CONSULTÁNDOME EN EL DICCIONARIO

Me pasaba la noche dando vueltas en la cama, incapaz de dormir de un tirón. Era como la princesa y el guisante. A veces me despertaba con la sensación de que me acercaban un foco mientras dormía. Era como si mi cuerpo etéreo hubiera estado conversando con ángeles, allá arriba, en algún sitio cerca del techo. Cuando abría los ojos, desaparecían. Pero oía ecos de la comunicación, la apagada resonancia de la campanil a de cristal. Cierta información esencial ascendía de lo más hondo de mi ser. Se me quedaba en la punta de la lengua, sin llegar a emerger del todo. Una cosa era segura: de algún modo todo estaba relacionado con el Objeto. Me quedé despierta pensando en ella, preguntándome cómo estaría, y suspirando, sufriendo.

Pensé en Detroit, también, en sus solares de pálida hierba brotando entre las casas ruinosas y las aún habitadas, y en el río con sus residuos ferruginosos, las carpas muertas flotando en la superficie, los blancos vientres escamándose. Pensé en los pescadores, de pie en los muelles de hormigón con las cestas y los cubos de cebos, el partido de béisbol en la radio. Suele decirse que una experiencia traumática sufrida en edad temprana marca a una persona para siempre, quitándola de la circulación, diciéndole: «Quédate ahí. No te muevas». El tiempo que pasé en la clínica fue eso para mí. Siento que hay una línea directa que se extiende entre aquella chica con las rodillas encogidas bajo las sábanas del hotel hasta la persona que ahora escribe, sentada en una butaca Aeron. Suya era la tarea de vivir una vida mítica en el mundo real, y la mía, contarla ahora. A los catorce años carecía de los recursos necesarios, no sabía lo suficiente, no había estado en la montaña de Anatolia que los griegos llaman Olimpo y los turcos Uludag, igual que esa marca de refrescos. No tenía la edad necesaria para comprender que la vida no remite a una persona al futuro, sino al pasado, a la infancia, al tiempo anterior a su nacimiento y, finalmente, a la comunicación con los muertos. Al envejecer cuesta trabajo subir las escaleras, entra uno en el cuerpo de su padre. Desde ahí sólo hay un breve salto hasta los abuelos y entonces, antes de que uno se dé cuenta, se empieza a viajar en el tiempo. En esta vida crecemos hacia atrás. Son siempre los canosos turistas de los autocares italianos quienes cuentan historias de los etruscos.

Al final, Luce tardó dos semanas en tomar una determinación sobre mí. Concertó una cita con mis padres para el lunes siguiente.

Milton se había pasado las dos semanas volando de un sitio para otro, inspeccionando sus franquicias Hércules, pero el viernes anterior a la cita volvió a Nueva York. Pasamos el fin de semana visitando sin ganas los lugares de interés, asaltados por íntimas preocupaciones. El lunes por la mañana, mis padres me dejaron en la Biblioteca Pública de Nueva York mientras iban a ver al doctor Luce.

Mi padre se vistió con especial cuidado aquella mañana. Pese a las muestras exteriores de tranquilidad, Milton se sentía acuciado por una inhabitual sensación de pavor, de manera que se acorazó con su ropa más imponente: guardando su cuerpo rechoncho, un traje oscuro de raya diplomática; en torno a su cuello de rana, una corbata Countess Mara; y en los ojales de la bocamanga de la camisa, sus gemelos griegos «de la suerte». Como nuestra lamparilla de noche en forma de Acrópolis, los gemelos procedían de la tienda de recuerdos de Jackie Halas, en el barrio griego. Milton se los ponía siempre que iba a alguna entrevista con los encargados de créditos del banco o con inspectores de Hacienda. Aquel lunes por la mañana, sin embargo, tuvo dificultades para ponérselos. Exasperado, pidió a Tessie que le ayudara.

—Pero ¿qué es lo que te pasa? —le preguntó ella, con ternura.

Y Milton replicó:

—Ponme los gemelos y cállate, ¿quieres?

Extendió los brazos, sin mirarla, avergonzado por aquella flaqueza física.

En silencio, Tessie le puso los gemelos, tragedia en una manga, comedia en la otra. Al salir del hotel brillaron al temprano sol de la mañana, y bajo la influencia de aquellos accesorios bifrontes los acontecimientos subsiguientes adquirieron tonos opuestos. Había tragedia, desde luego, en el rostro de Milton cuando ambos me dejaron en la biblioteca. En el tiempo que estuvo fuera, Milton había vuelto a recordarme tal como era el año anterior. Ahora me veía de nuevo tal como era en realidad. Al verme subir la escalinata de la biblioteca, observó mis desgarbados movimientos, la anchura de mis hombros bajo la blusa rosa. Mirándome desde el taxi, Milton se encontró frente a frente con la esencia de la tragedia, con algo ya determinado antes del nacimiento, algo de lo que es imposible escapar, que no se puede alterar por mucho que se intente. Y Tessie, tan acostumbrada a sentir el mundo a través de su marido, notó que mi problema empeoraba, se aceleraba. No cabían en sí de angustia, de esa zozobra por los hijos que deja a los padres en un estado de vulnerabilidad tan asombrosa como su propia capacidad de amor…, todo eso reflejado en aquel par de gemelos tan particular…

… Pero el taxi ya se alejaba, Milton se enjugó la frente con el pañuelo; y apareció la máscara sonriente en la manga derecha de su camisa, anunciando el aspecto cómico de los acontecimientos de aquel día. Había comedia en la forma en que Milton, sin dejar de estar preocupado por mí, no quitaba ojo al galopante taxímetro. En la clínica, había comedia en la forma en que Tessie, cogiendo desganadamente una revista en la sala de estar, se encontró leyendo un artículo sobre los juegos de entrenamiento sexual de los jóvenes macacos. Incluso había una especie de cruda sátira en la propia búsqueda de mis padres, porque era representativa de la creencia norteamericana de que los médicos pueden resolverlo todo. Toda esa comedia, sin embargo, es retrospectiva. Cuando Milton y Tessie se disponían a ver al doctor Luce, una ardiente espuma les subía del estómago. Milton recordó sus primeros tiempos en la Marina, en la época de la lancha de desembarco. Aquello era algo parecido. En cualquier momento se abatiría la puerta y tendría que zambullirse en las revueltas aguas de la noche…

En su despacho, Luce fue derecho al asunto.

—Permítanme repasar los hechos que conforman el caso de su hija.

Tessie notó el cambio inmediatamente. Hija. Había dicho «hija».

Aquella mañana, el sexólogo tenía aspecto de médico, lo que resultaba tranquilizador. Sobre el jersey de cachemira de cuello alto llevaba una bata blanca. En una mano tenía un bloc de dibujo. El bolígrafo llevaba el nombre de una empresa farmacéutica. El día estaba nublado, la luz era débil. Las parejas de las miniaturas mongolas se habían revestido decorosamente con una capa de sombra. Sentado en su butaca de diseño, con una pila de libros y revistas que se alzaba a su espalda, el doctor Luce, al igual que su discurso, transmitía una sensación de seriedad y sabiduría.

—Lo que estoy dibujando aquí —empezó— son las estructuras genitales del feto. En otras palabras, así son los genitales del niño en el seno materno en las semanas siguientes a la concepción. Varón o hembra, es lo mismo. Estos dos círculos de aquí son lo que llamamos gónadas indiferenciadas. Este pequeño garabato es el conducto de Wolff. Y este otro, el conducto de Müller. ¿De acuerdo? Bueno, lo que hay que tener presente es que en un principio todo el mundo es así. Todos nacemos con potenciales partes de chico y de chica. Usted, señor Stephanides, señora Stephanides, yo mismo, todo el mundo. Entonces —siguió dibujando—, mientras el feto se desarrolla en el útero empiezan a liberarse hormonas y enzimas…, vamos a representarlas con flechas. ¿Y qué hacen esas hormonas y enzimas? Pues convertir estos círculos y garabatos en genitales masculinos o femeninos. ¿Ven este círculo, esa gónada indiferenciada? Puede convertirse en ovario o en testículo. Y este garabato que representa el conducto de Müller puede o bien atrofiarse —lo tachó—, o desarrollarse para convertirse en útero, trompas de Falopio y la parte interior de la vagina. Este conducto de Wolff puede desaparecer por atrofia o transformarse en vesícula seminal, epidídimo y vaso seminífero. Dependiendo de las influencias hormonales y enzimáticas. —Luce alzó la vista y sonrió—. No se preocupen por la terminología. Lo que hay que recordar es lo siguiente. Todo niño tiene estructuras müllerianas, que son genitales femeninos en potencia, y estructuras wolffianas, que son genitales masculinos en potencia. Eso es lo que constituye los genitales internos. Pero lo mismo ocurre con los genitales externos. El pene no es más que un clítoris muy grande. Brotan de la misma raíz.

El doctor Luce se detuvo una vez más. Entrelazó los dedos. Mis padres, inclinados en el asiento, esperaron.

—Como les decía, toda asignación de identidad sexual debe tener en cuenta una multitud de factores. Lo más importante, en el caso de su hija —allí estaba otra vez, proclamado sin ningún género de duda—, es que durante catorce años la han educado en sentido femenino y, efectivamente, ella se considera de sexo femenino. Sus intereses, sus gestos, su estructura psicosexual, todo es femenino. ¿Me entienden hasta ahora?

Milton y Tessie asintieron con la cabeza.

—Debido a su deficiencia de 5-alfa reductasa, el cuerpo de Callie no responde a la dihidrotestosterona. Lo que significa que, en el útero, siguió una línea de desarrollo fundamentalmente femenina. Sobre todo en lo que se refiere a los genitales externos. Eso, asociado a su educación en sentido femenino, ha tenido por consecuencia que, además de parecerlo, piensa y actúa como una chica. El problema se presenta al iniciarse la etapa de la pubertad. En la adolescencia, el otro andrógeno, la testosterona, empieza a ejercer un fuerte efecto. La manera más sencilla de decirlo es la siguiente: Callie es una chica que tiene demasiadas hormonas masculinas. Y es preciso corregirlo.

Ni Milton ni Tessie dijeron una palabra. No habían entendido todo el discurso del doctor, pero, según la pauta de comportamiento que la gente suele seguir con los médicos, estaban atentos a su actitud, tratando de comprender la gravedad de las cosas. Luce parecía optimista, confiado, y Tessie y Milton empezaron a llenarse de esperanza.

—Así es la biología. Una condición genética muy rara, dicho sea de paso. Las otras poblaciones donde sabemos que se manifiesta esa mutación son la República Dominicana, Papúa Nueva Guinea y el sureste de Turquía. No muy lejos del pueblo de donde proceden sus padres. A unos cuatrocientos cincuenta kilómetros, en realidad. —Luce se quitó las gafas plateadas—. ¿Saben ustedes de algún otro miembro de la familia que tenga una apariencia genital semejante a la de su hija?

—No que yo sepa —afirmó Milton.

—¿Cuándo emigraron sus padres?

—En mil novecientos veintidós.

—¿Aún tiene usted parientes en Turquía?

—Ya no.

Luce pareció decepcionarse. Tenía una patilla de las gafas metida en la boca, y la estaba chupando. Posiblemente estuviera imaginando lo que supondría descubrir toda una nueva población de portadores de la mutación ligada a la 5-alfa reductasa. Pero tenía que contentarse conmigo.

Volvió a ponerse las gafas.

—El tratamiento que recomiendo para su hija tiene un doble aspecto. Primero, inyecciones de hormonas. Segundo, cirugía plástica. Los tratamientos de hormonas iniciarán el desarrollo de los pechos y ampliarán los caracteres sexuales femeninos de tipo secundario. La cirugía hará que Callie tenga exactamente el aspecto de la chica que considera ser. En realidad, será esa chica. Su aspecto exterior corresponderá con su aspecto interior. Será una chica completamente normal. Nadie notará nada. Y entonces Callie podrá disfrutar de la vida.

La frente de Milton aún estaba fruncida por la inquietud, pero en sus ojos aparecía una luz, un rayo de esperanza. Se volvió hacia Tessie y le dio unas palmaditas en la pierna.

Pero con una voz tímida y quebrada, Tessie preguntó:

—¿Podrá tener hijos?

Luce sólo vaciló un segundo.

—Me temo que no, señora Stephanides. Callie jamás menstruará.

—Pero si ya hace unos meses que tiene la menstruación —objetó Tessie.

—Me temo que es imposible. Quizá haya habido alguna hemorragia de origen diferente.

Los ojos de Tessie se llenaron de lágrimas. Apartó la vista.

—Acabo de recibir una postal de una antigua paciente —dijo Luce, en tono de consuelo—. Tenía una malformación parecida a la de su hija. Ahora está casada. Su marido y ella han adoptado dos niños y son de lo más felices. Ella toca en la Orquesta de Cleveland, el fagot.

Hubo un silencio hasta que Milton preguntó:

—¿Y eso es todo, doctor? ¿La opera usted de eso y nos la podemos llevar a casa?

—Quizá tengamos que practicar otra operación más adelante. Pero la respuesta inmediata a su pregunta es que sí. Después de la operación, podrá irse a casa.

—¿Cuánto tiempo tendrá que estar en el hospital?

—Sólo una noche.

No era una decisión difícil, sobre todo tal como Luce la había enfocado. Una simple operación y unas cuantas inyecciones acabarían con la pesadilla y les devolverían a su hija, a su Calíope, sana y salva. Milton y Tessie sintieron ahora la misma tentación que condujo a mis abuelos a hacer algo inconcebible. Nadie lo sabría. Nadie se enteraría nunca.

Mientras mis padres recibían un curso acelerado de gonadogénesis, yo —aún Calíope, oficialmente— también estaba documentándome. En la Sala de Lectura de la Biblioteca Pública de Nueva York, consultaba el diccionario. El doctor Luce acertaba al pensar que yo no entendía ni palabra de las conversaciones que él mantenía con sus colegas. Desconocía el significado de «5-alfa reductasa, «ginecomastia» o «canal inguinal». Pero al mismo tiempo, Luce infravaloraba mis capacidades. No había tomado en consideración el riguroso programa de estudios de mi colegio privado. No tuvo en cuenta mis excelentes capacidades para el estudio y la investigación. Y, sobre todo, no había contado con la influencia de mis profesoras de latín, la señorita Barrie y la señorita Silber. Así que ahora, mientras mis mocasines Wallabies hacían un ruido acuoso entre las mesas, mientras unos cuantos hombres alzaban la vista de los libros para ver quién pasaba y luego volvían a bajarla (el mundo ya no estaba lleno de ojos), oí en mi cabeza la voz de la señorita Barrie.

—Señoritas, defínanme esta palabra: hipospadias. Utilicen raíces griegas o latinas.

La pequeña colegiala de mi memoria se removió en el pupitre, levantando la mano bien alta.

—¿Sí, oh Musa Calíope? —me invitó a responder la señorita Barrie.

Hipo. Bajo o debajo de. Como en hipodérmico.

—Muy bien. ¿Y spadias?

—Um… um…

—¿Puede acudir alguna en ayuda de nuestra pobre Musa?

Pero en el aula de mi cerebro, ninguna podía. Así que por eso estaba allí. Porque sabía que tenía algo bajo o debajo de, pero no sabía lo que era.

Nunca había visto un diccionario tan grande. Comparado con los demás diccionarios que yo conocía, el Webster’s de la Biblioteca Pública de Nueva York era como el Empire State Building en relación con otros edificios. Se trataba de un artefacto antiguo, de aspecto medieval, encuadernado en piel marrón que traía a la imaginación el guante de un halconero. Las páginas tenían el canto dorado, como las de la Biblia.

Recorriendo el alfabeto a lo largo de las páginas, pasando de cantabile a eringio, de fandango a fórmica (con m), de hipertonía a hipogástrico, lo encontré:

Hipospadias: Latín medieval, del griego, fr. hipo + prob. de spadon, eunuco, fr. span, rasgar, arrancar, tirar, sacar. —Malformación del pene en la cual el orificio de la uretra se encuentra en la parte inferior de su superficie. Véanse sinónimos en EUNUCO.

Seguí las instrucciones y consulté

Eunuco: Hombre castrado; especialmente, el destinado en los serrallos[5] a la custodia de las mujeres. 2. Hombre con testículos sin desarrollar. Véanse sinónimos en HERMAFRODITA.

Tirando del hilo, finalmente llegué a

Hermafrodita: Que tiene órganos y muchos de los caracteres sexuales secundarios de ambos sexos. 2. Todo aquello cuya apariencia se compone de elementos diversos o contradictorios. Véanse sinónimos en MONSTRUO.

Y ahí fue donde me detuve. Alzando la vista, para ver si alguien me estaba observando. La enorme Sala de Lectura vibraba de energía silenciosa: gente pensando, escribiendo. El techo pintado se henchía en lo alto como una vela, y abajo destellaban las lámparas verdes de las mesas, iluminando rostros inclinados sobre los libros. Yo estaba encorvada sobre el mío, con el pelo cayendo en torno a las páginas, tapando la definición de mí misma. Tenía desabrochado el abrigo verde. Me había lavado la cabeza para la cita de la tarde con Luce; las bragas, recién limpias. Sintiendo la vejiga llena, crucé las piernas, aplazando la excursión a los servicios. El miedo era como un cuchillo. Ansiaba que me abrazaran, que me acariciaran, y eso era imposible. Puse la mano sobre el diccionario y la observé. Esbelta, lanceolada, tenía en un dedo un anillo en forma de cuerda trenzada, regalo del Objeto. La cuerda se estaba poniendo sucia. Miré mi preciosa mano, y luego la retiré para enfrentarme de nuevo con la palabra.

Allí estaba escrita, monstruo, bien claro, en un baqueteado diccionario de la biblioteca de una gran ciudad. Un libro viejo, venerable, de la forma y el tamaño de una lápida, de páginas amarillentas que llevaban la marca de las multitudes que lo habían consultado antes que yo. Garabatos a lápiz y manchas de tinta, sangre seca, migas de bocadillos; y la encuadernación de cuero sujeta al atril con una cadena. Era un libro que contenía la recopilación de conocimientos del pasado sin dejar de reflejar las condiciones sociales del presente. La cadena sugería que ciertos visitantes de la biblioteca podrían llevárselo para asegurarse de que el diccionario circulaba. El diccionario contenía todas las palabras de la lengua inglesa, pero la cadena sólo conocía unas cuantas. Conocía ladrón y robar y, posiblemente, hurtar. La cadena hablaba de pobreza y desconfianza, desigualdad y decadencia. La propia Callie se agarraba ahora a la cadena. Tiraba de ella, hasta tal punto que los dedos se le pusieron blancos mientras miraba aquella palabra. Monstruo. Seguía allí. No se había movido. Y no la leía en la pared del cubículo de los viejos servicios. Había pintadas en el Webster’s, pero aquel sinónimo no estaba escrito a mano. El sinónimo era una palabra autorizada, oficial: el veredicto que la cultura daba a una persona como ella. Monstruo. Eso era ella. Eso era lo que el doctor Luce y sus colegas habían estado diciendo. Explicaba muchas cosas. Explicaba el llanto de su madre en la habitación de al lado. Explicaba la falsa alegría en la voz de Milton. Explicaba por qué la habían llevado sus padres a Nueva York, para que los médicos pudieran trabajar en secreto. También explicaba las fotografías. ¿Qué hacía la gente cuando se les aparecía el Yeti o el Monstruo del Lago Ness? Intentaban sacar una fotografía. Por un momento, Callie se vio así. Como un ser peludo y torpe que titubea en el lindero del bosque. Como un giboso convólvulo que yergue su cabeza de dragón sobre la superficie helada del lago. Los ojos se le llenaron de lágrimas, las letras empezaron a nadar y tuvo que dar media vuelta y salir apresuradamente de la biblioteca.

Pero el sinónimo la perseguía. En todo el recinto de la biblioteca e incluso en las escaleras que conducían a la calle, entre los leones de piedra, el Diccionario Webster’s gritaba tras ella: ¡Monstruo! ¡Monstruo! Las radiantes banderas que colgaban del tímpano proclamaban la palabra. La definición se insertó en las carteleras y en los anuncios de los autobuses que pasaban. En la Quinta Avenida aparcaba un taxi. Su padre saltó a la acera, sonriendo y saludándola con la mano. Al verlo, se le levantó el ánimo. La voz del Webster’s dejó de resonar en su cabeza. Su padre no sonreiría de aquella manera a menos que el médico les hubiese dado buenas noticias. Callie rió y bajó corriendo la escalinata, a riesgo de tropezar. Cuando llegó a la acera, se sintió llena de esperanza, quizá durante cinco u ocho segundos. Pero al acercarse a Milton, aprendió algo sobre los diagnósticos médicos. Cuanto más sonreía la gente, peores noticias eran. Milton le sonreía, sudando con su traje de rayas, y una vez más el gemelo de la tragedia lanzó un destello bajo el sol.

Lo sabían. Sus padres sabían que era un monstruo. Y sin embargo allí estaba Milton, abriéndole la puerta del taxi; allí estaba Tessie, dentro, sonriendo cuando ella subió. El taxi los llevó a un restaurante y pronto estaban examinando la carta y pidiendo la comida.

Milton esperó hasta que les sirvieron la bebida. Entonces, en tono algo formal, empezó a decir:

—Como bien sabes, tu madre y yo hemos tenido una pequeña charla con el médico esta mañana. La buena noticia es que esta misma semana estarás de vuelta en casa. No vas a perder clases en el colegio. Y ahora te diré la mala noticia. ¿Estás lista para la mala, Cal?

Los ojos de Milton le decían que la mala noticia no era, ni mucho menos, tan mala.

—La mala es que tendrán que hacerte una pequeña operación. De muy poca importancia. En realidad, «operación» no es la palabra adecuada. Creo que el médico ha hablado de «procedimiento». Te van a dormir y tendrás que pasar la noche en el hospital. Eso es todo. Te dolerá un poco, pero te darán calmantes.

Con eso, Milton se quedó tranquilo. Tessie alargó el brazo y dio a su hija unas suaves palmaditas en la mano.

—Todo va a salir bien, cariño —le dijo con voz pastosa. Tenía los ojos llorosos, enrojecidos.

—¿Qué clase de operación? —preguntó Callie a su padre.

—No es más que un pequeño procedimiento estético. Como quitarte un antojo. —Extendió el brazo y le cogió a Callie la nariz entre los nudillos de los dedos—, o que te arreglen la nariz.

Callie apartó la cabeza, enfadada.

—¡No me hagas eso!

—Lo siento —se disculpó Milton, parpadeando y aclarándose la garganta.

—¿Qué es lo que tengo? —preguntó Calíope, con voz entrecortada. Las lágrimas le corrían por las mejillas—. ¿Qué es lo que me pasa, papá?

El rostro de Milton se ensombreció. Tragó saliva. Callie esperaba que dijera aquella palabra, que repitiera lo del Webster’s, pero no lo hizo. Sólo se le quedó mirando desde el otro lado de la mesa, la cabeza baja, la mirada sombría, triste, cálida y llena de amor. Había tanto cariño en los ojos de Milton que era imposible buscar la verdad en ellos.

—Lo que tienes es una cuestión hormonal —afirmó—. Yo siempre había pensado que los hombres tenían hormonas masculinas y las mujeres, femeninas. Pero todos tenemos de las dos, según parece.

Callie siguió esperando.

—Mira, lo que te pasa es que tienes demasiadas hormonas masculinas, pero insuficientes hormonas femeninas. Así que el médico piensa ponerte una inyección de cuando en cuando para que luego todo funcione como es debido.

No pronunció la palabra. Yo no le había obligado.

—Es una cuestión hormonal —repitió Milton—. En comparación con lo que podía haber sido, no es gran cosa.

Luce tenía el convencimiento de que una paciente de mi edad era capaz de entender los elementos fundamentales de la cuestión. De manera que, aquella tarde, no se anduvo con rodeos. Con su voz suave, melodiosa y educada, mirándome directamente a los ojos, Luce declaró que yo era una chica que simplemente tenía el clítoris más largo de lo normal. Me dibujó el mismo esquema que a mis padres. Al insistirle sobre los detalles de la operación, sólo me dijo lo siguiente:

—Vamos a operarte para darte el último toque a los genitales. No están desarrollados del todo y queremos que estén completos.

Como no hizo alusión alguna al hipospadias[6], empecé a albergar la esperanza de que esa palabra no fuese de aplicación en mi caso. A lo mejor yo la había sacado de contexto. El doctor Luce quizá se hubiese referido a otro paciente. El Webster’s decía que era una anormalidad del pene. Pero ahora, el doctor Luce afirmaba que yo tenía clítoris. Yo sabía que ambas cosas salían de la misma gónada fetal, pero eso no importaba. Si tenía clítoris —y un especialista me estaba asegurando que así era—, ¿qué podía ser sino una chica?

El ego adolescente es algo indistinto, amorfo, nebuloso. No me resultaba difícil verter mi identidad en recipientes distintos. En cierto sentido, yo era capaz de adoptar cualquier forma que me pidieran. Sólo necesitaba saber las dimensiones. Luce me las estaba facilitando. Mis padres lo apoyaban. Además, la perspectiva de que todo se resolviera me resultaba enormemente atractiva, y mientras seguía reclinada en el diván no me pregunté dónde encajaban mis sentimientos por el Objeto. Únicamente deseaba que se acabara todo aquello. De manera que escuché a Luce en silencio y no puse objeciones.

Me explicó que las inyecciones de estrógenos me estimularían el crecimiento de los pechos.

—No serás Raquel Welch, pero tampoco Twiggy.

Me disminuiría el vello de la barba. La voz me pasaría de tenor a contralto. Pero cuando le pregunté si al fin iba a tener el periodo, el doctor Luce me habló francamente.

—No. No vas a tenerlo. Nunca. No podrás traer un hijo al mundo, Callie. Si quieres tener familia, tendrás que adoptarla.

Recibí aquella noticia con calma. Tener hijos no era algo en lo que hubiera pensado mucho a los catorce años.

Llamaron a la puerta y la recepcionista asomó la cabeza.

—Lo siento, doctor Luce. Pero ¿podría molestarlo un momento?

—Eso depende de Callie —dijo él, sonriéndome—. ¿Te importa tomarte un pequeño descanso? Volveré enseguida.

—No importa.

—Quédate aquí unos minutos y piensa si tienes más cosas que preguntarme.

Salió del despacho.

Pero al encontrarme sola no se me ocurrieron más preguntas. Me quedé donde estaba, sin pensar en nada. Tenía la mente curiosamente en blanco. Era la vacuidad de la obediencia. Con el certero instinto de los hijos, me había figurado lo que mis padres querían de mí. Deseaban que siguiera siendo lo que era. Precisamente lo que el doctor Luce prometía ahora.

De mi estado de abstracción me sacó una nube de color salmón que se desplazaba en el cielo a poca altura. Me levanté y fui a la ventana a mirar al río. Apoyé la mejilla en el cristal para mirar lo más lejos posible hacia el sur, donde se alzaban los rascacielos. Pensé que cuando fuese mayor viviría en Nueva York. «Ésta es mi ciudad», me dije. Me había echado a llorar otra vez. Intenté calmarme. Enjugándome las lágrimas, deambulé por el despacho y finalmente me encontré frente a una de las miniaturas mongolas. En el pequeño marco de ébano, dos figuras diminutas hacían el amor. Pese al esfuerzo que implicaba su actividad, sus rostros permanecían en calma. Su expresión no mostraba ni tensión ni éxtasis. Pero las caras, desde luego, no constituían el tema esencial. La geometría de los cuerpos de los amantes, la delicada caligrafía de sus miembros conducía directamente la mirada hacia el hecho de sus genitales. El vello púbico de la mujer era como un pinar con un fondo nevado en el que el miembro del hombre sobresalía como una secuoya. Me quedé mirando. Observé cómo estaba hecha la demás gente. Y mientras miraba, no tomé partido. Entendía tanto la urgencia del hombre como el placer de la mujer. Ya no tenía la mente en blanco. Estaba asumiendo un conocimiento oscuro.

Di media vuelta. Volví la cabeza y miré al escritorio del doctor Luce. Vi un expediente abierto. Lo había dejado así en su precipitada marcha.

ESTUDIO PRELIMINAR: VARÓN GENÉTICO (XY) EDUCADO EN SENTIDO FEMENINO

El siguiente caso pone de manifiesto que no existe una correspondencia predeterminada entre la estructura genética y el aparato genital, ni entre el comportamiento masculino o femenino y la dotación cromosómica.

SUJETOS Calíope Stephanides

ENTREVISTADOR: Peter Luce, doctor en Medicina

INTRODUCCIÓN: la paciente tiene catorce años de edad. Ha vivido toda la vida en sentido femenino. Al nacer, presentaba el aspecto somático de un pene tan pequeño que parecía un clítoris. El cariotipo XY no se descubrió hasta que el sujeto entró en la pubertad, cuando empezó a virilizarse. Al principio, los padres de la muchacha se negaron a creer al médico que les comunicó la noticia y, posteriormente, pidieron otras dos opiniones antes de acudir a la Clínica de Identidad Sexual del Hospital de Nueva York.

A la exploración, se palparon testes no descendidos. El «pene» era ligeramente hipospádico, con el orificio de la uretra en la parte inferior. La muchacha siempre ha orinado sentada, como todas las niñas. Los análisis de sangre confirmaron una dotación cromosómica XY. Además, dichos análisis revelaron que el sujeto padecía del síndrome de deficiencia de 5-alfa reductasa. No se realizó laparotomía exploratoria.

En una fotografía familiar (véase historial clínico) aparece a los doce años de edad. Parece una niña animada, saludable, sin signos visibles de virilización, pese al cariotipo XY.

PRIMERA IMPRESIÓN: La expresión facial del sujeto, si bien un tanto severa a veces, es en general agradable y receptiva, con sonrisas frecuentes. El sujeto baja frecuentemente la vista, de una forma que expresa modestia o timidez. De movimientos y gestos femeninos, sus andares ligeramente desgarbados concuerdan con el estilo de su generación. Aunque debido a su estatura pueda pensarse a primera vista que el sujeto es de sexo indeterminado, una observación atenta conducirá a la conclusión de que efectivamente es una chica. De hecho, posee una voz suave y velada. Inclina la cabeza cuando le hablan y no pontifica ni expresa sus opiniones con esa actitud intimidante característica de los varones. Con frecuencia formula observaciones humorísticas.

FAMILIA: Sus padres son típicos habitantes del Medio Oeste, de la generación de la Segunda Guerra Mundial. El padre se califica de republicano. La madre es una persona agradable, inteligente y afectiva, quizá con una ligera tendencia a la neurosis. Asume la servil función de esposa, propia de las mujeres de su generación.

El padre sólo ha venido dos veces a la clínica, alegando obligaciones laborales, pero a juzgar por esas dos entrevistas, su presencia ejerce una influencia dominante. Antiguo oficial de la Marina, es un hombre que ha alcanzado cierta posición gracias a sus propios esfuerzos.

Por otra parte, el sujeto se ha educado en la tradición ortodoxa griega, con sus papeles sexuales rígidamente definidos. En general, los padres parecen totalmente integrados y típicamente norteamericanos, pero no debe pasarse por alto la presencia de su más profunda identidad étnica.

FUNCIÓN SEXUAL: El sujeto declara haber tomado parte en su infancia en juegos sexuales en los cuales siempre desempeñaba un papel femenino, normalmente levantándose el vestido y permitiendo que un niño simulara el coito poniéndose encima de ella.

Experimentaba sensaciones erotosexuales placenteras colocándose bajo los chorros de agua de la piscina de un vecino. Se masturba con frecuencia desde temprana edad.

El sujeto no ha tenido novios formales, pero ello puede deberse al hecho de que asiste a un colegio femenino o a cierta sensación de vergüenza con respecto a su propio cuerpo. El sujeto es consciente de la apariencia anormal de sus genitales, y en los vestuarios y lugares comunes similares hace lo imposible para evitar que la vean desnuda. No obstante, afirma haber realizado el coito, una sola vez, con el hermano de su mejor amiga, experiencia que encontró dolorosa pero que resultó positiva desde el punto de vista de la exploración amorosa de la adolescencia.

ENTREVISTA: El sujeto habla con rápidos arranques, de forma clara y articulando bien las palabras, aunque jadeando de vez en cuando, debido a la ansiedad. La estructuración y las características de su discurso son femeninas si atendemos a las oscilaciones tonales y a la mirada, que fija en su interlocutor. Manifiesta interés sexual exclusivamente en los varones.

CONCLUSIÓN: En su discurso, modales y atuendo, el sujeto manifiesta una identidad y un papel sexual femeninos, pese a su contraria dotación cromosómica.

Esto pone de manifiesto que, antes que los determinantes genéticos, el sentido masculino o femenino de la educación es el factor más importante a la hora de determinar la identidad sexual.

Como la identidad sexual de la muchacha ya estaba firmemente establecida como mujer en el momento en que se descubrió su caso, parece correcta la decisión de practicar cirugía feminizante junto a los correspondientes tratamientos hormonales.

Si le dejáramos los genitales tal como están hoy día, la expondríamos a toda clase de humillaciones. Si bien es posible que la cirugía pueda tener como secuela una pérdida parcial o total de sensación erotosexual, el placer sexual sólo es un factor entre los muchos que constituyen una vida feliz. Poseer los atributos necesarios para casarse y pasar por una mujer normal en la sociedad, también son objetivos importantes, los cuales no serán posibles sin cirugía feminizante ni tratamiento hormonal.

Cabe esperar, asimismo, que los nuevos métodos quirúrgicos minimizarán los efectos de la disfunción erotosexual producida por la cirugía en el pasado, cuando la feminización quirúrgica estaba en sus albores.

Aquella noche, cuando mi madre y yo volvimos al hotel, Milton nos dio una sorpresa. Entradas para un musical de Broadway. Fingí entusiasmo, pero más tarde, después de cenar, me metí en la cama de mis padres alegando que estaba muy cansada para acompañarlos.

—¿Muy cansada? —inquirió Milton—. ¿Qué es eso de que estás muy cansada?

—Está bien, cariño —terció Tessie—, no tienes por qué venir.

—Dicen que es un espectáculo muy bueno, Cal.

—¿Trabaja Ethel Merman? —pregunté.

—No, listilla —replicó Milton, sonriendo—. No trabaja Ethel Merman. Ahora no anda por Broadway. Así que vamos a ver una de Carol Channing. También es muy buena. ¿Por qué no vienes?

—No, gracias.

—Como quieras. Tú te lo pierdes.

Se prepararon para salir.

—Hasta luego, cariño —dijo mi madre.

De pronto salté de la cama y corrí hacia Tessie, abrazándola.

—¿A qué viene esto? —preguntó.

Los ojos se me llenaron de lágrimas. Tessie las interpretó como lágrimas de alivio al dejar atrás todo lo que habíamos pasado. En la angosta entrada que habían dejado al dividir la antigua suite, torcida, poco iluminada, nos quedamos abrazadas, llorando.

Cuando se marcharon, saqué mi maleta del armario. Entonces, viendo las flores de color turquesa, la cambié por la de mi padre, una Samsonite gris. Dejé las faldas y el suéter Fair Isle en los cajones de la cómoda. Sólo metí las prendas más oscuras, un jersey azul de cuello redondo, los polos de Lacoste y los pantalones de pana. También dejé el sujetador. De momento, me quedé con los calcetines y las bragas, y metí el neceser entero. Cuando terminé, busqué el dinero que Milton guardaba en su ropa. Encontré un fajo bastante grueso que casi llegaba a trescientos dólares.

Toda la culpa no era del doctor Luce. Yo le había mentido en muchas cosas. Su decisión se basaba en datos falsos. Pero él, a su vez, no se había portado honradamente.

En un papel, dejé una nota para mis padres:

Queridos papá y mamá:

Sé que sólo tratáis de hacer lo que es mejor para mí, pero no creo que nadie sepa con seguridad lo que es mejor. Os quiero y me niego a ser un problema, de manera que he decidido marcharme. Sé que diréis que no soy un problema, pero yo estoy segura de serlo. Si queréis saber por qué lo hago, preguntádselo al doctor Luce. ¡Que es un mentiroso! Yo no soy una chica. Soy un chico. Eso es lo que he descubierto hoy. Así que me voy a un sitio donde no me conozca nadie. Cuando se enteren en Grosse Pointe, seré la comidilla de todo el mundo.

Siento haberte cogido el dinero, papá, pero prometo devolvértelo algún día, con intereses.

Por favor, no os preocupéis por mí. ¡Estaré PERFECTAMENTE!

Pese a su contenido, firmé esa nota a mis padres de esta manera: «Callie».

Era la última vez que declaraba ser su hija.