VEN AL OESTE, JOVEN

Una vez más, en Berlín, un Stephanides vive entre los turcos. Me siento a gusto aquí, en Schöneberg. Las tiendas turcas de Hauptstrasse se parecen a las que me llevaba mi padre. La comida es la misma, los higos secos, el jalvá, las hojas de parra rellenas. Las caras también son las mismas, marcadas de arrugas, de ojos oscuros, pómulos salientes. Pese a la historia de la familia, Turquía me atrae. Me gustaría trabajar en la embajada de Estambul. He presentado una solicitud para que me trasladen allí. Así completaría el círculo.

Hasta que eso ocurra, me conformo con estar aquí. Observo al empleado que hace el pan en el restaurante döner de debajo de mi casa. Lo hace en un horno de piedra, como los que había en Esmirna. Utiliza una pala de mango largo para remover y sacar el pan. Trabaja el día entero, catorce, dieciséis horas, con sostenida atención, dejando huellas con las sandalias en el suelo salpicado de harina. Un artista de la panadería. Stephanides, un norteamericano, hijo de griegos, admira a ese inmigrante turco en Alemania, a ese Gastarbeiter, por la manera en que hace el pan aquí, en Hauptstrasse, en el año 2001. Todos tenemos muchas partes, otras mitades. No sólo yo.

El timbre de la puerta de la Barbería Ed’s, en la estación de autobuses de Scranton, repicó alegremente. Ed, que estaba leyendo el periódico, lo dejó para saludar al nuevo cliente.

Hubo una pausa. Luego, Ed dijo:

—¿Qué te ha pasado? ¿Has perdido una apuesta?

Ya dentro del establecimiento pero como si fuera a salir corriendo en cualquier momento, había un adolescente alto, enjuto y nervudo, una de las cosas más raras que Ed había visto en la vida. Con melena a lo hippy hasta más abajo de los hombros, llevaba un traje de color oscuro. La chaqueta le estaba ancha, y llevaba los pantalones, demasiado estrechos, muy por encima de los zapatones marrones de puntera cuadrada. Incluso desde el otro lado de la barbería, Ed percibió un olor a mohoso, a tienda de ropa usada. Pero la maleta que llevaba el muchacho, grande y gris, era la de un hombre de negocios.

—Es que me he cansado de este estilo —dijo el chico.

—Y yo también —repuso Ed.

El peluquero me señaló un sillón. Yo —el fácilmente rebautizado Cal Stephanides, adolescente fugado de casa—, dejé la maleta en el suelo y la chaqueta en el perchero. Me dirigí al sillón, procurando caminar como un chico. Como quien ha sufrido un ataque, tenía que aprender de nuevo a hacer todos los movimientos, incluso los más simples. En lo que se refería a caminar, no resultaba difícil. La época en que las chicas de Baker e Inglis llevaban libros en equilibrio sobre la cabeza había desaparecido tiempo atrás. Mis andares ligeramente desgarbados, en expresión del doctor Luce, constituían una predisposición a integrarme en el sexo desgarbado. Mi esqueleto era de hombre, con un centro de gravedad más elevado, lo que imprimía mayor propulsión al avance. Las rodillas eran lo que me daba problemas. Tenía tendencia a caminar juntando las rodillas, lo que me obligaba a balancear las caderas y mover el trasero. Ahora procuraba mantener la pelvis inmóvil. Para andar como un chico había que mover los hombros, no las caderas. Y se caminaba con los pies bastante separados. Todo eso lo aprendí en un día y medio en la carretera.

Subí al sillón, encantado de dejar de moverme. El peluquero me colocó un babero de papel en torno al cuello. Luego me puso un delantal por encima. No hacía más que mirarme, a ver si me cogía la onda, sacudiendo la cabeza de un lado a otro.

—Nunca he entendido lo que os pasa a los jóvenes con eso del pelo largo. Casi me quedo sin negocio. Aquí vienen sobre todo tíos que ya están jubilados. Los que vienen a cortarse el pelo, no tienen pelo. —Se rió entre dientes, pero sólo un poco—. Vale, así que ya empieza a llevarse algo más corto. Y me digo, estupendo, a ver si ahora puedo ganarme la vida, Pero no. Ahora todo el mundo se apunta a lo unisex. Quieren que les laven la cabeza. No querrás que te lave la cabeza, ¿verdad?

—Sólo que me corte el pelo.

Asintió, satisfecho.

—¿Cómo lo quieres?

—Corto —aventuré.

—¿Corto, corto? —preguntó.

—Corto, pero no demasiado.

—Vale. Corto, pero no demasiado. Buena idea. Es interesante ver cómo vive la otra mitad.

Me quedé helada, pensando que me había lanzado alguna indirecta. Pero sólo estaba de broma.

Ed llevaba el pelo pulcramente cortado. Se peinaba hacia atrás el poco que le quedaba. Tenía unas facciones toscas, agresivas. Sus fosas nasales, anchas y oscuras, daban vueltas a mi alrededor mientras él trabajaba, bombeando el sillón con el pie para que se elevara y afilando la navaja en el suavizador de cuero.

—¿Y tu padre te deja ir con el pelo así?

—Hasta ahora, sí.

—Así que el viejo se ha decidido por fin a enderezarte. Pues oye, no lo vas a lamentar. A las mujeres no les gusta que los tíos vayan como ellas. Por mucho que te digan, lo que quieren es un hombre hecho y derecho. ¡Qué coño!

La palabrota, las navajas de afeitar, las brochas, esos objetos me daban la bienvenida al mundo masculino. El barbero tenía puesto el partido de fútbol americano en la tele. El calendario mostraba una botella de vodka y una chica guapa con un biquini blanco de pieles. Apoyé la planta de los pies en el reposapiés, semejante a una plancha para hacer gofres, mientras Ed daba la vuelta una y otra vez al sillón para ponerme delante del centelleante espejo.

—Pero ¿cuánto tiempo llevas sin cortarte el pelo, hombre de Dios?

—¿Se acuerda de cuando el hombre pisó la luna?

—Sí. Debe de ser desde esa época.

Me volvió para que me viera en el espejo. Y allí la tenía por última vez, en el espejo plateado: Calíope. Aún no había desaparecido del todo. Era como un espíritu cautivo, asomándose al exterior.

El peluquero me pasó el peine por la melena. Lo fue levantando con pericia, haciendo ruiditos con las tijeras. Las hojas aún no me tocaban el pelo. Los tijeretazos eran sólo una especie de preparación mental, un ejercicio de calentamiento. Eso me daba tiempo de arrepentirme. Pero ¿qué estaba haciendo? ¿Qué pasaba si el doctor Luce tenía razón? ¿Y si la chica del espejo era realmente yo? ¿Cómo se me había ocurrido que podía cambiar de bando tan fácilmente? ¿Qué sabía yo de chicos, de hombres? Ni siquiera me gustaban mucho.

—Esto es como talar un árbol —opinó Ed—. Primero hay que podar las ramas. Luego ya puedes cortar el tronco.

Cerré los ojos. Me negué a seguir manteniendo por más tiempo la mirada de Calíope. Me aferré a los brazos del sillón y esperé a que el peluquero hiciera su trabajo. Pero entonces las tijeras resonaron contra la repisa del espejo. Con un zumbido, la maquinilla se puso en marcha. Empezó a dar vueltas en torno a mi cráneo como un enjambre de abejas. Ed me pasó de nuevo el peine, levantándome mechones, y oí que el zumbido se precipitaba en picado sobre mi cabeza.

—Allá vamos —anunció.

Seguí con los ojos cerrados. Pero sabía que ya no había vuelta atrás. La maquinilla me rastrilló el cráneo. Me mantuve firme. Mechones de pelo caían al suelo.

—Tendría que cobrarte de más —aventuró Ed.

Entonces abrí los ojos, alarmado por lo que fuera a cobrarme.

—¿Cuánto es?

—No te preocupes. Te cobraré lo mismo. Es mi obra patriótica de hoy. Contribuiré a que la democracia siga viva en el mundo.

Mis abuelos huyeron de su tierra a causa de una guerra. Ahora, cincuenta y dos años más tarde, yo también huía. Pensaba que me estaba salvando tan definitivamente como ellos. Me estaba fugando sin mucho dinero en el bolsillo y disfrazado con mi nueva identidad sexual. No surcaba el océano en un buque; en cambio, una serie de vehículos me trasladarían de un extremo a otro del continente. Yo también me estaba convirtiendo en otra persona, como Lefty y Desdémona, y no sabía lo que iba a pasarme en aquel mundo nuevo al que había llegado.

También tenía miedo. Nunca había ido sola a ningún sitio. No sabía cómo funcionaba el mundo ni cuánto costaban las cosas. Desde el Hotel Lochmoor había ido en taxi hasta la estación de autobuses porque no sabía el camino. En Port Authority deambulé frente a las tiendas de corbatas y los puestos de comida en busca de las ventanillas de los billetes. Cuando las encontré, saqué uno para un autobús nocturno con destino a Chicago, y pagué la tarifa hasta Scranton, en Pensilvania, que era todo lo que podía gastarme según mis cálculos. Los vagabundos y drogatas que ocupaban los bancos me miraban de arriba abajo, a veces chasqueando los labios o diciendo algo por lo bajo. Me asustaron. Casi abandoné la idea de fugarme. Si me daba prisa, podría llegar al hotel antes de que Milton y Tessie volvieran de ver a Carol Channing. Me senté en la sala de espera, examinando esa posibilidad, con el borde de la Samsonite apretado entre las rodillas como si en cualquier momento alguien fuera a arrebatármela por la fuerza. Representé escenas en mi imaginación en las que, tras declarar mi intención de vivir como un chico, mis padres, protestando al principio pero luego ablandándose, me aceptaban. Pasó un guardia. Cuando desapareció, fui a sentarme junto a una mujer de mediana edad, esperando que me tomaran por su hija. Una voz anunció por el altavoz el embarque en mi autobús. Eché una mirada a los demás pasajeros, a los pobres que viajaban de noche. Había un vaquero entrado en años que llevaba un saco marinero y una estatuilla de Louis Armstrong de recuerdo; dos curas católicos de Sri Lanka; no menos de tres madres con bastante sobrepeso cargadas de niños y mantas, y un hombrecillo que resultó ser un jockey, lleno de arrugas y con los dientes manchados de nicotina. Hicieron cola para subir al autobús mientras la escena que se desarrollaba en mi cabeza empezó a adquirir un giro propio, desobedeciendo mis instrucciones escénicas. Ahora Milton negaba con la cabeza y el doctor Luce se ponía una mascarilla quirúrgica, mientras mis compañeras de Grosse Pointe me señalaban con el dedo y se reían, el rostro iluminado de malicioso regocijo.

En un trance de terror, aturdida pero temblando, subí al autobús en penumbra. Buscando protección, me senté junto a una señora de mediana edad. Los demás pasajeros, habituados a aquellos viajes nocturnos, ya estaban sacando termos y desenvolviendo bocadillos. De los asientos traseros venía un olor a pollo frito. De pronto vi que tenía mucha hambre. Deseé estar de vuelta en el hotel, llamando al servicio de habitaciones. Tenía que conseguir ropa nueva enseguida. Necesitaba parecer mayor, que se me quitara el aspecto de presa fácil. Tenía que empezar a vestirme de chico. El autobús salió de Port Authority y, mientras se dirigía a las afueras de la ciudad por el largo y vertiginoso túnel de amarillentas luces que conduce a Nueva Jersey, me daba perfecta cuenta de lo que estaba haciendo. Pero era incapaz de detenerme. Bajo tierra, con el asqueroso fondo del río sobre la cabeza y los peces nadando en las negras aguas al otro lado de los curvos azulejos, iba paralizada de terror.

En Scranton, no lejos de la estación de autobuses, vi una tienda del Ejército de Salvación y entré a comprarme un traje. Pretendí que era para mi hermano, aunque nadie me hizo preguntas. Las tallas masculinas me dejaban perpleja. Me ponía discretamente las chaquetas por encima para ver si me quedaban bien. Finalmente encontré un traje más o menos a mi medida. Tenía un aspecto resistente y parecía servir para cualquier estación. En el forro, la etiqueta decía: «Moda masculina Durenmatt’s, Pittsburg». Me quité mi Papagallo.

Miré a ver si me observaba alguien y me probé la chaqueta. No sentí lo que debía de haber sentido un chico. No era como ponerse la chaqueta de papá y sentirse todo un hombre. Sino como tener frío y hacer que el chico con quien salías te diera la chaqueta. Al ponérmela sobre los hombros, me produjo una sensación cálida, de comodidad, pero también de venirme grande, de ser algo ajeno a mi persona. (¿Y con quién salía yo en este caso? ¿Con el capitán del equipo de rugby? No. Mi novio formal era un veterano de la Segunda Guerra Mundial, muerto de una dolencia cardíaca. Un miembro de la Logia del Alce mudado a Texas).

El traje sólo era una parte de mi nueva identidad. Ahora, en la barbería, Ed me pasaba la escobilla por el cuello. Las cerdas soltaban una profusión de polvos de talco, de modo que cerré los ojos. Sentí que me daba otra vuelta en el sillón.

—Bueno, pues ya está —dijo el peluquero.

Abrí los ojos. Y en el espejo no estaba yo. Había desaparecido la Mona Lisa de sonrisa enigmática. Ya no era la chica tímida con el enredado pelo negro sobre la cara, sino su falso hermano gemelo. Sin la cortina del pelo, los últimos cambios sobrevenidos en mi rostro eran aún más evidentes. Tenía la mandíbula más ancha y cuadrada, el cuello más grueso, con una nuez prominente en el centro. Pero en su fuero interno, aquel muchacho seguía sintiendo como una chica. Cortarse el pelo después de una ruptura era una reacción femenina. Una forma de empezar de nuevo, de renunciar a la vanidad, de despreciar el amor. Era consciente de que nunca volvería a ver al Objeto. Pese a problemas mayores, a preocupaciones más acuciantes, fue congoja lo que se apoderó de mí al verme en el espejo. Pensé: Se acabó. Al cortarme el pelo, me castigaba a mí misma por querer tanto a alguien. Había que ser más fuerte.

Cuando salí de la Barbería Ed’s, era otra persona. La gente que pasaba por la estación de autobuses, en la medida en que llegaban a fijarse en mí, me tomaban por un estudiante de alguna pensión cercana. Un joven a punto de entrar en la universidad, con un toque bohemio, a juzgar por el traje de hombre mayor, y sin duda lector de Camus o Kerouac. El traje de Durenmatts tenía cierto aire beatnik. Los pantalones brillaban como si fueran de raso. Debido a mi estatura, podía pasar por mayor de lo que era, diecisiete años, dieciocho quizá. Bajo la chaqueta llevaba un jersey de cuello redondo y, debajo, un polo, dos capas protectoras de dinero paterno junto a la piel, y los mocasines de ante en los pies. Si alguien se fijaba en mí, pensaría que estaba jugando a disfrazarme de algo, como suelen hacer los adolescentes.

Dentro de aquella ropa, el corazón me latía como loco, de puro miedo. No sabía qué hacer. De pronto tenía que preocuparme de cosas a las que nunca había prestado atención. De horarios y tarifas de autobús, de administrar el dinero, de preocuparme por el dinero, de estudiar un menú buscando el plato que costara menos y me llenara más, que aquel día en Scranton, resultó ser judías con carne a la mexicana. Me comí un tazón, mojando en la salsa múltiples paquetes de galletas saladas, mientras echaba un vistazo al itinerario de los autobuses. Estando en otoño, lo mejor era dirigirse al sur o al oeste para pasar el invierno, y como no quería ir al sur, decidí marcharme al oeste. A California. ¿Por qué no? Miré a ver cuánto costaba el billete. Tal como temía, era demasiado.

Había estado lloviznando toda la mañana, de manera intermitente, pero ya se estaban disolviendo las nubes. Más allá de la desesperante casa de comidas, al otro lado de las ventanas salpicadas de lluvia y al final del camino de acceso bordeado de sucio césped, corría la Interestatal. Sin tanta hambre pero aún presa de la soledad y el miedo, me quedé viendo cómo pasaban los coches a toda velocidad. Se acercó la camarera y me preguntó si quería café. Aunque nunca lo había probado, le dije que sí. En cuanto me lo sirvió, lo adulteré con dos paquetitos de leche concentrada y cuatro de azúcar. Cuando adquirió un gusto a helado de café, me lo bebí.

De la estación salían autobuses continuamente, dejando un rastro de gases. Por la autopista, los vehículos pasaban zumbando. Tenía ganas de darme una ducha. De acostarme entre sábanas limpias. Podía hacerlo en la habitación de un motel por nueve dólares y noventa y cinco centavos, pero antes quería estar más lejos. Había estado mucho tiempo sentada a aquella mesa. Pero no sabía claramente qué hacer. Al final, se me ocurrió una idea. Pagué la cuenta y salí de la estación de autobuses. Crucé el camino de acceso y bajé la cuesta hasta la autopista. Dejé la maleta en el arcén y, volviéndome hacia los coches que venían, alcé tímidamente el pulgar.

Mis padres siempre me habían prevenido contra el autoestop. A veces Milton hacía referencia a ciertos artículos de prensa que detallaban el horripilante final de colegialas que habían cometido ese error. No me atreví a levantar mucho el pulgar. En realidad estaba medio en contra de la idea. Los coches pasaban como una bala. Nadie se paraba. Mi tímido pulgar temblaba.

Me había equivocado con Luce. Yo contaba con que, después de hablar conmigo, decidiría que era normal y me dejaría en paz. Pero empezaba a entender algo de la normalidad. La normalidad no era normal. No podía serlo. Si la normalidad fuese normal, nadie se preocuparía de ella. El mundo podía quedarse tranquilo y dejar que la normalidad se manifestase por sí misma. Pero la gente tenía dudas sobre la normalidad, y sobre todo los médicos, que no estaban seguros de que se manifestara como era debido. De modo que se sentían inclinados a corregirla.

En cuanto a mis padres, no los culpaba de nada. Sólo intentaban salvarme de la humillación, de la falta de amor, incluso de la muerte. Después me enteré de que el doctor Luce había insistido en el riesgo que corría al no someterme a tratamiento médico. El «tejido gonadal», tal como denominaba a mis testes no descendidos, podía hacerse canceroso con el correr de los años. (Pero ya he cumplido cuarenta y dos años, y hasta ahora no ha pasado nada).

Por la curva apareció un camión con remolque, lanzando una negra humareda por el tubo de escape vertical. Por el parabrisas de la roja cabina se veía la cabeza del conductor, que parecía la de un muñeco movido por un resorte. Se volvió en mi dirección y, cuando el enorme vehículo pasaba de largo con un estrépito infernal, pisó los frenos. Las ruedas traseras soltaron un poco de humo, chirriaron y, veinte metros más adelante, el camión se quedó parado, esperándome.

Cogí la maleta y, con frenético entusiasmo, eché a correr hacia el camión. Pero al llegar a su altura me detuve. La puerta estaba muy alta. El monstruoso vehículo retumbaba, se estremecía. Desde donde yo estaba no se veía al conductor, y la indecisión me paralizó. Entonces, por la ventanilla apareció de pronto la cabeza del camionero, sobresaltándome. Abrió la puerta.

—¿Subes o qué?

—Subo —contesté.

En la cabina no reinaba la limpieza. Ya llevaba un tiempo de viaje y por todas partes había botellas y envoltorios de comida.

—Tu trabajo consiste en mantenerme despierto —anunció el camionero.

Como no le respondí enseguida, me miró. Tenía los ojos enrojecidos, del mismo tono que el bigote a lo Fu Man Chu y las largas patillas.

—Sólo tienes que hablar sin parar.

—¿De qué quiere que hable?

—¡Cómo coño quieres que lo sepa! —gritó, encolerizado. Pero entonces, con la misma brusquedad, añadió—: ¡De indios! ¿Sabes algo de los indios?

—¿De los indios americanos?

—Sí. Cojo a muchos cabrones de ésos cuando voy al Oeste. Esos hijoputas están como cabras. Están llenos de teorías y mierda de todas clases.

—¿Como qué?

—Pues algunos dicen que no vinieron por el puente terrestre de Bering. ¿Sabes dónde está el puente de Bering? Allá arriba, en Alaska. Ahora se llama estrecho de Bering. Es agua. Una pequeña extensión de agua entre Alaska y Rusia. Pero en la antigüedad era un paso de tierra firme, y por ahí fue por donde entraron los indios. Que venían de China o Mongolia. En realidad, los indios proceden de Oriente.

—No lo sabía —confesé.

Ya se me había pasado un poco el susto. Al parecer, el camionero me tomaba por lo que aparentaba ser.

—Pero algunos indios de esos que cojo afirman que su pueblo no vino por el paso. Dicen que proceden de una isla desaparecida, como la Atlántida.

—No me diga.

—¿Y sabes qué más dicen?

—¿Qué?

—Dicen que los indios fueron quienes redactaron la Constitución… ¡La Constitución de los Estados Unidos!

Resultó que fue él quien llevó la conversación. Yo intervine muy poco. Pero mi presencia era suficiente para mantenerlo despierto. De los indios pasó a los meteoritos; había uno en Montana que los indios consideraban sagrado, y pronto empezó a contarme las visiones celestes con las que se había encontrado en su vida de camionero: estrellas fugaces, cometas y rayos verdes.

—¿Has visto alguna vez un rayo verde? —me preguntó.

—No.

—Dicen que un rayo verde no se puede fotografiar, pero yo lo hice. Siempre llevo una cámara en la cabina por si me encuentro con una de esas gilipolleces alucinantes. Y una vez vi un rayo verde, cogí la cámara y le hice una foto. La tengo en casa.

—¿Qué es un rayo verde?

—Es el color que irradia el sol al salir y al ponerse. Sólo dura dos segundos. Se ve mejor en las montañas.

Me llevó hasta Ohio y me dejó enfrente de un motel. Le di las gracias por el viaje y llevé la maleta a la recepción. Ahí me vino bien el traje. Además de la maleta cara. Ya no parecía que me hubiera fugado de casa. El empleado del motel quizá tuviera dudas sobre mi edad, pero deposité inmediatamente el dinero en el mostrador y enseguida me dio la llave.

Después de Ohio, vino Indiana, Illinois, Iowa y Nebraska. Fui en coches familiares, deportivos, alquilados. Nunca me paraban mujeres solas; únicamente hombres, solos o acompañados por mujeres. Me paró una pareja de turistas holandeses, que se quejaron de la insipidez de la cerveza americana, y a veces me cogían parejas que se peleaban, hartos el uno del otro. En todos los casos me tomaban por el muchacho en que me estaba convirtiendo, de manera más concluyente a cada momento. No andaba por allí Sophie Sassoon para depilarme con cera, así que se me empezó a perfilar el bigote, una especie de mancha sobre el labio superior. Mi voz se iba haciendo cada vez más grave. Con cada bache de la carretera, la nuez se me bajaba un poco más en la garganta.

Si me preguntaban, decía que iba a California a cursar el primer año de carrera en la universidad. No sabía mucho del mundo, pero sí de universidades, o al menos de los estudios, así que afirmaba que iba a Stanford a vivir en un colegio mayor. A decir verdad, los conductores no recelaban mucho. Les importaba un pito lo que fuese. Tenían sus propios problemas. Estaban aburridos, o se sentían solos y querían hablar con alguien.

Como un converso religioso, al principio exageraba un poco. Cerca de Gay, en Indiana, adopté un aire arrogante. Rara vez sonreía. Al pasar Illinois, imité a Clint Eastwood entrecerrando los ojos. Todo era un farol, pero así eran las cosas en el mundo masculino. Todos íbamos por ahí mirándonos con los ojos entornados. Mis andares de fanfarrón no eran diferentes de los que adoptan montones de adolescentes tratando de ser varoniles. Por eso resultaba convincente mi actitud. Su misma falsedad la hacía creíble. De cuando en cuando me salía del personaje. Notando que se me había pegado algo en el zapato, levantaba la pierna y volvía la cabeza para mirarme el talón y ver lo que era. Para dar el cambio justo, cogía las monedas de la palma de la mano en vez de sacármelas del bolsillo del pantalón. Esos fallos me daban pánico, pero innecesariamente. Nadie se daba cuenta. Me ayudaba ese hecho: la gente no se fija mucho.

Sería falso afirmar que entendía todo lo que sentía. Eso es imposible a los catorce años. El instinto de conservación me decía que corriera, y estaba corriendo. El terror me perseguía. Echaba de menos a mis padres. Me sentía culpable por darles preocupaciones. El informe del doctor Luce me obsesionaba. Por la noche, en diversos moteles, me dormía cansada de llorar. El hecho de fugarme no hacía que me sintiera menos monstruo. Frente a mí sólo veía humillación y rechazo, y lloraba por la vida que me esperaba.

Pero cuando me levantaba por la mañana me sentía mejor. Dejaba la habitación del motel y salía a respirar el aire del mundo. Era joven y, pese al miedo, me dominaban las sensaciones físicas; imposible mantener una visión sombría de las cosas durante mucho tiempo. En cierto modo era capaz de olvidar mis tribulaciones durante largos periodos. Comía donuts para desayunar. Seguía bebiendo café con leche, muy dulce. Para levantar el ánimo hacía cosas que mis padres no me permitían hacer, pedía dos y a veces tres postres y nunca comía ensalada. Era libre de dejar que se me pudrieran los dientes o de apoyar las piernas en lo alto del respaldo de las sillas. A veces, mientras hacía autoestop, veía a otros adolescentes fugados. Se congregaban bajo pasos elevados o en conductos de desagüe, fumando, la capucha de la sudadera cubriéndoles la cabeza. Eran más duros que yo, más hábiles en vivir de la gente. No me acercaba a aquellas pandillas. Procedían de familias rotas, habían abusado físicamente de ellos y ahora hacían lo mismo con otros. Yo no me parecía en nada a ellos. Había llevado a la carretera el espíritu de movilidad social ascendente de mi familia. No me uní a cuadrilla alguna; en cambio, proseguí mi camino en solitario.

Y ahora, en medio de la llanura, aparece la casa rodante de Myron y Sylvia Bresnick, de Pelham, Nueva York. Como un carromato de los tiempos modernos, surge de las ondulantes praderas y se detiene. Se abre una puerta, la puerta de una casa, y en el umbral hay una mujer vivaracha de unos setenta años.

—Creo que tenemos sitio para ti —anuncia.

Un momento antes, me encontraba en la Route 80, en el Iowa occidental, pero ahora, cuando subo la maleta a esta nave de la pradera, me encuentro en el cuarto de estar de los Bresnick. De las paredes cuelgan fotografías enmarcadas de sus hijos, junto a grabados de Chagall. La biografía de Winston Churchill que Myron lee por la noche en las acampadas está sobre la mesita.

Myron es un vendedor de piezas de repuesto, ya jubilado, y Sylvia trabajaba de asistente social. De perfil se parece a un pícaro Polichinela, las mejillas expresivas, con colorete, y la nariz alargada para mayor comicidad. Myron mueve la boca en torno al puro, hediondo e íntimo, empapado de sus propias secreciones.

Mientras Myron conduce, Sylvia me enseña las camas, la ducha, el cuarto de estar. ¿A qué universidad voy a ir? ¿Qué es lo que quiero ser? Me acribilla a preguntas.

Myron vuelve la cabeza del volante y brama:

—¡Stanford! ¡Buena universidad!

Y justo entonces, es cuando me pasa eso. En cierto momento, yendo por la Route 80, algo hace clic en mi cabeza y de pronto siento que le estoy cogiendo el tranquillo a ser chico. Myron y Sylvia me tratan como a un hijo. Y bajo el influjo de la ilusión colectiva, en eso me convierto, al menos durante cierto tiempo. Me identifico con lo masculino.

Pero algo de hija debe de quedar en mí también. Porque Sylvia me lleva aparte enseguida para quejarse de su marido.

—Sé que todo esto de las caravanas es muy hortera. Tendrías que ver la gente con la que nos encontramos en esos campamentos. Lo llaman «espíritu de la caravana». Sí, son muy agradables…, pero qué aburridos. Echo de menos ir a actos culturales. Myron dice que se ha pasado la vida viajando por el país, pero que ha estado demasiado ocupado para verlo. Así que lo está haciendo otra vez…, despacio. ¿Y adivinas a quién arrastra consigo?

—Oye, corazón —llama Myron— ¿podrías traer un té frío a tu maridito, por favor? Está que se muere de sed.

Me dejaron en Nebraska. Conté el dinero y vi que me quedaban doscientos treinta dólares. Encontré habitación en una especie de pensión barata y me quedé a dormir. Tenía demasiado miedo para hacer autoestop de noche.

En la carretera había tiempo para hacer pequeñas adaptaciones. Muchos de los calcetines que tenía no eran del color adecuado: rosas, blancos o cubiertos de ballenas. Y mi ropa interior no era apropiada. En un Woolworth’s de Nebraska City compré un paquete de tres calzoncillos. Cuando era chica, llevaba talla grande; de chico, la mediana. Recorrí con el carrito la sección de perfumería. En vez de filas y filas de productos de belleza sólo había un estante con los imprescindibles artículos de tocador. La explosión de los cosméticos masculinos no se había producido aún. Nada de ungüentos blandos con nombres duros. Nada de Reparador Cutáneo Reforzado. Gel de Afeitado Antiescozor. Cogí desodorante, maquinillas desechables y crema de afeitar. Me atraían los frascos de colonia con sus vivos colores, pero mi experiencia con las lociones para después del afeitado no era favorable. La colonia me hacía pensar en foniatras, en maîtres d’hótel, en viejos y en molestos abrazos. También cogí una billetera de hombre; luego vacié mi monedero y lo tiré. Al pagar, no pude mirar a la cajera a la cara: me daba tanta vergüenza como si estuviera comprando condones. No era mucho mayor que yo, con cabello rubio, como un plumero. Ese peinado del interior.

En los restaurantes empecé a ir a los servicios de caballeros. Ésa fue quizá la adaptación más difícil. Me escandalizaba la porquería de los baños masculinos, la fetidez, los gruñidos de cerdo, los resoplidos que salían de los cubículos. Eternos charcos de orines en el suelo. Trozos de papel higiénico sucio pegado a la taza de los váteres. Al entrar en un cubículo, con frecuencia te daba la bienvenida una emergencia de fontanería, una marea marrón, una sopa de ranas muertas. ¡Y pensar que el retrete había sido un paraíso para mí en otro tiempo! Eso se había acabado para siempre. Enseguida comprendí que, a diferencia de los de señoras, los servicios de caballeros no proporcionaban solaz alguno. Muchas veces ni siquiera había espejo, ni jabón para lavarse las manos. Y mientras los hombres encerrados, flatulentos, no mostraban ningún pudor, en los urinarios en cambio parecían nerviosos. Miraban de frente, como caballerías con orejeras.

En aquella época comprendí lo que estaba dejando atrás: la solidaridad de una biología compartida. Las mujeres saben lo que significa tener un cuerpo. Entienden sus dificultades y flaquezas, su esplendor y sus placeres. Los hombres piensan que sus cuerpos son sólo suyos. Los cuidan en privado, y hasta en público.

Un comentario sobre penes. ¿Cuál era la posición oficial de Cal con respecto a los penes? Estando entre ellos y rodeado de ellos, sus sentimientos eran los mismos que cuando era chica: fascinación y horror en la misma medida. Los penes nunca me habían hecho efecto. Mis amigas y yo teníamos una opinión cómica de ellos. Ocultábamos nuestro interés culpable con risitas o repugnancia fingida. Como toda colegiala en viaje de estudios, yo me había ruborizado frente a los monumentos romanos. Había mirado a escondidas cuando las profesoras estaban de espaldas. Es nuestra primera clase de historia del arte de la infancia, ¿no es verdad? Los desnudos están vestidos. Como tenía seis años más que yo, mi hermano nunca se había metido en la bañera conmigo. Lo que yo había visto de sus genitales a lo largo de los años se reducía a miradas fugaces. Yo desviaba la cabeza con estudiada indiferencia. Incluso Jerome me había penetrado sin que yo viera lo que pasaba. Algo oculto durante tanto tiempo no podía dejar de intrigarme. Pero los atisbos que procuraban los servicios de caballeros eran, en general, decepcionantes. El orgulloso falo no se mostraba en parte alguna, sólo era morral vacío, tubérculo seco, caracol que perdió su concha.

Y que me pillaran mirando me daba un terror mortal. Pese al traje, el corte de pelo y la estatura, cada vez que entraba en un servicio de caballeros resonaba un grito en mi cabeza: «¡Estás en los servicios de hombres!». Pero allí era donde yo tenía que estar. Nadie me decía nada. Nadie ponía objeciones a mi presencia. Y buscaba un cubículo que estuviera medianamente limpio. Tenía que sentarme a orinar. Y sigo haciéndolo.

Por la noche, sobre las micóticas alfombras de los moteles, hacía ejercicios, flexiones y abdominales. Sin más ropa que los calzoncillos, examinaba mi físico en el espejo. No hacía mucho que me inquietaba mi falta de desarrollo. Esa preocupación ya había desaparecido. No tenía que ajustarme a esos criterios. Suprimidas las imposibles exigencias, sentía un enorme alivio. Pero también había momentos de desconexión, cuando estudiaba mi cuerpo cambiante. A veces no parecía mío. Era duro, blanco, huesudo. Bonito a su modo, supongo, pero espartano, Nada receptivo ni acomodaticio. Contenido a presión, más bien.

Fue en aquellas habitaciones de motel donde conocí mi nuevo cuerpo, sus instrucciones y contraindicaciones específicas. El Objeto y yo habíamos trabajado a oscuras. Ella nunca había explorado mucho mi aparato. La clínica había medicalizado mis genitales. En el período que la frecuenté, estaban entumecidos o un tanto sensibles por los continuos reconocimientos. El cuerpo se me había contraído para superar mejor la dura prueba. Pero el viaje lo despertó. A solas, con la puerta cerrada y la cadena echada, experimenté conmigo mismo. Me puse almohadas entre las piernas. Me tumbé sobre ellas. Prestando atención a medias, al tiempo que veía el programa de Johnny Carson, mi mano exploraba. La angustia que siempre había sentido acerca de mis hechuras, me había impedido las exploraciones propias de la adolescencia. De manera que sólo ahora, perdido en el mundo y lejos de todos los que conocía, tenía el coraje de hacerlo. No puedo pasar por alto la importancia de este aspecto. Si había tenido dudas sobre mi decisión, si a veces pensaba en dar marcha atrás, en volver corriendo a mis padres y a la clínica y rendirme, lo que lo impedía era el éxtasis íntimo que me afloraba entre las piernas. Era consciente de que me quitarían eso. No quiero exagerar la importancia de lo sexual. Pero para mí era una energía poderosa, especialmente a los catorce años, con los nervios siempre crispados, dispuesto a lanzarme a una sinfonía a la menor provocación. Así fue como Cal se descubrió a sí mismo, en una culminación voluptuosa, líquida, estéril, couchant sobre dos o tres almohadas aplastadas, con las cortinas corridas frente a la piscina seca y a los coches que pasaban, interminablemente, durante toda la noche.

A las afueras de Nebraska City se paró un Nova metalizado tipo ranchera. Lo alcancé corriendo con la maleta y abrí la puerta del pasajero. Al volante iba un hombre atractivo de unos treinta años. Llevaba una chaqueta de tweed de color beige y un jersey amarillo de pico. Iba con el cuello de la camisa de cuadros sin abrochar, pero se veía que lo llevaba almidonado. La formalidad de su atuendo contrastaba con su actitud despreocupada.

—Hola, tú —dijo, con acento de Brooklyn.

—Gracias por parar.

Encendió un cigarrillo y se presentó como es debido, tendiéndome la mano.

—Ben Scheer.

—Yo me llamo Cal.

No me hizo las habituales preguntas sobre mis puntos de origen y destino. En cambio, cuando arrancó, me preguntó:

—¿Dónde has conseguido ese traje?

—En el Ejército de Salvación.

—Muy bonito.

—¿En serio? —dije. Y luego reconsideré—: Está de broma.

—No, lo digo en serio. Es agradable ver que alguien lleva un traje de muerto. Resulta muy existencial.

—¿Qué es eso?

—¿El qué?

—Lo de existencial.

Me miró de frente.

—Un existencialista es alguien que vive el momento.

Nadie me había hablado así antes. Me gustaba. Mientras cruzábamos el paisaje amarillento, Scheer me contó otras cosas interesantes. Me habló de Ionesco y del «teatro del absurdo». También de Andy Warhol y de la Velvet Underground. Es difícil expresar la emoción que aquellas frases despertaban en un muchacho como yo, que culturalmente procedía del quinto pino. Las Pulseras de Dijes pretendían que eran del Este, y supongo que a mí también me entró ese gusanillo.

—¿Ha vivido usted en Nueva York?

—En cierta época, sí.

—Yo vengo ahora de allí. Algún día me iré a vivir a esa ciudad.

—Yo he vivido diez años en Nueva York.

—¿Por qué se marchó?

De nuevo la mirada directa.

—Al despertarme una mañana comprendí que si no me marchaba estaría muerto al cabo de un año.

Aquello, también, me pareció maravilloso.

Scheer tenía unas facciones regulares, con un aire asiático en los ojos grises. Llevaba el pelo crespo y castaño escrupulosamente cepillado, con una raya hecha a conciencia. Al cabo de un rato observé otros detalles de su atuendo, los gemelos con monograma, los mocasines italianos. Me cayó bien inmediatamente. Scheer era la clase de hombre que, según pensaba, me habría gustado ser.

De pronto, de la parte trasera del coche, surgió un suspiro de cansancio magnífico y desolador.

—¿Cómo vas, Franklin?

Al oír su nombre, Franklin alzó su inquieta y regia cabeza de las profundidades del coche, y vi las manchas blancas y negras de un setter inglés. Viejo, legañoso, me echó una mirada de reojo y se dejó caer, perdiéndose de vista otra vez.

Entretanto, Sheer estaba saliendo de la autopista. Hasta entonces había conducido de forma despreocupada, pero ahora acometió la maniobra como una operación militar, aferrando el volante con mano firme. Paró en el aparcamiento de un pequeño supermercado.

—Vuelvo enseguida.

Llevando un cigarrillo a la altura de la cadera como si fuera una fusta, se dirigió a la tienda con pasos cortos. Mientras estaba fuera, eché una mirada al coche. Estaba inmaculadamente limpio, con la aspiradora recién pasada por las alfombrillas. La guantera contenía mapas bien doblados y cintas de Mabel Mercer. Scheer volvió a aparecer con dos bolsas llenas.

—Creo que no nos faltará bebida para el viaje —dijo.

Había comprado un cartón de doce latas de cerveza, dos botellas de Blue Nun y un Lancers rosado en una botella de falsa cerámica. Lo dejó todo en el asiento de atrás.

Aquello de beber Liebfraumilch barata en vasos de plástico diciendo que eran cócteles y cortar trozos de queso Cheddar con una navaja suiza también formaba parte del refinamiento. Scheer había compuesto un apetitoso plato de entremeses con escasos elementos. También teníamos aceitunas. Salimos de aquella tierra de nadie, mientras Scheer me indicaba que abriera el vino y le fuera pasando cosas de comer. Me había convertido en su botones. Después de ponerme la cinta de Mabel Mercer me ilustró sobre su meticuloso fraseo.

De pronto alzó la voz.

—La poli. Que no te vea el vaso.

Escondí rápidamente el brazo con mi Blue Nun mientras seguimos adelante, tan frescos, y el coche patrulla nos pasaba por la izquierda.

Ahora Scheer imitaba la voz de un policía.

—Conozco a un señoritingo de ciudad en cuanto le echo el ojo encima, y esos dos de ahí tienen toda la pinta. A saber lo que se traen entre manos.

A todo eso yo respondía con carcajadas, contento de haberme confabulado contra aquel mundo de hipócritas y cancerberos.

Cuando empezó a oscurecer, Scheer se decidió por un restaurante especializado en carnes. Yo me inquieté por si resultaba demasiado caro, pero él me dijo:

—Yo invito esta noche.

Era un local ajetreado, popular, y sólo había libre una mesa pequeña cerca de la barra.

Scheer dijo a la camarera:

—Yo tomaré un martini con vodka, muy seco, con dos aceitunas, y una cerveza para mi hijo.

La camarera me miró.

—¿Tienes carné de identidad?

—Aquí no —contesté.

—Entonces, no te la puedo servir.

—Yo lo vi nacer. Respondo por él —afirmó Scheer.

—Lo siento, sin carné no hay alcohol.

—Bueno, vale —dijo Scheer—. He cambiado de idea. Tomaré un martini con vodka, muy seco, con dos aceitunas y una cerveza para acompañar.

Apretando los labios, la camarera advirtió:

—Si va a dejar que su amigo se beba la cerveza, no le serviré a usted.

—Las dos cosas son para mí —aseguró Scheer.

Habló con voz más grave, abriendo un poco el tono, inyectándole cierta autoridad del Este o de universidad prestigiosa cuya influencia se dejaba sentir incluso allí, en un restaurante de las llanuras. La camarera, de mala gana, obedeció.

Cuando se marchó, Scheer se inclinó hacia mí. Volvió a poner voz de paleto.

—Esa tía no tiene nada malo que no se pueda arreglar con un buen polvo en el pajar. Y ese trabajito es para un buen macho como tú. —No parecía borracho, pero aquella crudeza era nueva; alzaba demasiado la voz y sus movimientos eran menos precisos—. Sí, creo que le gustas. Mayella y tú podríais ser felices juntos.

A mí también me empezaba a afectar bastante el vino, tenía la cabeza como esas esferas de espejos que despiden lucecitas.

La camarera trajo las bebidas, poniéndolas deliberadamente frente a Scheer. En cuanto se dio la vuelta, Scheer me acercó la cerveza y dijo:

—Ahí tienes.

—Gracias.

Me bebí la cerveza a grandes tragos, pasándola al otro lado de la mesa cuando la camarera pasaba cerca. Era divertido andar bebiendo a escondidas.

Pero no pasé inadvertido. Un hombre me observaba desde la barra. Con gafas de sol y camisa hawaiana, ostentaba cierto aire de desaprobación. Pero luego su expresión cambió y una gran sonrisa de conocedor se dibujó en su rostro. La sonrisa me puso incómodo y miré a otra parte.

Cuando salimos, el cielo estaba completamente oscuro. Antes de marcharnos, Scheer abrió la puerta trasera del Nova para sacar a Franklin. El viejo perro ya no podía andar, y Scheer tuvo que cogerlo en brazos para bajarlo del coche.

—Vamos, Franks —dijo Scheer, con áspero afecto.

Con un cigarrillo encendido en los labios, moviéndose con un aire aristocrático semejante al del mismísimo Franklin Roosevelt, con sus mocasines Gucci y su chaqueta beige de dos aberturas, las fuertes piernas de jugador de polo aguantando el peso, llevó en brazos al viejo animal hasta los cercanos matorrales.

Antes de volver a la autopista, paró en otra tienda a comprar más cerveza.

Seguimos viajando una hora o así. Scheer ingirió muchas cervezas; yo bebí despacio una o dos. No estaba sobrio en absoluto y tenía sueño. Me apoyé en la puerta, mirando medio adormilado por la ventanilla. Un largo coche blanco se puso a nuestra altura. El conductor me miró, sonriendo, pero yo ya estaba quedándome dormido.

Algún tiempo después, Scheer me despertó zarandeándome.

—Estoy destrozado, no puedo seguir conduciendo. Voy a parar.

No dije nada.

—Voy a buscar un motel. Cogeré una habitación para ti también. De mi cuenta.

No puse objeciones. Pronto vi las nebulosas luces de un motel. Scheer salió del coche y volvió con la llave de mi habitación. Me condujo hasta ella, llevándome la maleta, y abrió la puerta. Me dirigí a la cama y caí redondo en ella.

Me daba vueltas la cabeza. Logré descubrir la colcha y encontrar la almohada.

—¿Es que vas a dormir vestido? —preguntó Scheer, como si le hiciera gracia.

Sentí que me pasaba la mano por la espalda.

—No debes dormir con la ropa puesta —insistió.

Empezó a desnudarme, pero me negué.

—Sólo quiero dormir.

Scheer se acercó más. Con voz pastosa dijo:

—Tus padres te han echado de casa, ¿verdad, Cal? ¿Es eso?

De pronto parecía muy borracho, como si todo lo que había estado bebiendo le hubiera hecho efecto de golpe.

—Me voy a dormir.

—Vamos —musitó Scheer—. Deja que me ocupe de ti.

Me encogí, buscando protección. Me resistí a abrir los ojos. Scheer empezó a acurrucarse contra mí, pero se detuvo al ver que no respondía. Oí que abría la puerta y la cerraba al marcharse.

Cuando me desperté, era por la mañana temprano. La luz entraba por la ventana. Y Scheer estaba a mi lado. Me abrazaba torpemente, los ojos firmemente cerrados.

—Sólo quiero dormir aquí —dijo, arrastrando las palabras—. Sólo dormir.

Yo tenía la camisa desabrochada. Scheer estaba en calzoncillos. La televisión estaba encendida, y encima de ella había cervezas vacías.

Scheer me tenía firmemente agarrado, con la cara apretada contra la mía, suspirando. Yo lo toleré, sintiéndome obligado no sé por qué. Pero cuando las atenciones de aquel borracho se hicieron más ávidas, más centradas, lo aparté de un empujón.

Me levanté y fui al baño. Me quedé sentado un buen rato en la tapa del retrete, abrazándome las rodillas. Cuando volví a asomar la cabeza por la habitación, Scheer estaba profundamente dormido. La puerta del baño no tenía pestillo, pero estaba desesperado por darme una ducha. Me duché brevemente, con las cortinas sin echar y sin quitar ojo a la puerta. Luego me puse una camisa limpia y el traje y salí de la habitación.

Era muy temprano. Por la carretera no pasaban coches. Me alejé del motel y me senté en la Samsonite, esperando. Un cielo enorme y abierto. Unos cuantos pájaros en el aire. Tenía hambre otra vez. Me dolía la cabeza. Saqué la cartera y conté el dinero, cada vez más escaso. Por centésima vez pensé en llamar a casa. Empecé a llorar pero me contuve. Luego oí que venía un coche. Del aparcamiento del motel salía un Lincoln Continental. Extendí el pulgar. El coche se detuvo frente a mí y la ventanilla eléctrica descendió lentamente. Al volante iba el hombre del restaurante de la víspera.

—¿Adónde vas?

—A California.

Aquella sonrisa otra vez. Como algo irreprimible.

—Bueno, pues es tu día de suerte. Yo también voy para allá.

Vacilé sólo un instante. Luego abrí la puerta trasera del voluminoso automóvil y coloqué la maleta. A aquellas alturas, no tenía mucho donde escoger.