Tengo hora para llevarte al médico.
—Pero si acabo de ir al médico.
—No es al doctor Phil. Sino al doctor Bauer.
—¿Quién es el doctor Bauer?
—Es… un médico de señoras.
Sentí una cálida efusión en el pecho. Como si mi corazón estuviera comiendo peladillas. Pero me lo tomé con calma y miré al lago.
—¿Quién dice que soy una señora?
—Muy gracioso.
—Acabo de ir al médico, mamá.
—Para hacerte el reconocimiento anual.
—¿Para qué es, entonces?
—Cuando las chicas llegan a cierta edad, Callie, tienen que hacerles otro reconocimiento.
—¿Por qué?
—Para comprobar que todo está bien.
—¿Qué significa eso de todo?
—Pues… todo.
Íbamos en el coche. En el Cadillac viejo. Cuando Milton se compró un coche nuevo, le dio el otro a Tessie, el Oscuro Objeto me había invitado a pasar el día en el club y mi madre me llevaba a su casa.
Ya era verano, dos semanas después del colapso que Maxine Grossinger sufrió en el escenario. Se había acabado el curso. En Middlesex se estaban haciendo preparativos para el viaje a Turquía. Resuelto a que la condena del turismo lanzada por Capítulo Once no nos estropeara los planes de viaje, Milton estaba haciendo reservas de avión y regateando con agencias de alquiler de coches. Todas las mañanas echaba un vistazo al periódico, informando luego de las condiciones meteorológicas que reinaban en Estambul.
—Veintisiete grados y soleado. ¿Qué te parece, Cal?
En respuesta a lo cual, yo solía mover de un lado a otro el dedo índice. Ya no me interesaba tanto viajar a nuestro país de origen. No quería pasarme el verano pintando una iglesia. Grecia, Asia Menor, el Monte Olimpo: ¿qué tenía todo eso que ver conmigo? Acababa de descubrir todo un continente a sólo unos kilómetros de distancia.
En el verano de 1974, Turquía y Grecia estaban a punto de salir otra vez en los noticiarios. Pero yo no prestaba atención alguna a la tensión creciente. Tenía mis propios problemas. Más aún, estaba enamorada. En secreto, de manera vergonzosa, sin ser enteramente consciente, pero perdidamente enamorada, a pesar de todo.
Nuestro precioso lago tenía una capa de suciedad, creada por los habituales insectos de junio. Además, habían puesto una barandilla nueva. Maxine Grossinger no era la única chica del colegio que se había muerto aquel año. Carol Henker, de penúltimo curso, había fallecido en accidente de tráfico. Un sábado por la noche, su novio, un tal Rex Reese, que iba borracho, se precipitó en el lago con el coche de sus padres. Rex sobrevivió, pues logró ganar la orilla a nado. Pero Carol quedó atrapada en el interior del coche.
Pasamos frente a Baker e Inglis, cerrado por vacaciones y víctima de la irrealidad que los colegios adquieren en verano. Torcimos por Kerby Road. El Objeto vivía en Tonnacour, en una casa de madera y piedra gris con una veleta en el tejado. Aparcado en el camino de grava, había un Ford de líneas no muy atractivas. Me sentí cohibida con el Cadillac y me bajé rápidamente, deseando que mi madre se fuera.
Cuando toqué el timbre, abrió Beulah. Me condujo al pie de la escalera y señaló hacia arriba. Nunca había estado en la planta alta de la casa del Objeto. Estaba más sucia y descuidada que la nuestra, las alfombras no eran nuevas. Hacía años que no pintaban el techo. Pero los muebles eran impresionantes, antiguos, macizos, y transmitían una sensación de permanencia y estabilidad.
Probé en tres habitaciones antes de encontrar al Objeto. Tenía las cortinas echadas. Había ropa tirada por la gruesa alfombra, que tuve que vadear antes de llegar a la cama. Pero allí estaba, durmiendo, con una camiseta de Lester Lanin. La llamé. La zarandeé. Finalmente se incorporó sobre la almohada, guiñando los ojos.
—Debo de tener un aspecto horrible.
No dije si era verdad o no. Blindé mi posición para mantenerla en la duda.
Desayunamos en la mesa de la cocina. Beulah nos sirvió sin extravagancias, poniendo y retirando platos. Llevaba un verdadero uniforme de criada, negro con delantal blanco. Sus gafas hablaban de su otra vida, llevada con mucho más estilo. En letras doradas, su nombre describía una espiral en el cristal izquierdo.
Apareció la señora Objeto, haciendo resonar sus prudentes tacones.
—Buenos días, Beulah. Voy al veterinario. Van a extraer un diente a Sheba. Luego vendré a dejarla, pero no me quedaré a comer. Dicen que estará un poco atontada. Ah, y hoy vendrán los hombres por las cortinas. Que pasen, y les das el cheque que he dejado en la encimera. ¡Hola, chicas! No os había visto. Debes de ejercer buena influencia, Callie. ¿Las nueve y media y ésta ya está levantada? —Pasó la mano por la cabeza del Objeto, despeinándola—. ¿Vas a pasar el día en el Pequeño Club, cariño? Tu padre y yo salimos esta noche con los Peters. Beulah te dejará algo en la nevera. ¡Adiós a todas!
Mientras, Beulah lavaba vasos. Fiel a su estrategia. Dando a Grosse Pointe la callada por respuesta.
El Objeto movió la bandeja giratoria. Desfilaron frente a ella confituras francesas, mermeladas inglesas, un platito de mantequilla algo sucio, botellas de ketchup y de Lea & Perrins, hasta llegar a lo que quería: un frasco grande de Rolaid. Lo agitó y sacó tres pastillas.
—¿Qué es la acidez exactamente? —quise saber.
—¿Tú nunca has tenido acidez? —preguntó el Objeto, asombrada.
El Pequeño Club era un apodo. Oficialmente se llamaba Club Grosse Pointe. Aunque las instalaciones se encontraban a la orilla del lago, no había ni muelle ni barcas. Se componía únicamente de la sede del club, semejante a una mansión, dos pistas de pádel y una piscina. Nos pasamos junio y julio, tumbadas al borde de aquella piscina.
En cuanto a trajes de baño, el Objeto prefería el biquini. Le sentaba bien, aunque no presentaba una figura perfecta ni mucho menos. En consonancia con los muslos, tenía unas caderas demasiado amplias. Afirmaba envidiar mis esbeltas y largas piernas, pero sólo lo decía por ser amable. Aquel primer día, y todos los que le sucedieron, Calíope se presentó en la piscina con un anticuado bañador provisto de faldita. Era de Surmelina, que lo había utilizado en los años cincuenta. Lo encontré en un baúl viejo. La intención manifiesta era tener un aspecto original y presumir de estar en la onda, pero en realidad me alegraba mucho de que me tapara todo. Además me ponía al cuello una toalla de baño o llevaba un polo encima. La parte de arriba del traje de baño también era una ventaja. Las copas estaban forradas de gomaespuma, eran puntiagudas y debajo de la toalla o el polo daban la impresión de un busto que yo no poseía.
Frente a nosotras, señoras con barrigas de pelícano y gorros de baño pataleaban de acá para allá detrás de una tabla. Sus trajes de baño se parecían al mío. Niños pequeños caminaban torpemente y chapoteaban en la zona menos profunda. Las chicas pecosas suelen tener pocas posibilidades de ponerse morenas. El Objeto las tuvo. Aquel verano, mientras nos dábamos la vuelta sobre las toallas, cociéndonos en nuestro propio jugo, las pecas del Objeto adquirieron un tono más oscuro, pasando del caramelo al café. Y la piel también se le bronceó, con lo que se le entretejieron las pecas y cobró un aspecto de moteado arlequín. Sólo en la punta de la nariz mantuvo el tono rosado. El sol le quemó la raya del pelo.
Emparedados de dos pisos, en platos adornados con olas, navegaban hacia nosotras. Si nos sentíamos caprichosas, pedíamos salsa francesa. También tomábamos batidos de leche, helados, patatas fritas. Y para todo, el Objeto firmaba con el nombre de su padre. Me contaba cosas de Petoskey, donde su familia tenía una casa de vacaciones.
—Nos vamos en agosto. A lo mejor puedes venir.
—Nosotros vamos a Turquía —dije con pesar.
—Ah, es verdad. Se me había olvidado. —Y entonces—: ¿Por qué tenéis que pintar una iglesia?
—Mi padre hizo una promesa.
—¿Y por qué?
Detrás de nosotras había unos matrimonios jugando al pádel. En el tejado de la sede social ondeaban banderines. ¿Era aquél el sitio indicado para mencionar a San Cristóbal? ¿Las historias bélicas de mi padre? ¿Las supersticiones de mi abuela?
—Hay algo en lo que no dejo de pensar —dije de pronto.
—¿En qué?
—No dejo de pensar en Maxine. No puedo creer que esté muerta.
—Lo sé. No parece que se haya muerto. Es como si lo hubiera soñado.
—Sólo sabemos que es cierto porque lo hemos soñado las dos. Eso es la realidad. Un sueño que todo el mundo tiene a la vez.
—Eso es muy profundo —observó el Objeto.
Le di un manotazo.
—¡Ay!
—Eso es lo que te mereces.
El aceite de coco que nos dábamos atraía a los bichos. Los matábamos sin piedad. El Objeto hacía progresos, lentos y escandalizados, con La dama solitaria, de Harold Robbins. Cada pocas páginas sacudía la cabeza y anunciaba:
—¡Qué verde es este libro!
Yo leía Oliver Twist, uno de los volúmenes que nos habían mandado en la lista de lecturas para el verano.
De pronto el sol se fue. Una gota de agua me cayó en la página. Pero eso no era nada comparado con la catarata que caía sobre el Objeto. Un chico mayor que nosotras, agachándose, se sacudía el pelo empapado.
—¡Maldita la gracia! —exclamó ella—, ¡para ya!
—¿Por qué? Si te estoy refrescando.
—¡Déjalo ya!
Por fin lo hizo. Se puso derecho. El bañador se le había escurrido de las huesudas caderas. Lo que dejaba ver un hilo de vello que, como un reguero de hormigas, le bajaba desde el ombligo. El reguero de hormigas era rojo. Pero el pelo de la cabeza era negro azabache.
—¿Quién es la última víctima de tu hospitalidad? —preguntó el chico.
—Ésta es Callie —le dijo el Objeto. Y a mí—: Éste es mi hermano, Jerome.
El parecido era evidente. En el rostro de Jerome se manifestaba la misma palette (naranjas y azules pálidos, sobre todo), aunque el bosquejo general revelaba cierta crudeza. Tenía una nariz prominente, los ojos bizqueantes y diminutos, como puntos luminosos. Lo que me desconcertó al principio fue el pelo oscuro, sin brillo, pero pronto me di cuenta de que era teñido.
—Tú eras la de la obra, ¿verdad?
—Sí.
Jerome asintió con la cabeza. Y, con un destello entre las rendijas de los ojos, dijo:
—Actriz dramática, ¿eh? Igual que tú, ¿verdad, hermanita?
—Mi hermano tiene un montón de problemas —aseguró el Objeto.
—Eh, chicas, como las dos trabajáis en el teatro, a lo mejor queréis intervenir en mi próxima película. —Me miró—. Estoy haciendo una de vampiros. Tú estarías muy bien de vampira.
—¿Ah, sí?
—Enséñame los dientes.
No le hice caso, siguiendo el ejemplo del Objeto, que no se mostraba muy complaciente con él.
—A Jerome le da por las películas de monstruos —anunció ella.
—Por las películas de terror —corrigió él, sin dejar de dirigirse a mí—. No por las películas de monstruos. Mi hermana, como de costumbre, menosprecia el medio que he elegido. ¿Quieres saber cómo se titula?
—No —contestó el Objeto.
—Vampiros en el colegio. Se trata de un vampiro, interpretado por moi, a quien envían a un colegio interno porque sus padres, tremendamente infelices, se van a divorciar. En cualquier caso, no le va muy bien en el internado. No tiene ropa adecuada. No lleva el pelo como es debido. Y unos días después, el pobrecillo va a dar una vuelta por los jardines del colegio y le ataca un vampiro. Pero el vampiro, y aquí llega lo bueno, está fumando en pipa. Lleva una chaqueta de tweed. ¡Es el cabrón del director, joder! Así que a la mañana siguiente, nada más levantarse de la cama, nuestro héroe sale a comprarse una chaqueta azul y unos mocasines ¡y, listo, ya es un perfecto colegial!
—¿Quieres echarte a un lado? Me estás tapando el sol.
—Es una metáfora de todo lo que significa el internado —explicó Jerome—. Cada generación se encarga de apretar las tuercas a la siguiente, para hacer que todos sus miembros se conviertan en muertos vivientes.
—A Jerome lo han echado de dos internados.
—¡Y voy a vengarme de ellos! —proclamó Jerome con voz grave, agitando el puño en el aire.
Y seguidamente, sin que mediara una palabra más, echó a correr hasta el borde de la piscina y se tiró al agua. Y al saltar se volvió hacia nosotras. Y allí estaba Jerome, en el aire, delgaducho, de pecho hundido, blanco como la leche, con el rostro fruncido y agarrándose los huevos con una mano. Mantuvo la postura hasta que cayó al agua.
Yo era muy joven para preguntarme sobre lo que había detrás de nuestra súbita intimidad. En los días y semanas que siguieron, no consideré los motivos que podía tener el Objeto, no se me ocurrió que estaba falta de cariño. Su madre tenía el día lleno de compromisos. Su padre salía de la oficina a las siete menos cuarto. Jerome era su hermano y, por tanto, un negado. Al Objeto no le gustaba la soledad. Nunca había aprendido a entretenerse ella sola. Así que una noche que estaba en su casa y me disponía a coger la bici para volver a Middlesex sugirió que me quedara a dormir.
—No tengo cepillo de dientes.
—Puedes utilizar el mío.
—Eso es una asquerosidad.
—Te daré uno nuevo. Tenemos una caja entera. Dios, qué escrupulosa eres.
En realidad, sólo me hacía la remilgada. No me habría importado lavarme los dientes con el cepillo del Objeto. No me habría importado ser el cepillo de dientes del Objeto. Ya estaba familiarizada con las maravillas de su boca. El hecho de fumar ayuda mucho a eso. Se tiene una buena visión del fruncimiento y la succión de los labios. A veces la lengua hace acto de presencia, barriendo los labios y limpiando cualquier viscosidad transmitida por el filtro. En ocasiones se adhieren trocitos de papel al labio inferior y la fumadora, al quitárselos, enseña los glaseados dientes inferiores sobre las carnosas encías. Y si la fumadora es aficionada a lanzar anillos de humo, se le alcanza a ver hasta el sombrío terciopelo del fondo de las mejillas.
Todo eso pasaba con el Objeto Oscuro. El cigarrillo en la cama era la lápida que señalaba el fin de cada jornada y el junco por el que respiraba para volver a la vida cada mañana. ¿Acaso no existen representaciones artísticas en forma de instalación? Pues bien, el Objeto practicaba el arte de la exhalación. Tenía un repertorio completo. El Crótalo, por ejemplo, que era cuando dirigía cortésmente el humo con la comisura de la boca lejos de la persona con quien estuviera hablando. Luego, el Géiser, cuando estaba enfadada. Y la Dragona, cuando dejaba escapar un penacho de humo por las aletas de la nariz. Por último estaba la Ingesta, reservada para situaciones críticas. Una vez, en los servicios del departamento de ciencias, el Objeto acababa de dar una profunda calada cuando de pronto entró una profesora. Mi amiga tuvo el tiempo justo de arrojar el cigarrillo al inodoro y tirar de la cadena. Pero ¿qué hizo con el humo? ¿Adonde pudo echarlo?
—¿Quién está fumando aquí? —inquirió la profesora.
El Objeto se encogió de hombros, manteniendo la boca cerrada. La profesora se acercó a ella, olisqueando. Y el Objeto tragó. No salió nada de humo. Ni una bocanada. Ni una voluta. Una leve humedad en los ojos fue el único indicio de que había un Chernobil en sus pulmones.
Acepté la invitación a quedarme a dormir. La señora Objeto llamó a Tessie para preguntarle si no había objeciones y, a las once de la noche, mi amiga y yo nos metimos juntas en la cama. Me dio una camiseta para que la utilizara de pijama. Decía «Fessenden» en la parte delantera. Al ponérmela, el Objeto se rió por lo bajo.
—¿Qué pasa?
—Es la camiseta de Jerome. ¿No apesta?
—¿Por qué me das una camiseta suya? —pregunté, poniéndome tensa al contacto con el tejido de algodón, pero sin quitármela.
—Las mías te están pequeñas. ¿Quieres una de papá? Huelen a colonia.
—¿Tu padre se pone colonia?
—Vivió en París después de la guerra. Tiene cosas de sarasa. —Ya se estaba metiendo en la cama, de amplias dimensiones—. Además, se acostó por lo menos, con un millón de prostitutas francesas.
—¿Eso te lo ha contado él?
—No exactamente. Pero siempre que le da por hablar de Francia, se pone cachondo. Estuvo allí, en el ejército. Su misión era más o menos dirigir París al acabar la guerra. Y mamá se cabrea cuando le oye hablar así. —Se puso ahora a imitar a su madre—. «Ya está bien de francofilia por una noche, cariño». —Y como de costumbre, cada vez que realizaba algún acto dramático, su cociente de inteligencia remontaba súbitamente. Luego se desplomaba sobre su estómago—. Mató a gente, también.
—¿De verdad?
—Sí —contestó el Objeto, añadiendo a guisa de explicación—: Nazis.
Me subí a la enorme cama. En casa yo dormía con una almohada. Aquí había seis.
—Dame un masaje en la espalda —pidió alegremente el Objeto.
—Si tú me lo das a mí.
—Hecho.
Me puse a horcajadas sobre ella, en la silla de sus caderas, y empecé por sus hombros. Su pelo me estorbaba, así que lo aparté. Nos quedamos calladas un rato, yo friccionando, y luego pregunté:
—¿Has ido alguna vez al ginecólogo?
El Objeto asintió sin levantar la cabeza de la almohada.
—¿Y cómo es?
—Un tormento. Lo odio.
—¿Qué te hacen?
—Primero hacen que te desnudes y te pongas una especie de bata. Es de papel, y el frío se te mete en el cuerpo. Te congelas. Luego tienes que tumbarte en una camilla y abrir las piernas.
—¿Abrir las piernas?
—Sí. Tienes que apoyar los pies en unos soportes de metal. Después el ginecólogo te hace un reconocimiento pélvico, que es matador.
—¿Qué es exactamente el reconocimiento pélvico?
—Creía que tú eras la experta en cuestiones sexuales.
—Venga.
—Pues un examen pélvico es, ya sabes, lo de dentro. Te meten un chisme para abrirte y todo eso.
—No me lo puedo creer.
—Es mortal. Te hielas de frío. Y luego tienes que aguantar al ginecólogo, que hace chistes malos mientras anda metiendo las narices por ahí. Pero peor es lo que te hace con la mano.
—¿Qué te hace?
—Pues, más o menos, te la mete y no para hasta que te llega a las amígdalas.
Me quedé muda. Absolutamente paralizada de espanto.
—¿A cuál vas a ir?
—A un tal doctor Bauer.
—¡El doctor Bauer! Es el padre de Renee. ¡Es un perverso total!
—¿Qué quieres decir?
—Fui una vez a casa de Renee. Tienen piscina. Apareció el doctor Bauer y se quedó allí, mirando. Y luego me dijo: «Tienes unas piernas de proporciones perfectas. Absolutamente perfectas». ¡Dios, qué pervertido! El doctor Bauer, ¿eh? Te compadezco.
Alzó el vientre para subirse la camiseta. Le friccioné los riñones, metiendo la mano bajo la camiseta para llegar a los omoplatos.
A partir de aquel momento, el Objeto se quedó callada. Y yo también. Me olvidé de la ginecología, concentrándome en el masaje. No me resultó difícil. A diferencia de la mía, su espalda de color miel y albaricoque se estrechaba en la cintura. Tenía puntitos blancos aquí y allá, antipecas. Por dondequiera que la friccionaba, se le arrebolaba la piel. Yo pensaba en su sangre, corriendo y retirándose por debajo. Tenía las axilas ásperas, como lengua de gato. Más abajo se henchían los pechos, aplastados contra el colchón.
—Vale —dije al cabo del rato—. Ahora me toca a mí.
Pero aquella noche fue como todas las demás. Se había dormido.
Con el Objeto, nunca me tocaba a mí.
Me vuelven a la memoria, dispersos, los días de aquel verano con el Objeto. Vienen dentro de un pisapapeles de cristal, lleno de nieve. Permíteme, lector, que lo agite de nuevo. Fíjate en cómo descienden los copos:
Estamos juntas en la cama un sábado por la mañana. El Objeto, tumbada boca arriba. Con la cabeza apoyada en el codo, contemplo sus rasgos.
—¿Sabes lo que es el sueño? —le pregunto.
—¿Qué?
—Mocos.
—No.
—Pues sí. Son mocos. Mocos que nos salen de los ojos.
—¡Qué ordinariez!
—Tienes un poco de sueño en los ojos, cariño —le dije, forzando una voz profunda.
Con el dedo, quité la costra de las pestañas del Objeto.
—Es increíble que te deje hacer esas cosas. Me estás tocando los mocos.
Nos miramos un momento.
—¡Te estoy tocando los mocos! —grito.
Y nos revolcamos en la cama, tirando las almohadas y dando más gritos.
Otro día, el Objeto se está dando un baño. Tiene un cuarto de baño propio. Yo estoy en la cama, leyendo una revista de cotilleos.
—Se nota que Jane Fonda no está desnuda de verdad en esa película —observé.
—¿En qué se nota?
—Lleva una malla. Se ve.
Fui al baño a enseñárselo. El Objeto está apoltronado en la bañera con patas en forma de garras, frotándose el talón con piedra pómez.
Mira la fotografía y dice:
—Tú tampoco te desnudas nunca.
Me quedo muda, paralizada.
—¿Es que tienes algún complejo?
—No, no tengo ningún complejo.
—¿De qué tienes miedo, entonces?
—No tengo miedo.
El Objeto sabe que eso no es verdad. Pero no tiene malas intenciones. No está tratando de pillarme, sino sólo de que me sienta a gusto. Mi recato la despista.
—No sé de qué te preocupas —dice—. Eres mi mejor amiga.
Finjo estar absorta en la revista. No puedo apartar la atención de ella. Por dentro, en cambio, reviento de felicidad. Estallo de alegría, pero sigo mirando la revista como si me tuviera hechizada.
Es tarde. Hemos estado viendo la tele. Cuando entro en el baño, el Objeto se está cepillando los dientes. Me bajo las bragas y me siento en la taza del retrete. A veces lo hago como táctica de compensación. La camiseta es lo bastante larga para cubrirme los muslos. Meo mientras el Objeto se lava los dientes.
Entonces huelo a tabaco. Al alzar la vista, veo, junto al cepillo de dientes, un cigarrillo en la boca del Objeto.
—¿Fumas incluso cuando te estás lavando los dientes?
Me lanza una mirada de soslayo.
—Mentol —explica.
Lo malo de esos recuerdos, sin embargo, es que su destello se apaga pronto.
Un recordatorio pegado con cinta adhesiva a la nevera me devuelve a la realidad: «Doctor Bauer, 22 de julio a las 2».
Me invadió el pánico. Pánico al ginecólogo pervertido y sus instrumentos inquisitoriales. Pánico a los objetos metálicos que me separarían las piernas y al chisme que me abriría otra cosa. Y pánico a lo que podría descubrir tanta abertura.
Me encontraba en tal estado, en tal trinchera emocional, que empecé a ir a la iglesia otra vez. Un domingo de principios de julio, mi madre y yo nos vestimos de punta en blanco (Tessie con tacones altos, yo no), subimos al coche y fuimos a la Asunción. Tessie también sufría. Ya hacía seis meses que Capítulo Once había salido pitando de Middlesex en la moto, y no había vuelto desde entonces. Peor aún, en abril nos había comunicado la noticia de que dejaba la universidad. Pensaba irse con unos amigos a la parte alta de la península para, según sus palabras, vivir de la tierra.
—No creerás que vaya a hacer una locura y se case con esa Meg, ¿verdad? —preguntó Tessie a Milton.
—Esperemos que no —repuso Milton.
Tessie estaba preocupada también por si Capítulo Once no se cuidaba. No iba al dentista periódicamente. Estaba pálido por el vegetarianismo. Y perdía pelo. A los veinte años. Eso hacía que Tessie se sintiera prematuramente vieja.
Unidas en la ansiedad, buscando alivio para diversas dolencias (Tessie queriendo liberarse de sus sufrimientos mientras yo deseaba que empezaran de una vez los míos), entramos en la iglesia. Por lo que a mí respecta, lo que pudo suceder aquel domingo en la iglesia ortodoxa griega de la Asunción fue que los sacerdotes leyeran juntos la Biblia en voz alta. Puede que empezaran con el Génesis y, al acabarlo, siguieran con los Números y el Deuteronomio. Luego, pasando por los Salmos y Proverbios, Eclesiastés, Isaías, Jeremías y Ezequiel, llegarían al Nuevo Testamento. Y entonces lo leyeron también. Dada la duración del servicio, no veo otra posibilidad.
Hubo cánticos mientras la iglesia se iba llenando poco a poco. Luego se iluminó el candelabro central y el padre Mike, como un títere de tamaño natural, apareció por detrás del iconostasio. Siempre me asombraba la transformación que mi tío experimentaba todos los domingos. En la iglesia, el padre Mike aparecía y desaparecía con el imprevisible comportamiento de una divinidad. De pronto estaba en el púlpito, cantando con su voz suave, desafinando. Al cabo del rato volvía a estar al nivel del suelo, agitando el incensario. Fastuoso, lleno de joyas, con un atuendo tan exagerado como un huevo de Fabergé, se paseaba por toda la iglesia, dándonos la bendición del Señor. A veces salía tanto humo del incensario que parecía que el padre Mike poseyera el don de envolverse en un manto de niebla. Sin embargo, cuando se disipaba la bruma aquella misma tarde en la sala de estar de mi casa, volvía a ser un hombre tímido de corta estatura, vestido con ropa negra de poliéster y un alzacuello de plástico.
La autoridad de tía Zoë se manifestaba en sentido opuesto. En la iglesia era sumisa. El sombrero redondo que llevaba, de color gris, parecía la cabeza de un tornillo que la mantuviera clavada al banco. No hacía más que dar pellizcos a sus hijos para que no se durmieran. Apenas podía relacionarse a aquella persona de aspecto angustiado que todas las semanas veíamos encorvada delante de nosotras con la mujer divertida que, bajo la inspiración del vino, montaba comedias en la cocina de mi casa.
—¡Los hombres fuera! —gritaba, bailando con mi madre—. Que aquí tenemos cuchillos.
Tan asombroso era el contraste entre la Zoë practicante y la Zoë bebedora de vino, que yo nunca le quitaba ojo en misa. La mayoría de los domingos, cuando mi madre la saludaba con unos golpecitos en el hombro, tía Zo se limitaba a responder con una tenue sonrisa. Su amplia nariz parecía henchida de pena. Luego se volvía, se persignaba y nos daba la espalda durante el resto de la ceremonia.
De manera que la iglesia de la Asunción en aquel domingo de julio, era incienso elevándose con el patetismo de la esperanza irracional. Más cerca (había estado lloviznando), olor a lana húmeda. El gotear de los paraguas apoyados en los bancos. Los regueros bajo esos mismos paraguas fluyendo por el suelo desnivelado de la iglesia, malamente construida, y formando pequeños charcos aquí y allá. Olor a laca y perfume, a puro barato. El lento tictac de los relojes. Y el ruido que empezaban a hacer las tripas de la gente. Los bostezos. Los cabeceos, los ronquidos, los codazos llamando al despertar.
Nuestra liturgia, interminable; mi propio cuerpo inmune a las leyes del tiempo. Y justo delante de mí, Zoë Antoniou, a quien el tiempo también estaba haciendo estragos.
La vida de la mujer de un pope era aún peor de lo que tía Zo había esperado. Los años que pasó en el Peloponeso habían sido odiosos. Vivían en una pequeña casa de piedra, sin calefacción. Fuera, las mujeres del pueblo extendían mantas bajo los olivos y vareaban las ramas para recoger las aceitunas.
—¿Es que no pueden dejar de armar ese jaleo? —se quejaba Zoë.
En cinco años, bajo el incesante rumor de árboles golpeados hasta la muerte, dio a luz cuatro hijos. En las cartas que enviaba a su madre enumeraba sus privaciones: ni lavadora, ni coche, ni televisión, el patio lleno de cascotes y cabras. Firmaba las cartas: «Santa Zoë, mártir de la Iglesia».
El padre Mike tenía otra idea de Grecia, más agradable. Los años que pasó allí representaban el mejor periodo de su sacerdocio. En aquel pequeño pueblo del Peloponeso aún sobrevivían las viejas supersticiones. La gente seguía creyendo en el mal de ojo. Nadie le tenía lástima por ser sacerdote mientras que más tarde, en Norteamérica, sus feligreses le trataban siempre con una leve pero inequívoca condescendencia, como a un loco a quien había que seguir la corriente a pesar de sus delirios. La humillación de ser sacerdote en una economía de mercado no atormentó al padre Mike cuando estuvo en Grecia. Allí podía olvidarse de mi madre, que lo había dejado plantado, y evitar las comparaciones con mi padre, que había ganado tantísimo dinero. Las persistentes quejas de su mujer aún no habían impulsado al padre Mike a pensar en colgar los hábitos, y no lo habían conducido a aquel último y desesperado acto…
En 1956, el padre Mike fue destinado de nuevo a Estados Unidos, a una iglesia de Cleveland. En 1958 lo nombraron párroco de la Asunción. Zoë se alegraba de estar otra vez en casa, pero nunca se acostumbró a su posición de presbítera. No le gustaba ser un modelo de conducta. Le resultaba difícil mantener a sus hijos bien vestidos, con aspecto pulcro.
—¿Con qué dinero? —gritaba a su marido—. A lo mejor, si te pagaran un salario un poco decente los chicos irían mejor vestidos.
Mis primos —Aristóteles, Sócrates, Cleopatra y Platón— tenían ese aire frustrado, repeinado, que tienen los hijos de los ministros eclesiásticos. Los chicos llevaban trajes baratos, de chaqueta cruzada y colores chillones. Y peinados afros, Cleopatra, que era preciosa y de ojos almendrados como su tocaya, se las arreglaba con vestidos de Montgomery Wards. Rara vez hablaba, y se pasaba la misa jugando a los cordones con Platón.
Tía Zo siempre me había caído bien. Me gustaba su voz sonora, impresionante. Me agradaba su sentido del humor. Era más escandalosa que la mayoría de los hombres; hacía reír a mi madre como nadie. Aquel domingo, por ejemplo, en uno de los muchos tiempos muertos, tía Zo se volvió y se atrevió a hacer una broma:
—Yo tengo que estar aquí, Tessie. ¿Qué pretexto tienes tú?
—A Callie y a mí nos apetecía venir a la iglesia —contestó mi madre.
Platón, que era de corta estatura como su padre, entonó con fingida censura:
—Vergüenza debería darte, Callie. ¿Qué habrás hecho?
Se frotó insistentemente el índice izquierdo con el derecho.
—Nada —repuse.
—Oye, Soc —musitó Platón a su hermano—, ¿se ha puesto colorada la prima Callie?
—Debe de haber hecho algo que no quiere decirnos.
—Callaos ya, niños —ordenó tía Zo.
Porque el padre Mike se acercaba con el incensario. Mis primos se volvieron. Mi madre inclinó la cabeza para rezar. Yo hice lo mismo. Tessie rezó para que Capítulo Once recobrase el sentido común. ¿Y yo? Es fácil. Recé para que me viniese el periodo. Oré para que se me impusiera el estigma femenino.
El verano siguió su rápido curso. Milton subió unas maletas del sótano y nos dijo a mi madre y a mí que empezáramos a hacerlas. Me puse morena en el Pequeño Club, con el Objeto. El doctor Bauer me rondaba por la cabeza, valorando las proporciones de mis piernas. La cita era la semana siguiente, luego cuatro días más tarde, después pasado mañana…
Y así llegamos al sábado anterior por la noche, 20 de julio de 1974. Una noche llena de marchas y planes secretos. A primera hora de la mañana del domingo (que seguía siendo sábado por la noche en Michigan), reactores turcos despegaron de sus bases continentales. Sobrevolaron el Mediterráneo en dirección sureste con rumbo a la isla de Chipre. En los antiguos mitos, los dioses que protegían a los mortales solían envolverlos en un manto de niebla. Afrodita tapó una vez a Paris, salvándolo de una muerte segura a manos de Menelao. Ocultó a Eneas para sacarlo subrepticiamente del campo de batalla. De la misma manera, mientras aullaban sobre el mar, los aviones turcos también estaban ocultos por una nube. Aquella noche, el personal militar chipriota informó de una misteriosa avería en sus pantallas de radar. Las pantallas se habían llenado de miles de destellos blancos: una nube electromagnética. Invisibles en su interior, los aviones turcos llegaron a la isla y empezaron a lanzar sus bombas.
Entretanto, en Grosse Pointe, Fred y Phyllis Mooney también estaban saliendo de su lugar de residencia, en dirección a Chicago. En el porche, agitando las manos en señal de adiós, estaban sus hijos, Woody y Jane, que tenían sus propios planes secretos. Volando hacia la casa de los Mooney en aquel preciso momento iba una escuadrilla de bombarderos en forma de plateados barriles de cerveza flanqueados por estrechas formaciones de paquetes de seis latas. Coches atestados de adolescentes iban de camino. Y entre ellos nos contábamos el Objeto y yo. Empolvadas, con las uñas pintadas y el pelo cardado, nos dirigíamos al guateque por nuestra cuenta. Con faldas de pana fina y zapatos de plataforma, nos detuvimos en el jardín, frente al porche. El Objeto se mordía el labio.
—Eres mi mejor amiga, ¿verdad?
—Sí.
—Vale. Es que a veces me parece que me huele el aliento. —Se interrumpió—. El caso es que nunca llegas a estar segura de si te huele o no. De manera que… —Hizo otra pausa—. Quiero que lo compruebes.
Yo no sabía qué decir, así que no dije nada.
—¿Te da mucho asco?
—No —dije al fin.
—Bueno, pues ahí va.
Se inclinó hacia mí y me echó el aliento a la cara.
—Está bien —le dije.
—Fenómeno. Ahora tú.
Me agaché un poco y exhalé cerca de su nariz.
—Está perfecto —concluyó en tono resuelto—. Venga, ya podemos ir al guateque.
Yo nunca había ido a un guateque. Compadecí a los padres. Mientras nos abríamos paso entre las multitudes que atestaban la casa, me dio lástima la destrucción que se estaba produciendo. Sacudían la ceniza de los cigarrillos en la tapicería de Pierre Deux. Derramaban cerveza en alfombras que parecían reliquias de familia. En el estudio, vi a dos chicos que, sin dejar de reír, orinaban en un trofeo de tenis. La mayoría eran chicos mayores. Se veían parejas que subían la escalera y desaparecían en las habitaciones de arriba.
El Objeto intentaba comportarse como una chica mayor. Imitaba la expresión de aburrida superioridad de las chicas de último curso. Salió al patio delante de mí y se puso en la cola del barril de cerveza.
—Pero ¿qué haces? —le pregunté.
—Ponerme en la cola para que me den una cerveza. ¿Tú qué crees?
Fuera estaba bastante oscuro. Como en la mayoría de las reuniones sociales, dejé que el pelo me cayera sobre la cara. Me dispuse a seguir la cola detrás del Objeto, como un pasmarote, cuando alguien me tapó los ojos con las manos.
—¡Adivina quién soy!
—Jerome.
Le aparté las manos y me di la vuelta.
—¿Cómo sabías que era yo?
—Porque olía a algo raro.
—¡Vaya! —exclamó alguien detrás de Jerome. Miré a ver quién era y me llevé una impresión. Con Jerome estaba Rex Reese, el individuo que había conducido a Carol Henkel a su muerte acuática. Rex Reese, nuestro Ted Kennedy local. Y ahora tampoco parecía especialmente sobrio. El pelo moreno le tapaba las orejas y en torno al cuello llevaba un trozo de coral azul ensartado en una tira de cuero. Observé sus rasgos para ver si manifestaba algún indicio de remordimiento o arrepentimiento. Pero Rex no me miraba a mí. Tenía la vista fija en el Objeto, con el flequillo cayéndole sobre los ojos y los labios curvados en una sonrisa.
Hábilmente, los dos chicos se interpusieron entre las dos, dándose la espalda el uno al otro. Alcancé a ver fugazmente al Oscuro Objeto. Tenía las manos metidas en los bolsillos traseros de la falda de pana. Parecía una postura despreocupada, pero tenía el efecto de realzarle el pecho. Sonreía, la cabeza levantada para mirar a Rex.
—Mañana empiezo a rodar —anunció Jerome.
Le miré, confusa.
—La película. Mi película de vampiros. ¿Estás segura de que no quieres trabajar en ella?
—Nos vamos de vacaciones esta misma semana.
—Qué putada —lamentó Jerome—. Va a ser genial.
Nos quedamos callados. Al cabo de un momento, observé:
—Los verdaderos genios nunca se consideran como tales.
—¿Quién ha dicho eso?
—Yo.
—¿Por qué razón?
—Porque el genio consiste en nueve décimas partes de transpiración. ¿No has oído nunca eso? En cuanto crees que eres un genio, te relajas. Piensas que todo lo haces fenomenal y esas cosas.
—Yo sólo quiero hacer películas de miedo —repuso Jerome—. Con algún desnudo de vez en cuando.
—Procura no ser un genio y a lo mejor acabas siéndolo por casualidad.
Me miraba de una forma extraña, intensa, pero sonriendo a la vez.
—¿Qué pasa?
—Nada.
—¿Por qué me miras así?
—¿Así, cómo?
A oscuras, el parecido de Jerome con el Oscuro Objeto era aún más marcado. Las cejas de color pardo rojizo, la tez rosada; ahí lo tenía todo otra vez, en forma lícita.
—Eres más lista que la mayoría de las amigas de mi hermana.
—Y tú eres más listo que la mayoría de los hermanos de mis amigas.
Se inclinó hacia mí. Era más alto que yo. En eso consistía la mayor diferencia entre su hermana y él. Suficiente para despertarme del trance. Me hice a un lado, dándole la espalda y dirigiéndome al Objeto. Allí seguía, con la cara arrebolada, mirando a Rex.
—Vamos —le dije—. Tenemos que ir a eso.
—¿A qué?
—A eso. Ya sabes.
Por fin logré arrancarla de allí. Dejó un rastro de sonrisas y miradas significativas. En cuanto entramos en la casa me miró con el ceño fruncido.
—¿Adónde me llevas? —inquirió con furia.
—Lejos de ese asqueroso.
—¿Es que no puedes dejarme ni un momento en paz?
—¿Quieres que te deje en paz? —repliqué—. Vale, pues te dejo en paz.
Me quedé donde estaba.
—¿Es que ni siquiera puedo hablar con un chico en un guateque?
—Te he apartado de él antes de que fuese demasiado tarde.
—¿Qué quieres decir?
—Te huele el aliento.
Eso contuvo al Objeto. Le llegó al alma. Se puso mustia.
—¿En serio?
—Sólo un poco, como a cebolla.
Habíamos llegado al jardín. Había chicos sentados en la barandilla de piedra del porche, la brasa de los cigarrillos destellando en la oscuridad.
—¿Qué te parece Rex? —me preguntó el Objeto.
—¿Cómo? ¿Es que te gusta?
—Yo no he dicho eso.
Observé su rostro con detenimiento, buscando la respuesta. Ella lo notó y siguió andando por el césped. La seguí. Ya dije antes que mis emociones son híbridas. Pero no todas. Algunas son puras, sin adulteraciones. Los celos, por ejemplo.
—Rex no está mal —dije cuando la alcancé—. Si te gustan los homicidas.
—Eso fue un accidente —dijo el Objeto.
La luna, en cuarto creciente, daba un baño de plata a las gruesas hojas de los árboles. Había humedad en la hierba. Nos quitamos los zapatos para pisarla. Al cabo de un momento, suspirando, el Objeto apoyó la cabeza en mi hombro.
—Menos mal que te vas —dijo.
—¿Por qué?
—Porque esto es muy raro.
Miré atrás, para comprobar que no nos veían. Nadie podía vernos. Así que le pasé el brazo por los hombros.
Pasamos unos minutos de pie bajo los árboles blanqueados por la luna, oyendo la música que trepidaba desde la casa. La poli no tardaría en venir. Siempre venía. Eso era algo con lo que siempre había que contar en Grosse Pointe.
A la mañana siguiente fui a la iglesia con Tessie. Como de costumbre, tía Zo estaba en primera fila, dando ejemplo. Aristóteles, Sócrates y Platón llevaban sus trajes de gángster. Cleo, oculta en su melena negra, tejía una red de cordeles con los dedos.
Los flancos y la parte de atrás de la iglesia estaban a oscuras. Los iconos irradiaban melancolía en los pórticos o alzaban rígidamente el dedo en las brillantes capillas. Bajo la cúpula, la luz caía en un haz nebuloso. El ambiente ya estaba cargado de incienso. Moviéndose de un lado para otro, los sacerdotes parecían hombres en un hammam[3].
Luego vino el momento del espectáculo. Un sacerdote accionó un interruptor. El nivel inferior de la enorme araña resplandeció. Por detrás del iconostasio, apareció el padre Mike. Llevaba una casulla azul brillante con un corazón rojo bordado a la espalda. Cruzó la parte delantera y, bajando el escalón, se puso a la altura de los feligreses. El humo se elevaba ondeando del incensario, fragante de antigüedad. «Kirie eléison», salmodiaba el padre Mike. «Kirie eléison». Y aunque aquellas palabras no me decían nada, o casi nada, sentía su peso, el profundo surco que abrían en el aire del tiempo. Tessie se santiguó, pensando en Capítulo Once.
Primero, el padre Mike recorrió el lado izquierdo de la iglesia. En oleadas azules, el incienso se ovillaba sobre las cabezas de los congregados. Atenuaba el círculo luminoso de la araña. Agravaba la afección pulmonar de las viudas. Reducía la brillantez de los trajes de mis primos. Cuando me envolvió aquel manto de hielo seco, lo aspiré y me puse a rezar. Te pido por favor, Dios mío, que el doctor Bauer no me encuentre nada malo. Te ruego que me dejes ser sólo una amiga del Objeto. Que no me olvide mientras estamos en Turquía. Por favor, que mi madre no esté tan preocupada por mi hermano. Te ruego que ayudes a Capítulo Once a volver a la universidad.
El incienso cumple una diversidad de funciones en la Iglesia ortodoxa. Simbólicamente, es una ofrenda a Dios. Como los holocaustos de la era pagana, la fragancia se eleva hacia el cielo. Antes de la época del embalsamamiento moderno, el incienso tenía una aplicación práctica. Cubría el olor de los cadáveres en los funerales. Y cuando se inhala en cantidad suficiente, también ocasiona un aturdimiento que puede sentirse como una ensoñación religiosa. Y si se aspira bastante, marea.
—¿Qué te pasa? —me preguntó al oído la voz de Tessie—. Estás pálida.
Dejé de rezar y abrí los ojos.
—¿De verdad?
—¿Te encuentras bien?
Empecé a contestar afirmativamente. Pero entonces me contuve.
—Estás muy pálida, Callie —insistió Tessie, poniéndome la mano en la frente.
Mareo, ensueño, devoción, engaño: todo viene junto. Si Dios no te ayuda, tienes que ayudarte tú misma.
—Es la tripa —dije.
—¿Qué has comido por ahí?
—Bueno, no es en la tripa, exactamente. Más abajo.
—¿Te mareas?
Volvió a pasar el padre Mike. Agitaba el incensario con tal fuerza que casi me dio en las narices. Y yo ensanché las aletas de la nariz, inhalando todo el humo que pude, poniéndome aún más pálida de lo que ya estaba.
—Es como si me estuvieran retorciendo algo ahí dentro —aventuré.
Acertando, más o menos. Porque Tessie sonreía ahora.
—Ay, cariño —dijo—. Gracias a Dios.
—¿Te alegras de que me ponga enferma? Pues muchas gracias.
—No estás enferma, cariño.
—Entonces, ¿qué es lo que me pasa? No me encuentro bien. Me duele.
Mi madre me cogió de la mano, sin dejar de sonreír.
—Vamos, deprisa —me dijo—. No vaya a ocurrir una calamidad.
Cuando me encerré en un retrete de los servicios de la iglesia, la noticia de la invasión turca de Chipre había llegado a Estados Unidos. Y cuando Tessie y yo volvimos a casa, el salón estaba lleno de hombres que vociferaban.
—Nuestros acorazados están frente a la costa, para intimidar a los griegos —chillaba Jimmy Fioretos.
—Pues claro que están frente a la costa. —Éste era Milton—, ¿qué otra cosa se podía esperar? La junta militar va y echa a Makarios. De manera que los turcos se ponen nerviosos. Es una situación explosiva.
—Sí, pero ayudar a los turcos…
—Estados Unidos no está ayudando a los turcos —prosiguió Milton—, sólo quieren que los coroneles no se desmanden.
En 1922, durante el incendio de Esmirna, los buques norteamericanos permanecieron inactivos en las aguas costeras. Cincuenta y dos años después, tampoco hacían nada. Al menos en apariencia.
—No seas ingenuo, Milt. —Otra vez Jimmy Fioretos—. ¿Quién crees que está interfiriendo el radar? Los norteamericanos, Milt. Nosotros.
—¿Cómo lo sabes? —lo desafió mi padre.
Y ahora, Gus Panos, por el agujero de la garganta:
—Es ese cabrón de… sssss… Kissinger. Debe de haber hecho un… sssss… trato con los turcos.
—Pues claro que sí —asintió Peter Tatakis, dando un sorbo a su Pepsi—, ahora que ha terminado lo de Vietnam, Herr Doktor Kissinger puede jugar otra vez a ser Bismarck. ¿No quiere que la OTAN tenga bases en Turquía? Ésa es la forma de tenerlas.
¿Eran ciertas esas acusaciones? No estoy seguro. Sólo sé lo siguiente: aquella madrugada alguien interfirió el radar chipriota, asegurando el éxito de la invasión turca. ¿Poseían los turcos esa tecnología? No. ¿Disponían los buques de guerra norteamericanos de los instrumentos necesarios para ello? Sí. Pero eso no se puede demostrar…
Además de que, en cualquier caso, eso no me interesaba. Los hombres maldecían, agitaban el dedo delante de la televisión y golpeaban la radio, hasta que tía Zo desenchufó los aparatos. Lamentablemente, no podía desenchufar a los hombres. Los hombres no dejaron de gritarse mutuamente en la mesa. Agitaban los cuchillos y los tenedores en el aire. La discusión sobre Chipre duró semanas y acabó poniendo fin de una vez para siempre a las comidas dominicales. En lo que a mí se refería, la invasión sólo podía tener un significado.
En cuanto me fue posible, me disculpé y corrí a llamar al Objeto.
—Adivina una cosa —grité, llena de entusiasmo—. No nos vamos de vacaciones. ¡Hay guerra!
Luego le dije que me dolía la tripa y que iría a verla enseguida.