A las 5:22 de la mañana apareció el limpiacristales. Era un hombre bajo, de pelo oscuro, reservado, de origen italiano. Vestía chaqueta de cuero sobre jersey azul, pantalones del ejército, botas forradas de lana y gorra de leñador con orejeras. Llevaba consigo su cubo, su cepillo, la esponja, la gamuza y la bayeta de goma, pero los mangos los tenía guardados en las casas donde hacía su servicio.
Entró por la puerta trasera de la Calle 37. Sin anunciar su presencia, fue al fregadero, cogió dos segmentos de mango desmontable de lo alto del frigorífico y a continuación llenó el cubo de agua del grifo.
Empezó por el interior de las ventanas de la fachada, quitando primero la maceta de gladiolos del pulimentado poyo de roble. Tras empalmar el cepillo al largo mango lavó la parte superior de las ventanas con el mínimo de agua para que ésta no goteara sobre el marco de acero inoxidable. Luego, empleando la mitad del mango, procedió a limpiar la sección media y lavó la inferior a mano. Procedió a escurrir con la bayeta de goma con rápidos movimientos descendentes, recogiendo el agua sucia con la esponja en la parte inferior de la hoja, realizando veloces giros de muñeca. Por último limpió los marcos con la gamuza húmeda y lo dejó estar. Nunca repasaba lo que hacía.
Trabajaba automáticamente y con rapidez, con gestos seguros y precisos. Estaba orgulloso de su destreza y el trabajo le absorbía por completo.
La ausencia de mozos era anormal, pero apenas si se dio cuenta. Supuso que estarían abajo comiendo y que no le habían oído llegar. De todos modos, era algo que le resbalaba. Tenía un trabajo que hacer y no le gustaba perder el tiempo compadreando con filósofos de color. Había llegado a la conclusión de que todos los mozos de color eran filósofos, y muy profundos. Tenía que ser algo que iba con el oficio. Con él era distinto. Él era su propio patrón. Tenía su propia clientela: tiendas de calzado, tiendas de baratijas, tiendas de moda masculina, tiendas de confección, restaurantes, y a todos sitios llegaba andando. Limpiaba sus ventanas todos los días laborables, por dentro y por fuera, por lo que percibía un tanto semanal acordado. Cuando acabara allí iría a la cafetería de la esquina de la Calle 36, el competidor más próximo de S & S, y luego cruzaría la 34. Tenía que haber terminado con ambas a las siete y media lo más tardar. No tenía tiempo para discutir de los problemas de la vida. Quizá los porteros de color tuvieran más problemas vitales que él. Los porteros de color eran increíbles cuando trataban de los problemas de la vida. Pero el único problema que él tenía se le presentaba cuando hacía frío y el agua se helaba en los cristales antes de poder escurrirla. Y hablando no se solucionaba aquello. Trabajaba de tres a cuatro horas diarias y ganaba ciento diecisiete dólares a la semana. «No está mal», pensaba.
Había terminado el interior en ocho minutos. Se detuvo en el fregadero para cambiar el agua y se dirigió al exterior. Su aliento se escapaba formando chorros de vapor, pero no sentía el frío.
Había terminado ya la fachada de la Quinta Avenida y comenzado la de la Calle 37 cuando llegó el camión de la leche.
—¿Qué tal, Tony? —saludó el lechero.
—Estupendo —dijo Tony sin perder su ritmo.
—Tú siempre estupendo —se quejó el lechero.
—¿Por qué no? —dijo Tony.
El lechero gruñó y buscó las botellas vacías. Fue a la puerta trasera, metió la cabeza y llamó:
—Eh, Luke, Sam, chicos.
Nadie respondió.
Volviéndose a Tony, preguntó:
—¿Dónde mierda estarán?
Tony se encogió de hombros.
—No les he visto.
El lechero sabía dónde dejaban las botellas vacías. Tardaría menos de un minuto en bajar al sótano y cogerlas, pero era la época del trabajo especializado y subir las botellas a la acera no era tarea suya.
Manifestando su descontento, mediante la precisión de sus ademanes, descargó tres latas de veinte litros de leche, una lata de veinte litros de crema de café y otra de once litros de nata espesa, estas últimas de tapa plana, y las alineó todas en la pared que se alzaba junto a la puerta del ascensor.
Subió al camión, puso el motor en marcha y se alejó.
Tony no se molestó en mirar. Cuando hubo acabado, vació el cubo, secó la esponja y la gamuza, dejó el mango en lo alto del frigorífico y fue calle abajo para su siguiente faena.
Limpiaba todavía el interior de las ventanas de la cafetería de la Calle 36 cuando el camión de la «fábrica» de S & S entró por la 37 procedente de la Avenida Madison, pero él no pudo verlo. El conductor maniobró alejándose de la acera y reculó formando ángulo ante la puerta de la despensa. Bajó de la cabina sacudiéndose las enguantadas manos, abrió la puerta de la despensa y gritó:
—¡Venga ya, maricas, que ha llegado la alfalfa!
No hubo respuesta. No esperaba ninguna por otro lado. Descargar el camión era el momento que más temían los mozos nocturnos, que tenían que salir a las seis, pero él raramente llegaba antes de las seis menos diez y muchas veces lo nacía más tarde. Por lo común estaban ya cambiados y listos para marcharse a casa, aguardando con impaciencia con los guardapolvos encima de las ropas de calle. Volvió al camión en espera de que aparecieran tras él, silenciosos y procaces.
Los camiones de la «fábrica» se construían especialmente con armazones de madera herméticos y barnizados, con el distintivo S & S en letras doradas, en nada diferentes de los furgones del correo en Inglaterra.
Tiró hacia abajo de la puerta posterior, que se volvió plataforma elevadora, y abrió las puertas dobles. La plataforma descendía al nivel de la calle hidráulicamente mediante una manivela que había dentro de la caja. Entró en ésta y comenzó a sacar las mercancías que había que dejar en la tienda.
Los mozos seguían sin aparecer.
«Mierda —pensó—, me importa un rábano». No era su trabajo descargar la mercancía.
Había que descargar cuatro bandejas de empanadas de pollo, tres de macarrones cocidos, tres de judías y salchichas de frankfurt cocidas: esto en cuanto a las cacerolas. Luego había dos pilas de bandejas de hamburguesas y dos bandejas de pequeños filetes crudos. Además, dos grandes filas de pasteles envueltos en papel de estaño, dos latas de veinte litros de caldo concentrado, dos latas más de chocolate caliente concentrado, una caja de tocino S & S, un paquete de café S & S, un envoltorio de jamón de York frío, dos envoltorios de queso para bocadillos, dos cestas de aluminio con pan para bocadillos, otra de bollos suizos y una caja de naranjas. Las otras cosas que necesitasen tenían que recogerlas en la segunda y tercera entregas, que se hacían durante el día.
Llevó las cajas a la plataforma y fue a mirar si salían los mozos de una vez.
«¿Dónde demonios estarán estos tipos?», pensó con creciente irritación. Y el pequeñajo del encargado que no tardaría en llegar.
Miró su reloj. Las seis menos seis minutos.
Oyó que alguien silbaba agudas notas al ritmo de Rock around the clock y apoyó la cabeza en el lateral del camión. «Bueno —pensó—, ya vienen estos dos».
Dos mozos negros del turno de día se acercaron procedentes de la salida de la Calle 35 de la línea Sexta Avenida del metro de la Independent que bajaba de Harlem.
Uno iba enfundado en un abrigo claro de pelo de camello, se tocaba con oscuro sombrero de ala estrecha y alegre pluma en la faja, y se protegía el cuello con un pañuelo de seda de fondo marrón oscuro. Su rostro moreno y joven parecía excesivamente contento para hora tan temprana y día tan frío. Su compañero era mayor que él, vestía un abrigo azul tipo Chesterfield con cuello de terciopelo, sombrero hongo negro y un pañuelo de seda moteado. Ambos llevaban zapatos negros, pantalones oscuros y guantes de cuero para entonar con los abrigos.
Se habían estado contando las aventuras amorosas de la noche pasada y poco a poco el joven se había puesto a silbar. El mayor miraba al joven con indulgencia.
—Eh, guapitos, ayudadme con el pienso —saludó el conductor del camión en cuanto llegaron los otros.
—¿Dónde están los del turno de noche? —preguntó el mayor—. Es cosa de ellos.
—Se han ido ya —dijo el conductor—. Y esto no puede esperar.
El mayor de los mozos tiró de la manga y consultó su reloj.
—Aún no son los seis, faltan tres minutos —replicó.
El joven miró el suyo.
—En el mío faltan cinco.
—Será mejor que lo empeñes —dijo el mayor.
El conductor miró su reloj otra vez. Según éste faltaban cuatro minutos y medio para las seis, pero dijo:
—Yo tengo las seis en punto y acabo de ponerlo en hora por la Western Union.
En aquel momento un tipo gordo y pequeño dobló la esquina, la cabeza inclinada contra el viento. Iba enfundado de arriba abajo en un abrigo de mezclilla, bufanda oscura y sombrero negro bajo el que sólo se veían los cristales empañados de sus gafas de montura de pasta.
—Ya está aquí el jefe —dijo el mozo más joven—. ¿Qué hora es, patrón?
—¿Qué hace usted aquí, señor jefe? —preguntó el conductor con voz condescendiente—. No puedo hacer que descarguen el camión. —Los conductores de los camiones se sentían más importantes que los encargados de las tiendas y les gustaba remacharlo.
El encargado se quitó las gafas y se hizo cargo de la situación.
—¿Dónde está Luke? —preguntó.
—Se han ido a casa —dijo el mozo mayor.
—¡Mamón, hijo puta! —exclamó el gerente.
—¿Qué quiere decir con eso? —se le encaró el mozo.
El gerente entró en la despensa como una tromba, sin contestar. Llegaba tarde, estaba cansado y su irritación estaba fuera de todo dominio. Su mujer le había tenido hasta las dos jugando al bridge y había perdido nueve dólares, luego le habían entrado retortijones durante toda la noche por algo que había comido y él había tenido que cuidarla con botellas de agua caliente hasta que tuvo que salir para el trabajo.
—Cabrón, hijo puta —rugió para sí mientras colgaba detrás de la puerta el sombrero y el abrigo.
A continuación, dominándose un tanto, abrió la puerta del todo y la trabó; y dijo con voz tranquilizadora, como si paladeara cada palabra:
—Vamos, muchachos, a entrar la comida.
Los mozos no dijeron nada. Sin dejar de cambiarse, cogieron los ganchos de amarre y arrastraron hasta el exterior las pilas de bandejas para cargarlas cuando el camión estuviera descargado, luego sacaron las carretillas de cuatro ruedas para apilar en ellas la mercancía del almacén.
—No es que ese tipo venga a trabajar con mala cara de vez en cuando —dijo el mozo más joven refiriéndose al gerente—. Es que viene de mala leche todas las mañanas. Seguramente su mujer le ha dado una paliza.
—La paliza se la da este trabajo —dijo el mayor.
El encargado había salido para echar una mano y acababa de oír lo que los otros decían de él. Se dio la vuelta y volvió a entrar.
Sonriendo generosamente, el conductor bajó la plataforma cargada hasta el nivel de la acera.
—Esa no es forma de hablar del patrón —dijo.
—Mierda, ya verás cómo no se queda aquí mucho tiempo —dijo el mayor.
Hablaban mientras trabajaban. Cogiendo las asas de la bandeja inferior, transportaban la pila hasta las carretillas con la habilidad acostumbrada y empujaban éstas hasta el interior del edificio por el suelo inclinado, apilando los embalajes alrededor de la verja del hueco de la escalera y a lo largo de la pared. Parecían cómicas figuras de ópera que ejecutasen aquellos trabajos en ropa de domingo.
—¿Dónde conseguís el dinero para compraros esas ropas tan magníficas? —preguntó el conductor con envidia.
—Eres como todos los obreros blancos que he conocido —replicó el mozo de más edad—. Pensáis que sólo porque vestimos decentemente tenemos que andar metidos en asuntos ilegales.
El conductor se calló. No le gustaba que le llamaran obrero y no era eso lo que él pretendía.
Otros dos mozos costosamente aderezados hicieron acto de presencia y se pusieron a trabajar sin que nadie les dijera nada. Apilaron las latas de sopa concentrada y espinacas en la parte exterior de la cámara frigorífica y las pilas de pasteles en la esquina. Todos hacían comentarios burlones acerca de la comida seleccionada para el menú del día.
Preparar el menú era tarea del encargado, pero éste prefería ignorar las observaciones de los hombres mientras comprobaba las entregas. Iba de aquí para allá con la lista, echaba un vistazo a las bandejas, destapaba las latas y examinaba los pasteles y el hojaldre. El único comentario que se dignaba hacer era:
—¡Jodido hijo puta!
El blanco que preparaba los bocadillos y uno de los ayudantes del cocinero llegaron juntos y con pinta de vagabundos con sus raídos abrigos y sombreros de ala caída, por más que su sueldo superase el de los mozos. Después de éstos el otro pinche llegó unos minutos más tarde.
Uno de los mozos bajó al sótano y envió arriba al ascensor en busca de las cestas de pan. Los bocadillos se hacían en la sala del sótano.
—Oye, tendríais que ver cómo han dejado los cubos de basura —dijo en voz alta a quien quisiera escucharle—. Ni que hubieran tenido una pelea aquí abajo.
Se izaron las orejas del encargado.
—¡Cabrones hijos de puta! —dijo.
Algunos de los hombres se volvieron a mirarlo. Pero el individuo se inclinó de pronto para examinar las espinacas con crema. No tenía ninguna autoridad sobre los mozos nocturnos, pero por Dios que aquello había ido ya demasiado lejos, pensó enfurecido. Tendría que decirle al director general unas palabritas acerca de que se hubieran ido antes de hora.
Todo el mundo se puso a hacer cábalas sobre las razones por las que el personal de noche podía haberse ido antes de tiempo.
—Tienen que haberse emborrachado —sugirió uno.
—A lo mejor se ligaron a unas chavalas.
—Nadie como Luke para abandonar el trabajo.
Los otros asintieron.
—Claro que Sam el Gordo puede hacer cualquier cosa cuando se pone cachondo. Y de ese otro, Jimmy no-sé-qué, no sé absolutamente nada. Pero acerca de Luke, tienes razón.
Jimmy era relativamente nuevo en el empleo y todavía se mantenía a distancia. Nunca se reunía con los otros fuera de las horas de trabajo, salvo por accidente, y los demás creían que era un poco altanero. No caía muy bien. No decían nada malo de él, pero tampoco nada bueno.
La mayoría acabó por bajar al cuarto de las taquillas y dejó el resto de la descarga a los mozos. Todavía hablaban de ello mientras se ponían sus almidonados y blancos uniformes de trabajo.
—El Gordo ha ido a quejarse al director, estoy seguro —observó el lavaplatos de color.
Todos estuvieron de acuerdo.
Cada hombre disponía de una taquilla con cerradura particular. A juzgar por el tamaño de éstas no debían de confiar demasiado entre sí.
El que preparaba los bocadillos acabó de cambiarse y se puso a cortar rebanadas de queso. El lavaplatos subió las escaleras y dio el agua caliente en la máquina lavaplatos. Era demasiado pronto para empezar con ésta y el encargado entró procedente de la despensa y exclamó:
—¡Cabrón hijo puta!
El lavaplatos le devolvió una mirada tan petrificadora que el otro volvió a escurrirse en la despensa.
Los mozos ya habían terminado de descargar. En el instante en que el encargado entraba procedente del comedor donde estaba enclavada la máquina lavaplatos, el mozo más joven, el del abrigo pajizo, se divertía patinando sobre el piso en una pesada carretilla de hierro. El borde de acero alcanzó al gerente en la espinilla y se quedó morado de dolor.
Cogiéndose el pie dolorido con ambas manos se puso a dar saltos animadísimos sobre el pie sano.
—¡Negro hijo de la puta que parió al hijo más hijo puta de un montón de negros puteros!
Todos los empleados negros le lanzaron miradas amenazadoras, pero él continuó barbotando:
—¡Cabrito hijo puta de la puta más puta…!
El cocinero encargado de los desayunos acababa de entrar en la cámara frigorífica para ver cuánto zumo de naranja quedaba antes de ponerse a exprimir la fruta de la caja. Salió corriendo como si se hubiera vuelto loco de pronto y se dirigió al encargado, casi derribándole:
—¡Están muertos! —exclamó con voz aguda—. ¡Están muertos! ¡Los dos, están ahí dentro muertos!
—¿Quién es el cabrón hijo puta que está muerto? —rugió el encargado a modo de respuesta mientras rodaba por el suelo atenazándose con las dos manos el tobillo lastimado.
El pinche entró corriendo a toda velocidad para ver la causa de la conmoción.
—¿Que quién está muerto? —exclamó el cocinero, pálido, hinchados los ojos de indignación—. Los dos están muertos, los dos, Luke y Sam el Gordo. Les han pegado un tiro en la cabeza y están secos en el suelo.
Se congeló la escena unos instantes, abiertas las bocas, dilatados los ojos, los alientos contenidos.
El encargado se irguió, sosteniéndose sobre un pie, como una grulla, y dijo con calma:
—Llamaré a la policía —y se alejó a la pata coja, camino del teléfono.