CAPÍTULO CUATRO

I looked over Jordan and what did I see

Comin’ for to carry me home…

Jimmy canturreaba los versos de aquel viejo y dulzarrón espiritual con grave voz de bajo mientras limpiaba los cubos de basura y los iba apilando en la pared que flanqueaba el montacargas. Cogía los cubos del ascensor y los sujetaba boca abajo sobre la máquina fregadora que lanzaba chorros de agua hirviendo en su interior, lavándolos y desinfectándolos al mismo tiempo.

Los cubos de basura, las latas de leche vacías, los trastos de limpieza y la vajilla vacía se guardaban en un cuarto del sótano que corría bajo la acera de la Calle 37.

Era ya norma que Luke le ayudara en aquella faena mientras Sam el Gordo preparaba el desayuno de los tres. Pero sabía que Luke estaba con el poli borracho. No tenía ninguna queja. Luke era, por así decir, el jefe, ya que era el más antiguo en el empleo.

De todos modos no era un trabajo muy duro para Jimmy. Los cubos pesaban, pero los manejaba con la facilidad del hombre que no ignora la fuerza que posee.

Su complexión engañaba, además. Medía uno ochenta y dos y pesaba casi noventa kilos, pero parecía más pequeño. Poseía la textura huesuda, ancha de espaldas y estrecha de pecho de los braceros sureños acostumbrados al arado, en maridaje con ese saludable aspecto sepiáceo y dormilón que Joe Louis poseyera a los veinticuatro años. Sus ojos eran vivos e inteligentes.

Como siempre que hacía trabajos manuales su mente era un hervidero de pensamientos. Pensaba divertido en todo el moderno equipo para ahorrar trabajo que utilizaba la cadena Schmidt & Schindler, por ejemplo, las lavadoras de cubos de basura; en ciertos almacenes incluso se refrigeraban los depósitos de basura para que no se pudriera: igualito que los desodorantes para trabajadores. Y sin embargo, no podían apañársela sin la vieja «grasa muscular» de los tipos como él.

Pensaba también en la costumbre de la compañía de llamar automat a las tiendas y «fábrica» a la cocina central. Había más de cien tiendas en todo Nueva York, pero sólo tres o cuatro pequeños restaurantes con mostradores atendidos por camareras.

Mientras, en el fondo de su mente había un foco de malhumor impuesto por el poli borracho. Tenía hambre, pero no quería subir a ver lo que pasaba con Luke y Sam el Gordo. No quería embrollarse en ninguna discusión estúpida con un blanco borracho. Sam el Gordo y Luke lo aguantaban, pero él tenía el genio demasiado vivo. Mucha gente atribuía su temperamento a su juventud. Pero no era eso, pensaba. Lo único que quería era que le tratasen como un hombre, ni más ni menos.

Sonrió al recordar las broncas que había tenido con algunos encargados. En cierta ocasión había acusado a la compañía de abusar en el descuento anticipado de las contribuciones al pagar las horas extraordinarias, y en el curso de la discusión él y dos de los principales encargados se habían empezado a gritar. Por fin había dicho uno de los capataces: «Demasiadas quejas, chico, no puedo hacer nada por ti». Y él le había replicado: «Entonces, ¿para qué coño te pones a hablar conmigo?»

La única razón por la que no le habían despedido era que no podían encontrar a nadie que hiciera su trabajo. Éste consistía en sacar brillo a todo el acero inoxidable del comedor, y había que tener una especie de genio para semejante trabajo para no declararse en huelga. Le reventaba pensar en los malos tratos que recibían los obreros por parte de los patronos norteamericanos a la hora de hacer el trabajo. Cosas de la evolución del sistema capitalista, pensó. Años atrás, el patrón daba puntapiés al obrero y le amenazaba con despedirle si no obedecía a pies juntillas. En el presente, gracias a los sindicatos, los comités de ayuda federal y el trabajo cualificado, el patrón tenía que cerrar su mierda de boca.

Rió para sí mientras terminaba de barrer el suelo, recogía la porquería y dejaba a un lado la escoba.

Con poli o sin poli iba a subir a desayunar, decidió. Con el hambre que tenía podía comerse dos pollos enteros él solo. Y como le habían hecho esperar tanto iba a zamparse además un tazón de cereal con crema bien espesa, un vaso bien grande de zumo de naranja natural, seis tostadas con mantequilla, un poco de puré de patata y guisantes naturales, una ensalada de lechuga y tomate, y, de postre, un helado de vainilla con una lata de melocotón en almíbar. Que la compañía pagara el que aquel blanco hijo de puta se hubiera entrometido en sus asuntos. Además, los encargados siempre se cuidaban de decir que podían comer lo que quisieran. Y él obedecía siempre. Aunque a la compañía le resultara más barato doblarle el sueldo que alimentarle, pensaba mientras salía del depósito de basuras y se dirigía a otra sección del sótano.

Se detuvo en el cuarto en que se almacenaban las especias, los condimentos, las salsas y los alimentos enlatados y dejó allí el pajizo guardapolvo que compartía con los empleados diurnos; luego fue al cuarto de al lado, donde estaban las taquillas del personal masculino, y dejó en la suya la gorra y los guantes.

El cuarto siguiente era el de las taquillas de las camareras, pero éstas no entraban a trabajar hasta las siete en punto y sólo había visto a unas cuantas de noche, cuando ellas se marchaban y él empezaba su turno.

El recinto mayor contenía las ollas de la sopa, una cortadora de pan, una cortadora de carne y un frigorífico inmenso y anticuado lleno de filetes congelados.

Cogió tres lonjas de jamón hervido, se las llevó a la boca y llegó al final del pasillo, más allá de la sala de control de los ingenieros, y comenzó a subir la escalera.

A mitad de ésta había un rellano, donde el curso de los peldaños giraba en ángulo recto. Miraba hacia arriba al doblar la esquina. Fue entonces cuando vio al detective por primera vez.

Walker acababa de cerrar la puerta de la cámara frigorífica tras haber disparado sobre Luke y había emprendido el descenso al sótano para eliminar al tercer portero. Pero la muerte de Luke le había impresionado y tuvo que detenerse un momento para reunir fuerzas y volver a cargar. Estaba en lo alto de las escaleras con el costado izquierdo hacia Jimmy y el revólver colgando despreocupadamente de su mano derecha.

—Salió como una exhalación —murmuraba para sí cuando advirtió la presencia de Jimmy y se dio la vuelta para encararse con él.

Lo primero que pensó Jimmy cuando vio el rostro cadavérico, tenso y rojizo de Walker fue: «Santo Dios, el Fantasma de la Ópera». Visto desde abajo, Walker parecía algo inhumano de casi tres metros de estatura. Su trinchera abierta le colgaba como una chusca capa operística y el pelo rubio que le caía sobre los ojos inyectados en sangre le daba aire de loco.

«El muy hijo de puta está como una cuba —pensó Jimmy—. Sam el Gordo no ha podido camelárselo».

Las tripas se le hicieron un nudo, pero no se paró por ello. No iba a dejar que el hijo de puta creyera que tenía miedo de él.

Los dientes de Walker parecían los de un perro enfermo y la pistola fue subiendo en su mano derecha. No dijo una palabra.

Jimmy se agachó por reflejo un segundo antes de que Walker disparase. El proyectil pasó rozándole las costillas del costado izquierdo. Su cerebro estalló de ira, como si todas sus emociones y sensaciones se hubieran concentrado en una sola explosión. Durante un breve instante su mente se tornó hipersensible, como en el momento de la muerte. Vio la cara de Walker como si ésta hubiera aumentado nueve veces de tamaño; vio la red de los capilares de sus ojos de maníaco; vio las gotas de sudor brotando de los poros de la piel, grandes como vasos de whisky; vio los pelos de la barba rubia en las ásperas mandíbulas blancas como tallos de trigo de un trigal recubierto de copos de nieve; y vio la amalgama de líneas en la dentadura desigual y amarillenta de Walker. La imagen ardió en su cerebro con el fuego corrosivo de la furia.

Apenas duró un segundo, en cuyo transcurso no detuvo su cuerpo el violento movimiento reflejo.

«Lánzate sobre el cabronazo —alentaba la parte de su imprudencia—. Cógele la pistola y machácale la cabeza hasta destrozársela».

Pero la otra parte gritaba advirtiendo: ¡CORRE, HOMBRE!

Sus músculos sacudidos por el pánico sufrían un frenesí increíble, como un caballo salvaje cegado de terror. Antes de que Walker pudiera disparar de nuevo, había dado media vuelta, como impelido por el ritmo de un ballet grotesco, y corrió escaleras abajo.

El segundo disparo le rozó la nuca, alimentando la furia en su cerebro como un hierro al rojo y una espoleta del pánico. Se encontraba en posición extraña, la pierna izquierda cruzada sobre la derecha y apoyada en el escalón inferior el brazo izquierdo levantado en ademán defensivo, el derecho tendido hacia el frente y el cuerpo entero doblado en una finta descendente, como el acróbata que se dispone a realizar un complicado salto mortal. Pero sus músculos se movían con la velocidad de la serpiente. Sus rígidas piernas le hicieron saltar el descansillo en un rapto de fuerza, golpeándose de costado en la pared y sintiendo el impacto desde el hombro a la cadera.

—¡Cabrón! —maldijo con los dientes apretados, lanzado junto a la pared que giraba, impulsándose con la pierna, el brazo y la cadera derechos simultáneamente, contorsionándose como un salvaje, y tan rápido que dobló la esquina antes de que el tercer disparo de Walker abriera un agujero en la blanca pared, en el lugar exacto donde décimas de segundo antes había estado la sombra de su cabeza.

Saltó de frente hacia el final de la escalera. Una vez lanzado no podía detenerse, como quien hace un ejercicio gimnástico, y, apoyándose en el tercer peldaño, dio una voltereta y cayó de pie, en posición agachada, sobre el suelo de cemento del comienzo del pasillo del sótano, impulsado todavía por la inercia.

Walker se precipitó por las escaleras, agitándose como si estuviera medio ciego. Perdió pie en el primer escalón, dio de costado en la pared y cayó sobre rodillas y manos.

—¡No huyas, negro hijo de puta! —gritó inconscientemente.

Jimmy le oyó y se puso en pie ayudado de un poderoso impulso.

Ambas mentes estaban vacías, ambas dominadas por la imperiosidad la una de matar, la otra de vivir, por lo que ninguna tuvo ocasión de saborear la ironía contenida en el hecho de que Walker llamara a Jimmy diciéndole que no huyera y aguardase su muerte.

Jimmy se coló en el cuarto de la basura, pensando vagamente en escapar por el ascensor, inclinándose hacia un lado para impulsarse mejor. Sus zapatos de suela de goma resbalaron en una mancha de grasa y al pasar se dio contra el arco de la puerta, sintiendo un calambre en la pierna izquierda desde el tobillo hasta la cadera. Estaba a salvo mientras Walker no le tuviera a tiro, pero podía oírle bajar las escaleras acompañado de recio pataleo. Entonces se dio cuenta de que no podría abrir las pesadas puertas del ascensor sin que éste estuviera en movimiento.

Había apagado las luces al abandonar el lugar y se le ocurrió la posibilidad de hacerse con Walker en la oscuridad. Pero la luz del pasillo se colaba por la puerta abierta y tendría que retroceder y cerrarla. Se detuvo en seco y giró en redondo, pero vio que era demasiado tarde. Walker cruzaba ya el umbral corriendo, sin perder la cautela y con la pistola por delante, listo para disparar.

Jimmy había perdido unos segundos preciosos en aquella maniobra final y estaba atrapado como un ratón. No había sitio donde esconderse ni tiempo para huir ni nada que coger para arrojárselo al otro. El cubo de siete litros con los trapos, la esponja y el jabón con que limpiaba los metales estaba a su derecha. Por puro reflejo, por ese movimiento ciego e impulsivo de un hombre que lucha por sobrevivir, dio una patada al cubo como si se tratase de un balón de fútbol, lanzándolo directo contra la pistola del otro.

Walker hizo fuego al instante y el proyectil atravesó el cubo en el aire, alcanzando a Jimmy en el pecho, encima del corazón. El cubo había amortiguado la velocidad, por lo que la bala no penetró lo suficiente para matarle, pero la recibió como un puñetazo que le tiró de espaldas, desequilibrado como estaba después de la patada al cubo.

El cubo, a su vez, dio a Walker en el pecho, tirándolo hacia atrás.

Jimmy se puso sobre sus rodillas y manos sin perder un instante y echó a correr de nuevo antes incluso de ponerse en pie del todo. Sentía que la sangre le resbalaba por el pecho. No sabía hasta qué punto podía ser una herida grave, pero sí que tenía que darse prisa. No ignoraba que el cubo había hecho recular a Walker ni que tenía que escapar antes de que se repusiera y le tuviera a tiro.

Por el rabillo del ojo alcanzó a ver los cubos de basura recién limpios y apilados. Girando al tiempo que corría, cogió dos cubos de lo alto y los arrojó sobre Walker en el momento en que éste se incorporaba. Los cubos metálicos volvieron a derribarle y Jimmy, sin perder un instante, le arrojó dos más. Al golpear y rodar por el suelo de cemento, los cubos armaban un ruido de mil diablos y Jimmy no pudo saber si Walker le estaba disparando o no otra vez. Aterrorizaba encontrarse en aquella estancia en semipenumbra y llena de aquel ruido ensordecedor que ahogaba los posibles disparos de la pistola con silenciador.

Pero Walker no había podido efectuar más disparos. Estaba ocupado en apartar los cubos con los brazos y codos, lívido su rostro por la rabia.

—¡Apartaos, hijos de puta! —exclamó murmurando a continuación ininteligibles maldiciones, como si los cubos pudieran oírle.

Vio entonces que Jimmy se colaba por otra puerta situada al final de la estancia, pero dispararle en medio de aquella oscuridad y rodeado de cubos de basura habría sido derrochar munición. No le quedaba más que un cartucho en la pistola con silenciador y no podía perder tiempo en volver a cargarla. Salió de estampida tras el negro que huía, golpeándose las espinillas contra los cubos que rodaban y maldiciendo de dolor.

Jimmy dio un envión a la frágil puerta de madera con el hombro derecho sin comprobar si estaba cerrada con llave o no. Saltó la cerraja oxidada y la puerta dio un bandazo contra la pared de un pasillo estrecho y negro como boca de lobo que corría bajo el edificio contiguo de la Calle 37.

Sabía que aquel pasillo daba a otros pasillos, que a su vez comunicaban con todos los sótanos de los edificios de aquella manzana. En algún lugar tenía que haber un conserje levantado o un portero, pensó con rapidez. Encima, en los rascacielos de piedra, tenía que haber gente en movimiento, mujeres de limpieza, porteros de noche, guardias con pistolas, ojos humanos cualesquiera que se percatasen de su situación y dieran cuenta de ella. Pero, al parecer, en aquel mundo de horror en tinieblas no había nadie más que él y aquel polizonte loco con su pistola con silenciador.

Corrió a ciegas en la oscuridad, confiando en la suerte, sintiendo que la sangre le manaba del pecho y le formaba una cálida y pegajosa pasta encima del cinturón.

Walker corría tras él, trastabillando de una pared a otra, maldiciendo continuamente y sin detenerse. Luchó con el urgente sentimiento que le decía que cogiera el revólver de reglamento y llenase la oscuridad de balas del 38.

Jimmy se dio de boca contra una pared, golpeándose la frente contra los ladrillos unidos con argamasa. Cayó al suelo aturdido pero no inconsciente.

Walker oyó el quejido y se detuvo escrutando la oscuridad en busca del brillo de los ojos. Había oído decir que los ojos de los negros brillaban en la oscuridad, como los de un animal, y aprestó la pistola dispuesto a disparar sobre lo primero que reluciese. Podía oír los movimientos del negro, pero no distinguía nada.

Jimmy se puso en pie lentamente. Sentía el cuerpo como si le hubiesen dado un montón de cadenazos y sólo la voluntad de vivir le hizo lanzarse otra vez a la carrera.

De pronto se vio corriendo en el aire. El pasillo giraba a la derecha y descendía tres escalones. Cayó sobre manos y rodillas, despellejándose en el áspero suelo de cemento. El agudo dolor le sirvió de estímulo; se puso en pie y siguió corriendo.

Pero la pausa que había hecho en la oscuridad había devuelto el raciocinio a Walker. Metió la mano en el bolsillo interior de su trinchera y encontró una linterna tamaño pluma. El diminuto rayo de luz le advirtió de la existencia del recodo y de los peldaños. Pero Jimmy había doblado ya la otra esquina y se había perdido de vista.

Walker consideró un momento la posibilidad de recargar la pistola. Había tocado los cartuchos sueltos en el bolsillo, al coger la linterna, y pensó que podía meterlos en el cargador. Pero no podía arriesgarse a perder el tiempo necesario en medio de aquel laberinto de pasillos y con el negro fuera de su vista.

Jimmy corría a la sazón con la mano izquierda rozando la pared y la derecha estirada al frente. Dobló dos esquinas en la oscuridad y de pronto salió a un corto pasillo iluminado. Había dejado de oír los pasos de su perseguidor. Sintió renacer la esperanza en su interior. Vio una puerta cerrada a su derecha, la abrió y se coló dentro. Había una cama deshecha, una mesa camilla con quemaduras de cigarrillo, ropa sucia sobre las sillas, una botella de whisky vacía y un vaso sobre una mesa con mantel de hule. Pero ningún ocupante. Supuso que sería el cuarto del ayudante de algún conserje.

Al cerrar la puerta alcanzó a oír los pasos de alguien que andaba a sus espaldas.

—¡Socorro! —gritó, lanzándose hacia delante—. ¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!

No contestó nadie.

Se volvió al final del pasillo en el momento en que Walker entraba en éste, y echó a correr por otro corredor. Una rápida mirada a la izquierda le puso al descubierto una larga extensión de paredes blancas brillantemente iluminadas y un suelo de cemento limpio. Giró a la derecha. Ante él se alzaba una pesada puerta de roble. Pudo oír los pasos con toda claridad. No tenía tiempo de volver al recodo y forcejear con el loco asesino. Si no se abría la puerta era hombre muerto.

—¡Eh! —oyó—. ¡Eh!

No se molestó en mirar. Aquello sólo significaba la muerte para él. Y el muy hijo de puta gritándole: «¡Eh!, deja que te mate». Su estómago se encogió hasta el tamaño de un guisante y su boca se inundó de vómito que parecía de una semana.

Su mano alcanzó el pomo.

«Y ahora es cuando el negrito de la señora Johnson se despide del mundo», pensó en un chispazo de esa amarga ironía autodestructora que los blancos llaman humor negro.

Tanteó el pomo. Giraba, giraba. Empujó la puerta y la abrió.

—¡Eh! ¡Eh, tú! —volvió a oír.

«Eh, tu padre», pensó.

A través de la puerta pasó un poco de luz iluminando por un momento lo que parecían filas de máquinas de coser eléctricas que daban vueltas en lento movimiento circular alrededor de una ancha sala cuadrada. Se sintió tan ligero que le dio la sensación de flotar tras ellas. Cuando se volvió para cerrar la puerta, cayó pesadamente contra ella. Su estómago se encogió por el esfuerzo por mantenerse en pie y notó el caliente reguero de la sangre pierna abajo. Creyó que se estaba meando encima.

Obnubilado, buscó el cerrojo sin darse cuenta de lo que hacía. Era una cerradura Yale y dio hacia abajo al botón, soltando así las pinzas y pasando el pestillo.

No oyó la voz que decía:

—¡Eh! ¿Quién coño arma tanto alboroto?

Ni el ruido de unos pasos que bajaban por el pasillo y se acercaban a la puerta. Tampoco oyó al hombre que tanteaba el tirador y sacudía la puerta y gritaba con voz irritada y medio beoda:

—Abra la puerta y salga aquí fuera, quienquiera que sea. Tengo que terminar la limpieza.

Antes de caer al suelo estaba ya inconsciente.