PASEO ESPACIAL

En mis funciones oficiales de ayudante del attaché cultural, pero en misión extraoficial, asistí a la inauguración de la exposición de Warhol en la Neue Nationalgallerie. En el interior del prestigioso edificio de Mies van der Rohe, pasé frente a los célebres rostros serigrafiados del famoso artista pop. La Neue Nationalgallerie sería un museo maravilloso de no ser por una cosa: no hay sitio para colgar los cuadros. No me importó mucho. Contemplé Berlín por las cristaleras y me sentí como un estúpido. ¿Acaso creía que iba a haber artistas en la inauguración de una exposición? Sólo había mecenas, periodistas, críticos y personajes de la alta sociedad.

Tras coger una copa de vino a un camarero que pasaba, me senté en una de las butacas de cuero y cromo que flanquean el perímetro. Las butacas también son de Mies. En todas partes se ven imitaciones, pero éstas son originales, ya muy desgastadas, el cuero negro amarilleando en las esquinas. Encendí un puro y me dediqué a fumar, procurando sentirme más a gusto.

La gente charlaba, circulando entre los Mao y las Marilyn. Los altos techos enturbiaban la acústica. Hombres delgados con el cráneo rasurado cruzaban la estancia a toda prisa. Mujeres de cabellos grises envueltas en chales de tejidos naturales mostraban las amarillentas dentaduras. Por las ventanas, se veía la Staatsbibliotek, enfrente. La nueva Potsdamer Platz parecía un paseo de Vancouver. A lo lejos, los focos de las obras de construcción iluminaban el esqueleto de las grúas. El denso tráfico avanzaba despacio por la calle de abajo. Di una calada al puro, entornando los ojos, y alcancé a ver mi reflejo en el cristal.

Ya he dicho que tengo aspecto de mosquetero. Pero también tiendo a parecerme (sobre todo en espejos, a altas horas de la noche) a un fauno. Las cejas arqueadas, la sonrisa maliciosa, cierto ardor en la mirada. El puro que me sobresalía entre los dientes no arreglaba las cosas.

Me dieron unas palmaditas en la espalda.

—Se nota que los puros están de moda, ¿eh? —dijo una voz femenina.

En el cristal oscuro de Mies reconocí a Julie Kikuchi.

—Oye, que estamos en Europa —repuse, sonriendo—. Aquí los puros no son un capricho pasajero.

—Yo fumaba puros en la universidad.

—¿Ah, sí? —la desafié—. Fúmate uno, entonces.

Se sentó en una butaca junto a la mía y extendió la mano. Me saqué otro puro de la chaqueta y se lo tendí, junto al cortapuros y las cerillas. Julie se llevó el puro a la nariz y lo olisqueó. Le dio vueltas entre los dedos, para comprobar el grado de humedad. Cortando una punta, se lo puso en los labios, encendió una cerilla y la aplicó al otro extremo, dando caladas consecutivas.

—Mies van der Rohe fumaba puros —declaré, a modo de promoción.

—¿Has visto alguna foto de Mies van der Rohe? —preguntó Julie.

—Comprendido el mensaje.

Sentados uno al lado del otro, sin hablar, nos limitamos a fumar, de cara al interior del museo. Julie movía sincopadamente la rodilla. Al cabo del rato me volví para mirarla de frente. Ella volvió la cabeza hacia mí.

—Buen puro —observó.

Me incliné hacia ella. Julie se inclinó hacia mí. Nuestros rostros se aproximaron el uno al otro hasta que nuestras frentes casi estuvieron en contacto. Nos quedamos así diez o quince segundos. Luego dije:

—Deja que te explique por qué no te he llamado. —Respiré hondo y empecé—: Hay algo que tienes que saber sobre mí.

Mi relato empezó en 1922, cuando había inquietud sobre el flujo de petróleo. En 1975, cuando mi historia concluye, las menguantes reservas de petróleo preocupaban nuevamente al mundo. Dos años antes, la Organización de Países Exportadores de Petróleo había puesto en marcha un embargo. En Estados Unidos hubo apagones parciales y largas colas en las gasolineras. El presidente anunció que no se iluminaría el árbol de Navidad de la Casa Blanca, y nació el depósito de gasolina con cerradura.

En aquellos días, la escasez pesaba en la mente de todos. Se instauró una recesión económica. De un extremo a otro de la nación, las familias cenaban a oscuras, como antaño nosotros en Seminole, a la luz de una sola bombilla. Mi padre, sin embargo, no hacía mucho caso de la política conservacionista. Milton estaba muy lejos de aquellos días en que contaba los kilowatios. Y así, la noche que salió a pagar mi rescate, iba al volante de un enorme Cadillac que consumía ingentes cantidades de gasolina.

El último Cadillac de mi padre: un Eldorado de 1975. Pintado de un azul tan oscuro que parecía negro, tenía una gran semejanza con el coche de Batman. Milton había echado el seguro a todas las puertas. Eran las dos de la mañana pasadas. Las calles de aquella barriada del río estaban llenas de baches, el bordillo de la acera taponado con basura y hierbajos. Los potentes faros alumbraban regueros de cristales rotos en la calzada, así como clavos, esquirlas de metal, tapacubos viejos, latas, un aplastado par de calzoncillos. Bajo un paso elevado había un coche desmantelado, el parabrisas hecho añicos, despojado de todos los embellecedores, sin neumáticos ni motor. Milton pisó el acelerador sin pensar en la escasez de petróleo y de otras muchas cosas también. Había, por ejemplo, escasa esperanza en Middlesex, donde su mujer ya no sentía estímulos en el ombligo espiritual. Había insuficiente comida en el frigorífico, falta de provisiones en los armarios de la cocina, y de camisas planchadas y calcetines en su cómoda. Había carencia de invitaciones sociales y llamadas de teléfono, pues a los amigos de mis padres les daba miedo llamar a una casa que existía en un limbo entre la esperanza y el luto. Contra la presión de todas esas limitaciones, Milton anegaba el motor del Eldorado, y cuando eso no bastaba, abría el maletín que llevaba sobre el asiento del pasajero y, a la luz del salpicadero, contemplaba los veinticinco mil dólares en fajos que había en su interior.

Cuando Milton se levantó sigilosamente de la cama una hora antes, mi madre estaba despierta. Tumbada de espaldas, le oyó vestirse en la oscuridad. No le preguntó por qué se levantaba en plena noche. En otro tiempo lo habría hecho, pero ya no. A raíz de mi desaparición, sus hábitos cotidianos se habían desmoronado. Milton y Tessie se encontraban muchas veces en la cocina a las cuatro de la mañana, bebiendo café. Sólo se preocupó cuando oyó cerrarse la puerta principal. A continuación, el coche de Milton arrancó y se alejó marcha atrás por el camino de entrada. Tessie escuchó hasta que el ruido del motor se fue apagando poco a poco. «A lo mejor se va para siempre», pensó. A la lista de desapariciones, encabezada por la hija fugitiva, añadió ahora otra posibilidad: padre fugitivo.

Milton no había dicho a Tessie adónde iba por una serie de razones. La primera, porque temía que se lo impidiera. Le diría que llamase a la policía, y él no quería hacer eso. El secuestrador le había dicho que no mezclara a las autoridades. Además, Milton estaba harto de la poli y de su falta de interés. El único modo de hacer algo era intervenir personalmente. Y, encima de todo eso, aquel asunto podía ser una pérdida de tiempo. Si se lo decía a Tessie, no haría sino preocuparla aún más. Ella llamaría a Zoë, y luego tendría que oír también a su hermana. En resumen, Milton estaba haciendo lo que siempre hacía a la hora de tomar decisiones importantes. Como la vez en que se alistó en la Marina o cuando nos trasladó a Grosse Pointe, Milton hizo lo que le dio la gana, convencido de que él sabía lo que era más conveniente.

Después de la última llamada misteriosa, Milton estuvo a la espera de otra. Que llegó el domingo siguiente por la mañana.

—¿Diga?

—Buenos días, Milton.

—Oiga usted, quienquiera que sea. Quiero que me explique unas cuantas cosas.

—No te llamo para que me digas lo que quieres, Milton. Lo importante es lo que yo quiero.

—Yo quiero a mi hija. ¿Dónde está?

—Aquí, conmigo.

Seguía oyéndose una música, o unos cánticos, de fondo. Le recordaba a Milton algo de hacía mucho tiempo.

—¿Cómo sé que la tiene usted?

—¿Por qué no me haces una pregunta? Ella me ha contado muchas cosas de su familia. Un montón de cosas.

La rabia que invadió a Milton en ese momento era casi insoportable. Apenas pudo contenerse para no aplastar el teléfono contra el escritorio. Al mismo tiempo, pensaba, calculaba.

—¿Cómo se llama el pueblo de donde eran sus abuelos?

—Un momento. —Cubrieron el teléfono y, luego, la voz dijo—: Bitinio.

Milton sintió que se le doblaban las piernas. Se sentó frente al escritorio.

—¿Me crees ahora, Milton?

—Una vez fuimos a unas cuevas en Kentucky. Un verdadero timo, una trampa para turistas. ¿Cómo se llamaban?

Otra vez taparon el teléfono. Al cabo de un momento, la voz contestó:

—La Cueva del Mamut.

Ante eso, Milton volvió a saltar de la silla. Sus facciones se oscurecieron y se tiró del cuello de la camisa para respirar mejor.

—Ahora voy a preguntarte algo, Milton.

—¿Qué?

—¿Qué precio pagarías para recuperar a tu hija?

—¿Cuánto quiere usted?

—Ah, ¿de modo que ahora es una operación comercial? ¿Es que vamos a negociar?

—Estoy dispuesto a llegar a un trato.

—Qué emocionante.

—¿Cuánto quiere?

—Veinticinco mil dólares.

—De acuerdo.

—No, Milton —le reconvino la voz—, no lo entiendes. Hay que regatear.

—¿Cómo?

—Si se trata de un negocio, Milton, hay que discutir por unos cuantos dólares de más o de menos.

Milton estaba perplejo. Sacudió la cabeza ante aquella petición tan extraña. Pero al final accedió.

—Vale. Veinticinco es mucho. Le pagaré trece mil.

—Estamos hablando de tu hija, Milton. No de perritos calientes.

—No dispongo de tanto dinero en efectivo.

—Podría aceptar veintidós mil.

—Le daré quince mil.

—Veinte es la cifra más baja a la que puedo llegar.

—Diecisiete es mi oferta final.

—¿Qué me dices de diecinueve?

—Dieciocho.

—Dieciocho quinientos.

—Hecho.

El que llamaba soltó una carcajada.

—Ay, qué divertido ha sido, Milt —dijo, concluyendo en tono brusco—: Pero quiero veinticinco.

Y colgó.

En 1933, mi abuela había oído una voz incorpórea por la rejilla de la calefacción. Ahora, cuarenta y dos años más tarde, una voz disimulada hablaba a mi padre por teléfono.

—Buenos días, Milton.

Otra vez la música, el tenue cántico.

—Tengo el dinero —anunció Milton—, ahora quiero a mi niña.

—Mañana por la noche —dijo el secuestrador.

Luego explicó a Milton dónde tenía que dejar el dinero, y dónde debía esperar mi liberación.

Al otro lado de la llanura junto al río, la Grand Trunk se erguía frente al Cadillac de Milton. La estación de ferrocarril seguía funcionando en 1975, aunque no a pleno rendimiento. La en otro tiempo opulenta terminal apenas era un cascarón vacío. Falsas fachadas de Amtrak ocultaban los muros descascarillados, pelados. La mayoría de los corredores estaban cortados. Y en torno al núcleo operativo, el antiguo y monumental edificio continuaba sumiéndose en la ruina, con los azulejos de Guastavino desprendiéndose en el Patio de las Palmeras, haciéndose añicos al dar contra el suelo, la inmensa barbería convertida ahora en trastero, los tragaluces hundidos bajo el peso de un montón de porquería. La torre de oficinas contigua a la terminal era ahora un palomar de trece pisos, con sus quinientas ventanas rotas, obra de una diligente destrucción. A aquella misma estación habían llegado mis abuelos medio siglo antes. Lefty y Desdémona, una sola vez, habían revelado allí su secreto a Surmelina; y ahora, su hijo, que nunca llegó a conocerlo, aparcaba el coche justo detrás de la estación, también en secreto.

Una escena como ésta, la escena del rescate, requiere un ambiente noir: sombras, siluetas siniestras. Pero el cielo no ayudaba mucho. Estábamos teniendo una de nuestras noches rosadas. Se producían de cuando en cuando, en función de la temperatura y del nivel de sustancias químicas suspendidas en el aire. Cuando había suficientes partículas en la atmósfera, la luz del suelo topaba con una barrera y se reflejaba hacia abajo, con lo que todo el cielo de Detroit cobraba un suave tinte rosado de algodón de azúcar. En esas noches nunca se ponía oscuro, pero había una claridad diferente de la del día. Las noches rosadas destellaban con el crudo resplandor del trabajo nocturno, de las fábricas que funcionaban veinticuatro horas al día. A veces el cielo se ponía tan luminoso como el blanco nuclear, pero la mayoría de las veces era de un color más apagado, como de suavizante. Nadie lo consideraba extraño. Nadie hacía comentarios. Todos nos habíamos criado con noches rosadas. No se trataba de un fenómeno natural, pero para nosotros era algo natural.

Bajo aquel extraño firmamento nocturno, Milton se acercó todo lo posible a los andenes y se detuvo. Apagó el motor. Cogiendo el maletín, salió al aire inmóvil y cristalino del invierno de Michigan. El mundo entero estaba quieto, los árboles lejanos, las líneas de teléfono, la hierba en los jardines de las casas junto al río, la tierra misma. Por el río bramó un carguero. Aquí no había ruidos; de noche, la estación estaba absolutamente desierta. Milton llevaba sus mocasines negros con borlas. Al vestirse a oscuras, decidió que eran los más fáciles de ponerse. También llevaba el chaquetón de conducir, beige y deslucido, con un manguito de piel en el cuello. Para abrigarse se había puesto un sombrero, un Borsalino gris de fieltro, con una pluma roja en la cinta negra. Un sombrero de vejete, en 1975. Con sombrero, maletín y mocasines, Milton bien podría haber ido de camino al trabajo. Y desde luego no caminaba despacio. Por la escalera metálica subió al andén. Empezó a recorrerlo, buscando el cubo de basura donde tenía que dejar el maletín. El secuestrador había dicho que tendría una X marcada con tiza en la tapa.

Milton se apresuró por el andén, haciendo saltar las borlas de los mocasines mientras el aire frío le tensaba la pluma del sombrero. No sería muy cierto decir que tenía miedo. Milton Stephanides no lo habría reconocido. Las manifestaciones psicológicas del miedo, el corazón latiendo a toda prisa, las axilas sudorosas, se producían en su organismo sin jamás llegar a su conciencia. En eso no era el único de su generación. Había muchos padres que gritaban cuando tenían miedo o regañaban a sus hijos para desviar la culpa de sí mismos. Es posible que tales cualidades fueran indispensables en la generación que ganó la guerra. Cierta falta de introspección era buena para reafirmar el valor, pero en los últimos meses y semanas eso había hecho estragos en Milton. A lo largo de toda mi desaparición, Milton había mantenido una fachada valerosa mientras las dudas lo corroían invisiblemente por dentro. Era como una estatua que cincelan desde dentro, vaciándola poco a poco. Cada vez con más insistencia, fue desechando los pensamientos que le hacían daño. En cambio, se centraba en los que le hacían sentirse mejor: los bromuros que infundían la sensación de que todo marchaba bien. Sencillamente, Milton había dejado de sopesar las cosas. ¿Qué estaba haciendo allí, en aquel oscuro andén ferroviario? ¿Por qué había ido solo? Nunca seríamos capaces de explicarlo de forma adecuada.

No tardó mucho en encontrar el cubo de basura marcado con tiza. Rápidamente, Milton levantó la triangular tapadera verde y metió el maletín. Pero cuando fue a sacar el brazo, algo se lo impidió: su mano. Como Milton había dejado de pensar bien las cosas, ahora era su cuerpo quien ejercía por él esa función. Su mano parecía decirle algo. Estaba expresando reservas. «¿Qué pasa si el secuestrador no libera a Callie?», decía la mano. Pero Milton contestó: «No hay tiempo para pensar en eso ahora». De nuevo trató de sacar la mano del cubo de basura, pero la mano resistió tenazmente. «¿Qué pasa si el secuestrador coge el dinero y luego pide más?», preguntó la mano. «Ése es el riesgo que tenemos que correr», replicó Milton. Y, empleando toda su energía, sacó la mano del cubo de basura. Al tiempo que se abría la mano, el maletín caía al fondo del cubo. Milton volvió apresuradamente sobre sus pasos (arrastrando su mano con él) y subió de nuevo al Cadillac.

Puso el motor en marcha. Encendió la calefacción, calentando el coche para mí. Se inclinó hacia delante, mirando por el parabrisas, esperando verme en cualquier momento. Su mano seguía resentida, murmurando por lo bajo. Milton pensó en el maletín, tirado al cubo de basura. La mente se le llenó con la imagen del dinero que contenía. ¡Veinticinco de los grandes! Vio los fajos de cien; la cara repetida de Benjamín Franklin en el espejo doble de todos aquellos billetes. La garganta se le quedó seca; un espasmo de ansiedad, conocido por todos los hijos de la Gran Depresión, se apoderó de él; y acto seguido se bajaba precipitadamente del coche y salía corriendo hacia el andén.

¿No quería hacer negocios aquel tío? ¡Entonces Milton le enseñaría cómo se hacen negocios! ¿No quería negociar? ¡Pues qué te parece esto! (Milton ya subía la escalera, los mocasines resonando en el metal). En lugar de dejar veinticinco mil machacantes, ¿por qué no dejar doce mil quinientos? Así tendré más margen de maniobra. La mitad ahora, la otra mitad después. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? ¿Qué coño le pasaba? Vivía con demasiada tensión… En cuanto llegó al andén, sin embargo, mi padre se detuvo en seco. A menos de veinte metros de distancia, una silueta oscura que llevaba un gorro con una larga borla rebuscaba en el interior del cubo de basura. Se le heló la sangre en las venas. No sabía si avanzar o retroceder. El secuestrador intentaba sacar el maletín, pero no cabía por la tapa basculante. Fue detrás del cubo y levantó toda la parte de arriba. A la claridad química, Milton distinguió la barba patriarcal, las mejillas pálidas como la cera y —rasgo aún más revelador— la escasa estatura de un metro sesenta y dos. El padre Mike.

¿El padre Mike? ¿Que el secuestrador era el padre Mike? Imposible. ¡Increíble! Pero no cabía duda. Allí en el andén se encontraba el antiguo prometido de mi madre, el hombre a quien mi padre había quitado la novia. Cogiendo el rescate estaba el antiguo seminarista que, en cambio, se había casado con la hermana de Milton, decisión que lo había sentenciado a una vida de envidiosas comparaciones, con Zoë siempre preguntándole por qué no había invertido en bolsa cuando Milton lo había hecho, o comprado oro cuando Milton lo había hecho, o transferido dinero a las islas Caimán como Milton había hecho; una elección que había condenado al padre Mike a ser el pariente pobre, obligándolo a soportar la falta de respeto de Milton al tiempo que aceptaba su hospitalidad, forzándolo a llevar a la sala de estar una silla del comedor si quería sentarse. Sí, Milton se llevó una gran impresión al ver a su cuñado en el andén. Pero no dejaba de tener sentido. Ahora estaba claro por qué el secuestrador había querido regatear el precio del rescate, por qué había deseado ser hombre de negocios por una vez y, desgraciadamente, por qué había sabido lo de Bitinio. Eso explicaba, también, el hecho de que las llamadas siempre se hubieran producido en domingo, cuando Tessie estaba en la iglesia, y la música de fondo, que Milton identificaba ahora como la salmodia litúrgica que cantaban los sacerdotes. Mucho tiempo atrás, mi padre había quitado la novia al padre Mike para después casarse con ella. El fruto de esa unión, yo misma, había echado sal en la herida al oficiar el cura un bautismo al revés. Ahora el padre Mike intentaba desquitarse.

Pero no lo conseguiría si Milton podía evitarlo.

—¡Eh! —gritó, poniendo los brazos en jarras—, pero ¿qué coño pretendes hacer, Mike?

El padre Mike no contestó. Alzó la cabeza y, por rutina sacerdotal, sonrió benévolamente a Milton, la blanca dentadura surgiendo entre la poblada mata negra de la barba. Pero ya retrocedía, pisando vasos de papel aplastados y otros desperdicios, el maletín abrazado contra su pecho como un paracaídas. Tres o cuatro pasos atrás, con aquella tierna sonrisa en los labios, antes de dar media vuelta y huir sin aspavientos. Era menudo, pero rápido. Se lanzó como una bala por la escalera del otro extremo del andén. A la luz rosada, Milton lo vio cruzar los raíles del tren hacia su coche, un Gremlin AMC verde («verde Grecia», según el catálogo) de bajo consumo. Y Milton volvió corriendo al Cadillac para seguirlo.

No fue como una de esas persecuciones cinematográficas. En el fondo, no era más que un asunto entre un cura ortodoxo griego y un republicano de mediana edad. Mientras se alejaban a buena velocidad (relativamente hablando) de la estación Grand Trunk en dirección al río, el padre Mike y Milton no rebasaron el límite en más de quince kilómetros por hora. El padre Mike no quería llamar la atención de la policía. Milton, comprendiendo que su cuñado no podía ir a ningún sitio, se limitó a seguirlo por el río. De modo que, pausadamente, continuaron uno tras otro, con el extraño Gremlin frenando bruscamente ante las señales de tráfico y, un poco después, el Eldorado haciendo lo mismo. Por calles sin nombre, frente a almacenes de trastos viejos, a lo largo de un terreno acotado entre la autopista y el río, el padre Mike trataba imprudentemente de escapar. Era igual que siempre; tenía que haber estado allí tía Zo para dar unos gritos al padre Mike, porque sólo un idiota se habría dirigido al río en lugar de a la autopista. Ninguna de las calles por las que podría haberse metido llevaba a parte alguna.

—Ya te tengo —proclamó Milton, persiguiéndolo en su Eldorado.

El Gremlin giró a la derecha. El Eldorado giró a la derecha. El Gremlin giró a la izquierda, el Cadillac hizo lo mismo. Milton tenía el depósito lleno. Podía seguir al padre Mike toda la noche si era preciso.

Sintiéndose seguro, Milton ajustó la calefacción, que estaba un poco alta. Dejó un poco más de espacio entre el Gremlin y el Eldorado. Cuando volvió a mirar, el Gremlin giraba otra vez a la derecha. Treinta segundos después, cuando torcía por la misma esquina, Milton vio la enorme masa del puente Ambassador. Y su confianza se desmoronó. Aquello se salía de lo normal. Esta noche, su cuñado el cura, que se había pasado la vida en el cuento de hadas de la Iglesia, vestido como Liberace, había pensado bien las cosas por una vez. En cuanto Milton vio el puente tendido sobre el río como un arpa gigantesca y luminosa, se sintió presa del pánico. Horrorizado, comprendió el plan del padre Mike. ¡Se dirigía a Canadá, adonde Capítulo Once había pensado desertar si le llamaban a filas! ¡Igual que Jimmy Zizmo, el contrabandista, el cura se dirigía al anárquico y liberal escondite del Norte! Su plan era huir del país con el dinero. Y ya no iba tan despacio.

Sí, pese al motor del tamaño de un dedal que sonaba como una máquina de coser, el Gremlin conseguía acelerar. Saliendo de la tierra de nadie que rodeaba la estación Grand Trunk, había entrado ahora en la zona fronteriza entre Estados Unidos y Canadá, bien iluminada, con gran densidad de tráfico y puestos de aduanas. Las luces de las altas farolas alumbraban el Gremlin, cuyo brillante color verde parecía ahora más chillón que nunca. Ensanchando la distancia que le separaba del Eldorado (como el coche de Joker alejándose del de Batman), el Gremlin se unió a los camiones y coches que convergían en torno a la entrada del voluminoso puente colgante. Milton pisó el acelerador. El enorme motor del Cadillac rugió. Un espumarajo de humo blanco brotó del tubo de escape. En ese momento los dos vehículos se habían convertido exactamente en lo que todo coche debe ser, en extensiones de sus propietarios. El Gremlin era pequeño y ágil, igual que el padre Mike; desaparecía y reaparecía en el tráfico como él por el iconostasio. El Eldorado, robusto y semejante a un barco —como Milton—, tenía dificultades para maniobrar entre los vehículos que circulaban por el puente a aquellas horas de la noche. Había camiones enormes. Turismos que se dirigían a los casinos y clubs de alterne de Windsor. Entre todo aquel tránsito, Milton perdió de vista al Gremlin. Se metió en una fila y esperó. De pronto, seis coches delante de él, vio que el Gremlin salía como una flecha de una fila y se colaba en un puesto de control. Milton bajó la ventanilla automática. Sacando la cabeza entre la nube de los humos de escape, gritó:

—¡Detengan a ese hombre! ¡Se lleva mi dinero!

Pero el agente de aduanas no le oyó. Milton vio cómo hacía unas preguntas al padre Mike y —¡No! ¡Alto!— luego hacía un gesto para que pasase. En ese momento, Milton empezó a tocar el claxon.

El atronador bocinazo que surgió de las entrañas del Cadillac bien podía emanar del pecho de Milton, La tensión arterial le subió vertiginosamente y, con el chaquetón puesto, empezó a sudar a chorros. Había confiado en llevar al padre Mike ante los tribunales de justicia de Estados Unidos. Pero ¿quién sabía lo que podía ocurrir una vez que cruzara la frontera? ¡Canadá, con su pacifismo y su medicina social! ¡Canadá, con sus millones de francófonos! ¡Era como… como… como un país extranjero! El padre Mike se convertiría en un fugitivo, dedicándose a darse la gran vida en Quebec. Podría perderse en Saskatchewan, entre una manada de alces. No era sólo la pérdida del dinero lo que enfurecía a Milton. Además de huir con veinticinco mil dólares y dar a Milton falsas esperanzas de mi vuelta, el padre Mike estaba abandonando a su propia familia. En el agitado pecho de Milton, el sentido de la protección fraternal se mezclaba con el dolor paternal y financiero.

—Tú no le haces esto a mi hermana, ¿me oyes? —gritaba inútilmente Milton tras el volante de su enorme e inmovilizado coche, para luego advertir al padre Mike—: ¿Es que no sabes lo que son las comisiones, imbécil? ¡En cuanto cambies el dinero vas a perder el cinco por ciento!

Vociferando tras el volante, encajonado entre los camiones de delante y los coches de detrás, que se dirigían a los clubs de alterne, Milton se retorcía en el asiento con una furia cada vez más incontenible.

Pero el claxon del Cadillac pasaba inadvertido. Los agentes de aduanas estaban habituados a que los conductores impacientes pidieran paso. Tenían un modo de tratarlos. En cuanto Milton llegó al puesto de control, el agente le hizo señas de que parase.

—Un tío que acaba de pasar me ha robado dinero —gritó Milton, sacando la cabeza por la ventanilla—. ¿Puede hacer que lo detengan al otro lado? Conduce un Gremlin.

—Aparque el coche aquí, señor.

—¡Me ha robado veinticinco mil dólares!

—Ya hablaremos de eso en cuanto aparque y salga del coche, señor.

—¡Está intentando huir del país! —explicó Milton por última vez.

Pero el agente de aduanas continuaba dirigiéndolo hacia la zona de inspección. Finalmente, Milton renunció a dar más explicaciones. Metiendo la cabeza de nuevo en el coche, cogió el volante y avanzó obedientemente hacia el carril vacío. Pero en cuanto rebasó la cabina de aduanas, pisó a fondo el acelerador y, con un gemido, el Cadillac se alejó como un bólido.

Ahora parecía una persecución de coches. Porque en pleno puente, el padre Mike también había pisado el acelerador. Dando bandazos entre el tráfico, se dirigía a toda velocidad hacia la línea divisoria internacional, mientras Milton lo perseguía haciendo luces a camiones y coches para que se apartaran de su camino. El puente se elevaba sobre el río en una elegante parábola, con luces rojas suspendidas en los cables de acero. Sobre su estriada superficie murmuraban los neumáticos del Cadillac. Milton pisó a fondo, haciendo que el vehículo marchase a lo que él denominaba paso de la oca. Y ahora empezó a notarse la diferencia entre un automóvil clásico de lujo y un moderno coche de cartón piedra. El motor del Cadillac rugió, manifestando su potencia. Sus ocho cilindros expulsaban los gases mientras el carburador absorbía grandes cantidades de combustible. Los pistones saltaban arriba y abajo y el volante del motor giraba como loco mientras el largo automóvil de superhéroe iba pasando coches como si estuvieran parados. Al ver que el Cadillac se acercaba tan rápidamente, otros conductores se echaban a un lado. Milton avanzó cortando directamente el tráfico hasta que divisó al Gremlin verde.

—Mira para lo que te sirve el bajo consumo de gasolina —gritó Milton—, ¡a veces viene bien un poco de potencia!

Para entonces, el padre Mike también había visto acercarse al Eldorado. Pisó el acelerador a fondo, pero el Gremlin ya iba funcionando a plena capacidad. El coche vibró frenéticamente, pero no cobró velocidad. El Cadillac se aproximaba poco a poco. Milton no levantó el pie del acelerador hasta que su guardabarros casi tocó el del Gremlin. En aquel momento iban a ciento diez por hora. El padre Mike miró por el retrovisor y vio los ojos llenos de venganza de su cuñado. Milton, atisbando al interior del Gremlin, también vio una parte del rostro del padre Mike. El cura parecía pedir perdón, o dar una explicación de sus actos. Había una extraña melancolía en su rostro, cierta vulnerabilidad, algo que Milton no pudo interpretar.

… Y ahora mucho me temo que debo entrar en la cabeza del padre Mike. Estoy fascinado, no puedo resistirme. En la superficie de su mente, hay un remolino de miedo, avaricia y desesperadas ansias de fuga. Todo lo que cabe esperar. Pero más adentro, descubro cosas que nunca he imaginado sobre él. No hay paz, por ejemplo, nada en absoluto, ninguna intimidad con Dios. La dulzura del padre Mike, su silencio sonriente en las comidas familiares, la forma en que se agachaba para mirar a la cara a los niños (no muy abajo de la suya, pero aun así), todos esos atributos no se debían a ningún contacto con un reino trascendente. Constituían simplemente un método de supervivencia pasivo-agresivo, la respuesta a la atronadora voz de su mujer. Sí, resonando en la cabeza del padre Mike están todos los gritos que tía Zo le ha dirigido a lo largo de los años, desde que estaba en Grecia, continuamente embarazada, sin lavadora ni secadora. La oigo: «¿Y a esto le llamas vida?». O bien: «Si Dios te escucha alguna vez, dile que me mande un cheque para comprar cortinas». Y: «A lo mejor los católicos están en lo cierto. Los curas no deberían tener familia». En la iglesia, a Michael Antoniou le llaman padre. Lo respetan, le ofrecen cosas. En la iglesia tiene la facultad de perdonar los pecados y consagrar la hostia. Pero en cuanto entra por la puerta de su casa adosada de Harper Woods, el padre Mike experimenta un inmediato descenso de categoría. En casa no es nadie. En casa le mangonean, se quejan de él, no le hacen caso. De modo que no era difícil comprender por qué el padre Mike había decidido abandonar a su familia y por qué necesitaba dinero…

… nada de lo cual, sin embargo, podía leer Milton en los ojos de su cuñado. Y un momento después, esos mismos ojos cambiaban de nuevo de expresión. El padre Mike había vuelto a mirar a la carretera, donde vio algo aterrador. Los pilotos rojos de frenado del coche que iba delante de él estaban destellando. El padre Mike iba demasiado deprisa para frenar a tiempo. Él también pisó a fondo el freno, pero era demasiado tarde: el Gremlin verde Grecia se empotró en el coche que tenía delante. El Cadillac venía pegado a él. Milton se preparó para el impacto. Pero entonces ocurrió algo asombroso. Oyó el metal triturándose y el cristal haciéndose trizas, pero el ruido procedía de los coches de delante. En cuanto al Eldorado, no interrumpió su marcha. Se elevó limpiamente sobre el coche del padre Mike. La sesgada y extraña parte trasera del Gremlin había obrado como una rampa, y un momento después Milton comprendió que se encontraba en el aire. El Cadillac azul oscuro voló sobre los coches accidentados del puente. Salvando la barandilla, pasando entre los cables, se precipitó al río a medio camino del puente Ambassador.

El Eldorado cayó de morro, adquiriendo cada vez mayor velocidad. Por el cristal tintado del parabrisas, Milton vio abajo el río Detroit; pero sólo brevemente. En aquellos últimos segundos, al tiempo que se disponía a abandonar su cuerpo, la vida también suspendió sus leyes. En vez de caer al río, el Cadillac se enderezó y se niveló. Milton, aunque muy complacido, se sorprendió. No recordaba que el vendedor hubiera mencionada nada acerca de una opción de vuelo. Mejor aún, no había pagado nada por ella. Mientras el coche se alejaba del puente por el aire, sonrió. «Bueno, a esto sí que le llamo yo “paseo espacial”», dijo para sí. El Cadillac volaba muy alto por encima del río, gastando Dios sabía cuánta gasolina. El cielo estaba de color rosa y las luces del salpicadero eran verdes. Había toda clase de interruptores e indicadores. Milton nunca se había fijado antes en ellos. Más que a un coche, se parecía a la cabina de un avión, y Milton manejaba los mandos, sobrevolando el río Detroit con su último Cadillac. No importaba lo que vieran los testigos presenciales, ni que los periódicos informaran al día siguiente de que el Cadillac estuviera implicado en el accidente en cadena del puente. Recostado en el cómodo asiento de cuero, Milton Stephanides veía cómo se acercaba el contorno de los edificios del centro. Sonaba música en la radio, una vieja melodía de Artie Shaw, por qué no, mientras Milton veía parpadear la luz roja del Penobscot Building. Tras unas cuantas operaciones de tanteo, Milton aprendió a pilotar el coche volador. No era cuestión de mover el volante, sino de querer hacerlo, como en un sueño lúcido. Milton giró sobre tierra firme. Sobrevoló Cobo Hall. Describió un círculo en torno a la azotea del Pontch, donde una vez me había llevado a almorzar. Por la razón que fuese, Milton ya no tenía miedo a las alturas. Supuso que era porque su muerte era inminente; ya no había nada que temer. Sin vértigo ni sudores, bajó la vista hacia el Grand Circus Park hasta que distinguió lo que quedaba de las ruedas de Detroit; y después viró a la Zona Oeste en busca del viejo Salón Cebra. Atrás, en el puente, mi padre se había aplastado la cabeza contra el volante. Cuando le preguntaron por el estado del cadáver de Milton, el inspector que más tarde informó a mi madre del accidente se limitó a decir:

—El que cabe esperar cuando un vehículo en movimiento sufre una colisión a más de ciento diez kilómetros por hora.

Milton carecía ya de actividad eléctrica cerebral, por lo que era comprensible que, suspendido en el Cadillac, se le hubiera olvidado que mucho tiempo atrás el Salón Cebra había sido pasto de las llamas. Se quedó desconcertado al no encontrarlo. Del antiguo barrio sólo quedaban unos solares vacíos. Era como si la mayor parte de la ciudad hubiese desaparecido. Un solar seguía a otro solar. Pero Milton también se equivocaba en eso. En algunos sitios brotaba el maíz, y la hierba volvía a crecer. Lo de allá abajo parecían tierras de labranza. «Bien podrían devolvérselas a los indios», pensó Milton. «A lo mejor la quieren los potowatomis. Podrían poner un casino». El cielo se había puesto como algodón de azúcar y la ciudad se había convertido de nuevo en una llanura. Pero ahora parpadeaba otra luz roja. No sobre el Penobscot Building; dentro del coche. Era uno de los indicadores que Milton nunca había visto antes. Supo lo que significaba.

En aquel momento, Milton rompió a llorar. De pronto tenía la cara húmeda. Se la tocó, sollozando y sorbiéndose la nariz. Se derrumbó sobre el respaldo, y como no había nadie que lo viese, abrió la boca para dar salida a su insoportable dolor. No lloraba desde que era niño. El sonido de su profundo sollozo le sorprendió. Era el rugido de un oso, herido o moribundo. Milton aulló mientras el Cadillac, una vez más, empezó a descender. No lloraba porque iba a morir, sino porque yo, Calíope, seguía desaparecida, porque no había logrado salvarme, porque había hecho todo lo posible por recuperarme pero yo seguía sin aparecer.

Cuando el coche se puso de nuevo cabeza abajo, el río surgió de nuevo ante sus ojos. Milton Stephanides, antiguo infante de marina, se preparó para recibirlo. Justo al final ya no pensó más en mí. En el último momento no hubo imágenes de mí, ni de Tessie ni de ninguno de nosotros. Ya no había tiempo. Cuando el coche caía, Milton sólo pudo quedarse perplejo por el giro que habían tomado los acontecimientos. Se había pasado la vida sermoneando a todo el mundo sobre la forma de hacer las cosas bien, y ahora él había hecho aquello, la cosa más estúpida que jamás se le hubiera ocurrido a nadie. Apenas podía creer que hubiese estropeado las cosas hasta tal punto. Sus últimas palabras, por tanto, fueron dichas suavemente, sin ira ni miedo, sólo con asombro y una pizca de coraje. «Cabeza de chorlito», dijo Milton, para sus adentros, en su último Cadillac.

Y luego el río lo reclamó.

Un verdadero griego podría acabar con esa nota trágica. Pero el norteamericano tiende a concluir con un signo optimista. En estos días, siempre que hablamos de Milton, mi madre y yo llegamos a la conclusión de que murió justo a tiempo. Se marchó de este mundo antes de que Capítulo Once se hiciera cargo del negocio familiar y lo hundiera en menos de cinco años. Antes de que Capítulo Once, para repetir los pronósticos de Desdémona sobre el sexo de los embriones, empezara a llevar una cucharilla colgada al cuello. Milton desapareció antes de que se agotaran las cuentas bancarias y se retiraran las tarjetas de crédito. Antes de que Tessie se viera obligada a vender Middlesex y trasladarse a Florida con tía Zo. Y se esfumó tres meses antes de que Cadillac, en abril de 1975, introdujera el Seville, un modelo de bajo consumo que parecía haber perdido los pantalones, después del cual los Cadillac nunca volvieron a ser los mismos. Milton acabó su existencia antes de que ocurrieran muchas cosas que no incluyo en esta historia, porque son tragedias corrientes de la vida norteamericana, y como tales no encajan en esta narración singular y fuera de lo común. Se marchó antes de que terminara la Guerra Fría, antes de los escudos antimisiles, del recalentamiento del planeta, del 11 de septiembre y de un segundo presidente con sólo una vocal en su apellido.

Y lo más importante, Milton desapareció sin volver a verme. Eso no habría sido fácil. Me gusta pensar que el amor que mi padre sentía por mí era lo bastante fuerte para que pudiera haberme aceptado. Pero en cierto modo es mejor que nunca hayamos tenido que averiguarlo, ni él ni yo. En lo que se refiere a mi padre, siempre seguiré siendo una chica. Hay cierta pureza en eso, la pureza de la infancia.