Cuando me desperté estaba en la casa. Tenía un vago recuerdo de cómo había llegado hasta allí, caminando trabajosamente por la ciénaga. Aún llevaba puestos los pantalones con peto. Sentía la entrepierna caliente y esponjosa. El Objeto ya se había levantado, o a lo mejor no había dormido allí. Bajé la mano y me despegué las bragas de la piel. Aquel sencillo acto, la leve bocanada de aire, el olor que subía, reiteró el hecho recién descubierto sobre mi persona. Pero no era un hecho exactamente. Aún no tenía la solidez de un hecho. Sólo era una intuición sobre mí misma que el advenimiento de la mañana no había aclarado en modo alguno. Sólo una idea que ya empezaba a desvanecerse, a formar parte de la ebriedad de la víspera en el bosque. Cuando el oráculo despertaba después de una de sus frenéticas noches de profecías, probablemente no guardaba memoria de las cosas que había dicho. Cualesquiera verdades que hubiese acertado serían secundarias con respecto a las sensaciones inmediatas: el dolor de cabeza, la ardiente garganta. Lo mismo le ocurría a Calíope. Me sentía manchada, iniciada. Enteramente adulta. Pero sobre todo, mareada, y no quería pensar en lo que había pasado.
En la ducha, traté de borrar la experiencia con jabón, restregándome metódicamente, alzando la cara para recibir el sesgado chorro de agua. El ambiente se llenó de vapor. Goteaban espejos y ventanas. Se humedecieron las toallas. Utilicé todos los jabones que había a mi alcance, Lifebuoy, Ivory, además de una marca artesanal de la región que tenía el tacto de papel de lija. Me vestí y bajé la escalera sin hacer ruido. Al cruzar la sala de estar reparé en una vieja escopeta de caza colgada sobre la repisa de la chimenea. De nuevo un arma en la pared. Pasé de puntillas frente a ella. En la cocina, el Objeto estaba desayunado cereales y leyendo una revista. No alzó la vista cuando entré. Cogí un tazón y me senté a la mesa. Quizá hiciera alguna mueca al sentarme.
—¿Qué te pasa? —dijo el Objeto en tono despectivo—. ¿Te duele algo?
Tenía la cabeza apoyada en la palma de la mano, y me miraba con una expresión sarcástica en el rostro. Ella tampoco se encontraba en plena forma.
Tenía ojeras. Por momentos, sus pecas perdían su carácter radiante, y parecían herrumbre o corrosión.
—A ti sí que debía de dolerte algo —repliqué.
—A mí no me duele nada —repuso el Objeto—, si te interesa saberlo.
—Se me había olvidado. Es que estás acostumbrada.
De pronto, el rostro se le llenó de ira y se puso a temblar. Los nervios se le estiraron y tensaron sobre los músculos, trazándole líneas en la piel.
—Anoche te comportaste como una fulana —acusó.
—¿Yo? ¿Y tú qué? Estuviste todo el rato echándote encima de Rex.
—No es verdad. No llegamos a hacer nada.
—Pues casi me engañas.
—Por lo menos no es tu hermano.
Se puso en pie, lanzándome una mirada desafiante. Parecía a punto de echarse a llorar. No se había limpiado la boca. Tenía jamón, migas de pan. Me quedé sin habla al ver cómo se transformaba aquel rostro amado en una pura expresión de odio. La reacción debía vérseme en la cara. Sentí que el espanto me ponía los ojos como platos. El Objeto estaba esperando que yo dijera algo, pero no se me ocurría nada. Así que, finalmente, apartó bruscamente la silla y dijo:
—Jerome está arriba, ¿por qué no subes y te metes en la cama con él?
Dicho esto, salió de la cocina hecha una furia.
Siguió un instante de amargura. El remordimiento, que ya me estaba saturando, rompió sus diques. Me inundó las piernas, me encharcó el corazón. Encima de la inquietud por si había perdido a mi amiga, de pronto me asaltó el pánico por mi reputación. ¿Sería verdaderamente una fulana? Ni siquiera me había gustado. Pero lo había hecho, ¿no? Le había dejado hacerlo. Y luego estaba el miedo al castigo. ¿Y si me quedaba embarazada? Entonces, ¿qué? La expresión que tenía en la mesa del desayuno era la de cualquier chica que se pone a hacer matemáticas, contando días, midiendo fluidos. Un momento antes de recordar que no podía quedarme embarazada. Eso era lo bueno de un florecimiento tardío. Pese a todo, estaba preocupada. Estaba segura de que el Objeto nunca volvería a dirigirme la palabra.
Subí de nuevo la escalera y volví a meterme en la cama, tapándome la cara con una almohada para que no me diera la luz de verano. Pero aquella mañana no había manera de esconderse de la realidad. Apenas habían pasado cinco minutos cuando el somier se hundió al recibir un nuevo peso. Atisbando bajo la almohada, vi que Jerome había venido de visita.
Se había tumbado de espaldas, y parecía cómodo, bien instalado. En vez de bata, llevaba un chaquetón de cazar patos. Por abajo se le veían los deshilachados bordes de los calzoncillos. En una mano tenía una taza de café, y observé que llevaba las uñas pintadas de negro.
La luz de la mañana que entraba por una ventana lateral ponía de relieve la barba que le crecía en el mentón y el labio superior. Frente al pelo aplastado, teñido, echado a perder, aquellos brotes anaranjados eran como la vida volviendo a un paisaje abrasado.
Jerome prefería a veces adoptar una posición irónica que le eximiera de participar en la realidad cotidiana. Ahora, con exagerado histrionismo, interpretaba una escena de amor. Con la cabeza sobre la almohada, tenía la cara medio vuelta, de modo que un mechón de pelo le caía sobre la frente, justo por encima de los adormilados ojos.
—Buenos días, cariño —me saludó.
—Hola.
—No andamos muy bien esta mañana, ¿verdad?
—No. Anoche estaba bastante borracha.
—A mí no me lo parecías tanto, cielo.
—Pues sí, lo estaba.
Y entonces lo soltó. Se incorporó sobre la almohada, dio un sorbo de café y suspiró. Empezó a darse golpecitos en la frente con el dedo. Y luego dijo:
—Por si te preocupan esas vulgaridades, debes saber que te sigo respetando y toda esa mierda.
No contesté. Responder habría sido confirmar los detalles de lo ocurrido, y lo que yo pretendía era ponerlos en duda. Al cabo del rato, Jerome dejó la taza en el suelo y se puso de lado. Se movió, acercándose a mí, y apoyó la cabeza en mi hombro. Así se quedó un tiempo, respirando fuerte. Luego, con los ojos cerrados, alzó la cabeza y la metió debajo de la almohada, conmigo. Empezó a hacerme arrumacos. Primero me acarició el cuello con el pelo, luego utilizó órganos sensibles. Pestañeando, me hizo cosquillas en la barbilla. Resopló con la nariz en el hueco de mi garganta. Y luego sentí sus labios, ávidos, torpes. Deseaba que se apartara de mí. Al mismo tiempo me preguntaba si me había lavado los dientes. Empezó a ponerse encima de mí, con suavidad, y tuve la misma sensación que la noche anterior, como un peso que me aplastara. Eso hacen los chicos y los hombres para anunciar sus intenciones. Se te ponen encima como la tapa de un sarcófago. Y lo llaman amor.
Por un momento resultó tolerable. Pero pronto se le subió el chaquetón y sentí que su necesidad se hacía cada vez más apremiante. Intentó introducirme la mano por debajo de la camisa. Yo no llevaba sostén. No me lo puse después de ducharme, y había tirado los pañuelos al váter. Ya había terminado con esos trucos. Jerome siguió subiendo las manos. No me importaba. Dejé que me tocara. Por si le servía de algo. Pero si esperaba decepcionarle, no dio resultado. Acariciaba y apretaba, mientras la mitad inferior de su cuerpo se agitaba como la cola de un cocodrilo. Y entonces dijo algo sin pizca de ironía. Fervientemente, musitó:
—Me ha dado fuerte por ti.
Cerró los labios, buscando los míos. Me introdujo la lengua.
La primera penetración, que auguraba la siguiente. Pero ahora no, esta vez no.
—Para —le dije.
—¿Qué?
—Para.
—¿Por qué?
—Porque sí.
—¿Por qué sí?
—Porque no me gusta que hagas eso.
Se incorporó. Como el protagonista de ese viejo gag de la cama plegable que no quiere plegarse, Jerome se incorporó de golpe, totalmente despierto. Luego se levantó de un salto de la cama.
—No te enfades conmigo —le pedí.
—¿Quién ha dicho que estoy enfadado? —repuso él, marchándose.
El resto del día pasó despacio. Me quedé en la habitación hasta que vi a Jerome salir de la casa, llevando la cámara. Supuse que me habría excluido del reparto. Los padres del Objeto volvieron de su partido de tenis con otro matrimonio. La señora Objeto subió al baño principal. Desde la ventana vi al señor Objeto, que se tumbaba en la hamaca del patio con un libro. Esperé a oír la ducha y bajé a la cocina por la escalera de atrás. Luego, con una sensación de abatimiento, me dirigí a la bahía.
La ciénaga de los cedros estaba a un lado de la casa. Al otro había un camino de tierra y grava que llevaba a un descampado donde crecía una hierba alta y amarillenta. La ausencia de árboles era perceptible, y deambulando por allí encontré una piedra conmemorativa, casi cubierta de maleza. Señalaba el emplazamiento de un fuerte o el lugar de una matanza, no recuerdo bien. El musgo invadía las letras en relieve y no pude leer toda la inscripción. Me quedé allí un rato, pensando en los primeros colonos y en cómo se mataban unos a otros por unas pieles de castor o de zorro. Levanté la pierna y empecé a quitar el musgo con el pie, restregando la inscripción con la zapatilla de deporte hasta que me cansé. Ya era casi mediodía. La bahía era de un azul brillante. Se sentía la proximidad de Petoskey, el humo de fogones y chimeneas subiendo por encima de la cuesta. Cerca del agua se embarraba la hierba. Subí al parapeto y caminé de un lado para otro, manteniendo el equilibrio. Con los brazos extendidos, me movía con aire arrogante, al estilo de Olga Korbut. Pero no me lo creía mucho. Era demasiado alta para ser Olga Korbut. Poco después llegó a mis oídos el ruido de un motor fuera borda. Hice visera con la mano y escudriñé las aguas relucientes. Una lancha pasaba a toda velocidad. Al timón iba Rex Reese. Con el torso al aire, gafas de sol, bebiendo una cerveza y pisando a fondo, remolcaba a alguien que hacía esquí acuático. Era el Objeto, por supuesto, con su biquini de tréboles. Frente a la inmensidad del agua parecía desnuda, sólo aquellas dos tiras, una arriba y otra abajo, separándola de la naturaleza. Su cabellera pelirroja ondeaba como un aviso de galerna. Como esquiadora, sin embargo, no ofrecía una bella estampa. Iba demasiado inclinada hacia delante, las piernas arqueadas sobre los patines. Pero no se cayó. Entre trago y trago, Rex volvía la cabeza para ver si iba bien. Finalmente, la lancha dio un giro cerrado y el Objeto cruzó su propia estela, alejándose velozmente de la orilla.
Cuando se hace esquí acuático ocurre una cosa tremenda. Después de soltar la cuerda, se sigue uno deslizando sobre las aguas durante un tiempo, libremente. Pero llega el inevitable momento en que la simple inercia no basta para seguir avanzando. La superficie del agua se rompe como un cristal. Las profundidades se abren para reclamarte. Así me sentía yo en la orilla, viendo esquiar al Objeto. Esa misma sensación de hundimiento sin remedio, esa ley física de la emoción.
Cuando volví, a la hora de cenar, el Objeto continuaba ausente. Su madre estaba enfadada, considerando una grosería el hecho de que me hubiera dejado sola. Jerome también había salido con unos amigos. Así que cené con los padres del Objeto. Aquella noche había demasiada desolación en mí para entretener a los adultos. Comí en silencio y después me senté en la sala de estar, fingiendo que leía. El reloj siguió su lento camino. La noche chirriaba y crujía. Cuando sentí que estaba a punto de derrumbarme, fui al baño y me eché agua en la cara. Me puse una toalla caliente sobre los ojos y me apreté las sienes con las manos. Me pregunté lo que estarían haciendo el Objeto y Rex. Me imaginé sus calcetines, sus calcetinitos con pelotas de tenis en los talones, aquellas bolas rojas como la sangre, rebotando.
Estaba claro que si el señor y la señora Objeto no se iban a dormir sólo era por hacerme compañía. Así que, finalmente, les di las buenas noches y me fui a la cama. Me acosté y empecé a llorar en el acto. Sollocé durante largo tiempo, procurando no hacer ruido. Mientras lloraba, decía cosas en un ofendido murmullo: «¿Por qué no te gusto?». O bien: «¡Lo siento! ¡Lo siento!». No me importaba lo que pudieran pensar, si me estaban escuchando. Tenía un veneno en el organismo y necesitaba purgarme. Así seguía cuando, en un momento dado, oí cerrarse de golpe la puerta mosquitera. Me limpié la nariz con la sábana y traté de calmarme y escuchar. Oí pasos que subían la escalera y, poco después, la puerta de la habitación se abrió y se cerró. El Objeto entró y se quedó quieta en la oscuridad. Debía de estar esperando a que se le acostumbraran los ojos. Inmóvil en mi sitio, yo me hacía la dormida. Crujieron las tablas del piso cuando se acercó a mi lado. Noté que me observaba, allí de pie. Luego se dirigió a su sitio, se quitó las zapatillas y los pantalones cortos, se puso una camiseta y se acostó.
El Objeto dormía boca arriba. Me dijo una vez que las personas que dormían así tenían madera de líderes, eran actores o exhibicionistas de nacimiento. Las que dormían boca abajo, como yo, vivían aisladas de la realidad, eran proclives a oscuras percepciones y a las artes contemplativas. Esa teoría era de aplicación en nuestro caso. Seguí en posición decúbito prono, con los ojos y la nariz, irritados de tanto llorar. El Objeto, en decúbito supino, bostezó y (como una actriz consumada, quizá) se quedó dormida enseguida.
Esperé unos diez minutos, sólo para estar completamente segura. Entonces, como moviéndome en sueños, me di la vuelta de manera que me quedé mirando al Objeto. La luna estaba casi llena, y una luz azulada inundaba la habitación. Y allí, en la cama de mimbre, dormía el Oscuro Objeto. Se distinguía la parte de arriba de su camiseta Groton. Era vieja, de su padre, con algunos agujeros. Tenía un brazo cruzándole la cara, como un trazo diagonal en un letrero que dijera: «No tocar». Así que me dediqué a mirar. Sus cabellos se derramaban sobre la almohada. Tenía los labios entreabiertos. Algo le brillaba en la oreja, granos de arena de la playa, quizá. Más allá, los atomizadores destellaban en la cómoda. El techo estaba allá arriba, en alguna parte. Sentía las arañas, trabajando en los rincones. Las sábanas estaban frescas. El edredón, hecho un ovillo a nuestros pies, perdía plumón. Yo me había criado con el olor a alfombras nuevas, a camisas de poliéster aún calientes de la secadora. Aquí las sábanas egipcias olían a setos, las almohadas a aves acuáticas. A treinta centímetros, el Objeto formaba parte de todo aquello. Su color parecía concordar con el paisaje norteamericano, su pelo de calabaza, su piel de sidra. Emitió un suspiro y de nuevo permaneció en silencio.
Con suavidad, le retiré la manta del cuerpo. Se perfiló su silueta en la penumbra, la elevación de los pechos bajo la camiseta, la tierna colina del vientre y luego la oscura luminosidad de las bragas, convergiendo en forma de uve. No se movía. Su pecho se levantaba y caía al ritmo de su respiración. Despacio, intentando no hacer ruido alguno, me acerqué más. Músculos diminutos, músculos enteramente desconocidos, empezaron a funcionar en mi costado. Me propulsaron milímetro a milímetro a través de las sábanas. Los viejos muelles me dieron problemas. Mientras yo intentaba avanzar con toda naturalidad, me dirigían procaces gritos de aliento. Lanzaban vítores, cantaban. Yo paraba y luego reiniciaba el movimiento. Me costaba mucho trabajo. Empecé a respirar por la boca, haciendo menos ruido.
Así estuve diez minutos, aproximándome cada vez más. Finalmente, noté su calor a todo lo largo del cuerpo. Seguíamos sin tocarnos, sólo irradiando efluvios. Ella respiraba hondo. Yo también. Respiramos al unísono. Finalmente, armándome de valor, le pasé el brazo por la cintura.
Y luego nada más, durante un buen rato. Habiendo llegado hasta ahí, me asustaba ir más lejos. Así que permanecí inmóvil, abrazándola a medias. Se me agarrotó el brazo. Me empezó a doler y, finalmente, se me quedó entumecido. El Objeto bien podría estar drogada, o en estado de coma. Sin embargo, notaba una actitud alerta en su piel, en sus músculos. Al cabo de otro intervalo de inactividad, me lancé sin pensarlo más. Le cogí la camiseta y se la subí. Contemplé un buen rato su vientre desnudo y, finalmente, con una especie de congoja, incliné la cabeza. Incliné la cabeza ante el dios del deseo desesperado. Besé el vientre del Objeto y poco a poco, ganando confianza, empecé a ascender por su cuerpo.
¿Recuerdan mi corazón batracio? En la habitación de Clementine Stark apareció saltando en una orilla embarrada, moviéndose entre dos elementos. Ahora hizo algo aún más sorprendente: reptó a tierra. Exprimiendo milenios en treinta segundos, desarrolló su conciencia. Mientras besaba el vientre del Objeto, no sólo estaba reaccionando a estímulos placenteros, tal como había ocurrido con Clementine. No desalojé mi cuerpo, como hice con Jerome. Ahora era consciente de lo que estaba sucediendo. Pensaba en ello.
Pensaba que eso era lo que siempre había deseado. Me daba cuenta de que no era la única farsante de mi entorno. Me preguntaba lo que pasaría si alguien se enteraba de lo que estábamos haciendo. Pensaba que todo era muy complicado y que sólo podría complicarse aún más.
Bajé la mano y le toqué las caderas. Le enganché los dedos en la cinturilla de las bragas. Empecé a bajárselas, suavemente. Y en ese preciso momento, el Objeto levantó las caderas, sólo un poco, lo justo para ponérmelo más fácil. Ésa fue su única contribución.
Al día siguiente no lo mencionamos. Cuando me desperté, el Objeto ya se había levantado. Estaba en la cocina, viendo cómo su padre hacía scrapple. Los domingos por la mañana, preparar aquel guiso de cerdo con harina y especias era un ritual para el señor Objeto. Presidía el borboteo del tocino y la grasa mientras el Objeto miraba de cuando en cuando la sartén y decía:
—Qué asco da eso.
Pero al momento se comía un plato y hacía que yo me comiera otro.
—Me va a dar una acidez tremenda —aseguraba ella.
Enseguida capté el mensaje tácito. El Objeto no quería dramatismos, nada de sentimientos de culpa. Nada de romanticismos, tampoco. Acometía el guiso como una raya que separase el día de la noche, para dejar claro que lo que había pasado la víspera, lo que habíamos hecho por la noche, no tenía nada que ver con la actividad diurna. Era buena actriz, además, y en ocasiones me preguntaba si en realidad había estado dormida todo el tiempo. O si sólo había sido un sueño.
Durante el día sólo dio dos signos de que algo había cambiado entre nosotras. Por la tarde llegó el equipo de rodaje de Jerome. Se componía de dos amigos suyos que llevaban cajas, cables y un micrófono largo y peludo semejante a una esterilla de playa enrollada y llena de porquería. Estaba claro para entonces que Jerome evitaba hablarme deliberadamente. Se instalaron en un cobertizo donde se guardaban las herramientas. El Objeto y yo decidimos ir a ver lo que estaban haciendo. Jerome nos había prohibido que fuéramos por allí, así que no pudimos resistirlo. Nos acercamos sigilosamente, ocultándonos de árbol en árbol. Teníamos que pararnos a menudo para contener los ataques de risa, dándonos palmadas, evitando mirarnos hasta que lográbamos dominarnos. Llegamos a la parte de atrás del cobertizo y atisbamos por la ventana. No pasaba nada del otro mundo. Uno de los amigos de Jerome estaba sujetando un foco a la pared con cinta adhesiva. Resultaba difícil mirar las dos a la vez por la ventana, así que el Objeto se puso delante de mí. Me cogió de las muñecas, colocándome las manos sobre su vientre. Aunque oficialmente tenía puesta la atención en lo que ocurría dentro del cobertizo.
Apareció Jerome, vestido de vampiro pijo. Debajo del tradicional chaleco de Drácula, llevaba un polo de color rosa. En vez de pajarita, un pañuelo al cuello. Iba con el pelo negro peinado hacia atrás, la cara maquillada de blanco, y en la mano llevaba una coctelera. Uno de sus amigos empuñaba un palo de escoba del que colgaba un murciélago de goma, el otro manejaba la cámara.
—Acción —dijo Jerome.
Alzó la coctelera y la agitó con ambas manos. Mientras, el murciélago aleteaba a su alrededor. Jerome quitó el tapón y sirvió la sangre en las copas de martini. Ofreció una a su amigo el murciélago, que inmediatamente se dejó caer dentro de ella. Jerome dio un sorbo al sangriento cóctel.
—Justo como a ti te gusta, Felpudo —dijo al murciélago—. Muy seco.
Bajo mis manos, el vientre del Objeto se agitaba de risa. Se echó hacia atrás, apoyándose en mí, y su carne estremecida se entregaba entre mis brazos. Apreté la pelvis contra ella. Todo eso acontecía en secreto detrás del cobertizo, como un toqueteo de pies por debajo de la mesa. Pero entonces, el cámara se incorporó, nos señaló con el dedo y Jerome dio media vuelta. Sus ojos se fijaron en mis manos y luego en mi rostro. Descubrió los colmillos, fulminándome con la mirada. Y luego, con su voz normal, gritó:
—¡Iros a tomar por culo de aquí, cabronas! Estamos rodando.
Se acercó a la ventana y dio un golpe en el cristal, pero nosotras ya estábamos corriendo.
Más tarde, hacia el anochecer, sonó el teléfono. Lo cogió la madre del Objeto.
—Es Rex —anunció.
El Objeto se levantó del sofá, donde jugábamos al backgammon. Por hacer algo, volví a ordenar mis fichas. Las coloqué una y otra vez, mientras el Objeto hablaba con Rex. Estaba de espaldas a mí. Se movía al hablar, jugueteando con el cable. Mientras, yo prestaba mucha atención a lo que decía.
—Nada especial, sólo jugando al backgammon…, con Callie… Está rodando esa absurda película suya… No puedo…, vamos a cenar enseguida… No sé, a lo mejor después… En realidad, estoy un poco cansada.
De pronto dio media vuelta y se me quedó mirando. Con un esfuerzo, alcé la vista. El Objeto señaló al teléfono y luego, abriendo mucho la boca, se introdujo dos dedos hasta la garganta. Mi corazón no cabía en sí de gozo.
De nuevo vino la noche. En la cama pasamos por los preliminares, ahuecando las almohadas, bostezando. Nos movimos de un lado a otro buscando una postura cómoda. Y luego, después de un adecuado tiempo de silencio, el Objeto emitió una especie de suspiro. Era un murmullo, un grito atrapado en la garganta, como si hablara en sueños. Después, su respiración se hizo más profunda. Y, tomando aquello como un visto bueno, Calíope inició su larga marcha a través de la cama.
Así fue nuestra aventura amorosa. Muda, corta de miras, acontecimiento nocturno, materia de sueño. Pero yo también tenía mis motivos para que así fuese. En la revelación de la esencia de mi ser, lo mejor era un descubrimiento gradual, bajo una luz halagadora. Lo que desde luego no suponía mucha luz. Además, así son las cosas en la adolescencia. Se experimenta a oscuras. Se cogen borracheras o se coloca uno con marihuana y luego se improvisa. ¿Hay que recordar los asientos traseros de los coches, las tiendas de campaña en los campamentos juveniles, las fiestas en la playa alrededor del fuego? ¿Acaso no se ha encontrado alguien, sin admitirlo, enredado de algún modo con su mejor amigo? ¿O en la cama del dormitorio estudiantil con dos personas en vez de una, mientras Bach sonaba en un tocadiscos pasado de moda, orquestando la fuga? Porque, en cualquier caso, la práctica temprana de la sexualidad es una especie de fuga. Antes de que se instale la rutina o el amor. En esa etapa en que el manoseo es anónimo más que otra cosa. Sexualidad de parque infantil. Empieza a los trece o catorce años y dura hasta los veinte o veintiuno. En el fondo se trata de aprender a compartir. A dejar que otros jueguen con los juguetes de uno.
A veces, cuando me ponía encima, el Objeto casi se despertaba. Se movía un poco para acogerme, abriendo las piernas o pasándome un brazo por la espalda. Emergía a la superficie de la conciencia antes de sumirse de nuevo en las profundidades. Aleteaban sus pestañas. Por su cuerpo se extendía cierta receptividad, una inflexión del abdomen al ritmo del mío, la cabeza hacia atrás para ofrecer la garganta. Yo esperaba más. Quería que reconociera lo que estábamos haciendo, pero yo también tenía miedo. Así que el escurridizo delfín se elevaba, saltando entre el anillo de mis piernas para desaparecer de nuevo y dejarme tambaleante, tratando de mantener el equilibrio. Todo estaba húmedo allá abajo. De mí o de ella, no sé. Apoyaba la cabeza en su pecho, bajo la fruncida camiseta. Sus axilas olían a fruta pasada. Allí, el vello era muy escaso. «Menuda suerte», le habría dicho en nuestra vida diurna. «No tienes que afeitarte». Pero de noche Calíope sólo lo acariciaba, o lo degustaba. Una noche, mientras hacía eso, y otras cosas, observé una sombra en la pared. Pensé que era una polilla. Pero al fijarme más, vi que era la mano del Objeto, alzada por detrás de mi cabeza. Su mano estaba completamente despierta. Se abría y se cerraba en un puño, trasvasando todo el éxtasis de su cuerpo a sus secretas floraciones.
Lo que hacíamos el Objeto y yo se realizaba con arreglo a esas normas poco precisas. No éramos demasiado escrupulosas con respecto a los detalles. Lo que más centraba nuestra atención era lo que estaba pasando, la sexualidad liberada. Eso era lo grande. El hecho de cómo pasaba exactamente, dónde iba qué, era secundario. Además, no teníamos términos de comparación. Nada, aparte de la noche en el refugio con Rex y Jerome.
En lo que al croco[4] se refería, no era tanto una parte de mí como algo que descubrimos y disfrutamos juntas. El doctor Luce dirá que, cuando se les inyecta hormonas masculinas, las hembras de simio manifiestan una actitud de monta. Agarran, arremeten. Yo no. O, al menos, al principio no. El crecimiento del croco era un fenómeno impersonal. Una especie de gancho que nos mantenía unidas, más un estimulante de las zonas externas del Objeto que una penetración en toda regla. Aunque, por lo visto, muy eficaz. Porque después de las primeras noches, el Objeto estaba ansiosa por él. Ansiosa, dicho sea de paso, de una forma supuestamente inconsciente. Cuando la tenía abrazada nos removíamos lánguidamente, formando un nudo, y entonces el Objeto, sin renunciar a su insensibilidad, adoptaba la postura más conveniente. Nada se preparaba, nada se ponía a punto con caricias. No había objetivo alguno que alcanzar. Pero la práctica facilitaba una fluida gimnasia a nuestras cópulas sonámbulas. Mira, mamá, sin manos. El Objeto mantenía los ojos cerrados todo el rato, la cabeza levemente torcida. Se movía debajo de mí como una muchacha violada en sueños por un íncubo. Como si estuviera soñando con algo indecente, confundiendo la almohada con un amante.
A veces, antes o después, yo encendía la lámpara de la mesilla. Le subía la camiseta hasta donde podía y le bajaba las bragas hasta las rodillas. Y me quedaba quieta. Dándome una ración de vista. ¿Con qué compararlo? Limaduras de oro se agrupaban en torno al imán de su ombligo. Tenía las costillas tan finas como pirulíes. La envergadura de sus caderas, tan diferentes de las mías, era como un frutero ofreciendo una fruta encarnada. Y luego estaba mi sitio favorito, donde el tórax se ablandaba formando el pecho, la suave y blanca duna que allí se elevaba.
Apagué la luz. Me apreté contra el Objeto, le cogí los muslos por la parte de atrás, colocándole las piernas en torno a mi cintura. Le puse luego las manos en la espalda y la levanté, atrayéndola hacia mí. Y entonces, mi cuerpo, como una catedral, se puso a repicar. El jorobado había saltado sobre la cuerda y se columpiaba como un loco en el campanario.
A lo largo de todo aquello, no llegué a ninguna conclusión perdurable sobre mí misma. Sé que resulta difícil de creer, pero así son las cosas. La memoria se revisa a sí misma. La memoria pinta con aerosol. No es lo mismo estar dentro que fuera de un cuerpo. Desde fuera se puede mirar, inspeccionar, cotejar. Desde dentro no hay comparación posible. Durante el año anterior, el croco se había alargado considerablemente. En su aspecto más llamativo, casi alcanzaba ahora los seis centímetros de largo. Pero la mayor parte de su extensión quedaba oculta por los faldones carnosos de entre los cuales surgía. Además estaba el vello. En estado de reposo, el croco apenas se notaba. Lo que yo veía al bajar la cabeza y mirarme era únicamente la oscura insignia triangular de la pubertad. Cuando me lo tocaba, el croco se dilataba, hinchándose hasta que con una especie de estallido se liberaba de la bolsa en que residía. Asomaba la cabeza. Y no iba muy lejos. No sobresalía más de tres centímetros de la linde del bosque. ¿Qué significaba eso? Por experiencia personal, yo sabía que el Objeto también tenía un croco. Y que también se hinchaba al tacto. Sólo que el mío era más largo, de sentimientos más efusivos. Mi croco iba con el corazón en la mano.
El rasgo decisivo era el siguiente: el croco no tenía un orificio en la punta. Desde luego eso no era lo que tenía un chico. Ponte en mi lugar, lector, y pregúntate a qué conclusión habrías llegado sobre tu sexo si hubieras tenido lo que yo, si hubieras vivido con algo así. Para mear, tenía que sentarme. El chorro salía por abajo. Mis entrañas eran las de una chica. Por dentro estaba blando, casi me dolía al meterme el dedo. Cierto que tenía el pecho completamente liso. Pero en el colegio había otras tablas de planchar. Y Tessie insistía en que en ese aspecto había salido a ella. ¿Músculos? No muchos, propiamente dichos. Tampoco caderas, ni cintura. Una chica especial, lisa como un plato. Caliente.
¿Acaso debía pensar que no era una chica? ¿Sólo porque me sentía atraída hacia otra chica? Eso pasaba todo el tiempo. Y en 1974 ocurría más que nunca. Se estaba convirtiendo en el pasatiempo nacional. Mi extática intuición sobre mí misma se encontraba inhibida en las profundidades de mi conciencia. Nadie puede saber cuánto tiempo podría haberla mantenido allí. Pero al final no fue cosa mía. Las cosas verdaderamente importantes nunca son cosa del individuo. Me refiero al nacimiento, a la muerte. Y al amor. Y a lo que el amor nos lega antes de nacer.
El jueves siguiente amaneció caluroso. Uno de esos días con mucha humedad, en que la atmósfera se desconcierta. Sentada en el porche, lo notaba: el aire deseando ser agua. El Objeto se ponía apática con el calor. Afirmaba que se le hinchaban los tobillos. Llevaba toda la mañana de mal humor, exigiendo, poniendo a prueba mi paciencia. Cuando me estaba vistiendo, se asomó a la puerta del baño.
—¿Qué has hecho con el champú? —me acusó.
—Yo no he hecho nada con el champú.
—Lo dejé en la repisa de la ventana. Aparte de mí, tú eres la única persona que lo usa.
Pasé por delante de ella y entré en el baño.
—Ahí mismo lo tienes, en la bañera.
El Objeto me lo quitó de la mano.
—¡Me siento vulgar, estoy toda pegajosa! —exclamó, a modo de disculpa.
Luego se metió en la ducha mientras yo me cepillaba los dientes. Al cabo de un minuto, enmarcado por las cortinas, apareció su rostro ovalado.
Parecía una alienígena, calva, con los ojos desorbitados.
—Siento estar hoy tan coñazo —me dijo.
Seguí cepillándome los dientes, dejando que sufriera un poco.
El Objeto frunció el ceño y sus ojos se ablandaron en una súplica.
—¿Me odias?
—Todavía no lo sé.
—¡Qué mala eres! —observó, haciendo un cómico mohín y corriendo de golpe las cortinas.
Después de desayunar, nos sentamos en el balancín del porche, bebiendo limonada y meciéndonos para hacer un poco de aire. Yo tenía los pies contra la barandilla, para impulsarnos. El Objeto estaba tumbada de costado, con las piernas sobre mi regazo, la cabeza apoyada en el brazo del balancín. Llevaba unos vaqueros cortos, lo bastante cortos para que se le viera el forro de los bolsillos, y la parte de arriba del biquini. Yo me había puesto unos pantalones cortos de color caqui y un polo blanco.
Abajo, frente a nosotras, la bahía lanzaba destellos plateados. La superficie tenía escamas, como los peces más abajo.
—A veces me pone verdaderamente enferma eso de tener cuerpo —dijo el Objeto.
—A mí también.
—¿A ti también?
—Sobre todo cuando hace este calor. El simple hecho de moverse es una tortura.
—Y además odio sudar.
—Yo no lo soporto —convine—. Prefiero jadear como un perro.
El Objeto soltó una carcajada. Me miró sonriente, maravillada.
—Tú entiendes todo lo que digo —afirmó, sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué no puedes ser un chico?
Me encogí de hombros, indicando que no tenía respuesta para eso. Era consciente de que en aquello no había ni pizca de ironía. Ni en la pregunta del Objeto tampoco.
Me estaba mirando, con los párpados entornados. En la luminosidad del día, entre las oleadas de calor que se levantaban sobre el hirviente césped, sus ojos eran muy verdes, aunque sólo fuesen rendijas, medias lunas. Tenía la cabeza inclinada hacia delante, apoyada en el brazo del balancín; para mirarme debía levantar la vista. Eso le confería una actitud maliciosa. Sin apartar los ojos de mí, movió las piernas, abriéndolas levemente.
—Tienes unos ojos increíbles —dijo.
—Los tuyos son muy verdes. Casi parecen falsos.
—Son falsos.
—¿Tienes los ojos de cristal?
—Sí. Estoy ciega. Yo soy Tiresias.
Aquélla era una nueva forma de hacerlo. Acabábamos de descubrirla. Mirarnos era otra manera de tener los ojos cerrados, o lejos de los detalles circundantes, en cualquier caso. Nuestras miradas quedaron firmemente entrelazadas. Mientras, el Objeto flexionaba las piernas con mucha delicadeza. Mi atención estaba prendida en el montículo que se elevaba hacia mí por debajo de sus pantalones cortos, remontándose un poco, sólo insinuándose. Puse la mano en un muslo del Objeto, la palma hacia abajo. Y sin dejar de balancearnos, mirándonos mientras los grillos tocaban sus violines en la hierba, deslicé la mano hacia abajo y empecé a moverla hacia el punto donde confluían las piernas del Objeto. Introduje el dedo pulgar bajo sus pantalones cortos. El rostro del Objeto no denotaba reacción alguna. Tras los párpados entornados, sus ojos verdes permanecieron fijos en los míos. Sentí la lisura de sus bragas y retrocedí, deslizando el dedo bajo el elástico. Y entonces, sin movernos ni apartar la mirada una de otra, mi dedo pulgar se hundió suavemente en su interior. Pestañeó, puso los ojos en blanco, alzó un poco más las caderas, y lo volví a hacer. Y después, otra vez. En la bahía, las lanchas formaban parte del cuadro, así como la sección de cuerda de los grillos en la ardiente hierba y el hielo derritiéndose en los vasos de limonada. El balancín se mecía hacia delante y hacia atrás, crujiendo bajo la oxidada cadena, y era como una vieja canción de cuna: «Mi niña se va a dormir con los ojitos cerrados, como duermen los jilgueros encima de los tejados…». El Objeto, después de poner los ojos en blanco, volvió a fijar la mirada en la mía y entonces lo que estaba sintiendo se mostró sólo allí, en las verdes profundidades que sus ojos descubrían. Por lo demás, permanecía inmóvil. Únicamente mi mano se movía, y mis pies contra la barandilla, impulsando el balancín. Aquello duró tres, cinco, quince minutos. No sé. El tiempo se borró. En cierto modo seguíamos sin ser plenamente conscientes de lo que hacíamos. La sensación se disolvía en el olvido.
Cuando el suelo del porche crujió detrás de nosotras, me sobresalté. Retiré el pulgar de los pantalones del Objeto y me erguí en el asiento. Percibí algo con el rabillo del ojo y volví la cabeza. Era Jerome, subido a la barandilla, a nuestra derecha. Pese al calor, llevaba su disfraz de vampiro. Aunque el sol le estaba quitando el maquillaje blanco, seguía estando muy pálido. Nos miraba fijamente, con su mejor expresión inquietante. Su expresión de Otra vuelta de tuerca. El señorito corrompido por el jardinero. El muchacho de levita ahogado en el pozo. Todo en él estaba muerto menos los ojos. Los ojos fijos en nosotras —en las piernas desnudas del Objeto apoyadas en las mías— y la cara embalsamada.
Entonces, el aparecido habló.
—Bolleras.
—No le hagas caso —recomendó el Objeto.
—Booolleraaas —repitió Jerome, en lo que fue un graznido.
—¡Cállate!
Jerome, encaramado en la barandilla, tenía un aspecto morboso. No iba peinado hacia atrás, sino que el pelo le caía a ambos lados de la cara. Había adoptado un aire pausado, y estaba muy concentrado en lo que hacía, como si siguiera un procedimiento consagrado por la tradición.
—Bollera —insistió, en singular esta vez, porque eso era entre su hermana y él—. Pilonera, pilonera.
—Te he dicho que lo dejes, Jerome.
El Objeto intentaba incorporarse. Quitó las piernas de mi regazo y empezó a levantarse del balancín. Pero Jerome se le adelantó. Extendió los extremos de la capa como si fueran alas y saltó de la barandilla. Se abatió en picado sobre el Objeto. Pero sus rasgos seguían impasibles. Aparte de la boca, no movía nada en absoluto. Con la cara pegada a la del Objeto, le murmuraba y graznaba al oído:
—Bollera, bollera, bollera, bollera.
—¡Basta!
Intentó pegarle, pero él le sujetó los brazos. Con una mano la cogió de ambas muñecas. Con la otra, hizo una V con los dedos. Se llevó la V a los labios y entre aquel sugerente triángulo empezó a sacar y meter la lengua. Ante la crudeza del gesto, la calma del Objeto empezó a agrietarse. Un sollozo le subió de las entrañas. Jerome lo notó. Llevaba más de diez años reduciendo a su hermana a las lágrimas; sabía cómo hacerlo; era como un niño que quema a una hormiga con una lupa, concentrando el rayo luminoso para que sea cada vez más ardiente.
—Pilonera, pilonera, pilonera…
Y entonces, sí. El Objeto se desmoronó. Se puso a berrear como una niña pequeña. Con la cara completamente roja, empezó a agitar frenéticamente los puños hasta que, finalmente, se metió corriendo en la casa.
En ese punto, la furibunda actividad de Jerome cesó. Se ajustó la capa. Se alisó el pelo y, apoyándose en la barandilla, se quedó mirando tranquilamente a la bahía.
—No te preocupes —me dijo—, no se lo voy a decir a nadie.
—¿Decir, el qué?
—Tienes suerte de que sea un tío sin prejuicios —prosiguió—. Otro no se habría quedado tan tranquilo al descubrir que una lesbiana lo ha engañado con su propia hermana. Resulta un poco embarazoso, ¿no te parece? Pero soy tan liberal que estoy dispuesto a pasar por alto tus tendencias.
—¿Por qué no te callas de una vez, Jerome?
—Me callaré cuando me dé la gana —replicó. Luego volvió la cabeza y me miró—. ¿Sabes adónde te vas a ir ahora mismo? A hacer puñetas, Stephanides. Lárgate de aquí y no vuelvas. Y no se te ocurra tocar otra vez a mi hermana.
Yo ya me estaba poniendo de pie de un salto. Me hervía la sangre. En mi cabeza resonaban campanas y mi espina dorsal dio un respingo. Ciega de furia, arremetí contra Jerome. Era más alto que yo, pero estaba desprevenido. Le di un golpe en la cara. Intentó esquivarme, pero el impulso de mi embestida lo tiró al suelo. Me encaramé sobre su pecho, aprisionándole los brazos con las piernas. Finalmente, dejó de resistirse. Se quedó quieto, tratando de adoptar una expresión divertida.
—Puedo acabar contigo cuando quiera.
Estar encima de él me producía una sensación estimulante. Capítulo Once me había tenido así toda la vida. Era la primera vez que yo se lo hacía a alguien, y sobre todo a un chico mayor que yo. Mi melena caía sobre el rostro de Jerome. Se la empecé a pasar de un lado a otro, atormentándolo. Luego recordé otra cosa que solía hacer mi hermano.
—No —gritó Jerome—, por favor. ¡No lo hagas!
Lo dejé caer. Como una gota de lluvia. Como una lágrima. Pero no era ninguna de las dos cosas. El lapo le cayó justo entre los ojos. Y entonces la tierra se abrió bajo nuestros cuerpos. Con un rugido, Jerome se incorporó, echándome hacia atrás. Mi supremacía había sido breve. Ahora era el momento de echar a correr.
Crucé el porche. Bajé los escalones de dos en dos y atravesé el jardín, descalza. Jerome me perseguía con su atuendo de Drácula. Se detuvo a quitarse la capa y yo aumenté la distancia que nos separaba. Atravesé corriendo los jardines de las casas vecinas, agachándome ante las ramas de los pinos. Esquivando arbustos y barbacoas. Las agujas de los pinos me proporcionaban buen agarre para las plantas de los pies. Por fin llegué a campo abierto. Miré atrás y vi que Jerome acortaba distancias.
Corrimos entre la alta y amarillenta hierba, siguiendo la orilla de la bahía. Salté sobre la piedra conmemorativa, arañándome el pie, luego fui a la pata coja, dolorida, y seguí adelante. Jerome atravesaba el campo sin complicaciones. Al otro lado estaba la carretera por la que se llegaba a la casa. Si podía salvar el montículo, estaría en condiciones de retroceder sin que Jerome me viera. El Objeto y yo nos podríamos atrincherar en la habitación. Llegué a la loma y empecé a subir. Jerome, con el ceño fruncido, estaba cada vez más cerca.
Éramos como corredores en un friso. De perfil, moviendo vigorosamente las piernas y cortando el aire con los brazos, avanzábamos presurosos entre la hierba que azotaba las espinillas. Cuando llegué a lo alto del cerro pareció que Jerome aflojaba el paso. Agitaba el brazo, derrotado. Lo movía de un lado para otro mientras gritaba algo que yo no alcanzaba a oír…
El tractor acababa de entrar en la carretera. Encaramado en su elevado asiento, el campesino no me vio. Yo iba mirando atrás, comprobando el avance de Jerome. Cuando volví la cabeza hacia delante ya era demasiado tarde. Justo delante de mí tenía el neumático del tractor. Me di de frente contra él. Me encontré volando por los aires, envuelta en una nube de polvo rojizo. En el vértice del arco, vi las hojas del arado sobresaliendo por la parte de atrás del tractor, con el metal en forma de sacacorchos manchado de barro, y supe que la carrera había terminado.
Me desperté más tarde, en el asiento trasero de un coche desconocido. Una carraca, con mantas cubriendo los asientos. En la luna trasera había pegada una calcomanía de una trucha coleando en el anzuelo. El conductor llevaba una gorra roja. Entre la cinta ajustable de la gorra, aparecía un escaso mechón de pelo sobre el cuello surcado de arrugas.
Sentía la cabeza blanda, como envuelta en gasa. Me habían abrigado con una manta vieja, tiesa y con briznas de paja. Torcí la cabeza, alcé los ojos y tuve una preciosa visión. La cara del Objeto desde abajo. Tenía la cabeza en su regazo. La mejilla derecha encendida por la cálida tapicería de su vientre. Aún llevaba la parte de arriba del biquini y los pantalones cortos. Tenía las rodillas separadas y su pelirroja cabellera caía sobre mí, oscureciendo las cosas. Atisbando entre aquel espacio marrón rojizo contemplé lo que pude de ella, la oscura cinta del biquini, las clavículas sobresalientes. Se estaba royendo una cutícula. De seguir mordiéndose, se haría sangre.
—Deprisa —decía desde el otro lado de la cortina de pelo—. Vaya más deprisa, señor Burt.
El que conducía era el campesino. El del tractor contra el que me estrellé. Confiaba en que no la escuchase. No quería que fuese más deprisa. Deseaba seguir así el mayor tiempo posible. El Objeto me acariciaba la cabeza. Nunca había hecho eso a la luz del día.
—He dado una paliza a tu hermano —dije, sin saber cómo.
Con una mano, el Objeto se apartó el pelo. La luz entró como un cuchillo.
—¡Callie! ¿Estás bien?
Le sonreí.
—Le di una buena.
—¡Qué asustada estaba, por Dios! —exclamó—. Creí que estabas muerta. ¡Estabas ahí, ti… ti… —se le quebró la voz—, tirada en medio de la carretera!
Sus ojos se inundaron de lágrimas. Lágrimas de agradecimiento, ahora; no de ira, como antes. El Objeto sollozaba. En actitud reverente, contemplé la tormenta emocional que la asolaba. Agachó la cabeza. Apretó el sollozante y húmedo rostro contra el mío y, por primera y última vez, nos besamos. Nos tapaba el respaldo del asiento, la cortina de pelo, y ¿a quién se lo podía contar el campesino, después de todo? Los angustiados labios del Objeto se unieron a los míos y sentí un sabor dulce y un gusto a sal.
—Estoy toda llena de mocos —dijo, levantando de nuevo la cabeza. Logró sonreír.
Pero el campesino ya estaba parando el coche. Bajó de un salto, gritando cosas. Abrió de golpe la puerta trasera. Aparecieron dos celadores que me levantaron y me pusieron en una camilla. Me llevaron por la acera hacia las puertas del hospital. El Objeto no se apartó de mi lado. Me cogió de la mano. Por un momento pareció darse cuenta de que estaba casi desnuda. Cuando sus pies descalzos tocaron el frío linóleo, bajó la vista y se miró. Pero no hizo caso. Y hasta que no llegamos al final del pasillo y uno de los celadores le indicó que se detuviera, no me soltó de la mano. Como si mi mano hubiese sido el hilo de un ovillo del Pireo.
—Usted no puede entrar, señorita —le explicaron—. Tiene que esperar aquí.
Y obedeció. Pero ni siquiera entonces me soltó de la mano. Aún tardaría un poco en hacerlo. Empujaron la camilla por el pasillo y mi brazo se estiraba hacia el Objeto. Yo ya me había embarcado en mi travesía. Iba surcando el mar con rumbo a otro país. Mi brazo medía ahora seis, nueve, doce, quince metros. Levanté la cabeza de la camilla para mirar al Objeto. Para mirar al Oscuro Objeto, Porque una vez más se estaba convirtiendo en un misterio para mí. ¿Qué habrá sido de ella? ¿Dónde estará ahora? Entonces estaba al final del pasillo, agarrada al extremo de mi brazo, que se desovillaba. Delgaducha, con aspecto de tener frío, parecía perdida, fuera de lugar. La camilla iba cobrando velocidad. Mi brazo ya sólo era una cinta que se rizaba en el aire. Por fin llegó el momento inevitable. El Objeto me soltó. Mi mano voló libre, vacía.
Luces arriba, brillantes y redondas, como en mi nacimiento. El mismo rechinar de zapatos blancos. Pero al doctor Philobosian no se lo veía por parte alguna. El doctor que me miraba con la cabeza agachada era joven y tenía el pelo rubio rojizo. Tenía acento del campo.
—Voy a hacerte unas preguntas, ¿vale?
—Vale.
—Empieza diciéndome cómo te llamas.
—Callie.
—¿Cuántos años tienes, Callie?
—Catorce.
—¿Cuántos dedos te estoy enseñando?
—Dos.
—Quiero que cuentes hacia atrás, empezando por diez.
—Diez, nueve, ocho…
Y mientras, no paraba de palparme, buscando huesos rotos.
—¿Te duele aquí?
—No.
—¿Y aquí?
—No.
—¿Y aquí tampoco?
De pronto me dolió. Un rayo, un mordisco de cobra, bajo el ombligo. El grito que dejé escapar fue respuesta suficiente.
—Bueno, vale, vamos a ir con cuidado por ahí. Sólo voy a echar una mirada. Ahora, no te muevas.
El doctor hizo una seña a la interna con los ojos. Empezaron a desnudarme, uno a cada lado. La interna me sacó el polo por la cabeza. Ahí estaba mi pecho, verde y deprimente. No prestaron atención. Yo tampoco. Entretanto, el médico me había quitado el cinturón. Me estaba desabrochando los pantalones: le dejé hacer. Abajo los pantalones. Yo miraba como si me encontrara muy lejos. Pensaba en otra cosa. Recordaba la forma en que el Objeto alzaba las caderas para ayudarme a que le bajara las bragas. Aquella pequeña señal de aquiescencia, de deseo. Pensaba en lo mucho que la quería cuando hacía eso. Ahora la interna introducía las manos por debajo de mí, así que alcé las caderas.
Me cogieron de las bragas. Tiraron de ellas hacia abajo. El elástico se me quedó prendido en la piel, luego cedió.
El médico se acercó más, murmurando para sí. La interna, de manera muy poco profesional, se llevó una mano a la garganta y luego hizo como que se arreglaba el cuello de la bata.
Chéjov tenía razón. Si hay una escopeta en la pared, tendrá que dispararse. En la vida real, sin embargo, nunca se sabe dónde está el arma. La pistola que mi padre guardaba debajo de la almohada nunca disparó un solo tiro. La escopeta colgada sobre la repisa de la chimenea del Objeto, tampoco. Pero en la sala de urgencias las cosas eran diferentes. No se oyó ruido alguno, ni hubo humo, ni olió a pólvora. Pero por la forma en que reaccionaron el médico y la enfermera comprendí que mi cuerpo estaba a la altura de las normas narrativas.
Queda por describir una escena de esta etapa de mi vida. Se produjo una semana después, de vuelta en Middlesex, y en ella aparecía una maleta, un árbol y yo misma. Estaba en mi habitación, sentada frente a la ventana. Era poco antes de mediodía. Llevaba ropa de viaje, traje de chaqueta gris y blusa blanca. Había sacado el brazo por la ventana para coger moras de la morera del jardín. Llevaba una hora comiendo moras para no oír el rumor que venía de la habitación de mis padres.
Las moras habían madurado la semana anterior. Eran gordas y jugosas. Tenía las manos manchadas. Fuera, la acera estaba salpicada de manchas púrpura, igual que el césped y las piedras de los macizos. El rumor que venía del cuarto de mis padres era el llanto de mi madre.
Me puse en pie. Me dirigí a la maleta abierta y comprobé su contenido, a ver si lo había metido todo. Mis padres y yo salíamos de viaje dentro de una hora. Nos marchábamos a Nueva York, a ver a un médico famoso. Ignoraba cuánto tiempo íbamos a estar fuera, y tampoco sabía lo que me pasaba. No había prestado mucha atención a los detalles. Sólo sabía que no era una chica como las demás.
En el siglo VI, unos monjes ortodoxos sacaron de China seda de contrabando. La llevaron a Asia Menor. Desde allí, la seda se extendió a Europa para, finalmente, cruzar el océano hasta Norteamérica. Benjamín Franklin impulsó la industria de la seda en Pensilvania antes de la Revolución americana. Se plantaron moreras en todo el territorio de Estados Unidos. Aunque yo, mientras cogía moras desde la ventana de mi cuarto, no tenía ni idea de que nuestra morera tuviera algo que ver con el comercio de la seda, ni de que mi abuela había tenido árboles como aquél detrás de su casa, en Turquía. La morera siempre había estado en Middlesex, frente a mi habitación, y nunca me había comunicado su significado. Pero ahora las cosas son diferentes. Ahora, si miro con la suficiente atención, todos los objetos mudos de mi vida parecen contar mi historia, estirarse en el tiempo. De modo que es imposible concluir esta sección de mi vida sin mencionar el siguiente hecho:
El tipo de gusano de seda que más se cría, la larva del Bombyx mori, ya no existe en estado natural en parte alguna. Como dice mi enciclopedia en dolorosos términos: «Las patas de las larvas han degenerado, y los adultos no vuelan».