando utilizaba el ascensor acababa reuniéndose tanta gente en el patio que apenas si cabía toda en él. Pero, mira por dónde, su suerte…

Una sombra cruzó la encristalada puerta de la entrada. Penetró un hombre vestido con una trinchera. El corazón de Jimmy empezó a latir aprisa; el aire se heló en sus pulmones como si una ráfaga de frío se hubiera colado en su pecho. Su estómago se encogió hasta formar una bolita de terror. Vio entonces el rostro negro que le miraba bajo el sombrero echado hacia atrás. Sintió los huesos flojos al tragar aire. La sensación de alivio le engullía. Nunca había recibido mejor a una cara negra.

Llegó el ascensor y entró en él; el hombre de color le siguió. Notó que los latidos del corazón disminuían de velocidad. Se percató de que el hombre le miraba. Comenzó a tramar un pretexto. Pero el individuo bajó en el tercer piso.

Empezó a ponerse tenso en el momento mismo de quedarse solo. Temblaba cuando llegó al quinto piso. No podía tener las manos quietas cuando buscó las llaves de su casa, como si le hubiera dado el baile de San Vito. Volvió a mirar por encima del hombro y vio que el rellano estaba vacío. Abrió por fin la puerta, entró y se quedó un momento en el recibidor a oscuras para recuperar la compostura.

En cierta ocasión se había burlado de la desconfianza que el señor Desilus sentía hacia los negros de Harlem, como si viviera continuamente con miedo a que alguien entrara en su casa. ¿Qué podía tener que nadie quisiera robarle?, se preguntó. Pero en aquel momento dio infinitas gracias por la presencia de los cerrojos en la puerta. Había uno en lo alto, otro en la parte baja y otros dos en medio. Uno de éstos era de cadena y el otro estaba adosado a una larga barra que se incrustaba en el suelo.

Echó las cuatro llaves. Podían abrirse desde fuera. Pero vaciló antes de pasar los pestillos de los extremos porque la familia estaba fuera —el señor y la señora Desilus en el trabajo y Sinette en la escuela— y no quería que llegasen y se encontraran con la puerta atrancada. Pero lo pensó dos veces y pasó también los cerrojos en cuestión. La familia lo comprendería.

Cruzó el recibidor en penumbra y fue a su cuarto, situado en el ángulo del edificio. Era una estancia grande, amueblada con un conjunto enchapado en roble —especialidad de las tiendas que vendían a plazos—, consistente en una cama doble, tocador, una serie de cajones, dos mesas camilla pequeñas y una otomana verde de skay. El señor Desilus le había dado una mesa grande para que le sirviera de escritorio. En ella tenía los libros y papeles y una anticuada máquina de escribir colocada verticalmente. Sobre el pulido suelo de roble había una gran alfombra en mal estado.

Pagaba quince dólares a la semana por aquella habitación.

Su chica, Linda Lou, había puesto su toque femenino; dos muñecas negras y fibrosas colgadas a ambos lados del espejo del tocador, acerca de las cuales le había dicho que ni se atreviera a quitarlas; cortinas transparentes de nailon para adornar la habitación y darle más luz; un forro de zaraza para el sillón y un cojín de espuma para la silla del escritorio.

Era una habitación agradable y clara con ventanas a Broadway y a la Calle 149. Los días despejados alcanzaba a ver la pendiente de la Calle 149 que bajaba hasta el Riverside Drive, el río Hudson y, en la neblinosa distancia, la línea costera de Nueva Jersey.

Cerró la puerta y echó el pestillo por dentro. El asesino no tenía ya forma de llegar hasta él. Tampoco le alcanzaría por las ventanas que daban a las escaleras de incendios; sólo un pájaro o un insecto podían entrar. Suspiró profundamente y poco a poco le fueron abandonando el pánico y el terror. Al menos allí estaba a salvo, aunque sólo fuera por el momento. Pero no podía pensar en nada más: estar con vida tan sólo.

Arrojó el sombrero sobre la cama y colgó el abrigo en el armario. Recordó entonces que da mala suerte poner el sombrero en la cama. Lo trasladó a la mesa. Sólo tomaba bebidas alcohólicas en lo que denominaba «momentos de sociedad» y nunca guardaba licor en su cuarto, pero en aquel momento necesitaba tomar algo. Necesitaba algo que embotase sus pensamientos, demasiado próximos al pánico. No obstante, nada había allí que los tranquilizase y optó por encarar su situación con realismo.

«Tengo que pensar algo —se dijo—. Mi situación es muy peligrosa». ¿Qué podría evitar que aquel maníaco entrara allí, le friera a tiros y saliera luego sin que nadie le viese?

Caminó hasta la ventana que daba a Broadway mientras se exprimía el cerebro intentando recordar hasta el mínimo detalle de los minutos pasados cuando Walker le disparaba, buscando una pista. Pero no pudo encontrar el menor motivo de aquellas muertes.

Abstraído, apartó los visillos de nailon y contempló el pequeño y monótono parque que se adentraba en el centro de Broadway. Una anciana estaba sentada en un banco de hierro verde y arrojaba migas de pan a un puñado de palomas apelotonadas sobre la nieve. De pronto sintió sabor de bilis en la boca, como si le hubiera reventado la vejiga.

Walker estaba junto a la anciana, la trinchera abierta y ondeando al viento, las manos en los bolsillos, el sombrero echado hacia atrás y mirando la fachada del edificio con su cara de maníaco y una atención imperturbable. Estaba abierto de piernas, la espalda encorvada. Parecía una estatua de tan inmóvil que estaba.

Jimmy dejó caer los visillos como si se hubieran puesto al rojo vivo y retrocedió boqueando e intentando dominar sus emociones. Ahora estaba seguro; sabía, por encima de toda duda, que el detective le seguía y buscaba una oportunidad para matarle. El miedo, el terror le subieron en oleadas y se sintió demasiado débil para tenerse en pie.

Se dejó caer en el sillón y giró la cabeza para mirar la inmóvil silueta del parque.

¿Qué podía hacer? Había dejado de sentirse seguro. ¿Telefonearía a la policía? ¿Qué le respondería ésta? ¿Qué podía decirles? No habían creído nada de cuanto había dicho. ¿Por qué iban a creerle en aquel momento?

Pensó entonces en Hanson, el abogado. Fue al armario y cogió de su abrigo la tarjeta de éste. El teléfono estaba en el cuarto del propietario, pero el señor Desilus no le dejaba llamar, sólo recibir llamadas, y aun así a regañadientes. Pero se trataba de una emergencia y, además, el señor Desilus no estaba allí.

Quitó el pestillo y salió a la salita. Por un momento sintió un vacío en el estómago al pensar que el dormitorio podía estar cerrado con llave, ya que no se atrevía a salir del piso. La puerta del dormitorio estaba abierta pero en el dial del teléfono habían puesto un candado.

—Estos cabrones no se fían ni de ellos mismos —murmuró con resentimiento.

Encontró un recipiente de horquillas en el tocador, cogió una y probó a abrir el candado. Se le dobló, sin embargo. Probó con otra. Era un candado malo y logró abrirlo a la sexta horquilla. La habitación estaba herméticamente cerrada, con las cortinas echadas y las ventanas con rejas, tan cerrada que parecía faltar el oxígeno. Cuando logró abrir el candado se sentía como si estuviera medio ahogado.

Al cabo oyó la voz de Hanson.

—Señor Hanson, soy James Johnson. Me dijo usted que le llamase si me encontraba en alguna dificultad…

—Exacto, Jim, diga qué le ocurre. ¿Qué clase de dificultad tiene ahora? —la voz sonaba rápida e impaciente.

—El detective, Walker…

—¿El que usted señaló esta mañana? ¿Qué pasa con él?

—Me ha seguido. Espera una oportunidad para matarme. Está…

—Creo que exagera usted, Jim. Le estuve vigilando nada más irse usted. No dejó traslucir la menor muestra de interés por su persona. Ni le siguió ni…

—Tal vez no me siguiera, pero el caso es que estaba aquí, en la esquina de la 149, cuando llegué a casa. Me mantuve alejado de él, como usted me aconsejó…

—¿Está usted seguro de que fue a Walker a quien vio? ¿No estará imaginando todo esto? Cuando yo le vi por última vez se alejaba del palacio de justicia con otro policía.

—Puede que así fuera, pero estoy seguro de lo que digo. No estoy imaginando nada. Está aquí. Entré en casa, subí a mi piso y me encerré. Luego, sin motivo concreto, fui a la ventana, la que da a Broadway, y allí le vi, en el parque que hay al lado, mirando hacia mi casa.

—¿Está usted seguro? ¿No me estará dando pistas falsas?

—No, señor, es imposible que me equivoque.

Del otro lado del hilo brotó un suspiro.

—De acuerdo, Jim, no se alarme. Ese hombre no puede hacerle nada. Quédese en su cuarto y no piense en él —Hanson hizo una pausa.

Jimmy guardó silencio. No sabía qué decir.

—¿Qué es lo que hacía? ¿Había en su comportamiento algo amenazador?

—No había nada, nunca lo ha habido. La primera vez que me disparó tampoco había nada amenazador en su comportamiento; simplemente me apuntó e hizo fuego.

—Bueno, bueno —dijo Hanson como si no quisiera oír nada de aquello—. ¿Qué hace ahora?

—Nada. Está allí, en el parque, y mira mi casa. Pero estoy asustado. ¿Qué se puede…?

—De acuerdo, le diré lo que voy a hacer. Haré que la oficina del jefe de policía mande a alguien para que averigüe qué hace.

—Sí, señor, pero no me creerán.

—No tendrán ninguna necesidad de hablar con usted. Les diré lo que me ha contado y les pediré que investiguen. Usted, por su parte, póngase a estudiar o haga lo que quiera, como si nada hubiera ocurrido. ¿De acuerdo?

—Puedo decirle también otra cosa, señor Hanson. Sé que ese hombre está esperando la ocasión de matarme.

—Bueno, Jim, bueno. Ahora está a salvo. Nada va a ocurrirle, así que tranquilícese. Y déme su número de teléfono. Le llamaré en cuanto sepa algo de la jefatura y le diré lo que hayan averiguado.

Jimmy le dio las gracias y le leyó el número escrito en el dial. Colgó, cerró el candado y volvió a su cuarto para vigilar a Walker mientras llegaban los de jefatura, fueran quienes fuesen.

Pero Walker había desaparecido. Su mirada frenética rebuscó por el parque y el otro lado de la calle y, a continuación, con alarma creciente, alzó la guillotina de la ventana para mirar en la acera de abajo. La temida figura, sin embargo, había desaparecido. Estaba más aterrorizado por aquella desaparición que por su presencia.

Fue a la puerta para asegurarse de que estaba echado el cerrojo. Se dirigió luego a la habitación de Sinette, que daba a la escalera de incendios, para comprobar que la reja de hierro de la ventana estaba cerrada y atrancada. Cuando volvió a su cuarto echó de nuevo el pestillo de la puerta. Se sentó a la mesa y abrió un libro de texto, forzándose a concentrarse en la página impresa. Pero las letras se le emborronaban, y sólo veía a un hombre blanco, alto y demoníaco, en lo alto de unas escaleras, apuntándole al pecho con una pistola y disparándole sin avisar, sin cambiar la expresión de su tensa cara angulosa.

¿Qué hace un hombre cuando sabe que alguien iba a matarle? ¿Matar antes al asesino? Así ocurría en las películas de vaqueros. Pero aquello no era una película. Ni siquiera de gángsters. Era la vida real.

Se levantó y se puso a pasear. Las piernas le temblaban, el cerebro apenas le funcionaba, empequeñecido por el miedo. Pero se obligó a mantenerse en movimiento. Por lo menos el movimiento le ayudaría a contener el pánico.

Hasta que sonó el teléfono, sin que supiera cuánto tiempo había transcurrido. Quitó el pestillo, caminó con cuidado por la salita, entró en el dormitorio del dueño y descolgó.

—¿Señor Hanson?

—Sí… ¿Jim?

—Sí, señor. ¿Lo encontraron los de jefatura? Cuando volví a mi habitación después de llamarle a usted había desaparecido.

—Ya… el teléfono está en otro cuarto y usted no ve desde ahí la calle, ¿no es eso?

—Exacto, señor, es una habitación trasera que da a un patio. Mi cuarto da a la fachada.

—Entiendo… —hubo un silencio prolongado. Jimmy tragó saliva y esperó—. El jefe de policía envió a dos de sus hombres a su barrio —dijo Hanson finalmente—. Subieron y bajaron por Broadway varias veces y luego batieron las calles vecinas. Pero no vieron a Walker.

—Tuvo que verme en la ventana cuando yo le vi a él. Sin duda se metió en el edificio. Tiene que estar escondido en algún lugar de la escalera. ¿Han registrado el edificio?

—No, volvieron a jefatura y se dio aviso de llevar a Walker. Walker oyó la emisión y telefoneó a la oficina del jefe de policía. Había estado en la sala de detectives del Departamento de Homicidios de Leonard Street desde poco después de que le viéramos en Centre Street esta mañana. Con él había estado todo el rato otro detective, y aun otros que circulaban por allí le habían saludado.

—Pero eso es imposible —dijo Jimmy.

Hanson guardó silencio.

—No es que dude de su palabra. Pero pasa algo muy extraño. Yo le vi. Sé que le vi. Estaba aquí mismo. Fue tal como le digo. Estaba en el parque, aquí en Broadway, mirando hacia mi casa… —Jimmy se dio cuenta de que se estaba portando como un histérico. Pero no podía evitarlo. Se sentía histérico—. Mire, señor Hanson, me están tendiendo una trampa. Todo cuanto dije del detective es verdad.

—¿Que le están tendiendo una trampa a usted? —repitió Hanson—. Nadie le ha acusado a usted de nada. Es usted quien hace todas las acusaciones.

—Quiero decir que se trama una especie de conspiración para hacer que parezca que estoy loco.

Hanson dejó que el silencio hablase por sí solo del escepticismo que sentía. Luego dijo con deliberación monótona y carente de emociones:

—Johnson, yo de usted no haría esa acusación en público —su voz sonó extraña en oídos de Jimmy, como si el otro le hablara por un caño o desde debajo del agua—. Yo no acusaría a la policía de conspirar para demostrar que está usted loco. En su lugar, yo no tocaría ese tema. Mi consejo es que deje de lado todas las acusaciones contra el detective Walker hasta que tenga pruebas irrefutables. Se ha metido usted en una situación que no tiene vuelta de hoja. Sería de lamentar, dada su situación y la nuestra, que hiciera usted esa última acusación contra Walker… ¿De acuerdo?

—¡Pero si estaba aquí! —dijo Jimmy, casi sollozando—. Le vi en la esquina de la Calle 149. Yo salía del restaurante. Él estaba allí. Atravesé la calle en diagonal para evitar cruzarme con él. Y le vi después en el parque de Broadway cuando miré por la ventana. Tan cierto como que hay un Dios, señor Hanson.

—El problema, Johnson, es que él tiene pruebas de haber estado en otro sitio. Tiene testigos fidedignos —la voz de Hanson le sonaba a Jimmy muy extraña; sonaba más que nada a suplicante—. De hecho, Johnson, su afirmación de que estuvo en la sala de detectives de Homicidios es irrefutable aunque usted diga que estuvo en la parte alta de la ciudad.

—Sí, señor —dijo Jimmy—. Irrefutable —el auricular se le había vuelto tan pesado que apenas podía sostenerlo—. Seguiré su consejo. Gracias por nacérmelo saber.

—No hable de ello —dijo Hanson.

Colgar el auricular fue un gran consuelo para Jimmy.