CAPÍTULO DOS

La despensa tenía paredes blancas esmaltadas y un suelo de ladrillo rojo. Todo el espacio disponible estaba ocupado por lo más moderno en equipos para mover las mercancías con la máxima velocidad y mínimo esfuerzo, pero dispuesto todo con tanta pericia que había amplios pasillos desde el exterior y el sótano hasta el comedor.

Estantes de artículos de vidrio y cubiertos, hasta de una altura de dos metros, aparecían sobre plataformas rodantes. Bandejas de aluminio empotradas las unas en las otras, vacías a la sazón para ser devueltas y sobre las que todas las mañanas llegaban los artículos recién hechos de la «fábrica», se encontraban apiladas hasta una altura de más de metro y medio. Grandes bandejas metálicas llenas de cubertería recién limpia se encontraban apiladas junto al lavavajillas. Todo estaba impecablemente limpio y listo para el rápido servicio que comenzaría con el desayuno.

Todo lo inundaba una atmósfera de orden esterilizado como en un hospital. Era tan típico de las tiendas y oficinas de Nueva York después de la limpieza nocturna que el detective experimentó una sensación definida de duda mientras andaba en silencio sobre el suelo de ladrillo rojo, camino de la cámara frigorífica.

Se detuvo un momento bajo la luz roja situada encima de la puerta cerrada y que indicaba que había alguien dentro. Sentía con tanta fuerza la sensación de estar cometiendo un error que se preguntó si no sería mejor dar media vuelta y marcharse. Pero decidió asustar a los negros de todos modos. Les haría bien. Si eran inocentes, les serviría para seguir siéndolo. Tiró de la puerta.

El negro gordo vestía el uniforme azul descolorido y sostenía entre sus brazos unos cuantos pollos para freír; se llevó tal susto que un pollo saltó de sus brazos como si estuviera vivo. Sus ojos se agrandaron. Pero en seguida se recuperó y dijo con voz malhumorada:

—Por Dios, hombre blanco, no me des estos sustos.

—¿Qué es lo que temes? —preguntó el policía acusadoramente.

—Es la fuerza de la costumbre —dijo Sam el Gordo, sonriendo como un bendito—. Siempre me sobresalto cuando alguien me da un susto mientras estoy cogiendo pollos.

—Eres un jodido embustero —acusó el detective—. Te has asustado porque te sientes culpable.

Sam el Gordo se irguió y recuperó su dignidad.

—¿Culpable de qué? ¿Quién coño es usted que entra aquí acusándome de no sé qué?

—Tú estabas fregando la acera de la Calle 37 —dijo el policía—. Pudiste ver todo lo que ocurría en la calle.

—¿Adónde quiere ir a parar? —preguntó Sam el Gordo, mientras recogía el pollo caído—. También pude ver todo lo que ocurría dentro. ¿Acaso es usted uno de los espías de la compañía?

Con parsimonia y deliberación, el detective le enseñó la placa, buscando con la mirada algún síntoma de culpabilidad en el rostro de Sam.

Pero Sam el Gordo no pareció impresionarse.

—Ah, vamos, uno de ellos. ¿Qué quiere de mí? ¿Cree que le estoy robando a la casa?

—Mientras tú trabajabas en la acera robaron un coche en la otra parte de la calle —dijo el detective, con voz intimidadora.

Sam el Gordo se echó a reír burlonamente.

—¿Y usted cree que yo robé el coche? ¿Y que lo he ocultado en la cámara frigorífica? —miró al detective compasivamente—. Entre y eche una ojeada, míster Holmes. No encontrará más que artículos en mal estado: carne, leche, zumos, huevos, lechugas, tomates, latas de sopa, sobras… y yo: todo en mal estado. Pero no automóviles, míster Holmes. Ha abusado usted de su lupa. Usted no busca coches, usted busca cucarachas. ¡Ja, ja, ja!

Por un momento pareció como si el detective hubiera tragado un poco de aceite de ricino.

—Vas a compartir esa risa con los fiambres del depósito de cadáveres —dijo, malhumorado.

—Joder, ¿no es divertido que venga usted a buscar aquí un automóvil? —dijo Sam el Gordo.

—Te diré lo que hiciste —dijo el detective, con voz insegura y confusa—. Tú volviste aquí después de estar en la fachada y utilizaste el teléfono que hay junto a la puerta. Tu compañero estaba trabajando y no se dio cuenta. —Sus ojos habían enfocado correctamente a Sam el Gordo y en ellos había una expresión de peligro—. Llamaste a un ratero de Harlem y le dijiste que viniera y se lo llevara. Eso es lo que pasó, ¿no, listillo?

Sam el Gordo estaba tan asombrado que no pudo proferir palabra. El muy chiflado se lo tenía pensado y todo, se dijo.

—¿Cómo se llama? —preguntó el detective de repente.

Y de repente se dio cuenta Sam el Gordo de que aquel hombre hablaba en serio. Sintió que un sudor frío le corría por el cráneo, bajo el corto pelo ensortijado.

—No conozco a ningún ladrón de coches, ni en Harlem ni en ninguna parte —dijo con dignidad.

—Tú saliste a la parte de los mostradores con el cuento de que ibas a fregar para vigilar tanto la Quinta Avenida como la Calle 37 y hacer una seña si veías un coche de la policía —machaconeó el detective como si quisiera obtener una confesión del otro.

Sam el Gordo observó detenidamente el rostro del policía. En sus altos pómulos ardían brillantes manchas rojizas y el mechón de pelo que le colgaba parecía un cuerno retorcido. No pudo ver si el blanco tenía los ojos azules o grises; estaban manchados por un tinte rojizo y brillaban como carbones encendidos. Se le ocurrió entonces que los blancos se lo tragaban todo, por imposible que fuera, en lo referente a los negros.

Dijo con voz llena de cautela:

—Tómeselo con calma, jefe. Deje que le prepare una buena taza de café. Se tomará usted un buen café caliente y afrontará mejor la situación. Entonces dejará de creer en sus primeras sospechas porque se dará cuenta de que yo no he podido tener ninguna relación con el robo de un coche.

—Y una mierda no has podido —acusó el detective de manera empecinada y absurda.

Él y Sam el Gordo eran más o menos de la misma estatura, un poco por encima del metro ochenta, y su mirada envolvió al negro con malevolencia diabólica.

—Pongo a Dios por testigo —comenzó con elocuencia Sam el Gordo, atajándole en seco el detective.

—No te me lo montes a lo Tío Sam. Apostaría a que has sido cura.

Aquello tocó en lo más vivo a Sam el Gordo.

—¿Y qué pasa si he sido cura? —dijo desafiante— ¿Cree usted que he sido portero toda la vida?

—Un cura robapollos como tú es lo que necesita un ladrón de coches para que vigile —dijo bruscamente el policía.

—El hecho de haber sido cura no quiere decir que tenga que robar pollos o coches —replicó Sam el Gordo en son de pelea.

—¿Qué llevas en las manos? —preguntó el detective en tono sagaz.

—Pollos —admitió Sam el Gordo—. Pero no los estoy robando —negó—. Los estoy cogiendo. Hay cierta diferencia entre robar y coger. Estamos autorizados a coger lo que queramos para comer. Y cojo éstos para pasarlos por la parrilla. ¿De acuerdo?

El detective metió la mano bajo el abrigo y sacó su revólver reglamentario. Con deliberada lentitud apuntó al estómago de Sam el Gordo.

—Será mejor que me digas quién me robó el coche o no volverás a comer pollo frito nunca más —amenazó.

Sam el Gordo sintió un retortijón en el intestino.

—Mire, jefe, pongo a Dios por testigo de que soy tan inocente como un niño —dijo en el tono que suele emplearse con los perros enfermos—. Ha estado usted bebiendo y es natural que se cabree porque hayan robado un coche estando de servicio. Pero es algo que ocurre con frecuencia. Lo que pasa es que se lo está tomando como un asunto personal.

—Es un asunto personal —dijo el detective sin asomo de duda en la voz—. Se trata de mi coche.

—Oh, no —exclamó Sam el Gordo. Quiso contener la risa pero no pudo—. ¡Ja, ja, ja! —su boca se abrió al máximo, enseñando toda la dentadura, y su barriga se estremeció—. ¡Ja, ja, ja! Helo aquí, un detective como Sherlock Holmes, orgullo de la policía neoyorquina, tan orgulloso de sus triunfos que deja que un gamberro cualquiera le robe el coche. ¡Ja, ja, ja! Entonces se pone a buscar y acusa al primer negro que encuentra. ¡Ja, ja, ja! Encuentre a un negro y tendrá a un ladrón. Esas mierdas, jefe, ya han pasado de moda. Ahora hay que ir más despacio, jefe. Si no, se cubrirá usted de ridículo. ¡Ja, ja, ja!

La risa de Sam el Gordo imponía. Hirió al blanco en lo más vivo. Se quedó mirando los grandes dientes amarillos de Sam el Gordo y empezó a sentir la rabia de la frustración. En vez de asustar a los negros, éstos se reían de él.

—Pues cuando encuentre a quien me robó el coche también él pasará de moda —amenazó—. De moda, de vista y hasta de vivir. Y si has tenido que ver algo en el asunto, te juro que desearás no haber nacido.

Sam el Gordo sintió ganas de decirle al blanco que no le asustaban sus amenazas, pero no parecía momento oportuno para decirle nada al blanco. El detective había vuelto a caer en algo parecido a un trance de maníaco y sus hombros se alzaron como si hicieran algún esfuerzo.

—Domínese, jefe —dijo Sam el Gordo con nerviosismo—. Ya encontrará el coche. No es para tanto.

Poco a poco, el policía volvió a enfundar el revólver. Sam el Gordo suspiró aliviado; pero el alivio duró poco, porque el detective sacó otro revólver del bolsillo del abrigo. Sam el Gordo sintió un nudo en la garganta; se le había estrechado y no podía tragar. Brotó sudor ardiente bajo el sudor frío de su cuerpo, y sintió picazón. Pero tuvo miedo de rascarse. Miró al detective con los ojos bien abiertos.

—Échale una ojeada —dijo el detective, moviendo la pistola ante él.

Era un revólver del calibre 32 con silenciador adosado. A Sam el Gordo le pareció tan grande como un Colt de película.

—Perteneció a un gángster muerto —prosiguió el detective con su extraña voz, carente de emociones—. El número de serie ha sido limado. El informe balístico está en el archivo de personas desaparecidas. Esta pistola no existe. Puedo mataros a ti y al hijo de puta que te ayudó a robarme el coche y luego salir a la calle y tomarme un trago tranquilamente. Nadie podrá demostrar nunca quién lo hizo, porque el arma no se encontrará jamás. Este arma no existe. ¿Te das cuenta, Sambo?

De las manos temblorosas de Sam el Gordo se deslizó un pollo. Su negra piel reluciente comenzó a volverse grisácea.

—¿Qué es lo que va a hacer, jefe? —preguntó en un susurro lleno de pavor.

—Espera y lo verás. Primero tumbaré al bastardo —le acometió una especie de frenesí y dio unos saltos para demostrar cómo iba a hacerlo—. Luego le daré en la boca, le romperé la mandíbula y le patearé los ojos… —Sam el Gordo contemplaba lleno de terror las exhibiciones de aquel loco—… y luego le patearé los cojones hasta dejarlo tieso como a un perro. —Hablaba con los dientes apretados mientras daba saltos. Un leve hilo de saliva se había acumulado en las comisuras de la boca.

Sam el Gordo nunca había visto a un blanco enloquecer de aquella forma. Nunca se había percatado de que la presencia de un negro pudiera volver majara a un blanco. Nunca lo hubiera creído. Por un momento había creído que todo aquello iba a suceder. Pero en aquellos momentos se desmoronó ante aquella violencia porque estaba aterrado como si estuviera ante el mismísimo diablo, en el que nunca había creído.

—Y luego dispararé al muy hijo de puta hasta que se le salgan las tripas —rugió el detective con voz que amenazaba muerte.

Uno tras otro, sonaron tres disparos seguidos como bufidos de motor frío.

Los ojos de Sam el Gordo se agrandaron de sorpresa.

—Ha disparado —dijo con voz llena de incredulidad.

Los pollos fueron cayendo uno por uno de sus dedos rígidos.

El detective bajó los ojos y contempló la pistola que tenía en la mano. Una finísima hebra de humo brotaba del silenciador y un olor a cordita comenzó a sentirse en aquella estancia helada.

—¡Jesucristo! —susurró con horror.

Sam el Gordo se sujetó a las asas de la pila de bandejas para no caer. Podía sentir en sus intestinos los cuerpos punzantes que le taladraban.

—¡Santo cielo! —susurró.

Cayó hacia delante, arrastrando consigo las bandejas de la estancia. Sobre su cabeza rizada cayó salsa de pavo hecha tres días atrás, espesa y helada, y él se dobló como un feto entre una lata de veinticinco litros de salsa picante y tres cajas de madera con lechugas congeladas.

—Por Dios, tenga compasión —se quejó con voz que apenas podía oírse—. Llame una ambulancia, jefe, me ha disparado usted porque sí.

—Demasiado tarde —dijo el detective con voz repentinamente sobria y fría como una piedra.

—No es demasiado tarde —suplicó Sam el Gordo en un susurro desmayado—. Déme una oportunidad.

—Ha sido un accidente —dijo el detective—. Pero nadie lo creería.

—Yo lo creo —dijo Sam el Gordo como si aquélla fuera su última oportunidad, pero su voz no contuvo ningún sonido.

El detective volvió a alzar la pistola, apuntó a la cabeza cubierta de salsa y apretó el gatillo.

Al gruñir el arma, el cuerpo de Sam el Gordo sufrió una ligera convulsión y se relajó.

El detective se dobló de pronto sobre sí mismo y vomitó en el suelo.