El ruido de un camión llamó la atención del policía. Sufrió una sacudida de miedo. Un escalofrío recorrió su cuerpo y de pronto sintió frío. Escuchó con atención para ver si identificaba el vehículo. Cuando se convenció de que no era un furgón de la policía sintió un vago alivio, como si supiera que sólo su sentimiento de culpa había conjurado tal idea.
Sonaba igual que el motor de un ascensor hidráulico. Pensó en el ascensor del sótano, pero aquél tenía que ser eléctrico y apenas lo habría oído desde donde se encontraba.
Por un instante le pareció que había alguien a sus espaldas observando sus movimientos, y se sintió sobrecogido por un pánico intenso. Fue hacia la puerta abierta, revólver en ristre, dispuesto a disparar al menor movimiento.
Entonces se percató de que el ruido procedía del camión de la basura que debía haber afuera. Era un ruido inconfundible. Al espirar, el aliento salió por entre sus rígidos labios con suave sonido silbante.
Se guardó el revólver y pasó con rapidez a la despensa. No había moros en la costa. Se dirigió inmediatamente a la puerta de la calle y la cerró por dentro. Ya no hacía eses, pero sus piernas estaban flojas. El sudor le anegaba los ojos y su cabeza parecía un infierno. A pesar del frío que atenazaba su cuerpo, en sus axilas se formaron gotas de sudor que corrieron por sus costillas.
Al ver el fregadero al otro lado del frigorífico, junto a la máquina lavaplatos, se quitó el sombrero, dejó que el agua fría corriera por su cara y cabeza, y se secó con un paño extendido junto a la pila.
Su miedo fue desapareciendo.
«Podrida suerte», pensó.
Volvió a la cámara frigorífica para cerrar la puerta. Vio su vómito en el suelo de madera y notó en el aire el pútrido tufo a whisky y el punzante olor a cordita. El estómago se le subió a la boca y tuvo que masticar un acceso de vómito.
Miró el cuerpo de Sam el Gordo, cubierto de salsa. Sus pensamientos volvieron a ofuscarse. Sólo sintió piedad por el hombre al que había matado.
«Pobre bastardo —pensó—. Muerto en medio de la salsa que tanto le gustaba».
Apagó la luz del frigorífico desde el interruptor del panel que había junto a la puerta y cerró con suavidad, como si cerrase la tapa de su ataúd.
«Sam el Gordo va a pasar por Sam el Gordo», pensó.
Respiraba con dificultad pero no podía remediarlo. Se sentía agotado. Lo que necesitaba era un par de vasos de leche, pensó. No sabía si habría leche en las jarras del comedor. Pensó que tenía que estar en la cámara frigorífica, pero no podía abrir otra vez la puerta.
De pronto sintió hambre. Tenía que comer alguna cosa o volvería a sentirse mal, lo sabía. Echó a andar y rebuscó en las bandejas de comida apiladas en las paredes exteriores. Encontró medio pollo frío y se comió una pata con avidez. Aquello le hizo pensar en Sam el Gordo y en sus brazos cargados de pollos que quería freír. Pensó en él como si hubiera estado vivo, un negro alto, de ojos grandes capaces de reír. Un hombre con el que uno podía haberse sentado para comer pollo frito y hablar de la vida. Un hombre que acaso había sabido mucho de mujeres. Quizá un cachondo. A las mujeres les gustan siempre los tipos alegres, pensó.
La noción de lo que había hecho estalló en su interior como un cartucho de dinamita. No había querido matarle, pero el agujero en la cabeza lo había dejado seco. Podía haberse recuperado de no haberle disparado en la cabeza. Además, la pistola ilegal. Sabía que no tenía que hablar de aquello con nadie.
Tenía más miedo que nunca en su vida. Miedo de la ley que había jurado mantener. Miedo del tribunal que podía procesarle. Miedo de la pura y simple marcha de la justicia… Dejó de tener miedo. El muerto había sido el negro. Él estaba vivo todavía. No había razón para no seguir vivo si no perdía la cabeza. No había testigos. Y la pistola no existía.
Sus nervios se tensaron y su mente se tornó calculadora y astuta. Lo único que tenía que hacer era despejar el campo, pensó. Borrón y cuenta nueva.
Salió al comedor, desde donde podía observar el movimiento del camión de basura. Había allí dos grandes ventanales con largos asientos almohadillados debajo, donde los clientes podían sentarse en espera de un hueco en el mostrador. Pero él no iba a sentarse. Se mantuvo en las sombras, desde donde podía ver sin ser visto.
El camión había reculado y estaba colocado en ángulo con la acera mientras los dos porteros arrastraban los cubos de basura desde el ascensor. Reconoció a Luke, pero al otro no lo había visto.
El motor del camión zumbaba ruidosamente. Aquello le dio cierta sensación de seguridad. Ocurriera lo que ocurriese, el ruido no molestaría al vecindario.
El conductor estaba en la calzada, junto al camión, cogía los cubos que le iban acercando y los volcaba en el interior de la parte trasera de la caja. Cuando se llenaba esta parte, accionaba una palanca que movía hidráulicamente una plancha de acero que, a su vez, aplastaba la basura contra el fondo de la caja. Maniobraba el camión él solo, sin ayuda.
Era un hombre corpulento, fuerte, cachazudo, de unos sesenta años. Tenía el rostro oscuro y lleno de arrugas, y un pelo gris ensortijado que brotaba por debajo de una gorra grasienta. La soltura con que movía los pesados cubos hacía pensar en una fuerza inmensa.
El detective contó automáticamente los cubos; había quince en total. Para un lugar de aquel tamaño había una barbaridad de basura, pensó.
Cuando acabaron con los cubos, se ocuparon de las cajas de madera llenas de latas vacías. Pero cuando empezaron a ocuparse de las cajas de cartón, el conductor las aplastó y las puso en un compartimiento aparte.
Sin duda las vendía a alguna papelera, pensó el policía. Todo hijo de vecino tenía que recurrir a trucos para ayudarse en el trabajo.
Podía ver que los tres hombres hablaban y reían mientras trabajaban, aunque no podía oír lo que decían. Miró durante un rato al segundo mozo. Era más joven que los otros y parecía diferente, menos basto; parecía escuchar con mayor atención, aunque se reía con los otros.
Cuando terminaron de cargar, Luke entregó al conductor una caja con bocadillos. La política de la compañía estipulaba tirar a la basura los bocadillos que sobraban, pero los mozos los guardaban para dárselos al de la basura. El detective no tenía por qué saber aquello y pensó que se los estaban vendiendo. Sonrió con aquiescencia.
El conductor se instaló en su asiento, agitó una mano y se alejó. El policía suspiró aliviado; por un momento temió que le invitaran a pasar y tomar un café. Mejor que no lo hubieran hecho.
Había olvidado a Sam el Gordo, y apenas le quedaba un muy vago sentimiento de culpa. El miedo le había abandonado casi por completo. En aquellos momentos se sentía triste. Había cierta tristeza en el acto de matar a un hombre en medio de tanta comida, pensó. Más que tristeza, la palabra justa quizá fuera ironía.
Observó a los mozos mientras éstos cargaban los cubos vacíos en el ascensor. En medio del frío, el aliento de ambos parecía un par de surtidores. Vio al más joven subir al ascensor con los cubos vacíos y a Luke apretar el botón de BAJAR. Al descender el montacargas, la cabeza del mozo más joven fue desapareciendo con los cubos de basura y las pesadas puertas de acero se cerraron lentamente sobre el arco de acero que había encima del ascensor. Un segundo después, la puerta plegable se nivelaba con el suelo y Luke apartaba el dedo del botón al tiempo que tiraba del cable de la clavija.
El detective corrió hacia la despensa y abrió la puerta de la calle. Luego se puso a un lado para bloquear la retirada de Luke una vez que hubiera entrado. Su mano derecha atenazaba la pistola dentro del bolsillo de la trinchera.
Luke entrevió al detective apostado junto a la puerta en el momento en que la abría. Se detuvo en seco, súbitamente temeroso. Había hablado a Jimmy y al de la basura acerca del detective borracho que había perdido el coche. Pero no había esperado encontrárselo junto a la entrada en actitud tan amenazadora; había esperado que estuviera hablando amistosamente con Sam el Gordo y sirviéndose un poco de café y bocadillos.
—Bueno… ¿no sabía nada Sam el Gordo acerca de su coche, jefe? —preguntó con voz vacilante, manteniéndose ante la puerta abierta y sosteniendo el cable tontamente. Tenía miedo de entrar.
—No, George, no sabía nada —dijo el detective con voz extraña—. Creo que he cometido una equivocación.
Luke pensó con rapidez. La cara del detective estaba pálida y moteada de manchas rojas, pero parecía bastante sobrio. Sam le había tranquilizado, pensó Luke con alivio. Sonriendo generosamente cruzó la puerta y colgó el cable en un gancho que había al lado.
—Cosas que ocurren —dijo filosóficamente—. Por cierto, mi nombre es Luke, no George.
El detective sacó la mano del bolsillo y se la pasó por la cara.
—Sí, Luke, son cosas que ocurren —asintió—. Hasta el mejor de los policías puede cometer errores de vez en cuando.
Luke le lanzó otra mirada inquisidora. Estaba sorprendido por el cambio ocurrido en la cara de aquel hombre. No parecía el mismo de antes, pensó. Parecía triste. Sam el Gordo le había soltado citas de la Biblia, sin duda.
—Al parecer soy uno de los mejores policías, pero no sé cómo he podido cometer tal error —dijo el detective con lentitud. Parecía cansado.
—No hay por qué preocuparse —dijo Luke animosamente—. Sabía que en cuanto se tomara una buena taza de café para combatir todo el whisky que estuvo mamando, recordaría dónde aparcó el coche.
—No pienso en mi coche, sino en haber venido aquí a meterme con vosotros —confesó el detective—. Os limitabais a hacer vuestro trabajo y a ocuparos de vuestros asuntos.
Los ojos de Luke se agrandaron. Sam lo había puesto como una seda, todo un poli de ciudad y hablando como un orador en un servicio religioso, pensó.
—Venga, jefe, olvídelo —dijo—. Estamos acostumbrados a esas cosas. Los blancos cogen una merluza y lo primero que piensan es que los negros les han robado cualquier cosa. A que es usted del Sur, ¿eh?
—Eso es lo malo —dijo el policía—. Nací y me crié en Jackson Heights, en Long Island, y nunca he vivido fuera de Nueva York. Nunca he tenido nada contra la gente de color. No sé qué me hizo pensar aquello, sospechar de vosotros. Supongo que fue una casualidad.
Luke parpadeó. No sabía qué decir. Aquel hombre le hacía sentirse incómodo. No quería admitir que por ser negro se volvía sospechoso en el acto. Pero tampoco quería sulfurar al individuo, ahora que se había calmado.
—Bueno, sea como sea, es usted lo bastante caballero para admitir que estaba equivocado, cosa que la mayoría de los blancos no harían en su lugar —dijo con diplomacia. Pero a pesar de todo se sentía intranquilo; no estaba acostumbrado a que los blancos admitiesen sus errores—. Es de hombres admitir los propios errores —añadió compulsivamente, molesto consigo mismo porque le daba en la nariz que iba a tener que aguantar a aquel cabrón. Quiso proseguir su camino, pero el detective estaba colocado de tal manera que no le dejaba pasar—. Perdón —dijo por fin—, quiero ver cómo le va a Sam el Gordo.
Pero el detective no le cedió el paso.
—Mira, Luke, quiero contarte lo que me ha pasado esta noche —dijo—. Es algo que os debo. —Suspiró—. Yo estaba haciendo mi servicio, en Times Square, cuando vi que había jaleo en el Broadway Automat. Un borracho decía que una fulana le había robado. La alcancé en el momento de meterse en la Calle 47 y el hombre la identificó. Debería haberla detenido, pero estaba muy buena, así que quise aprovecharme. Le propuse que devolviera el dinero del tipo y me aguantase a mí, y que la dejaría ir. Estaba ya un poco bebido, de lo contrario no habría hecho aquello.
Volvió a pasarse la mano por la cara y Luke se lo quedó mirando con horror creciente. Había algo en la confesión del policía que le hacía sentir miedo. Acaso fuera la manera en que un blanco hablaba a un negro acerca de una blanca. No era natural que un blanco hablara a un negro de aquella forma. Pero se las arregló para sonreír e intentó que no se traslucieran sus impresiones.
El detective prosiguió su relato sin advertir nada.
—Estuvimos antes en unos cuantos bares. Luego tuve la brillante idea de dejar el coche en una calle lateral para que el teniente no lo descubriera. Subí a su antro con ella y nos cepillamos otra media botella. No supe qué ocurrió a partir de entonces. Sólo sé que de pronto me vi en la Quinta Avenida y sin poder encontrar mi coche. Ni siquiera recordaba en qué calle lo había aparcado. Quise retroceder para preguntarle a la hembra, pero no supe encontrar la casa. Ni siquiera podía recordar el aspecto exterior o la calle en que estaba. Podía haber sido en cualquiera de las calles laterales que hay entre la 39 y la 35. Ni siquiera podía recordar el nombre de la puta. Al mirar en la cartera descubrí que la individua me había birlado los últimos ciento veinticinco pavos que me quedaban.
Luke silbó admirativamente, como era lo debido. Pero deseó fervientemente que el policía no le hubiera contado aquello. No sabía por qué, pero era como cargarle con algo, una especie de responsabilidad tácita no sabía a cuento de qué. Sin embargo, conservó la nota de complicidad en la voz y dijo:
—No me extraña que estuviera cabreado con todo el mundo. Ya supuse que tenía que haberle pasado algo. Creo que yo me hubiera sentido igual. Pero le juro que ninguno de nosotros tuvo nada que ver con el robo de su coche, si es que se lo han robado.
—Lo sé —admitió el detective.
Luke intentó pasar otra vez, pero el otro parecía enormemente deseoso de no permitírselo.
—Un momento, Luke, escucha… ¿sabes una cosa? He arruinado mi profesión, la he destruido, así —dijo, y chascó los dedos.
—Venga ya, hombre, no es para tanto —dijo Luke en tono tranquilizador. Creía que tenía que tranquilizar al blanco que había sospechado de él, como si fuera una obligación; no podía dejar que se desmoronarse—. Se siente mal porque cometió una equivocación y está con resaca. Cuando se tiene resaca todo parece peor de lo que es en realidad.
—No, de verdad, todo ha terminado —afirmó el policía—. Seguiré siendo un polizonte, pero no me sentiré el mismo. Habré perdido mi amor propio. Mira, Luke, tengo treinta y dos años y estoy soltero. Un cazador de mujeres.
—Coño, jefe, todos los policías jóvenes son cazadores de mujeres —dijo Luke—. No hay nada malo en eso. Es natural, con tantas mujeres y sin pagar nada.
—Me llamo Matt Walker —dijo de pronto el detective alargando la mano—. Puedes llamarme Matt.
Luke se quedó mirando la mano tendida. De pronto se dio cuenta de que tenía la supuesta obligación de estrecharla. Se la chocó como con entusiasmo.
—Matt —dijo por ver en qué paraba aquello.
—Así es: Matt —dijo Walker—. Pero no me importa lo que puedas pensar, Luke. Me refiero a lo de las mujeres. Mi derrumbe no tiene nada que ver con las mujeres. Escucha, me gradué en el New York City College. Jugué de reserva en el equipo de baloncesto y tuve una oportunidad de convertirme en profesional. Pero tuve que servir durante dos años y cuando salí, ya estaba enmohecido. Así que entré en la policía. Pasé cinco años vistiendo uniforme, los tres últimos conduciendo un coche patrullero. Mientras tanto iba a la escuela de policía y me gradué con diploma de honor. Soy un excelente tirador de pistola. Estoy en la brigada secreta desde hace dos años, haciendo la ronda de Times Square, la gran ocasión.
De pronto, Luke perdió toda simpatía. «Gentuza —pensó—. Hatajo de cabrones con sus mil oportunidades».
—Lo que le hace falta es un poco del pollo frito de Sam el Gordo —dijo con entusiasmo forzado.
—Pollo frito —repitió Walker extrañamente.
«Se comporta como un enfermo —pensó Luke—. Como un hombre en su lecho de muerte». Pero siguió pareciendo alegre y dijo:
—Sí, señor, un pollo frito es lo que más le conviene en este momento. Además, tendrá todo el que quiera. Claro, siempre que no le importe comerlo abajo con nosotros. No es que nos opongamos a que se lo coma en el comedor, pero la compañía no nos permite que regalemos comida a nadie. Y a veces pasa el gerente con su coche y mira por las ventanas a ver lo que hacemos.
Aquella información sobresaltó ligeramente a Walker, que se limitó a decir:
—En realidad no tengo hambre, Luke.
—No habrá problemas —insistió Luke. Por fin se decidió a franquearla barrera que constituía el detective—. Voy a decírselo a Sam el Gordo —dijo al tiempo que atravesaba la despensa camino de la puerta del comedor.
—Yo no iría a molestarle por eso —dijo Walker con voz extraña.
Pero Luke no le prestaba atención. Abrió la puerta que comunicaba con el comedor y llamó:
—¡Sam el Gordo! ¡Eh, gordo Sam!
El comedor estaba oscuro y vacío. Sam el Gordo no estaba en la plancha friendo pollo. Luke se volvió y miró con sorpresa a Walker.
—Habrá terminado y se lo habrá llevado abajo —dijo sin convicción, pero pensaba que era extraño que el detective no se lo hubiera mencionado.
—Está en la cámara frigorífica —dijo Walker.
Luke echó una ojeada al interruptor que había junto a la puerta. Las luces estaban apagadas.
—¿Qué hará ahí dentro con las luces apagadas? —preguntó con suspicacia—. No lo entiendo.
La faz del detective se desfiguró en una tortuosa mueca que quería ser una sonrisa.
—Entra y mira —dijo.
El sexto sentido alertó a Luke contra el acto de abrir la puerta. Observó disimuladamente al policía, pensando que había algo muy extraño en su forma de hablar y de mirar. Le daba escalofríos.
—Vamos —dijo el detective.
Luke se vio asaltado de pronto por un presentimiento aterrador. Pero no pudo hacer nada por evitarlo. Era como un pájaro encandilado por una serpiente. Como gobernado por el pensamiento del blanco, encendió las luces.
—Abre la puerta —dijo el policía.
Luke no quería hacerlo. Quiso decirle al blanco que la abriera él. Pero un vistazo a los opacos e hipnotizadores ojos del policía hizo que su deseo se alejara como agua que corre. Con temor infinito abrió la puerta muy despacio y miró dentro con ojos deslumbrados. Vio el cuerpo de Sam el Gordo retorcido entre las cajas de lechuga y una lata de salsa picante.
—¡Se encuentra mal! —exclamó, corriendo hacia Sam el Gordo para prestarle ayuda. Resbaló en el vómito que no había advertido y lo miró atentamente—. Está enfermo —dijo—. Ha tenido que desmayarse. —Arrodillándose junto a Sam el Gordo, le cogió por el brazo y preguntó—: ¿Te encuentras mal, Sam? ¿Te sientes…? —Vio la sangre que rezumaba de la salsa que cubría la nuca de Sam el Gordo y la voz se le quebró en la garganta. Por fin brotó la voz como un susurro—: Le han pegado un tiro.
Sabía que el policía estaba a sus espaldas, observándole. Sabía que el policía había disparado a Sam el Gordo en la nuca y que aquélla era la razón de su extraña conducta. Quiso volverse y acusar al detective. Pero no pudo moverse.
—¿Verdad que no crees que haya podido matarle accidentalmente? —preguntó el policía a sus espaldas.
Luke volvió a mirar la herida de bala en la nuca de Sam y supo que aquello no podía haber sido un accidente.
Pero dijo:
—Claro que sí —con voz débil, desmayada, y a continuación probó a repetirlo de manera más firme y convincente—: Claro que sí. —Pero no le pareció suficientemente persuasivo y añadió en tono más alto—: Usted le apuntaba con la pistola, como hizo conmigo allí fuera, y se le fue la mano sin querer. Sí, señor cualquiera podría comprenderlo.
—No, no te lo crees —dijo pesaroso el policía—. Nadie lo creería. Un hombre de color muerto a tiros a quemarropa por un polizonte blanco en estado de embriaguez. ¿Quién creería que fue un accidente? Nadie.
—Yo, jefe, yo le creo —dijo Luke con voz que parecía una plegaria.
—Nadie —contradijo Walker—. Ni el juez ni el jurado ni la gente ni nadie. Imagínatelo: yo diciendo en la audiencia que fue un accidente… ninguno de los que pueblan este valle de lágrimas lo creería. Si esto fuera Mississippi, quizá me dejaran libre aunque no me creyeran. Pero estamos en Nueva York y aquí me enviarán a la silla eléctrica.
—No lo harán, jefe —dijo Luke con la misma voz de oración—. Yo diré que fue un accidente. Diré que lo he visto todo. Diré que Sam el Gordo saltó sobre usted y que usted tuvo que disparar para defenderse. Diré que llevaba un trinchante… —su voz se perdió en lo inútil—. Pero le juro por Dios que le creo —susurró.
—Qué vergüenza —dijo el policía.
Lentamente, como manipulado por cordeles invisibles, la cabeza de Luke fue girando hasta encarar el umbral. Pero las lágrimas anegaban sus ojos, emborronando la visión del detective que estaba allí plantado y apuntándole con la pistola. No pudo decir si el arma tenía silenciador porque todo cuanto pudo ver fue el agujero del cañón.
Supo lo que iba a brotar de aquel agujerito redondo y que nada podía hacer por impedirlo.
Le alcanzó exactamente entre los ojos.