Me acerco rápidamente al momento del descubrimiento: de mí mismo por mí misma, que era algo que sabía desde siempre pero de lo que no era consciente; y el descubrimiento, por parte del pobre y cegato doctor Philobosian, de lo que no había observado en el momento de mi nacimiento y siguió escapándosele después en todos los reconocimientos anuales; y el descubrimiento, por parte de mis padres, de la clase de criatura que habían traído al mundo (respuesta: la misma sólo que diferente); y, por último, el descubrimiento de la mutación genética que había estado agazapada en nuestro linaje durante doscientos cincuenta años, tomándoselo con calma, esperando que atacara Ataturk, que Hajienestis se volviera de cristal, que un clarinete tocara seductoramente tras una ventana hasta que, uniéndose a su gemelo recesivo, desencadenó los acontecimientos que condujeron hasta mí, aquí, en Berlín, donde escribo.
En aquel verano —mientras las mentiras del presidente se iban haciendo cada vez más complejas—, empecé a fingir el periodo. Con astucia nixoniana, Calíope desenvolvía y echaba por el retrete una flotilla de Tampax sin usar. Fingía síntomas que iban desde el dolor de cabeza a la fatiga. Simulaba retortijones con la misma facilidad con que Meryl Streep cambia de acento. Estaba la punzada, el dolor sordo, el puñetazo que me quitaba el aliento y me dejaba hecha un ovillo en la cama. Mi ciclo, aunque imaginario, estaba rigurosamente trazado en el calendario de mi mesa. Para señalar los días utilizaba el signo k… símbolo del pez de las catacumbas. Programé mis reglas hasta diciembre, mes en el que confiaba que finalmente hubiera aparecido la menarquia.
El engaño dio resultado. Calmó la inquietud de mi madre y, en cierto modo, también la mía. Tenía la impresión de haberme hecho cargo de la situación. Ya no estaba a merced de nadie. Aún mejor: con el viaje a Bursa cancelado —así como la cita para ir a ver al doctor Bauer—, estaba en condiciones de aceptar la invitación del Objeto para ir a la casa de vacaciones de su familia. Empecé a hacer los preparativos, y me compré un sombrero de paja, sandalias y unos pantalones con peto.
Aquel verano no seguía con mucha atención los acontecimientos políticos que se producían en el país. Pero era imposible no enterarse de lo que estaba pasando. La identificación de mi padre con Nixon no hizo sino aumentar a medida que se incrementaban las dificultades del presidente. En los melenudos manifestantes mi padre sólo veía a su peludo y condenatorio hijo. Ahora, en el escándalo de Watergate, mi padre reconocía su propia conducta sospechosa durante los disturbios. Consideraba un error el allanamiento de morada, pero no le daba mucha importancia.
—¿Acaso creéis que los demócratas no hacen lo mismo? —preguntaba Milton a los tertulianos del domingo—. Los liberales sólo pretenden cargárselo exagerando las cosas. Así que van de honrados. Viendo el telediario de la noche, Milton se ponía a hacer observaciones a la pantalla. «¿Ah, sí?», decía. «Gilipolleces». O bien: «Ese tal Proxmire es un inútil total». «De lo que tendrían que preocuparse esos intelectuales listillos es de la política exterior. Qué hacer con los cabrones de los rusos y la China Roja. En vez de lamentarse y perder el tiempo porque se haya cometido un robo en una miserable oficina de campaña». Atrincherado tras la bandeja de la cena, Milton ojeaba la prensa de izquierdas con el ceño fruncido, momento en el cual no podía pasar inadvertida su creciente semejanza con el presidente.
Entre semana discutía con la televisión, pero los domingos, él se enfrentaba a un auditorio real. Tío Pete, que mientras hacía la digestión solía estar tan aletargado como una serpiente, se mostraba ahora animado y jovial.
—Incluso desde un punto de vista quiropráctico, Nixon es un personaje cuestionable. Tiene el esqueleto de un chimpancé.
El padre Mike se sumó al hostigamiento:
—Dime, Milt, ¿qué te parecen los chanchullos de tu amigo el farsante?
—Me parece que se ha montado un buen jaleo por nada.
Las cosas empeoraban cuando la conversación giraba en torno a Chipre. En asuntos de interior, Milton tenía a Jimmy Fioretos de su lado. Pero en lo que se refería a la situación de Chipre, manifestaban opiniones divergentes. Un mes después de la invasión, cuando Naciones Unidas estaba a punto de concluir las negociaciones de paz, el ejército turco lanzó otro ataque. Esta vez los turcos se apoderaron de gran parte de la isla. Estaban poniendo alambradas. Y levantando torres de vigilancia. Acababan de dividir a Chipre en dos, como Berlín, como Corea, como todos los demás sitios del mundo que ya no eran ni una cosa ni otra.
—Ahora están demostrando sus verdaderas intenciones —afirmaba Jimmy Fioretos—. Los turcos tenían intención de invadir desde siempre. Esas chorradas de proteger la Constitución no eran más que un pretexto.
—Nos han… sssss… atacado por la espalda —graznó Gus Panos.
—¿Qué quieres decir con eso de «nos»? —bramó Milton—. ¿Es que has nacido en Chipre, Gus?
—Ya sabes… sssss… lo que quiero decir.
—¡Norteamérica ha traicionado a los griegos! —exclamó Jimmy Fioretos, agitando el dedo en el aire—. Es ese hijoputa de Kissinger, el muy falso. ¡Te estrecha la mano al tiempo que te da la puñalada!
Milton sacudió la cabeza. Bajó la mandíbula en actitud agresiva y su garganta emitió un sonido grave, una especie de gruñido de desaprobación.
—Tenemos que hacer lo que haga falta para defender nuestros intereses nacionales.
Y entonces Milton alzó la cabeza y lo dijo claramente:
—A tomar por culo los griegos.
En 1974, en vez de reivindicar sus raíces yendo a Bursa, mi padre renegó de ellas. Obligado a elegir entre su país natal y su tierra ancestral, no vaciló. Entretanto, nosotras lo oíamos todo desde la cocina: gritos; y una taza de café que se rompía; maldiciones, tanto en inglés como en griego; pies que salían atropelladamente de la casa.
—Ponte el abrigo, Phyllis —dijo Jimmy Fioretos—. Nos vamos.
—Es verano —repuso Phyllis—. No he traído abrigo.
—Entonces coge lo que tengas que coger, coño.
—Nosotros también nos… sssss… vamos. Se me ha quitado el… sssss… apetito.
Incluso tío Pete, el autodidacta aficionado a la ópera, supo hasta dónde podía llegar.
—Puede que Gus no creciera en Grecia —dijo—. Pero seguro que recuerdas que yo sí. Estás hablando de mi país natal, Milton. Y de la verdadera patria de tus padres.
Los invitados se marcharon. No volvieron más. Jimmy y Phyllis Fioretos. Gus y Helen Panos. Peter Tatakis. Los Buick arrancaron y se alejaron de Middlesex, dejando un espacio negativo en nuestra sala de estar. Después, ya no hubo más comidas los domingos. Se acabaron los hombres que se sonaban las narizotas como si fueran mudas trompetas. Y también las mujeres que daban pellizcos en la mejilla, tan parecidas a Melina Mercouri en sus últimos años. Y, sobre todo, se acabó la tertulia en la sala de estar. Ya no hubo más discusiones, ni ejemplos ni citas de personajes famosos, ya muertos, para fustigar a otros personajes infames, todavía vivos. Se acabó el enfrentarse al gobierno desde los confidentes. Adiós a las reformas del régimen fiscal, las batallas filosóficas sobre la función del gobierno, el Estado del bienestar, la seguridad social sueca (concebida por un tal doctor Fioretos: ninguna relación). El fin de una era. Nunca más. Nunca en domingo.
Los únicos que se quedaron fueron tía Zo, el padre Mike y los primos, porque eran de la familia. Tessie se enfadó con Milton por causar una pelea. Se lo dijo, y él estalló, de manera que mi madre no le dirigió la palabra durante el resto del día. El padre Mike sacó partido de la situación llevándose a Tessie a la terraza. Milton cogió el coche y se marchó. Tía Zo y yo subimos luego un refrigerio a la terraza. Nada más poner el pie en la grava, cercada por una sólida barandilla de madera, vi a Tessie y al padre Mike sentados en las sillas de hierro. El padre Mike tenía cogida a mi madre de la mano, con el barbudo rostro inclinado hacia ella, hablándole con voz queda mientras la miraba fijamente a los ojos. Mi madre, al parecer, había estado llorando. Tenía un pañuelo de papel hecho un ovillo en la mano.
—Callie os trae té con hielo —anunció tía Zo, haciendo su aparición en la terraza—. Y yo traigo el alcohol.
Pero entonces vio cómo miraba el padre Mike a mi madre y guardó silencio. Mi madre se puso en pie, ruborizándose.
—El alcohol para mí, Zo.
Todos lanzaron una risita nerviosa. Tía Zo sirvió las copas.
—No mires, Mike. La mujer del sacerdote se emborracha los domingos.
El viernes siguiente, el padre del Objeto me llevó en coche a su residencia de verano cerca de Petoskey. Era una ostentosa mansión victoriana, con una fachada de color caramelo y llena de adornos superfluos. Cuando subíamos la cuesta y vi la casa, me quedé deslumbrada. Custodiada por altos pinos, se alzaba en una colina sobre la bahía de Little Traverse, y todas sus ventanas centelleaban.
A mí se me daban bien los progenitores. Eran mi especialidad. Mientras subíamos en el coche, mantuve con el padre del Objeto una animada y larga conversación. El señor Objeto tenía tonos celtas. De él había heredado el Objeto la tez y el color de los cabellos. Pero ya rondaba los sesenta años y tenía el pelo escaso y descolorido, como el diseminado penacho del diente de león. Además, su piel pecosa tenía un aspecto apagado. Llevaba un traje de popelín de color caqui con pajarita, y mientras conducía fumaba un puro. Después de recogerme, paramos en una tienda de la autopista, donde el señor Objeto compró un paquete de seis latas de cóctel Smirnoff.
—Martinis en lata, Callie. Vivimos en una época maravillosa.
Cinco horas después, nada sobrio, salió de la carretera y se metió por el camino sin asfaltar que llevaba a la casa. Ya eran las diez de la noche. A la luz de la luna, cogimos las maletas y las llevamos al porche. Entre los altos árboles grises, los hongos salpicaban el sendero lleno de agujas de pino. Cerca de la casa, entre peñascos mohosos, había un pozo artesano.
Al entrar por la puerta de la cocina, nos encontramos con Jerome. Estaba sentado a la mesa, leyendo el Weekly World News. A juzgar por la palidez de su rostro, no había salido de allí en casi todo el mes. Su deslustrado pelo oscuro tenía un aspecto especialmente apagado. Llevaba una camiseta de Frankenstein, pantalones cortos de rayas y zapatillas de deporte sin calcetines.
—Te presento a la señorita Stephanides —anunció el señor Objeto.
—Bienvenida al interior del país —dijo Jerome, levantándose para abrazar a su padre y dándole la mano al final.
—¿Dónde está tu madre?
—Arriba, arreglándose para esa fiesta a la que tú llegas increíblemente tarde a juzgar por su estado de ánimo.
—¿Por qué no acompañas a Callie a su habitación? Enséñale la casa.
—Hecho —repuso Jerome.
Subimos por la escalera de atrás, junto a la cocina.
—Como están pintando las habitaciones de huéspedes —me informó Jerome—, dormirás en la de mi hermana.
—¿Dónde está?
—En el porche del patio, con Rex.
Se me cortó la circulación de la sangre.
—¿Rex Reese?
—Sus padres también tienen una casa por aquí.
Jerome me puso entonces al corriente de lo imprescindible: situación del baño, toallas de invitados, funcionamiento de las luces. Pero sus atenciones no significaban nada para mí. Me preguntaba por qué el Objeto no había mencionado a Rex por teléfono. Llevaba allí tres semanas y no me había dicho nada.
Fuimos a la habitación de ella. Encima de la cama había ropa arrugada. Sobre una almohada, un cenicero sucio.
—Mi hermanita es una criatura de hábitos desagradables —sentenció Jerome, mirando alrededor—, ¿tú eres ordenada?
Asentí con la cabeza.
—Yo también. Es el único modo. Oye. —Se volvió hacia mí—. ¿Qué ha pasado con tu viaje a Turquía?
—Se ha cancelado.
—Estupendo. Ahora podrás trabajar en mi película. Voy a rodarla aquí. ¿Te animas?
—Creía que se desarrollaba en un internado.
—He decidido que el internado sea el bosque.
Estaba bastante cerca de mí. Con las manos en los bolsillos, me miraba con los ojos entornados mientras se balanceaba sobre los talones.
—¿Bajamos? —sugerí.
—¿Cómo? Ah, sí. Claro. Vamos.
Jerome dio media vuelta y salió disparado. Le seguí a la planta baja, cruzamos la cocina y pasamos por la sala de estar. Entonces oí voces en el porche.
—Y Selfridge, el tontorrón, que se pone a vomitar —decía Rex Reese—. Ni siquiera le da tiempo a ir al servicio. Vomita allí mismo, en la barra.
—¡No me lo puedo creer! ¡Selfridge! —gritaba ahora el Objeto, divertida.
—Echa la papa. En todo el vaso de whisky. Fue increíble. Una vomitera como las cataratas del Niágara. Selfridge se pone a echar la papa en la barra y todo el mundo salta del taburete, ¿entiendes? Y Selfridge con la cara metida en su propia vomitona. Durante un momento se hace un silencio absoluto. Luego a una chica le empiezan a dar náuseas… y es como una reacción en cadena. Arcadas por todo el local, todo el mundo vomita y el camarero… se cabrea. Y es enorme. Un gigante, joder. Sale de la barra y lanza una mirada a Selfridge. Yo estoy como si no conociera a ese tío. No lo he visto en la vida. Y entonces, ¿sabes qué pasa?
—¿Qué?
—El camarero se agacha y coge a Selfridge. Lo agarra del cuello de la camisa y del cinturón, ¿entiendes? Lo levanta como treinta centímetros en el aire… ¡y friega la barra del bar con él!
—¡No me lo creo!
—Como te lo digo. ¡Limpia la vomitona con el propio Fridge!
En ese momento salimos al porche. El Objeto y Rex Reese están sentados uno junto a otro en un sofá de mimbre. Está oscuro y hace fresco, pero el Objeto aún lleva bañador: un biquini de tréboles. Tiene las piernas envueltas en una toalla.
—¡Hola! —dije, alzando la voz.
El Objeto se volvió, mirándome sin expresión.
—Hola —contestó.
—Ya está aquí —dijo Jerome—. Sana y salva. Papá no se ha salido de la carretera.
—Papá no conduce tan mal —protestó el Objeto.
—Cuando no bebe, no. Pero esta noche apuesto a que ha venido con el termo de martinis debajo del asiento.
—¡A tu padre sí que le gusta la juerga! —exclamó Rex con voz ronca.
—¿Ha tenido mi padre alguna ocasión de saciar la sed durante el viaje a casa? —preguntó Jerome.
—Más de una —contesté.
Jerome se echó a reír, aflojando el cuerpo y batiendo palmas.
Entretanto, Rex decía al Objeto:
—Bueno, pues ya que está aquí, vamos a festejarlo.
—¿Adonde podemos ir? —preguntó el Objeto.
—Oye, Jeromán, ¿no has dicho que había un antiguo refugio de cazadores en el bosque?
—Sí. Está a menos de un kilómetro.
—¿Crees que podrás encontrarlo en la oscuridad?
—Con una linterna, puede que sí.
—Pues venga —concluyó Rex, poniéndose en pie—. Vamos a coger unas cervezas, y andando para allá.
El Objeto también se levantó.
—Esperad que me ponga unos pantalones.
Cruzó el porche en biquini. Rex no le quitó ojo.
—Vamos, Callie —dijo ella—. Que tú duermes en mi habitación.
Seguí al Objeto. Entró rápidamente, casi corriendo, sin volver la cabeza para mirarme. Al subir la escalera, le di un golpe por detrás.
—Te odio —aseguré.
—¿Por qué?
—¡Estás tan morena!
Me lanzó una sonrisa por encima del hombro.
Mientras se vestía, cotilleé por la habitación. En el piso de arriba, los muebles también eran de mimbre. En las paredes había cuadros de barcos de vela, obra de aficionados, y en las estanterías piñas, piedras de Petoskey y libros, casi todos de bolsillo.
—¿Y qué vamos a hacer en el bosque? —pregunté, con un leve tono de queja.
El Objeto no contestó.
—¿Qué vamos a hacer en el bosque? —repetí.
—Dar un paseo.
—Tú sólo quieres que Rex se aproveche de ti.
—Qué malpensada eres, Callie.
—No lo niegues.
Me dio la espalda y sonrió.
—Yo sé quién quiere aprovecharse de ti —insinuó.
Por un instante, me invadió una incontenible felicidad.
—Jerome —concluyó ella.
—No quiero ir al bosque —declaré—. Hay bichos y cosas.
—No seas tan estrecha —me reconvino.
Nunca le había oído decir «estrecha». Era una palabra que empleaban los chicos; chicos como Rex. El Objeto acabó de vestirse y se puso frente al espejo. Se dio un pellizco en la mejilla, en un sitio donde tenía la piel reseca. Se pasó el cepillo por el pelo y se puso brillo en los labios. Luego vino hacia mí. Cuando estuvo muy cerca, se detuvo. Abrió la boca y me lanzó el aliento a la cara.
—Está bien —dije, apartándome.
—¿No quieres que compruebe el tuyo?
—Me arriesgaré.
Decidí que si el Objeto iba a estar coqueteando con Rex sin hacerme caso a mí, yo también podría hacer lo mismo y coquetear con Jerome. Cuando salió de la habitación, me peiné. Entre la colección de atomizadores que tenía en la cómoda, elegí uno y apreté la perilla, pero no salió perfume. Fui al baño y me desabroché los tirantes del peto. Me subí la camisa y me metí unos cuantos pañuelos de papel en el sostén. Luego me eché el pelo hacia atrás, me abroché el peto y me apresuré a salir para dar aquel paseo por el bosque.
Me estaban esperando bajo la amarillenta luz antimosquitos del porche. Jerome tenía en la mano una linterna plateada. Colgada al hombro, Rex llevaba una mochila del ejército llena de cervezas Stroh. Bajamos los escalones hacia el jardín. El terreno, blando por las agujas de los pinos, era desigual, con raíces traicioneras. Por un momento, pese a mi mal humor, lo sentí: el delicioso frescor del norte de Michigan. El aire fresco, incluso en agosto, casi como en Rusia. El cielo añil sobre la bahía negra, el olor a cedro y pino.
El Objeto se detuvo en la linde del bosque.
—No nos mojaremos los pies, ¿verdad? He venido en playeras.
—Venga —dijo Rex Reese, cogiéndole de la mano y tirando de ella—. Mójate.
El Objeto dio un grito, haciendo mucho teatro. Inclinada hacia atrás, como tirando de una cuerda, se vio arrastrada entre los árboles. Yo me detuve, esperando que Jerome hiciese lo mismo. Pero no lo hizo. En cambio, se metió directamente en la ciénaga y, poco a poco, el agua le llegó a las rodillas.
—¡Arenas movedizas! —exclamó—, ¡socorro! ¡Me hundo! ¡Que alguien me ayude! Glub, glub, glub, glub, glub.
Más lejos, ya invisibles, el Objeto y Rex se reían.
La ciénaga de los cedros era un paraje intacto, donde nunca se había talado un solo árbol. En aquel terreno no se podía construir. Los árboles eran centenarios y cuando se caían, era para siempre. Allí, en la ciénaga, la verticalidad no era una característica esencial de la vegetación. Muchos cedros se mantenían derechos, pero otros crecían inclinados. Y otros habían caído contra sus vecinos, o directamente al suelo, quedando con las raíces al aire. Se tenía una sensación de cementerio: en todas partes los esqueletos grises de los árboles. La luz de la luna, al filtrarse, daba un tinte plateado a charcos y telarañas. Se reflejaba en el pelo del Objeto, siguiendo sus movimientos, y culebreaba delante de mí.
Nuestro avance por la ciénaga era torpe y escandaloso. Rex imitaba ruidos de animales que no se parecían a ningún animal. Las latas de cerveza tintineaban en su mochila. Nuestros desarraigados pies chapoteaban en el barro.
Al cabo de veinte minutos lo encontramos: una cabaña de una habitación hecha de tablones sin pintar. El techo no era mucho más alto que yo. El foco circular de la linterna alumbró un trozo de tela asfáltica que cubría la estrecha puerta.
—Está cerrado, coño —dijo Rex.
—Vamos a probar por la ventana —sugirió Jerome.
Desaparecieron los dos, dejándonos solas al Objeto y a mí. La miré. Por primera vez desde mi llegada me devolvió la mirada. Había la luz suficiente para que nuestros ojos realizaran aquella comunicación silenciosa.
—Qué oscuro está por aquí —observé.
—Ya lo creo —repuso el Objeto.
Hubo un estrépito en el interior de la cabaña, seguido de unas carcajadas. El Objeto dio un paso hacia mí.
—¿Qué hacen ahí dentro?
—No sé.
De pronto se iluminó el ventanuco de la cabaña. Los chicos habían encendido un quinqué. Seguidamente se abrió la puerta y salió Rex. Sonreía como un vendedor.
—Aquí hay un tío que quiere saludaros.
Dicho lo cual alzó una ratonera de la que colgaba un ratón hecho puré.
—¡Rex! —gritó el Objeto, dando un salto hacia atrás y agarrándose a mí—, ¡quita eso de ahí!
Rex siguió agitando la ratonera, sin dejar de reír, hasta que la tiró al bosque.
—Bueno, vale. No te vayas a cagar de miedo.
Volvió a entrar en la cabaña.
El Objeto seguía aferrada a mí.
—A lo mejor tendríamos que volver —aventuré.
—¿Te acuerdas del camino? Yo estoy completamente perdida.
—Lo puedo encontrar.
Dio media vuelta y atisbó entre la negrura del bosque. Lo estaba pensando. Pero entonces volvió a aparecer Rex en la puerta.
—Entrad —dijo—. Echad un vistazo.
Y entonces ya fue demasiado tarde. El Objeto me soltó y, dejando caer la roja bufanda de los cabellos por encima de los hombros, se agachó para pasar por la angosta puerta y entró en el refugio de cazadores.
Dentro había dos catres con mantas de la compañía Hudson’s Bay, uno a cada extremo de la estancia y separados por un rudimentario fogón de campamento. En el marco de la ventana se alineaban botellas de bourbon vacías. Las paredes estaban cubiertas con amarillentos recortes del periódico de la región: concursos de pesca, competiciones de carricoches infantiles. Y también un lucio disecado, con las mandíbulas abiertas. Con escaso petróleo, el quinqué parpadeaba. La llama era del color de la mantequilla, con los ondulados jirones de humo engrasando el aire. La luz de un fumadero de opio. Lo que resultaba enteramente apropiado, porque Rex acababa de sacarse un porro del bolsillo y lo estaba encendiendo con una cerilla.
Rex se había sentado en un catre y Jerome en el otro. Con toda tranquilidad, el Objeto se sentó junto a Rex. Yo me quedé en medio de la estancia, los hombros encogidos. Sentía la mirada de Jerome, observándome. Fingiendo que examinaba la cabaña, me volví de pronto, segura de encontrarme con su mirada. Pero no fue así. Jerome tenía la vista clavada en mi pecho. En los rellenos. Yo ya le gustaba antes, pero ahora ofrecía un atractivo más. Como un premio a sus buenas intenciones.
Quizá debía sentirme satisfecha por la tesitura en la que me hallaba. Pero mis fantasías de venganza se habían disipado. Estaba desanimada. Sin embargo, como no tenía otro remedio, fui a sentarme con Jerome. Al otro extremo de la cabaña, Rex Reese tenía el porro en los labios.
Rex llevaba pantalones cortos y una camisa con monograma. En el hombro, un desgarrón mostraba su piel tostada. Tenía una marca roja en su cuello de bailarín de flamenco: una picadura de mosquito, un mordisco desvaído. Cerró los ojos e inhaló profundamente, juntando las largas pestañas. Tenía un pelo tan espeso y brillante como la piel de una nutria. Por fin abrió los ojos y pasó el porro al Objeto.
Para mi sorpresa, ella lo cogió. Como si fuese uno de sus apreciados Tareyton, se lo llevó a los labios y aspiró.
—¿No te va a dar paranoia? —la previne.
—No.
—Creía que, tal como me habías dicho, la hierba te daba paranoia.
—En la naturaleza no me da —repuso el Objeto.
Me lanzó una áspera mirada y dio otra calada.
—Pásalo ya —dijo Jerome.
Se levantó a cogerle el porro. Sin sentarse, dio una calada y me lo pasó. Observé el porro. Por un extremo ardía; por el otro estaba aplastado y húmedo. Se me ocurrió que todo aquello formaba parte del plan de los chicos: el bosque, la cabaña, los catres, la droga, el compartir la saliva. Ahí va una pregunta que sigo sin saber contestar: ¿adiviné los trucos masculinos porque yo estaba destinada a montar intrigas parecidas? ¿O es que las chicas también ven claramente las intenciones de los chicos y simplemente hacen como que no se dan cuenta?
Por un momento pensé en Capítulo Once. Vivía en una cabaña parecida, en un bosque como aquél. Me pregunté si echaba de menos a mi hermano. No sabía decirlo. Nunca sé lo que siento hasta que es demasiado tarde. Capítulo Once había fumado su primer porro en la universidad. Yo le llevaba cuatro años de ventaja.
—Mantén el humo dentro —me instruyó Rex.
—Tienes que dejar que el tetrahidrocannabinol se incorpore a tu torrente sanguíneo —terció Jerome.
Hubo un ruido en el bosque, ramitas que se quebraban. El Objeto se agarró al brazo de Rex.
—¿Qué ha sido eso?
—Un oso, a lo mejor —apuntó Jerome.
—Espero que ninguna de vosotras estéis con el mes —dijo Rex.
—¡Rex! —protestó el Objeto.
—Oye, que lo digo en serio. Los osos lo huelen. Una vez que fui de acampada a Yellowstone, una mujer murió despedazada. Los osos pardos olfatean la sangre.
—¡No es verdad!
—Lo juro. Me lo contó un tío que conozco. Era un guía de la organización de exploradores.
—Bueno, no sé Callie, pero yo no —dijo el Objeto.
Me miraron todos.
—Yo tampoco —afirmé.
—Entonces vamos bien, Román —dijo Rex, soltando una carcajada.
El Objeto seguía agarrada a él, buscando protección.
—¿Quieres tirar un penalti? —le preguntó.
—¿Qué es eso?
—Mira, se hace así. —Se volvió hacia ella—. Uno abre la boca y el otro le echa el humo dentro. Te quedas completamente agilipollado. Es fenómeno.
Rex se llevó el porro a los labios. Se inclinó hacia el Objeto que, a su vez, se inclinó hacia él. Abrió la boca. Y Rex empezó a echarle el humo. Los labios del oscuro Objeto formaban un óvalo perfecto, y al centro de aquel blanco, de aquella diana, lanzó Rex Reese el torrente de humo embriagador. La brasa del porro destelló. Vi cómo se precipitaba el chorro de humo en la boca del Objeto. Desapareció por su garganta como los rápidos por una catarata. Finalmente, tosió y Rex se apartó.
—Bien parado. Ahora tíramelo a mí.
Los ojos verdes del Objeto brillaban de lágrimas. Pero cogió el porro y se lo puso entre los labios. Se inclinó hacia Rex Reese, que abrió la boca de par en par.
Cuando acabaron, Jerome le cogió el porro a su hermana.
—Déjame, a ver si venzo algunas dificultades técnicas por esta banda —anunció.
Y acto seguido me encontré con su cara frente a la mía. De manera que yo también acabé haciéndolo. Me incliné hacia delante, cerré los ojos, abrí la boca y dejé que Jerome me lanzase un penalti en la boca en forma de una larga y sucia voluta de humo.
El humo me inundó los pulmones, que me empezaron a arder. Tosí y lo dejé salir. Cuando abrí los ojos otra vez, Rex había pasado un brazo por los hombros al Objeto. Ella intentaba hacer como si no pasara nada. Rex terminó la cerveza. Abrió otras dos latas. Una para él y otra para ella. Se volvió hacia el Objeto. Sonrió. Dijo algo que no alcancé a oír. Y entonces, mientras yo seguía pestañeando, cubrió los labios del Objeto con su bonita y agria boca de fumador de hierba.
Al otro lado de la cabaña, entre la luz titilante, Jerome y yo fingimos no darnos cuenta. Ahora teníamos el porro y podíamos retenerlo cuanto quisiéramos. Nos lo pasamos en silencio mientras dábamos sorbos de cerveza.
—Ahora mismo tengo la extraña sensación de que mis pies están muy lejos —dijo Jerome al cabo de un rato—. ¿Tú también sientes que tienes los pies muy lejos?
—No me los veo —repuse—. Aquí no hay mucha luz.
Volvió a pasarme el porro y lo cogí. Inhalé y retuve el humo. Dejé que me quemara los pulmones, porque quería distraerme del dolor que me oprimía el corazón. Rex y el Objeto seguían besándose. Desvié la vista y miré por la negra y sucia ventana.
—Todo parece muy azul —dije—, ¿te has dado cuenta?
—Ah, sí —contestó Jerome—. Ocurre toda clase de epifenómenos extraños.
El oráculo de Delfos había sido una chica más o menos de mi edad. Se pasaba el día sentada frente a una gruta, el ónfalos, el ombligo de la tierra, inhalando vapores sulfúreos que emanaban del subsuelo. Virgen adolescente, la pitonisa predecía el futuro, recitando los primeros versos métricos de la historia. ¿Por qué saco esto a relucir? Porque Calíope también era virgen aquella noche (durante un poco más de tiempo, al menos). Y ella también había inhalado sustancias alucinógenas. Gases sulfurosos que emanaban de la ciénaga de los cedros, fuera de la cabaña. Vestida no con una túnica diáfana, sino con unos pantalones con peto, Calíope empezaba a tener una sensación verdaderamente extraña.
—¿Quieres otra cerveza? —preguntó Jerome.
—Vale.
Me tendió otra lata dorada de Stroh. Me llevé a los labios el frío metal y bebí. Luego di otro sorbo. Jerome y yo notábamos que nos habíamos puesto en un compromiso. Nos sonreímos nerviosamente. Bajé la vista y me rasqué la rodilla a través de los pantalones. Y cuando volví a levantar la cabeza, me encontré con la cara de Jerome frente a la mía. Tenía los ojos cerrados, como los de un niño que salta de pie desde el trampolín más alto. Antes de enterarme de lo que pasaba, me besó. Besó a una chica a la que jamás habían besado (después de Clementine Spark, en cualquier caso). No lo detuve. Permanecí muy quieta mientras él se dedicaba a lo suyo. Pese al aturdimiento que sentía, era consciente de todo. De la horrorosa humedad de su boca, el sabor alcohólico de sus labios. Su entrometida lengua. Algunos olores, también, la cerveza, la hierba, un rastro a mentol y, bajo todo aquello, el verdadero sabor animal de la boca de un chico. Probé el acre y penetrante sabor de las hormonas de Jerome y el metálico gusto de sus empastes. Abrí un ojo. Ahí tenía el espléndido cabello que tanto tiempo había pasado admirando en otra cabeza. Ahí, las pecas en la frente, en el puente de la nariz, en las orejas. Pero no era el rostro deseado; no se trataba de las mismas pecas, y el pelo estaba teñido de negro. Tras unas facciones impasibles, mi alma se hizo un ovillo, esperando que concluyera aquella situación tan desagradable.
Aún seguíamos sentados. Jerome tenía la cara apretada contra la mía. Maniobrando un poco, alcancé a ver el otro extremo de la habitación, donde estaban Rex y el Objeto. Se habían tumbado. Los faldones de la camisa azul de Rex parecían aletear en la luz temblorosa. Bajo él, una de las piernas del Objeto oscilaba fuera de la cama, el dobladillo de los pantalones cubierto de barro. Los oí cuchichear y reír, luego silencio otra vez. Vi cómo se mecía la pierna manchada de barro del Objeto. Me concentré en aquella pierna, de manera que apenas me di cuenta de que Jerome empezaba a empujarme para que me tumbara en el catre. Se lo permití; me rendí ante nuestro lento derrumbe, sin quitar ojo a Rex Reese y al Objeto. Ahora Rex pasaba las manos por el cuerpo del Objeto. Le subían la camisa, se deslizaban por debajo. Luego ambos cambiaron de postura, de modo que los veía de perfil. El rostro del Objeto, tan quieto como una máscara mortuoria, esperaba con los ojos cerrados. El perfil de Rex, exaltado, brillaba con un color rosáceo. Mientras, las manos de Jerome se movían por todo mi cuerpo. Me frotaba el peto, pero yo no estaba allí dentro exactamente. Tenía la atención demasiado centrada en el Objeto.
Éxtasis. Del griego ékstasi. Que no significa lo que pueda pensarse. Ni euforia ni climax sexual, ni siquiera felicidad. Significa, literalmente: un estado de desplazamiento, de salir de los propios sentidos. Hace tres mil años, en Delfos, la pitonisa estaba en éxtasis cada hora de la jornada. Aquella noche, en un refugio de cazadores del norte de Michigan, Calíope también lo estaba. Colocada por primera vez, borracha por primera vez, sentía que me disolvía, convirtiéndome en vapor. Como el incienso de la iglesia, mi espíritu ascendió hacia la cúpula de mi cráneo… para perforarlo y salir al exterior. Me dispersé sobre el suelo de tablas. Floté sobre el pequeño fogón de campamento. Pasando frente a las botellas de bourbon, me inmovilicé sobre el otro catre. Miré al Objeto, abajo. Y entonces, comprendiendo de pronto que podía hacerlo, me introduje en el cuerpo de Rex Reese. Entré en él como un dios, de modo que era yo, y no Rex, quien la estaba besando.
Un búho ululó en algún árbol. Los insectos atacaban las ventanas, atraídos por la luz. En mi estado délfico era consciente de las dos sesiones diferentes a la vez. A través del cuerpo de Rex, abrazaba al Oscuro Objeto, acariciaba su oreja…, y al mismo tiempo sentía las manos de Jerome por todo el cuerpo, por el que había dejado en el otro catre. Estaba encima de mí, aplastándome un costado, de manera que me moví, abriéndome de piernas, y él cayó en medio. Jerome emitía leves gemidos. Lo rodeé con los brazos, horrorizada y conmovida por su delgadez. Estaba más flaco que yo. Jerome me besaba ahora en el cuello. Y después, siguiendo el consejo de alguna revista, centraba su atención en el lóbulo de mi oreja. Movió las manos hacia arriba, buscando mi pecho.
—No —me negué, temerosa de que encontrara los pañuelos.
Y Jerome obedeció…
… mientras, en el otro catre Rex no encontraba la misma resistencia. Con habilidad consumada, Rex había desabrochado el sujetador al Objeto con una sola mano. Como él tenía más experiencia que yo, le dejé ocuparse de los botones de la camisa, pero eran mis manos las que le quitaban el sostén y, como cuando se sube de golpe una persiana, entró en la habitación la pálida luz de los pechos del Objeto. Los vi; los toqué; y como no era yo quien lo hacía sino Rex Reese no tenía por qué sentirme culpable, no debía preguntarme si mis deseos eran antinaturales. ¿Cómo podía hacerlo si me encontraba en el otro catre, jugueteando con Jerome?
… de manera que, sólo para asegurarme, volví la atención a él. Se encontraba ahora en una especie de agonía. Se restregaba contra mí y luego se paraba para bajar la mano y ajustarse sus cosas. Oí el ruido de una cremallera. Lo miré de reojo. Le vi pensar, concentrado en el rompecabezas de mis pantalones con peto.
No parecía encontrar solución, de modo que revoloteé de nuevo por la habitación para meterme en el cuerpo de Rex Reese. Por un momento sentí que el Objeto respondía a mi contacto: una agitación sobresaltada, ansiosa, en los músculos y en la piel. Y ahora sentí otra cosa, Rex, o yo, un alargamiento, una expansión. Sólo lo sentí un momento porque entonces algo me empujó contra el catre…
Jerome tenía la mano sobre mi vientre desnudo. Durante mi ausencia, mientras yo habitaba el cuerpo de Rex, Jerome había aprovechado para desabrocharme los tirantes del peto. Después, los botones plateados a cada lado de la cintura. Ahora me estaba quitando los pantalones y yo trataba de despertar. Pero ya me bajaba las bragas mientras yo me daba cuenta de lo borracha que estaba. Ahora lo sentí dentro de las bragas y ahora estaba… ¡dentro de mí!
Y entonces: dolor. Una cuchillada, un fogonazo de dolor. Un desgarrón en las entrañas. Me rajó en dos, del vientre a los pezones. Jadeé; abrí los ojos; miré hacia arriba y vi que Jerome tenía la vista fija en mí. Nos quedamos mirándonos, boquiabiertos, y comprendí que se había enterado. Jerome había descubierto mis hechuras, y al mismo tiempo que yo, pues en aquel momento comprendí que no era una chica sino algo entre medias. Lo supe por la naturalidad con que había usurpado el cuerpo de Rex Reese, por lo a gusto que me había encontrado dentro de él, y también lo supe por la asombrada expresión de Jerome. Todo eso fue cuestión de un instante. Entonces aparté a Jerome con la mano. Se echó hacia atrás, se retiró y se levantó del catre.
Silencio. Sólo nosotros dos, recobrando el aliento. Me quedé tumbada de espaldas en el catre. Bajo los recortes de periódico. Únicamente con el lucio disecado por testigo. Me subí los pantalones, me abroché el peto y me sentí enteramente despejada.
Todo había terminado. Ya nada se podía hacer. Jerome se lo contaría a Rex. Rex se lo diría al Objeto. Dejaría de ser mi amiga. Cuando empezara el colegio, en Baker e Inglis todas sabrían que Calíope Stephanides era un bicho raro. Esperaba que Jerome diera un salto y saliera corriendo. Sentí pánico y, al mismo tiempo, una extraña calma. Estaba atando cabos en mi mente. Clementine Stark y sus lecciones de beso; las dos girando abrazadas en una bañera de agua caliente; un corazón anfibio y una flor de azafrán; sangre y pechos que no venían; y una atracción por el Objeto que parecía, que era, amor para siempre.
Tras unos momentos de lucidez, el pánico me volvió a gemir al oído. Entonces fui yo quien quiso salir corriendo. Antes de que Jerome tuviera ocasión de decir algo. Antes de que alguien se enterase. Podría marcharme aquella misma noche. Encontrar el camino de vuelta a la casa a través de la ciénaga. Podía robar el coche a los padres del Objeto. Podía conducir en dirección norte, atravesando la parte alta de la península hacia Canadá, adonde Capítulo Once pensó marcharse una vez para desertar del ejército. Mientras consideraba mi vida de fugitiva, atisbé por el borde del catre para ver lo que hacía Jerome.
Estaba tumbado en el suelo, con los ojos cerrados. Y sonreía para sí mismo.
¿Sonreía? ¿Cómo que sonreía? ¿Porque se sentía ridículo? No. ¿Se encontraba bajo los efectos de la impresión? Negativo otra vez. ¿De qué sonreía? De satisfacción. La sonrisa de Jerome era la de un chico que, en una noche de verano, ha llegado hasta el final. Tenía esa sonrisa de quien está impaciente por contárselo a sus amigos.
Lector, créetelo si puedes: no se había enterado de nada.