DISFORIA SEXUAL EN SAN FRANCISCO

Se llamaba Bob Presto. Tenía manos suaves, blancas, de dedos gruesos, y rostro mofletudo. Llevaba una guayabera blanca entretejida con hilos dorados. Presumía de voz, y había sido durante muchos años locutor de radio antes de dedicarse a su profesión actual. No especificó cuál era, pero sus buenos ingresos se manifestaban en el Continental blanco con asientos de cuero rojo y en su reloj de oro, las sortijas y el atuendo de presentador. Pese a aquellos detalles de adulto, Presto tenía aspecto de niño de mamá. No era muy alto, pero con su cuerpo de gordito llegaría a pesar cerca de noventa kilos. Me recordaba al Big Boy de la cadena de restaurantes de los hermanos Elías, sólo que mayor, vulgar y abotagado por vicios de adulto.

Nuestra conversación empezó de la manera habitual, Presto preguntándome por mi vida y yo contestando con las mentiras de costumbre.

—¿A qué sitio de California vas?

—A la universidad.

—¿A cuál?

—Stanford.

—Qué impresionante. Un cuñado mío fue a Stanford. Es un tío muy importante. ¿Y dónde está?

—¿Stanford?

—Sí, ¿en qué ciudad?

—Se me ha olvidado.

—¿Que se te ha olvidado? Creía que los alumnos de Stanford eran muy listos. ¿Cómo vas a ir a Stanford si no sabes dónde está?

—Voy a ver a un amigo. Él sabe los detalles y todo eso.

—Es estupendo tener amigos —afirmó Presto, volviendo la cabeza hacia mí y guiñando un ojo.

No supe cómo interpretar aquel guiño. Permanecí en silencio, mirando al frente, a la carretera.

El asiento que nos separaba estaba lleno de provisiones, botellas de refrescos y bolsas de galletas y patatas fritas. Presto me invitó a tomar lo que me apeteciese. Yo tenía demasiada hambre para rechazar la invitación, así que cogí unas galletas, tratando de no engullirlas todas a la vez.

—Voy a decirte una cosa —dijo Presto—, cuanto mayor me hago, más jóvenes me parecen los chicos que van a la universidad. Si me preguntaran, yo diría que aún vas al instituto. ¿En qué curso estás?

—En primero.

Una vez más, Presto esbozó su sonrisa de manzana acaramelada.

—Ojalá estuviera en tu piel. La universidad es la mejor época de la vida. Espero que vayas preparado para todas esas chicas.

Una risita acompañó sus últimas palabras, en la que me sentí obligado a participar.

—Yo tuve un montón de novias en la universidad, Cal —prosiguió Presto—. Trabajaba en la emisora de la facultad. Disponía de toda clase de discos gratis. Si me gustaba una chica, le dedicaba canciones. —Me dio un ejemplo de su estilo canturreando en voz baja—: Ésta es para Jenny, la reina de Antropología ciento uno. Me gustaría estudiar tu cultura, cielo.

Presto inclinó la mofletuda cara mientras enarcaba las cejas en modesto reconocimiento de sus dotes vocales.

—Deja que te dé un consejo sobre las mujeres, Cal. Voz. La voz excita mucho a las mujeres. Presta siempre atención a la voz.

La de Presto era realmente grave, virilmente dimorfa. La grasa en torno a la garganta, según explicó, incrementaba su resonancia.

—Mi mujer, por ejemplo. Cuando la conocí, se volvía loca con cualquier cosa que le dijera. Estábamos follando y le decía «Bollito de pan», y se corría.

Al ver que no contestaba, Presto se disculpó.

—Supongo que no te estoy ofendiendo, ¿verdad? No serás uno de esos mormones que van de misión, ¿eh? ¿Con ese traje que llevas?

—No.

—Bueno. Me has preocupado por un momento. Vamos a oír la voz que tienes otra vez. Venga, dime lo que mejor te parezca.

—¿Qué quiere que diga?

—Di «Bollito de pan».

—Bollito de pan.

—Ya no trabajo en la radio, Cal. No soy locutor profesional. Pero en mi humilde opinión, no sirves para disc jockey. Tienes una voz de tenor medio. Si quieres ligar, será mejor que aprendas a cantar.

Soltó una carcajada y me miró sonriente. Pero sus ojos no expresaban alegría, sino dureza, y me examinaban atentamente. Conducía con una mano; con la otra comía patatas fritas.

—Tienes una voz poco común, en realidad. Difícil de clasificar.

Parecía mejor quedarse callado.

—¿Cuántos años tienes, Cal?

—Ya se lo he dicho.

—No, no me lo has dicho.

—Acabo de cumplir dieciocho.

—¿Cuántos años me echas a mí?

—No sé. Sesenta.

—Vale, ya te puedes ir bajando. ¡Sesenta! ¡Por Dios Santo, pero si tengo cincuenta y dos!

—Iba a decir cincuenta.

—Es todo este peso —se quejó, sacudiendo la cabeza—. No parecía tan viejo hasta que empecé a engordar. Un chico delgaducho como tú no piensa en esas cosas, ¿verdad? Al principio creí que eras una chica, cuando te vi haciendo autoestop. No me fijé en el traje. Y pensé: ¿qué coño hará una chica tan joven como ésa en la carretera?

Ahora me resultaba imposible mantener su mirada. Empezaba a tener miedo otra vez y a sentirme muy, pero que muy incómodo.

—Y entonces te reconocí. Porque ya te había visto antes. En el restaurante. Estabas con aquel maricón. Tenía toda la pinta de pedófilo. ¿Eres homosexual, Cal?

—¿Qué?

—Me lo puedes decir si quieres. Yo no soy marica, pero no tengo nada en contra.

—Quiero bajarme. ¿Podría parar un momento?

Presto soltó el volante y levantó las manos en el aire.

—Lo siento. Discúlpame. Se acabó el tercer grado. No diré una palabra más.

—Sólo pare.

—Vale, si eso es lo que quieres. Pero no tiene sentido. Llevamos el mismo camino, Cal. Te llevaré a San Francisco.

No aminoró la marcha y no le pedí que lo hiciera. Mantuvo su promesa y a partir de entonces apenas abrió la boca, tarareando al son de la radio. Cada hora hacía una paradita para orinar o comprar más vituallas: Pepsi de tamaño grande, galletas de chocolate, caramelos de regaliz y rodajas de maíz fritas. De vuelta a la carretera, llenaba el depósito. Echaba la cabeza atrás al masticar, para que no le cayeran migas en la pechera de la camisa. Los refrescos le hacían gárgaras al tragar. Nuestra conversación prosiguió en un plano general. Atravesamos la Sierra, salimos de Nevada y entramos en California. Almorzamos en un restaurante donde te sirven en el coche. Presto pagó las hamburguesas y los batidos de leche y pensé que se estaba portando bien, en plan de amigo, y que no quería nada físico conmigo.

—Hora de las pastillas —dijo cuando comimos—. ¿Me alcanzas los frascos, Cal? Están en la guantera.

Había cinco o seis frascos diferentes. Se los tendí a Presto, que intentó leer las etiquetas entornando los ojos.

—Oye —me dijo—, conduce tú un momento.

Me incliné a un lado, acercándome a Bob Presto más de lo que quería mientras él forcejeaba con los tapones y agitaba los frascos para sacar las pastillas.

—Tengo el hígado completamente jodido. Por culpa de una hepatitis que cogí en Tailandia. Casi me muero en ese puto país. —Me enseñó una pastilla azul—. Ésta es para el hígado. También tengo un disolvente para la sangre. Y otra para la tensión. Tengo la sangre hecha una mierda. No debería comer tanto.

Y así seguimos viajando todo el día, para llegar a San Francisco al atardecer. Al ver la ciudad, rosada y blanca, una tarta nupcial desplegada en las montañas, una nueva inquietud se apoderó de mí. Mientras atravesaba el país, mi única idea durante todo el camino había sido llegar a mi destino. Ahora que ya estaba allí no sabía qué hacer ni de qué iba a vivir.

—Te dejo donde quieras —se ofreció Presto—, ¿tienes donde dormir, Cal? ¿En casa de tu amigo?

—En cualquier sitio me vale.

—Te dejaré en Haight. Ése es buen sitio para orientarse.

Entramos en la ciudad y, finalmente, Bob Presto aparcó el coche junto a la acera y abrí la puerta.

—Gracias por el viaje —le dije.

—De nada, de nada —repuso él, tendiéndome la mano—. Y, a propósito, está en Palo Alto.

—¿El qué?

—Stanford está en Palo Alto. Tendrás que aprendértelo bien si quieres que alguien se crea que vas a la universidad.

Esperó que yo dijera algo. Luego, con una voz sorprendentemente tierna, un truco profesional, sin duda, pero que no dejaba indiferente, Presto preguntó: Oye, tío, ¿tienes algún sitio para dormir?

—No se preocupe por mí.

—¿Puedo preguntarte una cosa, Cal? ¿Qué eres?

Sin contestarle, bajé del coche y abrí la puerta trasera para coger la maleta. Presto se volvió en el asiento, una maniobra difícil para él. Y entonces insistió, en el mismo tono dulce, grave, paternal.

—Venga, hombre, que estoy en el negocio. A lo mejor puedo ayudarte. ¿Eres transexual?

—Me voy.

—No te ofendas. Yo sé todo lo que pasa antes y después de la operación.

—No sé de qué me habla.

Saqué la maleta del coche.

—Oye, no tan deprisa. Toma. Por lo menos coge mi número. Me vendría bien un chico como tú. No importa lo que seas. Necesitas dinero, ¿verdad? Si alguna vez quieres ganarte un buen dinerito, llama a tu amigo Bob Presto.

Cogí el número para librarme de él. Luego di media vuelta y me alejé como si supiera adonde dirigirme.

—Ten cuidado por la noche en el parque —gritó Presto a mi espalda con su voz resonante—. Montones de delincuentes andan sueltos por ahí.

Mi madre solía decir que nunca le habían cortado completamente el cordón umbilical que la unía a sus hijos. En cuanto el doctor Philobosian cortó físicamente el cordón, otro vínculo espiritual había ocupado su sitio. Después de mi desaparición, Tessie se convenció de que aquella descabellada idea era más cierta que nunca. Por la noche, cuando aguardaba en la cama a que le hicieran efecto los tranquilizantes, solía ponerse la mano en el ombligo, como un pescador comprobando el aparejo. Tessie tenía la impresión de que sentía algo. Le llegaban tenues vibraciones. Por ellas sabía que yo aún seguía con vida, aunque muy lejos, hambrienta y, posiblemente, enferma. Todo eso le llegaba en una especie de cántico por el cordón invisible, una salmodia semejante a la de las ballenas, cuando se gritan mutuamente en las profundidades.

Mis padres pasaron casi una semana en el Lochmoor después de mi desaparición, esperando que volviera. Finalmente, un inspector de la policía de Nueva York les dijo que lo mejor que podían hacer era volver a casa.

—Puede que su hija llame por teléfono. O que se presente allí mismo. Eso es lo que suelen hacer los chicos. Si la encontramos, se lo haremos saber.

—Créanme. Lo mejor es que vuelvan a casa y estén atentos al teléfono.

De mala gana, mis padres siguieron su consejo.

Antes de marcharse, sin embargo, pidieron hora con el doctor Luce.

—Sería peligroso que se hubiera enterado de algo —les dijo el doctor, dándoles un motivo para mi desaparición—. Puede que Callie haya echado una mirada a su historial mientras yo estaba fuera del despacho. Pero seguro que no se enteró de nada de lo que leía.

—Pero ¿por qué se habrá escapado? —preguntó Tessie.

—No ha interpretado los hechos como es debido. Los ha simplificado excesivamente.

—Seré franco con usted, doctor Luce —intervino Milton—. En la nota que nos ha dejado, nuestra hija dice que es usted un mentiroso. Me gustaría que nos explicara por qué podría haber dicho algo así.

Luce sonrió con aire tolerante.

—Tiene catorce años. Desconfía de los adultos.

—¿Podemos ver ese historial?

—Ver el historial no les servirá de nada. La identidad sexual es un asunto muy complejo. No es una simple cuestión de genética. Y tampoco depende de factores ambientales. Los genes y el entorno se aúnan en un momento crítico. No obedece a un doble, sino a un triple factor.

—Bueno, a ver si nos entendemos —le interrumpió Milton—, ¿sigue siendo su opinión, como médico, que Callie es una chica y que tiene que seguir siéndolo?

—De la evaluación psicológica que he estado en condiciones de efectuar durante el breve tiempo que he tratado a Callie, yo diría que sí. Mi opinión es que tiene una identidad sexual femenina.

—Entonces, ¿por qué dice ella que es un chico? —preguntó Tessie.

—Ella nunca me ha dicho eso a mí —aseguró Luce—. Ésa es una nueva pieza del rompecabezas.

—Quiero ver el historial —exigió Milton.

—Me temo que es imposible. Ese historial sólo puede consultarse para algo relacionado con mi propia investigación. Aunque los invito a conocer el resultado de los análisis de sangre y demás pruebas.

Entonces Milton estalló. Gritando, chillando al doctor Luce.

—Le hago a usted responsable. ¿Me oye? Nuestra hija no es de las que se fugan de esta manera. Usted tiene que haberle hecho algo. La ha asustado.

—Es su situación la que la ha asustado, señor Stephanides —afirmó Luce—, y déjeme insistir en algo. —Tamborileó con los dedos en el escritorio.

—Es de la mayor importancia que la encuentren cuanto antes. Podría haber graves repercusiones.

—¿A qué se refiere?

—Depresión. Disforia. Se encuentra en un estado psicológico muy delicado.

—Tessie —dijo Milton, mirando a su mujer—, ¿quieres ver el historial o nos largamos de aquí y que le den por culo al cabrón este?

—Quiero ver el historial. Y no hables mal, por favor. Tratemos de ser cordiales.

Finalmente, Luce cedió y les permitió ver el historial. Después de que lo leyeron, se ofreció para volver a examinar mi caso en un futuro y expresó la esperanza de que me encontraran pronto.

—En la vida volveré a traer a Callie aquí, a que la vea este señor —sentenció mi madre cuando se marcharon.

—No sé qué habrá hecho para asustar tanto a Callie —observó mi padre—, pero algo le ha hecho.

Volvieron a Middlesex a mediados de septiembre. Las hojas caían de los olmos, sustrayendo refugio a la calle. Empezó a refrescar, y por la noche Tessie oía el viento y el susurro de las hojas desde la cama, preguntándose dónde estaría durmiendo yo aquella noche y si me pasaría algo. Los tranquilizantes no le servían para suprimir el pánico, sino para desplazarlo. Bajo el efecto de los sedantes, Tessie se retiró a un núcleo primario de su ser, una especie de plataforma desde la cual podía observar su inquietud. Cuando los tomaba, sentía algo menos de miedo. Las pastillas le dejaban la boca seca. Le ponían la cabeza como si la tuviera envuelta en algodón, salpicando de estrellas su visión periférica. Sólo tenía que tomarse una pastilla cada vez, pero había ocasiones en que tomaba dos.

Existía un lugar a medio camino entre la vigilia y el sueño donde Tessie lograba pensar mejor. Durante el día estaba ocupada con las visitas —iba gente a casa continuamente, y ella sacaba bandejas y tenía que limpiar cuando se marchaban—, pero por la noche, cercana ya al aturdimiento, tenía el valor de esforzarse por asimilar la nota que les había dejado.

Era imposible que mi madre pensara en mí de otra manera que en su hija. Sus pensamientos giraban una y otra vez en torno al mismo círculo. Con los ojos entornados, Tessie atisbaba por la habitación a oscuras, entre las lucecitas y destellos que salían de los rincones, y veía frente a ella todos los objetos o prendas que yo había poseído o llevado alguna vez. Todo parecía amontonarse a los pies de la cama: los calcetines con cintitas, las muñecas, las horquillas, la colección entera de los libros de Madeline, los vestidos de fiesta, las sandalias rojas de Mary Jane, el pichi, el Horno Fácil, el hula-hoop. Todos esos objetos eran la pista que conducía hasta mí. ¿Cómo iba a ser de un chico ese rastro?

Y sin embargo, por lo visto, así era. Tessie repasaba los acontecimientos del último año y medio, buscando señales que no hubiera observado. No era muy diferente de lo que habría hecho cualquier otra madre enfrentada con la horrenda revelación sobre su hija adolescente. Si me hubiera muerto de sobredosis o metido en una secta, mi madre habría pensado esencialmente de la misma manera. La evaluación de conjunto habría sido la misma, pero con preguntas diferentes. ¿Por eso era tan alta? ¿Explicaba eso el hecho de que no hubiera tenido el período? Pensó en las sesiones de depilación en El Vellocino de Oro, en mi profunda voz de tenor…, en todo, en realidad: el hecho de que nunca me sentaba bien ningún vestido, de que los guantes de señora ya no me entraban. Todo lo que Tessie había aceptado como parte de la edad difícil se le presentaba de pronto de una forma ominosa. ¡Cómo no se había dado cuenta! Era mi madre, me había traído al mundo, estaba más cerca de mí que yo misma. Mi dolor era su dolor, mi alegría su alegría. Pero ¿es que la cara de Callie no tenía a veces una expresión extraña? Demasiado severa, tan… masculina. Y no tenía nada de grasa, en ningún sitio, todo huesos, nada de caderas. Pero no era posible…, y el doctor Luce había dicho que Callie era un…, ¿y por qué no había dicho nada de los cromosomas…, y cómo podía ser verdad? Así se sucedían los pensamientos de mi madre mientras su mente se iba oscureciendo y los destellos se apagaban. Y después de haber pensando en todo eso, Tessie pensaba en el Objeto, en mi íntima amistad con el Objeto. Se acordó del día en que aquella chica murió en escena, recordó cómo ella se había precipitado a buscarme detrás del escenario para encontrarme abrazando al Objeto, consolándola, acariciándole la cabeza y la extraña expresión en la cara, sin ningún pesar en mis facciones…

A partir de esa última imagen, Tessie volvía atrás.

Milton, por su parte, no perdió tiempo examinando de nuevo las pruebas. En un papel con membrete del hotel Callie había proclamado: «No soy una chica». Pero Callie no era más que una criatura. ¿Qué sabía ella? Los críos dicen lo primero que se les ocurre. Mi padre no entendía lo que me había impulsado a huir de la operación. No comprendía por qué no quería que me arreglaran, que me curaran. Y estaba convencido de que hacer cábalas sobre los motivos de mi fuga no llevaba a parte alguna. Lo primero era encontrarme. Tenían que traerme a casa sana y salva. Ya se ocuparían de mi afección más adelante.

Milton se entregó personalmente a ese fin. Se pasaba al teléfono la mayor parte del día, llamando a todos los distritos policiales del país. Traía frito al inspector de Nueva York, preguntándole si se había producido alguna novedad en mi caso. En la Biblioteca Pública consultaba guías telefónicas, anotando números y direcciones de distritos policiales y refugios de fugitivos para luego coger la lista y llamar metódicamente a todos ellos preguntando si habían visto a alguien que respondiera a mi descripción. Envió mi foto a las comisarías y una nota a sus concesionarios de salchichas pidiendo a los encargados que pusieran mi retrato en todos los puestos Hércules. Mucho antes de que mi cuerpo desnudo apareciese en manuales de medicina, mi rostro apareció en tablones de anuncios y escaparates a lo largo y ancho de la nación. El distrito policial de San Francisco recibió una de aquellas fotografías, pero para entonces quedaban pocas posibilidades de que alguien me reconociese. Como un verdadero fuera de la ley, ya había cambiado de aspecto. Y la biología perfeccionaba día tras día mi disfraz.

Middlesex empezó a llenarse otra vez de parientes. Tía Zo y los primos fueron a dar apoyo moral a mis padres. Peter Tatakis cerró un día su consulta quiropráctica de Birmingham, cogió el coche y se fue a cenar con Milt y Tessie. Jimmy y Phyllis Fioretos llevaron kuluria y helado. Era como si la invasión de Chipre no se hubiera producido jamás. Las mujeres se congregaban en la cocina, preparando la comida, mientras los hombres permanecían en el salón, charlando en voz baja. Milton sacó las polvorientas botellas del mueble bar. Quitó la bolsa de terciopelo púrpura a la botella de Crown Royal y la puso a disposición de sus huéspedes. Nuestro viejo backgammon salió de debajo de un montón de juegos de mesa, y algunas de las mujeres mayores empezaron a pasar los dedos por su sarta de cuentas. Todo el mundo sabía que me había fugado, pero nadie sabía por qué. En privado se decían unos a otros: «¿Crees que estará embarazada?». O bien: «¿Sabes si Callie tenía novio?». Y otras veces: «Siempre me había parecido buena chica. Nunca se me habría ocurrido que iba a salir con éstas». Y también: «Siempre andaban presumiendo de los sobresalientes que sacaba su hija en ese colegio pijo. Bueno, pues ya no presumen».

El padre Mike cogía la mano a Tessie, a quien el sufrimiento impedía levantarse de la cama. Quitándose la chaqueta, sólo con la camisa negra de manga corta con el alzacuello, le decía que en sus oraciones iba a pedir que volviera. Le aconsejaba que acudiese a la iglesia y encendiese una vela por mí. Ahora me pregunto por la expresión que tendría el padre Mike mientras cogía a mi madre de la mano en su alcoba. ¿Había algún indicio de Schadenfreude? ¿O de que disfrutara con la desdicha de su antigua prometida? ¿O de alegría por el hecho de que el dinero no pudiera proteger a su cuñado del infortunio? ¿O de alivio porque, por una vez, en el trayecto de vuelta a casa, Zoë, su mujer, no lo comparase desfavorablemente con Milton? No puedo contestar a esas preguntas. En cuanto a mi madre, estaba bajo la influencia de los sedantes y sólo recuerda que la presión que sentía en los ojos hacía que la cara del padre Mike, le resultase extrañamente alargada, como en un cuadro de El Greco.

Por la noche, Tessie dormía a intervalos. Se despertaba continuamente, presa del pánico. Por la mañana hacía la cama pero, después de desayunar, a veces iba a echarse de nuevo, corriendo las cortinas y dejando sus diminutas Keds blancas cuidadosamente colocadas en la alfombra. Las cuencas de sus ojos cobraban un tinte morado y una vena empezaba a latirle visiblemente en las sienes. Cuando sonaba el teléfono, parecía que le iba a estallar la cabeza.

—¿Diga?

—¿Alguna noticia?

Era tía Zo. A Tessie se le caía el alma a los pies.

—Nada.

—No te apures. Ya aparecerá.

Hablaban unos momentos, hasta que Tessie anunciaba que tenía que colgar.

—Tengo que dejar la línea libre.

Por la mañana, una gran cortina de niebla se abate sobre la ciudad de San Francisco. Viene de lejos, del mar. Se forma sobre los Farallones, cubriendo las rocas donde se encaraman los leones marinos, y luego avanza hacia Ocean Beach, llenando el amplio cuenco verde del parque Golden Gate. La niebla oscurece a los corredores matinales y a los solitarios practicantes de tai chi. Empaña los cristales del Pabellón de Cristal. Trepa por la ciudad entera, sobre cines y monumentos, sobre los cubiles de la droga de Panhandle y los albergues de vagabundos del Tenderloin. La niebla cubre las casas victorianas de color pastel de Pacific Heights y envuelve las casas de los colores del arco iris del Haight. Se retuerce entre las sinuosas callejas de Chinatown; aborda los tranvías, arrancando a sus campanas un sonido como de boyas; asciende por la Torre Coit hasta hacerla desaparecer de la vista; se desplaza hacia la Misión, donde los mariachis siguen durmiendo; y molesta a los turistas. La bruma de San Francisco —esa niebla fría que, borrando identidades, pasa diariamente por la ciudad— explica mejor que nada por qué la ciudad es como es. Después de la Segunda Guerra Mundial, San Francisco era el punto principal de retorno de los marineros de servicio en el Pacífico. En alta mar, muchos de aquellos marineros habían adquirido hábitos amatorios que estaban muy mal vistos en tierra firme. De modo que aquellos marineros se quedaron en San Francisco, creciendo en número y atrayendo a otros, hasta que la ciudad se convirtió en la capital gay, en la Hauptstadt homosexual. (Una prueba más de lo imprevisible que es la vida: el Castro es el resultado directo del complejo militar-industrial). Fue la niebla lo que atraía a aquellos marineros, porque daba a la ciudad el carácter anónimo y cambiante del mar, y en tal anonimato el cambio personal era mucho más fácil. A veces resultaba difícil saber si la bruma pasaba por la ciudad o si la ciudad se dejaba llevar a su encuentro. En la década de 1940, la niebla ocultaba las actividades de aquellos marineros a los habitantes de la ciudad. Pero la niebla no se conformó con eso. En los años cincuenta llenaba la cabeza de los beats del mismo modo que la espuma de los capuchinos coronaba sus tazas. En los sesenta obnubilaba la mente de los hippies igual que el humo de la marihuana ascendía de sus pipas. Y en los setenta, cuando llegó Cal Stephanides, la niebla nos ocultaba en el parque a mis nuevos amigos y a mí.

Al tercer día de mi estancia en el Haight, entré en una cafetería a comerme un banana split. Luego pedí otro. El entusiasmo de mi nueva libertad había empezado a disiparse. Los atracones a dulces no me quitaban la depre, como ocurría la semana anterior.

—¿Tienes una moneda?

Alcé la vista. Encorvado frente a mi velador de mármol había un tío que conocía bien. Era uno de aquellos chicos de los pasos inferiores, de los fugados que vivían gorroneando y a los que yo no me acercaba. Llevaba puesta la capucha de la sudadera, que enmarcaba un rostro ovalado, encendido, plagado de granos.

—Lo siento —dije.

El muchacho se agachó, acercando la cara a la mía.

—¿Tienes una moneda? —repitió.

Su insistencia me molestó. Así que lo fulminé con la mirada.

—Yo podría hacerte la misma pregunta —le dije.

—Yo no soy el que se está poniendo tibio a helado.

Echó una mirada detrás de mí y, en tono más afable, preguntó:

—¿Por qué vas a todas partes con ese maletón?

—Eso es cosa mía.

—Ayer te vi cargando con eso.

—Tengo dinero para pagar el helado, pero nada más.

—¿No tienes sitio para estar?

—Tengo montones de sitios.

—Si me invitas a una hamburguesa te enseñaré un buen sitio.

—Te he dicho que los tengo a montones.

—Conozco un sitio fenómeno en el parque.

—Sé ir solo al parque. Todo el mundo puede ir al parque.

—No, el que no quiere que se lo pasen por las armas, no va. Tú no sabes lo que pasa, tío. En el Gate hay sitios seguros y sitios que no lo son. Mis amigos y yo tenemos un sitio fenómeno. Muy aislado. Ni la poli lo conoce, así que nos lo montamos todo el tiempo. A lo mejor te dejamos estar allí, pero antes tengo que comerme una hamburguesa doble con queso.

—Hace un momento era sólo una hamburguesa.

—Eso para que no te duermas. Los precios suben continuamente. Bueno, ¿cuántos años tienes?

—Dieciocho.

—Sí, vale, y yo me lo creo. Tú no tienes dieciocho. Yo tengo dieciséis y tú no eres mayor que yo. ¿Eres de Marin?

Negué con la cabeza. Hacía tiempo que no hablaba con alguien de mi edad. Era un alivio. Me daba la sensación de estar menos solo. De todos modos, seguí sin bajar la guardia.

—Pero eres un chico rico, ¿verdad, señor Lacoste?

No dije nada. Y de pronto era todo súplica, como un niño pequeño pidiendo la comida, las rodillas temblorosas.

—Venga ya, que tengo hambre. Vale, olvídate de la doble. Una hamburguesa sencilla.

—Vale.

—Genial. Hamburguesa. Y patatas fritas. Has dicho patatas, ¿verdad? No te lo vas a creer, tío, pero mis padres también son ricos.

Así empezó mi temporada en el parque Golden Gate. Resultó que mi nuevo amigo, Matt, no mentía acerca de sus padres. Era de Main Line. Su padre era un abogado de Filadelfia, divorciado. Matt era el cuarto hijo, el más pequeño. Bajo y fornido, de mandíbula prominente y voz gutural, chamuscada por el humo, se había ido de casa el verano anterior para seguir a los Grateful Dead y ya no había vuelto. En los conciertos vendía camisetas con un diseño que conseguía atando las prendas antes de teñirlas, y marihuana o ácido cuando tenía ocasión. En las profundidades del parque, adonde me condujo, conocí a sus adláteres. No se trataba de un grupo fijo, y se componía de entre cuatro y ocho chicos.

—Éste es Cal —me presentó Matt—, va a dormir aquí un tiempo.

—Vale.

—¿Trabajas en una funeraria, tío?

—Al principio lo tomé por Abe Lincoln.

—Bueno, pero si ésa no es más que la ropa de viaje de Cal —dijo Matt—. En la maleta lleva otras cosas, ¿verdad?

Asentí con la cabeza.

—¿Quieres comprarme una camisa? Tengo algunas.

—Bueno.

El campamento estaba situado en un bosquecillo de mimosas. Entre las ramas de los árboles, las peludas flores encarnadas parecían escobillas limpiapipas. Sobre las dunas se extendían voluminosos arbustos de hoja perenne que formaban abrigos naturales. Huecos por dentro, con el suelo seco. No dejaban entrar el viento y, la mayoría de las veces, protegían de la lluvia. Dentro había espacio suficiente para estar sentado. En cada uno de aquellos arbustos había unos cuantos sacos de dormir; cuando alguien quería acostarse, simplemente se metía en el que estuviera vacío. Se aplicaba una ética de comunidad. En el campamento siempre había chicos que se marchaban o llegaban. Los pertrechos se componían de todos los artículos allí abandonados; un hornillo de cámping, una olla para la pasta, cubiertos diversos, vasos de gelatina de frutas, mantas y un Frisbee fosforescente que los chicos se lanzaban unos a otros, a veces reclutándome a mí para completar algún equipo. («Joder, Lacoste, tiras como una tía, macho.»). Estaban bien provistos de frutos secos, pipas de agua, pipas de marihuana, frascos de nitrato de amilo, pero mal pertrechados de toallas, ropa interior, pasta de dientes. A unos treinta metros o así había una zanja que nos servía de letrina. La fuente del acuario era cómoda para lavarse, pero había que hacerlo de noche para evitar a la policía.

Si un chico se echaba novia, la chica se incorporaba al campamento durante algún tiempo. Yo no me acercaba a ellas, temiendo que adivinaran mi secreto. Era como un inmigrante con aires de grandeza que se encuentra con alguien de su pueblo. No quería que me calasen, de manera que no abría la boca. Pero en aquella compañía habría sido lacónico de todos modos. Todos eran admiradores de los Grateful, de manera que ése era el tema principal de conversación. Quién había visto a Jerry y en qué concierto. Quién tenía una cinta pirata de qué concierto. Matt había dejado el instituto, pero tenía unas dotes impresionantes para catalogar hasta los detalles más insignificantes de los Dead. Se sabía de memoria las fechas y las ciudades de su gira. Se sabía la letra de todas las canciones, dónde la habían tocado, cuántas veces, y los temas que el grupo había interpretado una sola vez. Vivía con la esperanza de que tocaran determinadas canciones, igual que los fieles esperan el advenimiento del Mesías. Algún día, los Grateful Dead tocarían «Cosmic Charlie», y Matt Larson quería estar presente en el acontecimiento para ver cómo se redimía la Creación. Una vez vio a Mountain Girl, la mujer de Jerry.

—Una tía pero que muy legal, joder —observó—. Yo me enamoraría hasta las cachas de una tía así. Si me encontrara una tía tan cojonuda como Mountain Girl, me casaría con ella y tendría hijos y toda esa mierda.

—¿Y un trabajo también?

—Podríamos seguir la gira. Llevar a los niños en mochilas. Como los indios. Y vender hierba.

No éramos los únicos que vivíamos en el parque. Al otro lado del campo, había unas dunas ocupadas por vagabundos de barba larga y rostro renegrido por la mugre y el sol. Era sabido que saqueaban los demás campamentos, de manera que nunca dejábamos el nuestro sin vigilancia. Aquélla era, más o menos, la única norma que seguíamos. Siempre tenía que haber alguien montando guardia.

Me quedé con los admiradores de los Grateful Dead porque tenía miedo. Los días pasados en la carretera me habían hecho ver las ventajas de estar en grupo. No teníamos nada en común; nos habíamos fugado por motivos diferentes. No eran chicos con los que hubiera hecho amistad en circunstancias normales, pero por una breve temporada podía arreglármelas con ellos. No tenía otro sitio adonde ir. Pero nunca me encontré a gusto. No es que fuesen especialmente brutos. Estallaban peleas cuando habían bebido, pero imperaban los valores de la no violencia. Todos leían Siddharta. Un manoseado ejemplar de bolsillo circulaba por el campamento. Yo también lo leí. Es una de las cosas que mejor recuerdo de entonces: Cal sentado en una peña, leyendo a Hermann Hesse y aprendiendo cosas sobre Buda.

—Me han dicho que Buda dejó el ácido —afirmó un admirador de los Dead—. Así le llegó la iluminación.

—En aquella época no había ácido, tío.

—No, era como un hongo, ya sabes.

—Yo creo que Jerry es Buda, tío.

—¡Eso!

—Como cuando vi tocar a Jerry cuarenta y cinco minutos en aquella improvisación de «Truckin in Santa Fe». ¡Joder, entonces supe que era Buda!

Yo no tomaba parte en aquellas conversaciones. Veo a Cal bajo los arbustos más lejanos mientras todos los admiradores de los Dead se van quedando dormidos.

Me había fugado sin reflexionar en lo que iba a ser de mi vida. Me había largado sin tener un sitio adonde ir. Ahora me encontraba sucio, me estaba quedando sin dinero. Antes o después tendría que llamar a mis padres. Pero por primera vez en la vida, sabía que ellos no podían hacer nada por ayudarme. Nadie podía hacer nada.

Todos los días llevaba a la pandilla a Ali Babas y les invitaba a hamburguesas vegetarianas, a setenta y cinco centavos cada una. Me había desentendido de la mendicidad y de vender droga. La mayor parte del tiempo andaba por el bosquecillo de mimosas, cada vez más desesperado. Alguna que otra vez, fui andando a la playa, a sentarme frente al mar. Pero al cabo de un tiempo también dejé de hacer eso. La naturaleza no me servía de consuelo. Lo de fuera se había acabado. No había sitio donde no estuviera yo.

Para mis padres era lo contrario. Adondequiera que fuesen, hicieran lo que hiciesen, siempre se topaban con mi ausencia. A la tercera semana de mi desaparición, amigos y parientes dejaron de acudir a Middlesex. La casa se hizo más silenciosa. No sonaba el teléfono. Milton llamó a Capítulo Once, que vivía entonces en la península septentrional.

—Tu madre está pasando una época muy mala —le dijo—. Seguimos sin saber dónde está tu hermana. Estoy seguro de que tu madre se sentiría un poco mejor si te viera. ¿Por qué no vienes a pasar el fin de semana?

Milton no le mencionó mi nota para nada. Durante el tiempo que estuve yendo a la clínica, sólo había informado a Capítulo Once en los términos más simples. Capítulo Once oyó el tono de gravedad en la voz de Milton y convino en empezar a ir los fines de semana y dormir en su antigua habitación. Poco a poco se fue enterando de los detalles de mi afección, reaccionando de manera más suave que mis padres, lo que les permitió, al menos a Tessie, ajustarse un poco a la nueva realidad. En aquellos fines de semana fue cuando Milton, desesperado por cimentar las restauradas relaciones, instó una vez más a su hijo a que trabajara en el negocio familiar.

—Ya no sigues con esa tal Meg, ¿verdad?

—No.

—Bueno, has dejado los estudios de ingeniería. ¿Qué haces ahora? Tu madre y yo no tenemos una idea muy clara de la vida que llevas allá, en Marquette.

—Trabajo en un bar.

—¿Que trabajas en un bar? ¿Haciendo qué?

—Me ocupo de la plancha.

Milton sólo hizo una breve pausa.

—¿Qué prefieres hacer, seguir trabajando en la plancha o dirigir algún día los Hércules Hot Dogs? De todas formas, tú fuiste quien los inventaste.

Capítulo Once no dijo que sí. Pero tampoco que no. Había cumplido veinte años y empezaba a quedarse calvo. En una época, fue uno de esos chalados por la ciencia, pero los sesenta le cambiaron las ideas. Capítulo Once se había convertido en lactovegetariano, aprendiz de meditación trascendental, aficionado a los brotes de peyote. Una vez, mucho tiempo atrás, seccionó pelotas de golf por la mitad para ver lo que había dentro; pero en cierto momento de su vida mi hermano sintió fascinación por conocer el interior del cerebro. Convencido de la esencial inutilidad de la educación formal, se había apartado de la civilización. Los dos tuvimos nuestra época de volver a la naturaleza, Capítulo Once en la península y yo en el parque Golden Gate. Pero cuando mi padre le hizo la oferta, Capítulo Once ya estaba un poco harto del bosque.

—Venga —dijo Milton—. Vamos a tomarnos un Hércules ahora mismo.

—Yo no tomo carne —repuso Capítulo Once—. ¿Cómo voy a dirigir ese negocio si no pruebo la carne?

—Estoy pensando en poner un mostrador de ensaladas —anunció Milton—, en estos días mucha gente hace un régimen bajo en grasas.

—Buena idea.

—¿Sí? ¿Te parece bien? Entonces, ése podría ser tu departamento. —Milton dio un codazo a Capítulo Once, bromeando—. Empezaremos nombrándote vicepresidente, encargado del mostrador de ensaladas.

Cogieron el coche y fueron al Hércules del centro. Había bastantes clientes a aquella hora. Milton saludó al gerente, Gus Zaras.

Yasu.

Gus alzó la cabeza y, un segundo después, esbozó una amplia sonrisa.

—Qué hay, Milt. ¿Cómo estás?

—Bien. Estupendamente. He traído al futuro jefe a que conozca el local —dijo, señalando a Capítulo Once.

—Bienvenido a la dinastía familiar —repuso Gus con entusiasmo, abriendo los brazos.

Se reía demasiado fuerte. Pareció darse cuenta y se calló. Hubo un silencio embarazoso. Luego preguntó:

—Bueno, Milt. ¿Qué vais a tomar?

—Dos con todo. ¿Qué tenemos de vegetariano?

—Judías.

—Vale. Dale a mi chico un tazón de judías.

—Marchando.

Milton y Capítulo Once eligieron taburete y esperaron a que les sirvieran. Al cabo de otro largo silencio, Milton dijo:

—¿Sabes cuántos sitios de éstos tiene tu padre en estos momentos?

—¿Cuántos? —quiso saber Capítulo Once.

—Sesenta y seis. Ocho en Florida.

Hasta allí llegaban los puestos, gracias a una ambiciosa técnica de ventas. Milton comió en silencio sus perritos calientes Hércules. Sabía perfectamente por qué Gus se mostraba tan excesivamente amistoso. Porque pensaba lo que todo el mundo piensa cuando desaparece una chica. Pensaba lo peor. Había momentos en que Milton también lo pensaba. Pero no lo confesaba a nadie. Ni siquiera lo reconocía en su fuero interno. Pero siempre que Tessie decía algo del cordón umbilical, afirmando que me seguía sintiendo en alguna parte, Milton sentía deseos de creerla.

Un domingo, cuando Tessie se marchaba a la iglesia, Milton le dio un billete grande.

—Enciende una vela a Callie. Coge un puñado —dijo, alzando los hombros—. Eso no hace daño.

Pero cuando su mujer se marchó, Milton sacudió la cabeza.

—Pero ¿qué es lo que me pasa? ¡Encender velas! ¡La leche!

Estaba furioso consigo mismo por caer en tamaña superstición. Volvió a jurar que me encontraría, que me traería de vuelta. De una forma u otra. Ya se le presentaría una oportunidad, y entonces Milton Stephanides no la desaprovecharía.

Los Dead fueron a Berkeley. Matt y los demás asistieron en pandilla al concierto. Me quedé encargado de cuidar el campamento.

Es medianoche en el bosquecillo de mimosas. Estoy despierto, oyendo ruidos. Se mueven luces entre los arbustos. Murmullos. Sobre mi cabeza las hojas se vuelven blancas y veo el andamiaje de las ramas. Motitas de luz corren por el suelo, por mi cuerpo, por mi cara. Un momento después, una linterna resplandece en el interior de mi madriguera.

Los hombres se me echan encima enseguida. Uno me enfoca la cara con la linterna mientras otro me salta sobre el pecho, aprisionándome los brazos.

—¡Vamos, arriba, espabílate! —exclama el de la linterna.

Son dos de los sin techo que viven en las dunas del otro lado. Mientras uno se sienta encima de mí, el otro empieza a registrar el campamento.

—¿Qué clase de cositas guardáis aquí, pandilla de cabrones?

—Fíjate —dice el otro—. Este maricón se va a cagar en los pantalones.

Aprieto bien las piernas, los miedos femeninos aún haciendo presa en mí.

Buscan droga, principalmente. El de la linterna sacude los sacos de dormir y me registra la maleta. Al cabo de un rato vuelve y pone una rodilla en tierra.

—¿Dónde están tus amigos, tío? ¿Se han pirado y te han dejado solo?

Ha empezado a registrarme los bolsillos. Pronto me encuentra la billetera. Al vaciarla, mi carné del colegio cae al suelo. Lo enchufa con la linterna.

—¿Quién es ésta? ¿Tu novia?

Mira fijamente la foto, sonriendo con una expresión burlona. Coge el carné y se lo pone frente a la bragueta, moviendo las caderas hacia atrás y hacia delante.

—¿A tu novia le gusta chupar la polla? ¡Pues claro que sí!

—Déjame verla —dice el otro.

El de la linterna me tira el carné al pecho. El que me tiene aprisionado me acerca la cara y, con voz grave, dice:

—No te muevas, hijoputa.

Me suelta los brazos y coge el carné.

Ahora puedo verle la cara. Barba entrecana, dientes podridos, tabique nasal desviado. Estudia la foto.

—Qué delgaducha está, la puta esta.

Pasa la mirada de mi cara a la foto y le cambia la expresión.

—¡Es una tía!

—Buenas entendederas, tío. Siempre he dicho eso de ti.

—No, me refiero a él. —Me señala con el dedo—. ¡Es una tía! Una chica.

Levanta la mano con el carné, para que el otro lo vea. La linterna alumbra de nuevo a Calíope con su chaqueta y su blusa de uniforme.

Tras la mano levantada, el hombre arrodillado sonríe maliciosamente.

—Así que nos estás ocultando algo, ¿eh? ¿Tienes mercancía de contrabando debajo de los pantalones? Sujétala —ordena.

El hombre que está a horcajadas sobre mí vuelve a inmovilizarme los brazos mientras el otro me desabrocha el cinturón.

Intenté resistir. Me retorcí y pataleé. Pero eran demasiado fuertes para mí. Me bajaron los pantalones hasta las rodillas. El de la linterna me enfocó y retrocedió de un salto.

—¡La hostia!

—¿Qué pasa?

—¡Joder!

—¿Qué?

—Es un puto monstruo.

—¿Qué?

—Me dan ganas de vomitar, tío. ¡Fíjate!

En cuanto el otro echó una ojeada, me soltó como si tuviera la peste. Hecho una furia, se puso en pie. Mediante un acuerdo silencioso, empezaron a darme patadas al tiempo que proferían maldiciones. El que me había sujetado me dio una patada en el costado. Le cogí la pierna y me aferré a ella.

—¡Suéltame, monstruo!, el otro empezó a darme en la cabeza. Me dio tres o cuatro patadas antes de que perdiera el sentido.

Cuando volví en mí, todo estaba en calma. Me dio la impresión de que se habían marchado. Entonces oí una risita.

—Espadas cruzadas —dijo alguien.

Los dos chorros amarillentos, centelleando, se cruzaron. Me empaparon.

—Vuelve al agujero de donde has salido, monstruo.

Y allí me dejaron.

Aún era de noche cuando llegué a la fuente pública del acuario. Me lavé. No parecía que sangrase por ningún sitio. Tenía el ojo derecho hinchado, completamente cerrado. Cuando respiraba hondo me dolía el costado. Llevaba la Samsonite. Mi capital se reducía a setenta y cinco céntimos. Deseaba llamar a casa más que nada. En cambio, llamé a Bob Presto. Me dijo que vendría enseguida a recogerme.