CAPÍTULO SIETE

Eran ya las once de la mañana.

Espesos copos de nieve caían de un cielo plomizo disminuyendo la visibilidad. El tráfico anegaba las calles. Pero nada había cambiado. En todos los lugares de la ciudad en que no se habían cometido delitos las cosas seguían como de costumbre.

La payasada llevada a cabo por la policía y los ciudadanos estaba a punto de terminar. Una payasada organizada mil, cien mil, un millón de veces o más. Apenas cambiaba y casi nunca resolvía nada.

Durante un momento fugaz, el sargento Brock de Homicidios se preguntó por qué la organizaban, qué esperaban conseguir, a quién esperaban engañar. El momento de duda pasó tan rápidamente como había surgido y volvió a ser otra vez un polizonte que había jurado defender las leyes y resolver los casos criminales.

Ayudaba al teniente Baker de la sección de homicidios en la investigación preliminar que constituía la payasada imaginada por él. Un joven corpulento y silencioso de la oficina del fiscal del distrito les seguía a todas partes y asistía a todos los interrogatorios, como era su deber. Sus penetrantes ojos pardos, que brillaban tras sus gafas sin montura, lo miraban todo, pero él no decía nada. El teniente Baker dirigía todos los interrogatorios.

Había empezado con los mozos diurnos, preguntándoles por separado e intentando reconstruir la vida que habían llevado los hombres muertos. Se supo que Luke era un hombre hogareño con esposa y once hijos, y que si tenía algún vicio nadie lo sabía. Sam el Gordo era todo lo contrario. Vivía con una mujerona de mala reputación que se parecía a él y entre los dos se pasaban el tiempo dándole al frasco en los bares y armando escenas callejeras. Ninguno dijo saber nada de Jimmy.

A continuación habían interrogado a los blancos. Como un solo hombre declararon todos que no conocían a los mozos de noche; no tenían ningún tipo de relación con ellos. Por supuesto que les habían visto alguna que otra vez, pero ninguno dijo haberles visto fuera de las horas de trabajo.

Las camareras eran todas blancas y no sabían nada de nada. Y ello, a pesar de que cuando se les preguntó acerca de Jimmy, el sargento Brock oyó claramente que una rubia pequeñita decía: «Es un guaperas». Pero al mirarla, la mujer había apartado los ojos y no parecía prestar atención.

Mientras el teniente interrogaba al pinche retenido en el cuarto de las taquillas, entró el ayudante del forense y dijo que Luke Williams y Samuel Jenkins estaban «muertos al llegar». Llenó un par de estadillos con los datos básicos de las tarjetas identificadoras de S & S y, una vez se hubieron sacado fotografías, puso etiquetas en los zapatos de los cadáveres y ordenó que los llevaran al depósito.

Por entonces, el lugar estaba lleno de encargados de Schmidt & Schindler, personal del departamento de huellas dactilares y advertencias gratuitas del teniente Baker. Por fin, éste condujo a todos al cuarto de taquillas de las mujeres —se negaron a entrar en el de hombres— con la sugerencia:

—Muy bien, caballeros, quédense aquí y córranse una juerga mientras nosotros seguimos con nuestro trabajo.

Hubo un coro de risitas tontas y el teniente cerró la puerta con energía y apostó un guardia.

La policía había conseguido unos minutos de respiro. Los del departamento de huellas dactilares espolvorearon todas las superficies de la despensa, el comedor y el sótano, así como todos los pomos de puerta, y recogieron tantas huellas distintas que se sintieron abrumados. Habría que tomar las huellas de todos los empleados, encargados incluidos.

Mientras se ocupaban de esto, los tres interrogadores —el teniente Baker, el sargento Brock y el ayudante del fiscal del distrito— se dirigieron al edificio contiguo, donde se había encontrado al mozo herido, e interrogaron al encargado y a su ayudante, Joe. El primero informó que su ayudante le había dicho que había entrado un ladrón, que se había hecho una llamada a la comisaría del barrio y que había llegado un detective inmediatamente después de hacer la llamada. Había conducido a éste al sótano y allí habían encontrado al mozo herido en la sala de costura de la Apex Company, inconsciente en un charco de sangre. Había reconocido el uniforme de S & S del empleado y se había dado cuenta en el acto que no se trataba de ningún ladrón. Había tenido que llamar la atención al detective por tratar tan bruscamente al herido. Y luego, cuando el empleado recuperó el conocimiento, había acusado al detective de ser el hombre que le había disparado.

Ambos policías adoptaron esa expresión circunspecta y retraída que adopta todo agente cuando se acusa de un delito a un compañero de oficio. Pero no hicieron nada por desacreditar la declaración del encargado. El ayudante del fiscal del distrito pidió al encargado que fuera a verle luego a su oficina para hacer una declaración en regla, y el otro dijo que lo haría.

La declaración del ayudante del conserje fue prácticamente la misma. Había oído a alguien en el sótano y al ir a investigar se había encontrado con que la sala de costura estaba cerrada. No, no era costumbre tenerla cerrada a esas horas, ya que él tenía aún que fregar el suelo. No, nada que robar allí, salvo las máquinas, y éstas estaban sujetas a las mesas. Habría echado un vistazo, afirmó, pero el jefe le había dicho que se largara mientras llamaba a la policía. Al ver que el detective llegaba tan pronto había sospechado; el jefe acababa de colgar el teléfono y él terminaba de salir de su despacho cuando el detective ya golpeaba la puerta de la fachada. No, no había notado nada raro en aquel detective, salvo que parecía bebido, cosa que, por otro lado, no era extraña en un policía a aquellas horas de la mañana. No, no había oído al mozo acusar al detective de haberle disparado, no se encontraba allí, había ido a abrir la puerta a los del coche patrulla, y cuando volvió al lugar el mozo seguía tan inconsciente como cuando lo dejara.

El ayudante del fiscal del distrito le dijo que sería mejor que se pasase también por su despacho para hacer una declaración en regla.

—¿A la misma hora que el jefe? —preguntó.

—No —respondieron al unísono el ayudante del fiscal y el encargado.

A continuación, el ayudante del fiscal le preguntó si había oído algún disparo antes de darse cuenta de que había alguien en la sala de costura. No, nada había oído que se pareciera a un disparo. El encargado recordó que el mozo había dicho que el detective llevaba todavía la pistola, pero al comprobarlo los del coche patrulla resultó que la del detective no había sido disparada. No, los del coche patrulla no habían oído la acusación del mozo, había sido él quien lo había dicho.

—Bueno, aquí termina nuestro trabajo —dijo el teniente Baker.

Al volver al restaurante Schmidt & Schindler encontraron un pelotón de periodistas en la fría Calle 37 pidiendo detalles de los asesinatos. Pero antes de nada, el teniente telefoneó a Homicidios y pidió que el detective Walker se presentase ante él. Luego telefoneó al Bellevue y ordenó que Jimmy fuera trasladado al hospital de la cárcel del condado. Se le informó que el mozo seguía inconsciente a causa de la pérdida de sangre y que un traslado podía ser peligroso en aquel momento.

—De acuerdo, háganlo en cuanto puedan —dijo.

Por último salió e hizo unas declaraciones a la prensa afirmando que los crímenes eran un misterio y que no tenían ninguna pista, pero que pronto descubrirían alguna en cuanto realizaran ciertas investigaciones en Harlem.

Ordenó que se dejase salir a los empleados del cuarto de taquillas, reunió a su personal y se marchó.

El mando volvió a recaer en los encargados de Schmidt & Schindler. Las mujeres fueron puestas a limpiar los ya limpios mostradores. A los hombres se les encargó limpiar el interior de la cámara frigorífica, donde habían matado a los mozos. Se vaciaron todos los estantes y recipientes y la comida se echó a la basura. A continuación, todos los estantes y recipientes vacíos que no se habían tirado fueron desinfectados con agua caliente. El suelo de madera donde habían estado los cadáveres fue rascado, barrido y fregado con agua hirviendo, arrojada con una manguera. Fue como si hubieran querido borrar el hecho mismo.

En la calle había dos coches de la policía para alejar a los curiosos y los morbosos mirones que siempre se apelotonan en el escenario de un crimen.

A las once, el crimen había sido computado con eficiencia, sin emociones y de arriba abajo, y, en la medida de lo detectable, aquella diminuta picadura en la piel de la ciudad se había cerrado y olvidado.