CAPÍTULO UNO

Era el veintiocho de diciembre y aún no estaba sobrio. En realidad estaba más borracho que nunca.

Un viento helado y cortante soplaba Quinta Avenida abajo, sacudiendo su trinchera abierta y congelándole las costillas. Pero no se le ocurrió abrochársela. Estaba demasiado borracho para preocuparse.

Anduvo tambaleándose hacia la Calle 37 de cara al viento, echando pestes. Su rostro magro, de ave de rapiña, se había vuelto rojizo ante la furia del viento helado. Sus claros ojos azules parecían espantosamente animados. Formaban una imagen terrible, insultando al vacío.

Cuando llegó a la Calle 37 tuvo la sensación de que algo había cambiado desde la última vez que pasara por allí. No podía recordar cuánto tiempo había transcurrido desde entonces. Consultó su reloj para ver si la hora le proporcionaba una pista. Eran las cuatro y treinta y ocho minutos de la mañana. «Por eso está la calle tan vacía», pensó. Todo quisque con sentido común estaba en la cama, bien arrimado a una buena tía.

Vio que habían apagado las luces del pequeño restaurante Schmidt & Schindler de la esquina, donde habían estado los mozos cuando pasó por allí la vez anterior, cuando quiera que esto hubiera ocurrido. Recordaba con claridad que las luces de la parte superior habían estado encendidas para que los mozos pudieran trabajar. Y en aquel momento estaban apagadas.

Sospechó en el acto. Intentó abrir las puertas de cristal colocadas diagonalmente respecto de la esquina. Pero estaban cerradas. Aplastó la cara contra la ventana de la fachada. La luz del árbol de Navidad de Lord & Taylor se reflejaba en los objetos de acero inoxidable y los mostradores de plástico. Su mirada inquisidora se deslizó por entre las brillantes cafeteras, las soperas, las parrillas, las tostadoras, los recipientes para leche y zumo de frutas, los departamentos refrigerados y también por el suelo de linóleo que corría de ambos lados del mostrador. Pero no encontró el menor signo de vida.

Golpeó la puerta y zarandeó el tirador.

—¡Abrid esta jodida puerta! —gritó.

No apareció nadie.

Dio la vuelta a la esquina y se encaminó a la puerta de servicio en la Calle 37.

Vio al negro en el mismo momento en que el negro le vio a él. Llevaba un pajizo guardapolvo de algodón encima de un uniforme de algodón azul, blancos guantes de trabajo y un sombrero de fieltro oscuro. Y un objeto en la mano.

Se dio cuenta inmediatamente de que era un empleado. Pero al ver que era negro pensó que no había perdido su coche, sino que se lo habían robado. No hubiera podido decir por qué, pero estaba completamente seguro de ello.

Metió la mano derecha bajo la trinchera y se adelantó tambaleándose.

La reacción del negro fue igual de rápida, pero distinta. Al ver al blanco borracho que se le acercaba naciendo eses, pensó automáticamente: «Ya tenemos el lío armado. Cada vez que voy a sacar la basura tiene que aparecer un cabrón blanco con ganas de follón».

Estaba solo. El otro mozo, Jimmy, que le ayudaba a sacar la basura, estaba en el sótano apilando los cubos en el montacargas. Y el tercer mozo, Sam el Gordo, estaría en la despensa, rebuscando en el frigorífico para conseguir un poco de pollo que freír para el desayuno. Desde allí, con el teléfono desconectado, no podría oír ninguna llamada de auxilio. Y no estaba seguro de que la oyera Jimmy desde el sótano. Y el blanco cabrón que ya estaba haciendo ademán de empuñar una pistola, como un sheriff de Alabama. Para cuando acudiera alguien en su ayuda podía estar ya bien frito.

Se enroscó en la muñeca el grueso cable de alambre conectado a la metálica caja de interruptores a modo de arma con que defenderse. «Si el cabrón me apunta con una pistola le voy a hacer papilla la cabeza», pensó.

Pero sus pensamientos cambiaron al instante. «Es la tercera vez que un blanco cabrón me saca una pistola en este sitio —se dijo en aquella segunda ráfaga mental—. Voy a dejar este empleo, si es que nada ocurre ahora, y me voy a poner a buscar otro en que haya mucha gente; tan cierto como que me llamo Luke Williams».

Porque aquel blanco parecía peligroso. No era como esos otros blancos borrachos que se contentan con una camorra tibia. Aquel blanco tenía pinta de canalla. Era de los que dispararían sobre un negro sólo por diversión. El sombrero de ala caída echado inestablemente hacia atrás y el pelo rubio caído a mechones sobre la frente. Incluso a cierta distancia pudo ver Luke que tenía el rostro encendido y que en sus ojos brillaba una mirada perdida de maníaco.

El blanco caminó tambaleándose hasta quedar a dos pasos del otro y se quedó abierto de piernas, balanceándose atrás y adelante. Su mano seguía metida bajo la trinchera. No dijo nada. Se limitó a mirar a Luke con aquella mirada desenfocada. De su boca entreabierta brotaba un tufo a whisky.

Luke empezó a sudar aunque no llevaba más que un guardapolvo de algodón. Después de trabajar veinte años en el turno de noche, había aprendido que a esas horas y en los barrios bajos, a un hombre de color podía pasarle cualquier cosa.

—Mire, amigo, no quiero líos —dijo con voz apaciguadora.

—¡No te muevas! —soltó el blanco con voz espesa—. Un solo movimiento y eres hombre muerto.

—No pensaba moverme —dijo Luke.

—¿Qué llevas en la mano?

—Sólo la llave de mando del montacargas —dijo Luke, con nerviosismo.

El blanco sacó parsimoniosamente un revólver de debajo de la gabardina y apuntó al estómago de Luke. Era un 38 especial de reglamento de la policía.

La voz de Luke sonó desesperada:

—La saqué para manipular el ascensor que sube la basura. No es más que un interruptor de seguridad.

El blanco lanzó una rápida mirada a las plegadas puertas metálicas sobre las que se encontraba. Luke hizo un ligero movimiento hacia la clavija de la pared. El blanco alzó la mirada y descubrió el gesto.

—¡No te muevas! —repitió en son de amenaza.

Luke se quedó de piedra, temeroso hasta de parpadear.

—¡Suelta eso! —ordenó el blanco.

Un escalofrío recorrió el espinazo de Luke. Con precaución infinita desanudó el cable de su muñeca y dejó caer el interruptor junto a la puerta de hierro. El chasquido metálico hizo vibrar sus nervios.

—Debería freírte a tiros, ladrón hijo de puta —dijo el blanco, con voz amenazadora.

Luke había visto a un mozo nocturno muerto a tiros por un asaltante. Le pegaron tres balazos en el vientre. Recordó cómo se había cogido las tripas con ambas manos y se había doblado como atacado por un retortijón repentino. Gotas de sudor se deslizaron por el rabillo de sus ojos. Sintió que se le doblaban las rodillas y sus piernas se pusieron a temblar como si ya le hubieran disparado.

—No llevo dinero encima, señor, se lo juro —su voz pasó a un tono de súplica—. Ni hay nada en el almacén. Cuando esto se cierra, a las nueve, se llevan…

—Cierra el pico, hijo de puta —le atajó el blanco—. Sabes bien de qué te estoy hablando. Estuviste aquí hace una hora con el pretexto del interruptor y vigilaste mientras tu compinche me robaba el coche.

—¿Robarle el coche? —exclamó Luke, asombrado—. De ningún modo, señor, usted se confunde.

—¿Dónde está la basura, entonces?

Luke se dio cuenta de pronto de que el hombre hablaba en serio. Eligió sus palabras con mucho cuidado.

—Mi compañero está abajo, apilando los cubos en el ascensor. Cuando lo haya cargado, me avisará para que lo suba. Entonces conecto el cable y acciono el interruptor. Y nadie sale perjudicado.

—Mientes, tú estuviste aquí antes.

—Que no, señor, se lo juro por Dios. Es la primera vez que salgo aquí esta noche. Ni siquiera he visto su coche.

—Sé muy bien cómo sois los empleados nocturnos —dijo el blanco con repugnancia—. Un puñado de chivatos y espías al servicio de los rateros de Harlem, nada más.

—Por favor, señor, escúcheme un momento. ¿Por qué no llama a la policía y dice que le han robado el coche? —suplicó Luke—. Allí le dirán que os mozos de aquí somos todos honrados.

El blanco metió la mano en el bolsillo izquierdo del pantalón y sacó una carterita de cuero forrada de terciopelo que contenía la chapa de detective.

—Mírala bien —dijo—. Yo soy la policía.

—Oh, no —gruñó Luke, quejumbrosamente—. Mire, jefe, puede que aparcara usted el coche en la Calle 35, o en la 39. Van en la misma dirección que ésta. Es fácil confundirse.

—Sé muy bien dónde dejé mi coche: justo ahí enfrente. Y tú sabes dónde está —acusó el policía.

—Jefe, escúcheme, tal vez Sam el Gordo sepa lo que ha pasado —dijo Luke, desesperadamente—. Sam el Gordo es el encargado de la limpieza —imaginaba que Sam el Gordo podría entenderse mejor que él con un poli borracho. Sam el Gordo tenía un toque a lo Tío Tom y los blancos que desconfiaban de un negro enjuto como él siempre acababan convencidos de la honradez de Sam el Gordo—. Está fregando el suelo en la otra parte y puede que haya visto algo —de cualquier modo, en cuanto entrara el pasmarote y Sam el Gordo le preparase un buen café, acaso se calmase un tanto.

—¿Dónde está ese Sam el Gordo? —preguntó el detective, con suspicacia.

—En la cámara frigorífica —dijo Luke—. Entrando por esta puerta, al otro lado de la despensa. Puede que la puerta esté cerrada, la del refrigerador, pero él está dentro.

El detective le lanzó una mirada turbia. Conocía la expresión de Harlem. «Pasar por Sam el Gordo» significaba pasar por la funeraria, pero el negro parecía demasiado asustado para hacer chistes. De modo que se limitó a decir:

—Mejor será que sepa algo.