CAPÍTULO SEIS

Cuando el detective Walker vio que el ayudante del conserje se aproximaba por el pasillo iluminado, su primer pensamiento fue: «Otro que voy a tener que matar».

Casi había terminado con el mozo negro. Le tenía arrinconado, listo para morir. Y aquel borracho imbécil tuvo que aparecer en escena.

Walker observó al ayudante del conserje mientras se tambaleaba por el pasillo hacia el cuarto sin salida en que se había refugiado el mozo. Se mantuvo pegado de espaldas a la esquina, observando con un solo ojo. Lo tuvo enfilado bajo la brillante luz contra la señal metálica pintada al otro extremo del pasillo, que rezaba: CONFECCIONES APEX, con una flecha que señalaba hacia la cerrada puerta de roble.

El ayudante del conserje le habría visto de haber sido más observador, pero su atención estaba centrada en la puerta. Sin duda un alcohólico recalcitrante, un borrachín, pensó Walker; lo parecía con aquellos sucios andrajos y aquellos zapatos deshechos. Un piojoso bastardo, que da asco ver. De los que ensucian el mundo. Los pensamientos de Walker empezaron a justificar el homicidio antes de que éste se cometiera. Probablemente no llevaba más de dos semanas en su trabajo. No pasaría otra sin que le echasen por borracho. Volvería a ser un bala perdida que bebería las sobras de los envases de bebidas y ron del malo, sentándose con otros trapaceros alrededor de un fuego alimentado con cajas de embalar, una carga para la ciudadanía. La clase de bastardo que estaría mejor muerto; el mundo mejoraría si no hubiera ninguno. Además, aquello embrollaría el asunto. La muerte de los tres negros podría atribuirse a un solo motivo, pero la del ayudante de un conserje en un edificio distinto, además, parecería la obra de un loco. Y a nadie se le ocurriría pensar en él como en un loco.

Dio un paso atrás para recargar sin que le vieran. Pero en su bolsillo no encontró más que casquillos vacíos. Se puso a calcular los cartuchos que había usado. Siempre cargaba un seis tiros con cinco cartuchos, dejando que el percutor descansara sobre la cámara vacía; y siempre llevaba consigo cinco balas de repuesto. Había disparado al primero —el tal Sam el Gordo— tres veces y luego una cuarta vez… El ruido del ayudante del conserje golpeando la puerta cerrada le distrajo.

«Condenado imbécil —pensó—. ¿Por qué coño no la abre? Tiene que tener una llave o, por lo menos, hacerse con una… Cuatro veces a Sam el Gordo. —Gritó para sí—: ¡Deja de hacer ruido para que pueda pensar!»

Y al segundo una sola vez. Justo entre los ojos. Este había sido Luke. Y por fin el tercero, al que había disparado tres veces en las escaleras y nuevamente en el sótano. Tenía que haberle dado al menos en una ocasión; nunca había fallado un blanco con cuatro disparos de una vez. Pero necesitaba dos proyectiles para terminar: uno para aquel canalla blanco y otro para el negro. Y no tenía más que uno.

El ayudante del conserje dejó de insistir y se dio la vuelta para ir a llamar al director. Walker escuchó sus pasos amortiguados. De pronto se le ocurrió la brillante idea de matarle de una paliza. Aquello solucionaría el problema. Volvió la pistola en la mano y la empuñó por el silenciador. Un rápido golpe en la sien y el otro ni se enteraría.

Le detuvo otra voz procedente de arriba.

—¿Qué demonios pasa ahí abajo, Joe? —la voz contenía una inconfundible nota de autoridad.

—Hay un ladrón en la sala de las máquinas de Apex —contestó el ayudante.

Walker oteó desde la esquina el techo del pasillo y advirtió la existencia de un conducto de aire acondicionado. Junto a éste, pintada sobre el techo blanco, una flecha verde traspasaba la glauca palabra SALIDA.

—Vete de ahí, voy a llamar a la policía —ordenó la voz autoritaria.

Walker se dio cuenta de su situación si resultaba cogido. Por un instante consideró la posibilidad de volver hacia el restaurante S & S. Pero entonces se le ocurrió la idea más brillante de todas.

El ayudante del conserje había doblado la esquina del fondo y Walker alcanzó a oír el ruido de una puerta de ascensor que se abría y se cerraba. Corrió en silencio hacia la dirección señalada por la flecha verde de salida hasta que alcanzó la siguiente. Pasó ante la puerta del ascensor. Las flechas verdes lo condujeron por un laberinto de pasillos hasta que llegó ante una doble puerta de paneles de hierro con cerrojo manual que se abría a un pasadizo que conducía a la acera.

Al salir a la calle tardó unos segundos en orientarse, percatándose de que se encontraba en la 36, entre las Avenidas Quinta y Madison. El edificio que acababa de abandonar tenía la fachada en la Quinta Avenida.

Dio con la entrada junto a la cafetería de la Calle 36. Era un edificio comercial ocupado por pequeños fabricantes de juguetes y tejidos. Junto a la puerta había una guía que consignaba los nombres comerciales de los ocupantes. Dio con las Confecciones Apex al final de la lista. Escrutó el interior a través de los gruesos cristales de la puerta.

Una mujer de la limpieza barría el suelo embaldosado del vestíbulo. Probó a abrir la puerta y la encontró cerrada. La pistola criminal le pesaba en el bolsillo derecho del abrigo. No había razón para deshacerse de ella. Tenía que utilizarla otra vez para una sola cosa. Estaba más segura en su bolsillo. Nadie la buscaría allí.

Golpeó en la puerta cerrada. La mujer de la limpieza alzó la mirada estúpidamente. Walker le hizo una seña. La mujer negó con la cabeza y siguió trabajando. Walker volvió a llamar y mostró su placa a través del cristal. La mujer se puso en pie lentamente y se acercó con paso cansino a la puerta.

—¿Qué quiere usted? —preguntó con voz áspera.

—Abra, policía —exclamó el hombre.

—No tengo llave.

—Llame al encargado. Nos ha llamado por teléfono.

La mujer le miró con suspicacia y se alejó hacia una puerta interior. Le salió al encuentro el ayudante del conserje, que se adelantó balanceando un pesado llavero.

El detective les vio cruzar unas palabras. El ayudante del conserje miró al policía con suspicacia. Luego se adelantó con parsimonia y gritó a través de la puerta cerrada:

—Identifíquese.

Walker colocó su placa pegada al panel vítreo. El ayudante del conserje se inclinó para mirarla con atención. Se enderezó para mirar a Walker y por fin maniobró con la llave.

—Ha tardado demasiado en abrir esta puerta de las narices —dijo Walker—. El encargado nos ha telefoneado.

—Pues usted ha venido muy aprisa —dijo con suspicacia el ayudante del conserje—. Acaba de telefonear ahora mismo.

—Sé perfectamente cuándo ha telefoneado —dijo Walker.

El ayudante parpadeó, haciendo lo posible por asimilar aquel dato. Le ahorró la réplica el encargado, que llegó corriendo.

—Hay un ladrón en una de las salas de costura —dijo el recién llegado. Y preguntó un segundo después—: Porque usted es de la policía, ¿no?

Walker volvió a enseñar su insignia.

—Muy bien, por aquí —dijo el encargado, conduciéndole hacia el ascensor.

El ayudante del conserje fue tras ellos. La mujer de la limpieza hizo ademán de seguirles también, pero el encargado la atajó:

—Vuelva a su trabajo.

Los tres hombres bajaron dos plantas y al poco se encontró Walker en el pasillo sin salida que llevaba a la sala de costura.

—Déme la llave —ordenó.

El encargado cogió un llavero y seleccionó una.

—Tenga cuidado, oficial, puede ir armado —aconsejó.

—Pónganse detrás ustedes dos —dijo Walker, sacando su pistola reglamentaria del 38.

Se adelantó con la pistola por delante, desechó la llave y dio un rápido envión a la puerta. Se abrió ésta unos centímetros y se detuvo al tropezar con un objeto blando y pesado. Walker apoyó el hombro y empujó.

El cuerpo inconsciente del mozo yacía en un charco de sangre. Walker se inclinó sobre él a toda velocidad, le cogió el brazo izquierdo y le tomó el pulso. Las pulsaciones eran fuertes y regulares.

«El cabrón hijo puta sigue vivo», pensó con rabia, e hizo retroceder un pie para descargarlo sobre el pecho del otro. Tres o cuatro patadas rápidas sobre el corazón acabarían con él sin que nadie pudiera saber nunca cómo le habían salido las moraduras. Pero le detuvo una voz a la altura de su codo.

—¡Santo Dios, está herido! —exclamó el encargado.

—O herido o muerto —dijo Walker—. Parece más bien muerto. Será mejor que telefoneen a la comisaría del barrio y pidan una ambulancia.

—Ve tú, Joe —ordenó el encargado al ayudante, que observaba desde el umbral—. Yo me quedaré para ayudar al oficial.

—Mejor será que llame usted mismo —dijo Walker—. Y llévese a Joe, aquí estorba.

—No, que vaya él —dijo el encargado—. Vamos, Joe.

Volvió a mirar la figura inconsciente y exclamó de pronto:

—Demonios, pero si es un mozo del restaurante Schmidt & Schindler —su voz tenía un dejo de sorpresa—. No es un ladrón. Pero ¿qué coño estará haciendo aquí y con esa herida? —Se inclinó y le tomó el pulso—. Gracias a Dios, aún vive.

Walker apenas pudo contener su disgusto.

—Está bien, pongámoslo horizontal y veamos si podemos detener la hemorragia —dijo con los dientes apretados, cogiendo el cuerpo por las axilas y tendiéndolo boca arriba en el suelo.

—¡Santo Dios! —exclamó el encargado—. ¿Qué coño está haciendo? No querrá matarlo, ¿verdad?

Sin decir nada, Walker abrió a tirones el uniforme del portero. Los botones saltaron. La herida del pecho había vuelto a abrirse y sangraba profusamente.

Walker echó una ojeada al lugar como si buscara algo. Allí no había más que máquinas de coser de funcionamiento intensivo y las sillas especiales de los obreros.

—¡No se quede ahí! —gritó al encargado—. Traiga un poco de agua.

El encargado era un hombre menudo y ya maduro, de rostro delgado y ascético y pelo grisáceo. Sus mejillas se encendieron con dos manchitas rojas de cólera.

—Déjelo en paz —dijo con voz tensa y furiosa—. Hay que esperar a la ambulancia. ¿Qué clase de policía es usted? Debería saber que no hay que tocar a un hombre herido. Por los modales que usted gasta con éste podría hacer que le retirasen la licencia.

Walker se enderezó y se quedó mirando al encargado con mirada opaca. Le habría matado en el acto si hubiera encontrado una explicación adecuada. De haber tenido cartuchos para la pistola ilegal le habría matado allí mismo, habría rematado luego al mozo y a continuación habría liquidado al ayudante en cuanto volviera. Pero en ese caso tendría que matar, además, a la mujer de la limpieza. También esto habría podido hacerse, pero no tenía cartuchos.

—Es mejor que descanse sobre la espalda —dijo con voz lenta y tanteadora—. Y le advierto que aquí la responsabilidad la asumo yo. Va a tener que explicar muchas cosas.

—Tonterías —soltó el encargado.

Walker se arrodilló con rapidez junto al cuerpo y se puso a rebuscar en sus bolsillos. Los porteros sólo llevaban ropa interior bajo el uniforme de algodón, ya que hacía calor por la noche en aquel atufado restaurante, y todo cuanto necesitaban lo llevaban en los bolsillos del uniforme.

Además de pañuelos, pastillas de jabón y un trapo para el polvo, un llavero y un par de tuercas pequeñas, Walker no le encontró encima más que una tarjeta verde que le identificaba como trabajador de Schmidt & Schindler, decía el nombre de Jimmy, su número de trabajo y la dirección de su casa. Se metió la tarjeta en el bolsillo y habría hecho lo mismo con las llaves, pero el encargado parecía mirar aquello desaprobadoramente. Oyó que se acercaba gente y empezó a enderezarse.

Jimmy abrió los ojos en aquel instante. Al ver a Walker inclinado sobre él, sus ojos se dilataron de terror. Instintivamente se alzó para sujetar el brazo de Walker, intentando derribarle para hacerse con él. Temía por su vida. Walker se libró de un tirón de la tenaza de Jimmy; el rápido y espontáneo movimiento alzó a Jimmy del suelo y lo empujó de costado, de manera que cuando cayó hacia atrás, su cabeza golpeó en tierra. La saliva brotó por las comisuras de su boca.

—Tranquilo, muchacho —dijo el encargado, acercándose—. Es un policía, está aquí para protegerte.

El nuevo rostro entró en la nublada visión de Jimmy. Se sintió tranquilo al pensar que estaba a salvo, pero el asesino seguía allí, inclinado sobre él.

—Él me disparó —dijo con voz turbia. Sintió que iba a desmayarse, a sumergirse otra vez en la inconsciencia. Tenía que decírselo al otro antes de desvanecerse—. Él fue quien me disparó.

El encargado no entendía. Se inclinó para oír mejor.

—¿Quién dices que te disparó, muchacho? —preguntó.

La cara de Jimmy se tensó por el esfuerzo.

—Tiene que creerme, señor. Él es quien me disparó. Lo hizo él.

Vio la incredulidad en el rostro del hombre y perdió la calma.

—Regístrele —susurró—. Tiene la pistola en el bolsillo —y perdió el conocimiento.

El encargado miró a Walker con horror creciente.

—Delira —dijo Walker, con melancolía.

Dos policías de un coche patrulla entraron en la estancia delante del ayudante del conserje. Walker se identificó.

—Han disparado a este hombre —dijo con autoridad, tomando el mando de la situación—. Ya han llamado a la ambulancia. Que uno de ustedes se quede aquí y el otro venga conmigo. Puede que el asesino esté todavía por los alrededores.

—Yo me quedaré —se ofreció uno de los polizontes—. ¿Adónde he de decir que lo lleven?

—Lo mejor será que lo lleven al pabellón psiquiátrico del Bellevue —dijo Walker. Los policías alzaron las cejas—. Ha perdido la razón —explicó Walker—. Recuperó la conciencia hace un momento y se puso a decir tonterías.

—Acusó al detective de haberle disparado —dijo el encargado.

Los policías estaban sorprendidos. Sus miradas de asombro iban del encargado al detective y de éste al encargado.

—A eso me refiero —dijo Walker.

—Afirmó que el detective todavía tenía la pistola —insistió el encargado, con tozudez.

Con gesto rápido e irritado, Walker sacó su pistola de reglamento y la puso en la mano del primer policía.

—¿He podido disparar a nadie?

El policía miró y remiró la pistola y la devolvió al otro.

—Esta pistola no ha sido disparada —dijo categóricamente.

El encargado se alejó.

—Bueno, en marcha —dijo Walker al policía que había de acompañarle—. Manos a la obra y a ver si encontramos al que le disparó.

Echaron a andar por los pasillos con los revólveres desenfundados. Walker iba delante. Dio un rodeo hasta el pasillo donde había perseguido al mozo. Cuando llegaron a los pasillos a oscuras, dejó que el policía le precediera con su linterna. Así llegaron a la estancia del sótano donde se guardaban los cubos de basura de Schmidt & Schindler. Estaba a rebosar de polizontes.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Walker.

—Doble asesinato —contestó un polizonte de uniforme—. Dos mozos de color muertos a tiros en la cámara frigorífica.

El polizonte que iba con Walker lanzó un silbido por lo bajo.

—¡Santo Dios! —exclamó.

—¿Quién está al mando? —preguntó Walker.

—Por ahora un sargento de Homicidios —respondió el de uniforme—. Pero no tardarán en llegar los jefazos.

Walker corrió escaleras arriba y encontró al sargento intentando poner orden en la estancia del fondo.

—Busca usted al tercer mozo —saludó.

El sargento le miró con desdén. Le molestaba que se entrometieran los detectives de la zona.

—¿Quién es usted? —preguntó.

Walker se identificó. Bueno, no era un detective de la zona, advirtió el sargento. Qué más daba, de todos modos aquello no disminuía su malhumor.

—¿Conoce usted a Brock? —dijo Walker.

—Sí —admitió el sargento a regañadientes.

—Es mi cuñado —dijo Walker.

Brock era otro sargento de Homicidios. Su nombre funcionaba como un pase.

—¿De veras? —dijo el sargento—. Pues sí, le estamos buscando.

—Le he encontrado con una herida de bala en el sótano del edificio contiguo.

—¿De veras? ¿Muerto?

—Aún no. He hecho que lo lleven al hospital de Bellevue.

—Bueno. Ya tenemos un testigo. Ninguno de los capullos de aquí quiere decir lo que sabe.

—No creo que sirva de mucho —dijo Walker—. Se ha vuelto majara.

El sargento gruñó.

—El asunto entero es una majadería.

Walker se acercó a la cámara frigorífica, abrió la puerta y dio a los interruptores, dejando sus huellas dactilares por todas partes.

—¡Cuidado! Está borrando las huellas —advirtió el sargento.

Walker apartó las manos.

—No creo ni que salgan con la cantidad de gente que hay por aquí.

—Tenga por seguro que no saldrán si sigue poniendo las suyas encima —dijo el sargento. Luego sonrió espontáneamente—. No es que me importe, pero hay que tener cuidado.

Walker le devolvió la sonrisa.