Eran las tres de la tarde, había dejado de nevar pero la niebla se condensaba por momentos. Los pisos superiores de los rascacielos del centro habían desaparecido como engullidos lentamente por el cielo cefalópodo. Las fachadas de las tiendas, brillantemente iluminadas, eran oasis dispersos en aquella lobreguez apenas iluminada, y las luces de los coches del tráfico congestionado semejaban un espectáculo de lenta rotación, vagamente divisado. Los peatones caminaban con precaución.
Nueva York.
Los quitanieves salían ya a la Quinta Avenida y trabajadores con abrigo y guantes amontonaban a paletadas la nieve de las aceras en los camiones que esperaban.
Mientras Brock conducía despacio en el torrente del tráfico rumbo norte, concibió la pasajera imagen de una ciudad enclavada en el vientre de una nube. Una ciudad limpia, pacífica y ordenada que se consumía lentamente.
Pero cuando llegó a Harlem por la 110 y giró al oeste por la 113, la imagen cambió de repente y fue entonces la de una ciudad ya consumida que dejaba tras de sí pequeños retazos de ladrillo y argamasa para que se recordara que allí había existido siempre una ciudad.
Brock no era dado a ensoñaciones y le dio la sensación de que la cabeza le jugaba malas pasadas. Se dio cuenta, por supuesto, de que bloqueaba su mente para no pensar en Walker. Pero era un polizonte demasiado viejo y encallecido para creer que tenía que pensar en Walker en aquel momento. Habría tiempo de sobra para pensar en Walker cuando todos los hechos se reunieran. No era la ocasión para buscar un motivo.
Mientras bajaba por la mísera calle le asaltó una sensación de disgusto. Podían limpiar al menos aquellas jodidas calles, pensó mientras patinaba de lado a lado de la calzada sobre las acumulaciones de nieve de una semana.
Las calles de Harlem en que no había tráfico ni servicio de autobuses raramente se limpiaban de nieve en todo el invierno; los montones de basura congelada estaban ya cubiertos de un manto de nieve a lo largo de las aceras.
Brock se concentró en lo que hacía.
Las noticias de los asesinatos se habían difundido ya por Harlem y los pocos negros que veía en la calle le miraban con hostilidad. No le preocupaba aquello. Sabía cuidar de sí mismo. Físicamente era un tipo tremendo, con la complexión de una cabina telefónica y aproximadamente el mismo tamaño. Su cabeza tenía la forma de un cubo, con el rostro enrojecido por el tiempo, y sus ojos eran pequeños y sin matices, siempre fríos e inescrutables. Tenía un aspecto de jovialidad que de ningún modo se reflejaba en su mirada.
La casa en que viviera Luke Williams era un sucio edificio de pisos junto a la Octava Avenida, con los muros exteriores desconchados y buena cantidad de ventanas sin cristal tapadas con periódicos que ya amarilleaban. Antes de entrar cerró el coche con llave y tomó nota de la calle.
El portal, húmedo y oscuro, carecía de iluminación decente y exhalaba un tufo a orina y huesos de cerdo con salmuera que se cocinaban con unas coles demasiado mustias. Dudó un momento al pie de las escaleras y se preguntó si debería desenfundar la pistola. Podía haber un negro en la oscuridad dispuesto a rebanarle el pescuezo.
Apartó entonces tales ideas de la cabeza por ridículas y empezó a subir. ¿Qué le ocurría?, se preguntó. Aquélla era la ciudad más vigilada por la policía, la más rica, la más civilizada del mundo y allí estaba él, sargento de detectives del Departamento de Homicidios, que se sentía confuso por entrar en aquella casa de personas respetables y supuestamente temerosas de la ley: al menos contaba con la aprobación del municipio. Haría mejor en enderezar sus pensamientos, se dijo, y quitarse del inconsciente a Walker. Afectaba a su entera concepción de las cosas.
Se detuvo ante la puerta del tercero primera y llamó. La puerta tenía cadena de seguridad y una mujer de piel oscura y mechones grises en su acicalado cabello le lanzó una mirada. Sus ojos se llenaron repentinamente de repugnancia.
—Supongo que es usted de la policía —dijo con voz cansina y resignada—. Después de muerto.
Lo último fue como una maldición. Tanteó en busca de la carterita de cuero que contenía su insignia e hizo lo posible por apartar de su voz el sentimiento de culpa.
—Sí, sargento Brock. Y usted es la señora Williams. ¿Puedo pasar? Tengo que hacerle unas preguntas sobre su marido.
La mujer quitó la cadena de seguridad en silencio y abrió la puerta del todo. El sargento advirtió en el acto que se trataba de una mujer corpulenta, huesuda, con rasgos distintivos de África. Parecía muy fuerte. En su expresión había más amargura que pesar.
Llevaba una rebeca negra encima de un largo vestido de lana; el dorso de sus manos era casi del mismo color que el suéter.
Con una mirada rápida se percató del estado de la habitación. En el centro había una ancha mesa oval que contenía un cenicero y una lámpara de mesa rodeada de algunas sillas de respaldo recto y en mal estado. A un lado se alzaba una estufa de carbón sobre una delgada chapa flanqueada por un sillón raído y grasiento. El sillón de Luke, supuso. Al otro extremo había arrinconada una cama de matrimonio cubierta con una colcha de algodón marrón.
Los negros rostros de un sinfín de niños de ojos dilatados que miraban por una puerta interior parecían una fila de testas decapitadas. La madre fue a cerrarles la puerta en las narices, sin pronunciar palabra todavía, y encendió la lámpara de la mesa.
—Siéntese, señor —dijo, sentándose en el borde de la cama.
Brock tomó asiento en una de las sillas de respaldo recto, dejó el sombrero en la mesa y sacó bolígrafo y libreta de notas. Entonces se la quedó mirando. El blanco de los oscuros ojos de la mujer estaba despejado y no había señal en ellos de que hubiera llorado. Se mantenía rígida, con las manos en el regazo. Parecía amargamente resignada, como si hubiera confiado a otros la carga de su dolor.
No hubo necesidad de introducciones. Había sabido de la muerte de Luke por el periódico de la una y había telefoneado a su cuñada para pedirle que fuera al depósito e identificara el cadáver. Había ido al colegio, llevado al hijo menor a casa, y aquello era todo. Supuso que iría a verle alguno de la compañía. Y no sabía nada de los tres mayores. La más crecida, de diecinueve años, trabajaba de dependienta en el Automat de la 72 y estaría todavía en el trabajo. Tenía que haberse enterado, pero no había llamado por teléfono. No tenían teléfono y había que utilizar el de la señora Soames, la vecina. Su hijo de dieciocho años estaba en el servicio militar, en un campamento de Augusta, Georgia, y no sabía si se había enterado o no. Pero volvería a casa para ayudarla en cuanto lo supiera. Y en cuanto al muchacho de diecisiete, la madre no sabía dónde estaba, sin duda en alguna parte de Harlem. No se habían tratado mucho padre e hijo y no sabía cómo reaccionaría; había oído decir que vivía con una mujer.
—¿Se le ocurre alguna cosa que pudiera relacionarle con los asesinatos? —preguntó Brock, el bolígrafo a punto—. ¿Alguna observación casual, una pregunta aparentemente sin importancia, cualquier cosa?
—No, válgame Dios, no es un mal muchacho, sólo un tanto salvaje. Una vez se fue de aquí, dudo que pensara una sola vez en su padre.
—Tomaré nota de su nombre de todas formas.
—Melvin Douglas.
Tenían otros ocho hijos menores, todos vivían en aquella casa e iban al colegio.
—Tenemos cuatro dormitorios —dijo la mujer a modo de respuesta a la mirada de Brock—. Es poco, pero vamos tirando.
El hijo de quince años dormía en la cocina, las cuatro chicas tenían dormitorio propio y los tres chicos disponían de otro. El menor seguía durmiendo en una cuna y ella y Luke habían dormido allí, en la sala de estar, donde además comían, cuando comían juntos.
Habían llegado de Marion, Georgia, nada más casarse, veinte años atrás. Luke había vuelto en su busca en cuanto encontró trabajo en Schmidt & Schindler y todos los niños habían nacido en Harlem. Había sido un buen padre y un buen proveedor, aunque había hecho trabajos diurnos ocasionales, aún los hacía, por más que nunca hubiera hecho falta. El difunto nunca había hecho nada realmente malo en su vida y ella estaba dispuesta a jurarlo sobre la tumba de su madre. Por supuesto que sabía que había estado viendo a otra mujer durante los tres últimos años, tras el parto del undécimo hijo, pero eran cosas de la naturaleza masculina.
—¿Conoce usted a esta mujer?
—Claro, se llama Beatrice King y es de la misma parroquia que nosotros, de la Iglesia de Dios en Cristo de la Calle 116, pero nada tiene que ver en esto, estoy segura. Es viuda y no es mala, sólo un poco alegre.
El sargento tomó nota del nombre y preguntó con curiosidad:
—¿No anduvieron nunca escasos de dinero? ¿Ganaba Luke lo suficiente para cuidar de toda la familia?
—Claro que sí; ya con todos los niños encima, anduvimos bastante apretados, naturalmente, como todos los de color, pero Luke gana… ganaba el doble que cuando nos casamos.
Los niños se ayudaban entre sí. Confiaban en el Señor. Pero ella no sabía lo que iba a ocurrir a continuación.
—¿Tenía Luke algún seguro de vida?
—Supongo que sí. Por la compañía.
La compañía era el padre de todos ellos, después de Dios, comprendió Brock.
Raramente se deprimía Brock. Un sargento de Homicidios no podía permitirse el lujo de tener emociones. Pero al dejar a la señora Williams y bajar por las oscuras y malolientes escaleras rumbo al sucio callejón, estaba aturdido. Tenía la sensación de que algo andaba mal en alguna parte. Quizá hubiera ocurrido la noche pasada o tal vez hacía mucho tiempo. Pero, en alguna parte, todo el mecanismo del modo de vida norteamericano se había saltado un engranaje, quizá la rueda central. La rueda central se había olvidado de dar una vuelta y nunca se había recuperado.
Bueno, nada podía hacer él, se dijo.
Condujo hacia el norte por la Octava Avenida hasta una dirección junto a la Calle 114, y subió a la quinta planta. Llamó a la puerta de lo que figuraba como estudio en los buzones de la entrada.
Una mujer de aspecto ligero y poco elegante, voluminosa ella, con bata de franela, abrió la puerta. Su pelo recién acicalado llevaba todavía los rulos y olía a cerdo chamuscado. Su aliento soltaba un tufo a ginebra. Miró sin perder detalle detrás de ella y vio la cama cochambrosa y deshecha, con dos almohadones que presentaban negros manchones grasientos allí donde reposaban las cabezas.
—¿La señora Jenkins? —preguntó.
—No, yo soy Gussie, la señora Jenkins no está. ¿Por qué? ¿Es usted de la poli?
De repente se sintió mejor, menos culpable. Pensó incluso que no había razón por la que sentirse menos culpable por toparse con una mala mujer de color que sufre que por encontrarse a una buena mujer de color también dolida, pero así eran las cosas. Se sentía más cómodo. Enseñó su insignia.
—Señor, ¿qué habrá hecho ahora este hombre? —exclamó Gussie con efectismo teatral—. ¿Le han encerrado? Tendría que haber llegado aquí hace horas.
—Que sepamos, no ha hecho nada —dijo Brock—. Salvo que le han matado.
La mujer alzó las manos automáticamente, como gesticulando un asombro resignado, como preparándose para escandalizarse de cualquier cosa que hubiera hecho. Era la actitud tradicional. Las mujeres de color parecían escandalizarse antes que las blancas por cualquier cosa mala que hubieran hecho sus hombres. Aquella mujer, empero, se quedó petrificada en el acto, rígida, en una postura grotesca que recordaba a un payaso de piedra. Su fina piel palideció y su rostro regordete tembló de emoción. De pronto pareció tener veinte años más.
—¿Matado? —su voz se había ahogado hasta el hilo del murmullo.
—Eso me temo.
—¿Quién podía querer la muerte de Sam? Nunca habría hecho daño a nadie. Lo único que hacía era hablar.
—Eso es lo que queremos saber. ¿Puedo pasar?
La mujer abrió la puerta del todo.
—Perdóneme, pero esto me ha desquiciado. ¿Le apuñalaron?
Brock entró en una estancia y buscó un sitio para sentarse. Había una mesa de madera cuadrada al otro lado de la cama, flanqueada por dos sillones muy hinchados y otras dos sillas de respaldo recto junto al catre, pero todo estaba lleno de ropa y vajilla sucia. La mujer apartó la ropa de uno de los sillones de junto a la mesa y a continuación se sentó en la cama, de cara al hombre. Éste se preguntó por un instante si habría alguna razón para que las señoras aquellas se sentasen en la cama, pero desechó en el acto tal idea.
—Cuénteme a su manera todo lo que sepa sobre Sam Jenkins —comenzó el hombre.
Todo lo que sabía sobre Sam el Gordo no bastó para proporcionar ni el menor motivo por el que se pudiese suponer que había muerto. Le había conocido en un bar donde ella había trabajado de camarera cinco años atrás, y había vivido con él desde entonces. Era un individuo alegre que disfrutaba con su licor y sus bromas y que había congeniado con ella a la perfección. Durante los tres últimos años, ella no había trabajado; él ganaba suficiente para los dos.
Se le ocurrió a Brock que aquella mujer realizaba alguna actividad paralela, pero dudaba entre que Sam el Gordo lo hubiera sabido y le hubiera importado.
Parecía segura de que Sam el Gordo no había andado metido en ningún lío que le hubiera podido causar la muerte; en primer lugar, era demasiado holgazán, y en segundo no le interesaba la propiedad ajena. Por lo que ella sabía, Sam había ganado algún dinero en las apuestas varias veces, una de ellas lo suficiente para comprar un coche, pero siempre lo había derrochado en bebida y juergas. A menudo le había confiado que cuando se muriera no quería dejar nada tras de sí para que otro lo disfrutase.
—¿Robaba a la compañía? —preguntó el sargento, sólo por preguntarle algo.
—No tanto como para que le importase a nadie. De vez en cuando traía a casa un poco de comida, huesos de jamón y restos de asados que estaban destinados al cubo de la basura. Por supuesto que aquello iba contra las normas, pero si se hubiera sospechado de él en este sentido nadie habría hecho el menor comentario.
El sargento retrató en su interior la figura de un negro amoral, con sus pequeñas sisas, el estereotipo habitual. Ella tampoco era distinta. Aunque no se dio cuenta de que aquélla era la razón por la que se sentía cómodo con ella.
Cuando se levantó para irse, dijo:
—Bueno, gracias, Gussie.
—Espero haberle sido de alguna utilidad.
—De mucha utilidad —mintió el sargento—. ¿Querría venir al depósito e identificar el cadáver, o tenía parientes que querrán hacerlo?
—Iré yo. Si tenía parientes aún estoy por saberlo.
Se dirigió a continuación al bloque de viviendas de la esquina de la 149 con Broadway, donde vivía Jimmy Johnson, el mozo herido. Estacionó el coche ante la puerta, en la Calle 149.
Era un edificio de seis pisos, de ladrillo color claro y en razonable buen estado. Una mirada fue suficiente para informarle de que los negros no lo habían ocupado durante mucho tiempo. Las escaleras delanteras y el suelo embaldosado del portal estaban limpios y los cristales de la fachada todos relucientes y en su sitio. Pero una pintada deslucía ya las paredes de gris claro y en la puerta del ascensor habían dibujado unos enormes genitales masculinos.
Era un ascensor automático, lento, pero eficaz. Subió a la quinta planta y llamó a la puerta del piso donde vivía Johnson. Abrió un indio antillano de mediana edad y con un ceño fruncido perpetuo en el rostro. El antillano se presentó a sí mismo como el señor Desilus e invitó a pasar a Brock, deteniéndose a cerrar todos los pestillos antes de conducir a Brock a un saloncito que daba a Broadway.
En seguida se les unió la señora Desilus, mujer de tez oscura y aspecto muy correcto, vestida con un vestido de raso negro que le llegaba a los tobillos y un brillante sombrero negro, y la hija de ambos, de trece años, de espesa cabellera y Sinette de nombre.
Sin esperar a que Brock les comunicase el motivo de su visita, el señor Desilus asumió la postura de hombre acosado.
—No estoy dispuesto a permitirlo —exclamó—. Somos personas temerosas de Dios. Tendrá que pedir a ese jovencito que se vaya. No podemos tener a la policía entrando y saliendo de esta casa. ¿Qué pensará la gente? ¿Qué impresiones recibiría nuestra pequeña hija?
Brock se sintió confundido. En primer lugar, no entendía al señor Desilus, a quien se le notaba el acento; en segundo lugar, no entendía qué papel podía jugar la hija en todo aquello. Se había quedado de pie porque no se le había invitado a sentarse, y a la sazón estaba convencido de que al señor Desilus le importaba más su reputación que los asesinatos y el inquilino herido, de modo que se dispuso a marcharse.
—¿He de pensar que ya se han enterado de los crímenes del restaurante?
El señor Desilus le lanzó una mirada de conmiseración.
—Tenemos una radio y un televisor. No vivimos como en la selva.
—Bueno, no volveré a molestarles —prometió Brock—. Pero quería hacerles unas cuantas preguntas acerca de su inquilino Johnson.
—No sé nada de ese jovencito ni quiero saberlo —dijo el otro—. Salvo que está siempre trasteando con libros.
—Va a la escuela —dijo Sinette.
—Habla cuando te lo digan —recriminó la madre.
—Será mejor que hable usted con su amiga —dijo el señor Desilus—. Vive en el tercer piso. Ella le conoce mejor que nosotros; nosotros nos limitábamos a dar a ese pobre muchacho un lugar donde cobijarse.
Brock lanzó un suspiro.
—¿Podrían darme el nombre de la muchacha?
—No sé cómo se llama —dijo el señor Desilus en tono irritado.
Brock se le quedó mirando, preguntándose por la razón de aquella furia.
—Linda Lou Collins —dijo Sinette, desafiando a su madre—. Es cantante.
—Bueno, iré a ver a la señorita Collins —dijo Brock al señor Desilus—, si ustedes me dispensan.
El señor Desilus lo acompañó hasta la puerta, y mientras despasaba los muchos cerrojos murmuró:
—Voy a echar de mi casa a ese muchacho.
Brock contó hasta cuatro pestillos, uno con una barra que encajaba en el suelo.
—No lo haga, señor Desilus, se lo suplico —dijo el policía—. Detestaría pensar que fui la razón por la que perdió su Habitación. Es completamente inocente de cualquier delito, se lo aseguro. En ningún caso caerá sobre ustedes censura alguna. Y estoy seguro de que su hija no tiene nada que temer.
A Sinette no le habría gustado aquella última observación. Estaba claro que el ceño fruncido del señor Desilus no evidenciaba ningún tipo de simpatía, pero consintió a regañadientes en dar otra oportunidad al muchacho, ya que ellos eran cristianos.
—Sabía que lo haría —dijo Brock; iba a decir más, pero pensó que lo mejor era irse en aquel momento.
Se detuvo un instante en el descansillo, atraído por el ruido que hacía el señor Desilus al echar meticulosamente los cuatro cerrojos. Luego subió al ascensor y bajó al tercer piso.
Nadie respondió cuando llamó a la puerta de la señorita Collins. Aquello fue todo. Volvió a su coche y regresó al Departamento de Homicidios. Tenía que pensar.