EL OSCURO OBJETO

Se me acaba de ocurrir que no he adelantado tanto como creía. Narrar mi historia no es el valeroso acto de liberación que esperaba. Escribir es un acto solitario, furtivo, y yo conozco muy bien ese asunto. Soy un experto en vida clandestina. ¿Es realmente mi temperamento apolítico lo que hace que me distancie del movimiento de los derechos intersexuales? ¿No será el miedo, también? A dar la cara. A convertirme en uno de ellos.

Pero en fin, cada uno hace lo que puede. Si esta historia está escrita sólo para mí, qué le vamos a hacer. Pero no tengo esa impresión. Noto que estás ahí, querido lector. Ésa es la única clase de intimidad con la que me siento cómodo. Sólo nosotros dos, aquí, en la penumbra.

No siempre fueron así las cosas. En la universidad tuve una amiga. Se llamaba Olivia. Nos sentimos atraídas por nuestra común desgracia. Olivia sufrió una agresión brutal a los trece años, casi la violan. La policía detuvo al tío que lo hizo y Olivia tuvo que prestar testimonio ante un tribunal en numerosas ocasiones. La terrible experiencia retrasó su desarrollo. En vez de hacer las cosas normales que hace una chica en el instituto, tuvo que seguir siendo aquella niña de trece años que subió al estrado de los testigos. Aunque Olivia y yo éramos intelectualmente capaces de asimilar el plan de estudios de la facultad, e incluso de aventajar a muchos, en aspectos clave seguíamos siendo emocionalmente adolescentes. Llorábamos mucho en la cama. Recuerdo la primera vez que nos desnudamos la una delante de la otra. Fue como quien se va quitando una venda. Yo era tan hombre como Olivia podía soportar en aquellos momentos. Fui su equipo para principiantes.

Cuando terminé la universidad, hice un viaje alrededor del mundo. Intenté olvidar mi cuerpo manteniéndolo en movimiento. Nueve meses después, de vuelta en casa, me presenté a unas oposiciones y, un año después, empecé a trabajar en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Un trabajo perfecto para mí. Tres años en un sitio, dos en otro. Nunca el tiempo suficiente para establecer vínculos sólidos con nadie. En Bruselas me enamoré de una camarera a quien, según afirmaba, no le importaba la singular forma en que estaba hecho. Se lo agradecí tanto que le pedí que se casara conmigo, aunque la encontraba aburrida, sin ambiciones, demasiado gritona, sin estilo. Afortunadamente, rechazó mi proposición y se fue con otro. ¿Quién más ha habido desde entonces? Unas cuantas aquí y allá, nada duraderas. Y así, sin permanencia, he caído en una rutina de seducciones incompletas. En esa charla que tan bien se me da. Cenas y copas. Achuchones en el portal. Y luego me voy.

—Mañana temprano tengo una reunión con el embajador —digo.

Y se lo tragan. Creen que el embajador está ansioso de que le informen sobre el próximo homenaje a Aaron Copland.

Se está haciendo más difícil cada vez. Con Olivia y todas las que vinieron después hubo que enfrentarse a lo mismo: la insalvable realidad de mi condición. Sin embargo, el Oscuro Objeto y yo nos conocimos sin ser conscientes de ella, en gozosa ignorancia.

Aquel invierno en Middlesex, después de los gritos que resonaron por todos los rincones, en casa sólo hubo silencio. Un silencio tan hondo que, como el pie izquierdo del secretario del presidente, borraba partes de la cinta oficial. Una estación húmeda, evasiva, durante la cual, incapaz de admitir que Capítulo Once le había destrozado el corazón, Milton empezó a henchirse visiblemente de rabia, de manera que casi todo le sacaba de quicio: una continua luz roja, hielo de postre en vez de helado. (Guardaba un silencio sonoro, pero silencio de todos modos). Un invierno durante el cual la inquietud por sus hijos inmovilizó a Tessie, de tal modo que ni siquiera fue a cambiar los regalos de Navidad que no quedaban bien, limitándose a guardarlos en el armario, con lo que no le devolvieron el importe. Al término de aquella estación herida, fraudulenta, cuando florecían los primeros crocos, volviendo de su hibernación subterránea, Calíope Stephanides, que también sentía removerse algo en el mantillo de su ser, se encontró leyendo a los clásicos.

En octavo, en el semestre de primavera tuve al señor Da Silva en la asignatura de inglés. Éramos un grupo de sólo cinco alumnas, y dábamos clase en el pequeño invernadero de la segunda planta. Las enredaderas trepaban por el techo de cristal. Cerca de nuestras cabezas se apelmazaban los geranios, que esparcían un olor a aluminio y regaliz. Aparte de mí, estaban Reetika, Tina, Joanne y Maxine Grossinger. Aunque nuestros padres eran amigos, yo apenas conocía a Maxine. No se mezclaba con las demás chicas de Middlesex. Siempre estaba con su violín, haciendo prácticas. Era la única judía del colegio. En el almuerzo se ponía aparte, comiendo en un Tupperware alimentos permitidos por su religión. Supuse que estaba tan pálida por pasarse todo el tiempo sin salir a la calle, y que la vena azul que le latía frenéticamente en la sien era una especie de metrónomo interno.

El señor Da Silva había nacido en Brasil. Lo que resultaba difícil de adivinar. No era exactamente un tipo carnavalesco. Los detalles nativos de su infancia (la hamaca, la bañera en la calle) habían sido borrados por su formación norteamericana y su afición a la novela europea. Ahora era demócrata y liberal, y llevaba brazaletes en apoyo de causas radicales. Daba catequesis en una iglesia episcopaliana del barrio. Tenía una tez rosácea, bien cuidada, y un pelo rubio oscuro que le caía sobre los ojos cuando recitaba poesía. A veces arrancaba flores de cardo o de cualquier otra planta silvestre y se las ponía en el ojal de la chaqueta. Era de corta estatura, de constitución robusta, y solía realizar ejercicios isométricos entre clase y clase. También tocaba la flauta dulce. En su clase tenía un atril con partituras, obras del barroco primitivo, sobre todo.

El señor Da Silva era un profesor magnífico. Nos trataba con absoluta seriedad, como si nosotras, alumnas de octavo, pudiéramos zanjar alguna cuestión que los eruditos llevaban siglos discutiendo. Escuchaba nuestros gorjeos con un mechón de pelo tapándole los ojos. Cuando hablaba, lo hacía en largas parrafadas. Si se escuchaba con atención, era posible oír las comas y los puntos y comas en su discurso, e incluso el punto y coma y los dos puntos. El señor Da Silva tenía una cita pertinente para cada cosa que pasaba, y de ese modo se evadía de la vida real. En lugar de comerse el almuerzo, contaba lo que Oblonsky y Levin comían en Ana Karenina. O bien, al describir un crepúsculo de Daniel Deronda, no prestaba atención al que caía sobre Michigan en aquel preciso momento.

El señor Da Silva había pasado un verano en Grecia seis años antes. Cuando describió su visita a Mani, su voz se hizo aún más melodiosa que de costumbre, y le brillaban los ojos. Incapaz una noche de encontrar hotel, había dormido en el suelo, despertándose a la mañana siguiente debajo de un olivo. El señor Da Silva nunca había olvidado aquel olivo. Los dos habían mantenido un significativo cambio de impresiones. Los olivos son criaturas proclives a la intimidad, elocuentes en su distorsión. Resulta fácil entender por qué los antiguos creían que estaban habitados por espíritus humanos. El señor Da Silva, al despertarse en su saco de dormir, tuvo la misma impresión.

Yo también sentía curiosidad por Grecia, como es natural. Estaba deseando ir allí. El señor Da Silva me animaba a sentirme griega.

—Señorita Stephanides —me llamó en clase un día—. Dado que procede usted del país de Homero, ¿sería tan amable de empezar hoy la lectura? —Se aclaró la garganta—. Página ochenta y nueve.

Aquel semestre, nuestras compañeras con menos inclinaciones intelectuales leían Una luz en el bosque. Pero en el invernadero estábamos leyendo la Ilíada de cabo a rabo. Se trataba de una traducción en prosa, en edición de bolsillo, abreviada, desposeída de multitud de personajes, despojada de la música del griego antiguo, pero seguía siendo —por lo que a mí tocaba— un libro estupendo. ¡Cómo me encantó esa obra! Desde el arrebato de mal humor de Aquiles en su tienda (que me recordó la negativa del presidente a entregar las cintas) hasta la escena en que arrastran de los pies a Héctor por toda la ciudad (que me hizo llorar), estuve fascinada. Nada que ver con Love Story. Como escenario, Harvard no podía compararse con Troya, y en la novela de Segal no moría un solo personaje. (Quizá había en eso otro signo de las hormonas que se manifestaban silenciosamente en mi interior. Porque mientras mis compañeras encontraban la Ilíada demasiado sangrienta para su gusto, un interminable catálogo de personajes matándose entre sí después de presentarse formalmente, a mí me entusiasmaban los apuñalamientos y decapitaciones, la extirpación de ojos, las sugestivas evisceraciones).

Abrí el libro y bajé la cabeza. El pelo se me cayó por delante de la cara, aislándome de todo —Maxine, el señor Da Silva, los geranios del invernadero— menos del texto. Tras la cortina de terciopelo, mi voz de cantante de salón empezó a ronronear.

—«Afrodita se desató el cinto famoso, que encerraba en él tantos encantos: el amor, el deseo, el murmullo amoroso y la fuerza de la seducción, que hace perder el juicio a los hombres más sabios».

Era la una. El letargo de después de comer flotaba por el aula. Fuera, el cielo amenazaba lluvia. Llamaron a la puerta.

—Disculpe, Callie. ¿Podría parar un momento, por favor? —El señor Da Silva se volvió hacia la puerta—. Adelante.

Al igual que mis compañeras, alcé la vista. En el umbral había una chica pelirroja. Dos nubes se encontraron en lo alto, patinaron y, dejando escapar un resplandor, siguieron su camino. La luz cayó sobre el tejado de cristal del invernadero y, pasando entre los geranios suspendidos, realzó el fulgor rosado que ahora, como una especie de membrana, envolvía a la recién llegada. También es posible que el sol no tuviese nada que ver, sino que se tratase de cierta intensidad, de un fervor, de mi mirada.

—Estamos en mitad de clase, querida.

—Pero yo tengo que venir a esta clase —repuso la chica, con tristeza. Enseñó un papel.

El señor Da Silva lo examinó.

—¿Está segura de que la señorita Durrel quiere que pase usted a esta clase? —inquirió.

—La señora Lampe ya no me quiere ver en su clase —explicó ella.

—Siéntese, tendrá que leer con otra. La señorita Stephanides está leyendo un pasaje del libro tercero de la Ilíada.

Empecé a leer de nuevo. Es decir, mis ojos seguían el curso de las frases mientras mis labios iban formando palabras. Pero mi mente había dejado de prestar atención a su significado. Al terminar, no me sacudí la cabeza para echarme el pelo hacia atrás. Me lo dejé frente a la cara. Atisbé por un hueco.

La nueva se había puesto en el pupitre de al lado. Inclinada hacia Reetika, haciendo como que leía con ella, seguía mirando las plantas. Arrugó la nariz frente al olor a mantillo.

Mi interés era en parte científico, zoológico. Jamás había visto a nadie con tantas pecas. A partir del puente de su nariz, se había producido una especie de Gran Explosión, y la fuerza del estallido había arrojado galaxias de pecas que se precipitaban y flotaban por todos los rincones de aquel universo de sangre caliente. Tenía racimos de pecas en brazos y muñecas, toda una Vía Láctea extendida por la frente, incluso unos chisporroteantes quásar lanzándose por la cavidad sideral de sus oídos.

Como estamos en clase de inglés, permítaseme citar un poema. «Belleza ruana», de Gerard Manley Hopkins, que empieza así: «Gloria a Dios por las criaturas jaspeadas». Cuando pienso en la primera vez que vi a aquella chica pelirroja, creo que mi reacción se debió a la simple apreciación de la belleza natural. Me refiero al placer que se siente al mirar las veteadas hojas de los plátanos en la Provenza o el palimpsesto de su corteza. Había un profuso atractivo en la combinación de color, las pardas sombras que flotaban en su piel blanca como la leche, los dorados reflejos en el fresón de su pelo. Mirarla era como el otoño. Era como viajar al norte para admirar los colores.

Entretanto, ella permanecía recostada en el respaldo del pupitre, las piernas estiradas, mostrando los largos calcetines azules y los gastados tacones de los zapatos. Como no estaba al tanto de la lectura, no iban a llamarla, pero el señor Da Silva le dirigía miradas de preocupación. La nueva no se daba cuenta. Repantigada en su luminiscencia anaranjada, cerraba y abría los ojos, medio dormida. En un momento dado se le abrió la boca y, en pleno bostezo, se contuvo, como si no le hubiera salido bien. Tragó algo y se golpeó el pecho con el puño. Soltó un eructo silencioso y murmuró para sí:

Ay, caramba

En cuanto terminó la clase, desapareció.

¿Quién era? ¿De dónde había salido? ¿Por qué nunca la había visto antes en el colegio? Estaba claro que no era nueva en Baker e Inglis. Caminaba pisando el contrafuerte de los zapatos, llevándolos como si fueran zuecos. Eso hacían las Pulseras de Dijes. Además, llevaba un anillo antiguo en el anular, con rubíes de verdad. Sus labios eran finos, austeros, protestantes. Su nariz no era realmente una nariz. Sólo un principio.

Venía todos los días a clase con la misma expresión aburrida y distante. Iba arrastrando los pies con aquellos zapatones semejantes a zuecos, haciendo un movimiento como si se deslizara o patinara, las rodillas flexionadas y el cuerpo echado hacia delante. Lo que confirmaba la impresión general de desgana. Cuando ella entraba, yo estaba regando las plantas del señor Da Silva. Me había encargado que lo hiciera antes de clase. De manera que así empezaba el día, yo en un extremo del aula de cristales, sepultada entre geranios en flor, y aquel reventón encarnado entrando por la puerta.

Su forma de arrastrar los pies dejaba clara su opinión sobre el —viejo y muerto— poema que leíamos. No le interesaba. Nunca hacía los deberes. Se pasaba la clase intentando salir de apuros. Copiaba en los exámenes y pirateaba los trabajos. Si hubiese tenido como compañera a una Pulsera de Dijes se habrían entretenido pasándose notitas. Sola, no podía sino estar alicaída. El señor Da Silva renunció a intentar enseñarle nada y la hacía intervenir lo menos posible.

Yo la observaba dentro y también fuera de clase. En cuanto llegaba al colegio me ponía ojo avizor. Me sentaba en una de las amarillentas butacas de mimbre que había en el vestíbulo, fingiendo que hacía los deberes, y esperaba a que pasara. Sus breves apariciones siempre me dejaban para el arrastre. Me parecía a un personaje de dibujos animados, con estrellitas girando en torno a la cabeza. Asomaba por la esquina, mascando un bolígrafo y arrastrando los pies, como si llevara zapatillas. Siempre caminaba a buen paso. Como iba pisando el contrafuerte, si no echaba la puntera hacia delante con la suficiente rapidez, corría el riesgo de perder los zapatos. Ese movimiento realzaba los músculos de sus pantorrillas. Por allí también tenía pecas. Era casi como una especie de bronceado. Avanzaba con ligereza y suavidad en compañía de otra Pulsera de Dijes, hablando con aquella lánguida y segura altivez que las caracterizaba. A veces me miraba, pero no daba muestras de reconocerme. Una membrana nictitante velaba entonces sus ojos.

Permítaseme un anacronismo. Ese oscuro objeto del deseo, la película de Luis Buñuel, no se estrenó hasta 1977. Por aquella época la pelirroja y yo ya habíamos perdido el contacto. Dudo que ella haya visto siquiera la película. Sin embargo, es en Ese oscuro objeto del deseo en lo que pienso cuando me acuerdo de ella. La vi en televisión, en un bar español, cuando estaba destinado en Madrid. No entendí la mayor parte del diálogo. Pero la trama estaba bastante clara. Un caballero entrado en años, interpretado por Fernando Rey, se enamora locamente de una hermosa joven, interpretada por Carole Bouquet y Ángela Molina. Nada de esto me interesó demasiado; fue el toque surrealista lo que me cautivó. En muchas escenas se ve a Fernando Rey con un pesado saco cargado al hombro. Nunca se alude al motivo de ese saco. (O en caso de que se mencione, también se me escapó). Simplemente va a todas partes con el saco a cuestas, al restaurante, al parque, coge taxis con él. Así era exactamente como me sentía yo, siguiendo a mi Oscuro Objeto. Como si llevara a cuestas un peso o una carga desconocida y misteriosa. Si no te importa, querido lector, voy a llamarla así. La llamaré Oscuro Objeto. Por motivos sentimentales. (Además, tengo que salvaguardar su identidad).

Allí estaba, en clase de gimnasia, fingiéndose enferma. Ahí la tenía, a la hora del almuerzo, víctima de un ataque de risa. Tronchándose sobre la mesa, trataba de dar puñetazos a los chistes responsables del acceso. Le chorreaba leche de los labios. La nariz le goteaba un poco, lo que redoblaba las risas de las demás. Luego la vi en una moto, yendo de paquete con un chico desconocido. Se montó en el asiento trasero mientras él se ponía de pie sobre los pedales. No le rodeó la cintura con los brazos. Se las arregló equilibrando el cuerpo. Eso me dio esperanzas.

Un día, en clase, el señor Da Silva pidió al Objeto que leyera en voz alta.

Estaba, como de costumbre, repantigada en el pupitre. En un colegio exclusivamente femenino no hay que estar atenta a tener las rodillas juntas ni la falda bajada. El Objeto tenía las rodillas separadas, y se le veían los muslos, bastante carnosos, hasta muy arriba. Sin moverse, declaró:

—Me he olvidado el libro.

El señor Da Silva apretó los labios.

—Lea con Callie.

El Objeto no hizo movimiento alguno hacia mí. Su única señal de asentimiento fue quitarse el pelo de la cara. Se llevó la mano a la frente y se la pasó por el pelo, haciendo surcos con los dedos como si fuera un arado. Concluyó la operación con una floritura, sacudiendo levemente la cabeza. Allí estaba la mejilla, consintiendo la aproximación. Me lancé al momento. Puse el libro sobre la grieta que separaba nuestros pupitres. El Objeto se inclinó sobre él.

—¿Por dónde vamos?

—Al comienzo de la página ciento doce. Descripción del escudo de Aquiles.

Nunca había estado tan cerca del Oscuro Objeto. No era fácil para mi organismo. Mi sistema nervioso acometió «El vuelo del moscardón». La sección de cuerdas me serraba la espina dorsal. Los tímpanos me percutían el pecho. Al mismo tiempo, tratando de ocultarlo todo, no movía un solo músculo. Apenas respiraba. Ésa era más o menos la situación: catatonía por fuera; frenesí por dentro.

Podía oler su chicle con sabor a canela. Lo seguía teniendo en algún sitio de la boca. No la miré directamente. No aparté los ojos del libro. Un mechón de sus cabellos, entre rubio y pelirrojo, caía a mi lado sobre el pupitre. Un rayo de sol atravesó entonces su pelo y se produjo un efecto prismático. Pero mientras yo contemplaba aquel arco iris de dos centímetros, ella empezó a leer.

Me esperaba una voz nasal, monótona, plagada de incorrecciones. Esperaba golpes, virajes bruscos, chirriar de frenos, choques frontales. Pero el Oscuro Objeto tenía buena voz para leer. Clara, sonora, de ritmo ágil. Una voz que había adquirido en casa, escuchando a tíos suyos que recitaban poesía cuando bebían más de la cuenta. Su expresión cambió. Una profunda dignidad, antes ausente, marcó sus rasgos. Su cabeza se alzaba sobre un cuello orgulloso. Su mentón sobresalía. Parecía tener veinticuatro años en vez de catorce. Me pregunté cuál era más extraña, la voz de Eartha Kitt que salía de mis labios o la de Katharine Hepburn que salía de los suyos.

Cuando terminó, se hizo un silencio.

—Gracias —dijo el señor Da Silva, tan sorprendido como todas nosotras—. Ha leído usted muy bien.

Sonó el timbre. Inmediatamente, el Oscuro Objeto se separó de mí. Volvió a pasarse la mano por el pelo, como si se lo aclarase en la ducha. Se levantó del pupitre deslizándose por el asiento y salió del aula.

Algunos días, cuando no había mucha luz en el invernadero y el Oscuro Objeto se desabrochaba dos botones de la blusa, cuando la sombra de su escapulario oscilaba entre las copas del sostén, ¿sentía Calíope alguna inclinación propia de su verdadera naturaleza biológica? ¿Pensó alguna vez, mientras el Oscuro Objeto pasaba por el corredor, que lo que sentía no estaba bien? Sí y no. Me permito recordar dónde sucedía todo eso.

En Baker e Inglis era perfectamente aceptable enamoriscarse de una compañera de clase. En un colegio femenino, una determinada cantidad de energía emocional, normalmente gastada en chicos, se desvía hacia algunas amistades. En el Baker e Inglis las chicas iban cogidas del brazo, como hacen las colegialas francesas. Competían por los afectos. Surgían celos. Se perpetraban traiciones. Era normal entrar en los servicios y oír llantos en algún cubículo. Las chicas lloraban porque Fulanita no se sentaba a su lado en el almuerzo, o porque su mejor amiga se había echado un novio que le acaparaba el tiempo. Encima de todo eso, los rituales escolares reforzaban la intimidad del ambiente. Estaba el Día del Anillo, cuando las Hermanas Mayores iniciaban a las Hermanas Pequeñas en la madurez entregándoles flores y cintas doradas. El Baile Femenino, una fiesta de primavera sin hombres, celebrada al aire libre. Cada dos meses había un «De corazón a corazón», reuniones confesionales dirigidas por el capellán del colegio que invariablemente concluían en paroxismos de lágrimas y abrazos. No obstante, el espíritu del colegio seguía siendo heterosexual militante. Mis compañeras de clase podían mostrarse amistosas en horas lectivas, pero los chicos eran la actividad primordial fuera del colegio. Cualquier chica sospechosa de que le gustara otra, era objeto de cuchicheos, rechazo y discriminación. Yo era consciente de todo eso. Me asustaba.

No sabía si mis sentimientos hacia el Oscuro Objeto eran normales o no. La envidia inspiraba a mis amigas sentimientos amorosos hacia otras chicas. Reetika estaba prendada por la forma en que Alwyn Brier tocaba Finlandia al piano. Linda Ramírez estaba chiflada por Sofía Cracchiolo porque estudiaba tres idiomas a la vez. ¿Era eso? ¿Era la atracción que yo sentía hacia el Objeto una consecuencia de sus cualidades elocutivas? Lo dudaba. Mi enamoramiento se percibía físicamente. No era una cuestión de criterio, sino un tumulto en mis venas. Por ese motivo lo mantuve en secreto. Me retiraba a los servicios del sótano para meditar sobre el asunto. Todos los días, siempre que tenía ocasión, bajaba por las escaleras de atrás hasta el baño desierto y me encerraba durante media hora por lo menos.

¿Hay un sitio tan reconfortante como los viejos servicios de un centro educativo de antes de la guerra? La clase de servicios que instalaban en Estados Unidos cuando el país estaba en periodo de construcción. El baño del sótano de Baker e Inglis era como un palco de la ópera. En el techo brillaban lámparas eduardianas. Los lavabos eran hondos cuencos blancos enmarcados en pizarra azul. Cuando una se agachaba a lavarse la cara, veía grietas diminutas en la porcelana, como en un jarrón Ming. Cadenas doradas mantenían sujetos los tapones. El goteo de los grifos había desgastado el esmalte, surcándolo de manchas grises.

Encima de cada lavabo colgaba un espejo ovalado. Yo no quería nada con ellos. (Para mí, «el odio a los espejos que empieza en la madurez» se había iniciado mucho antes). Evitando mi propia imagen, me dirigía derecha a los cubículos. Había tres, y siempre elegía el del centro. Como los demás, era de mármol. Mármol gris de Nueva Inglaterra, de cinco centímetros de grosor, extraído de la cantera en el siglo XIX, incrustado de fósiles con millones de años de antigüedad. Cerraba la puerta y echaba el cerrojo. Cogía una funda higiénica y la ponía en el asiento del retrete. Protegida contra los gérmenes, me bajaba las bragas, me levantaba la falda escocesa y me sentaba. Enseguida notaba cómo se relajaban mis miembros, liberándose de la tensión. Me quitaba el pelo de la cara para ver mejor. Había fósiles diminutos en forma de helecho y fósiles que parecían escorpiones suicidándose con su propio aguijón. Abajo, entre mis piernas, la taza tenía una mancha herrumbrosa, también antigua.

Los servicios del sótano eran la antítesis de los vestuarios. Los cubículos tenían más de dos metros de altura, y las paredes y la puerta llegaban hasta el mismo suelo. El mármol fosilizado me ocultaba mejor que el pelo. En los servicios del sótano reinaba un horario en el que yo me sentía más cómoda, no era la lucha por la supervivencia de arriba, sino el lento progreso evolutivo de la tierra, de su flora y su fauna surgiendo del barro primigenio, generativo. Los grifos goteaban con el lento e inexorable flujo del tiempo y allí abajo yo estaba sola, y a salvo. A salvo de mis confusos sentimientos hacia el Oscuro Objeto, y a salvo, también, de los retazos de conversación que alcanzaba a oír en la habitación de mis padres. Justo la noche anterior, la exasperada voz de Milton había llegado hasta mis oídos:

—¿Otra vez con dolor de cabeza? Tómate una aspirina, joder.

—Ya me la he tomado —repuso mi madre—. No me sirve de nada.

Entonces, el nombre de mi hermano, y mi padre gruñendo algo que no distinguí. Luego Tessie:

—Además, estoy preocupada por Callie. Sigue sin tener el período.

—Pero si sólo tiene trece años.

—Tiene catorce. Y fíjate lo alta que es. Creo que le pasa algo.

Un momento de silencio, tras el cual preguntó mi padre:

—¿Qué dice el doctor Phil?

—¡El doctor Phil! No dice nada. Voy llevarla a otro médico.

El murmullo de mis padres, que atravesaba la pared de mi habitación y que desde la infancia me había procurado una sensación de seguridad, era entonces causa de miedo y ansiedad. De manera que lo sustituí por paredes de mármol, que sólo reverberaban con el sonido de grifos goteantes, de la descarga de la cisterna o con el rumor de la Ilíada, que leía en voz baja.

Y cuando me cansaba de Homero, me ponía a leer las paredes.

Ése era otro atractivo de los servicios del sótano. Estaban cubiertos de pintadas. Arriba, las fotos de clase mostraban filas y filas de caras de alumnas. Abajo, eran sobre todo cuerpos. Dibujados con tinta azul, había hombrecillos con gigantescos órganos sexuales. Y mujeres con pechos enormes. Además de diversas permutaciones: hombres con penes insignificantes, y mujeres con penes, también. Era muy instructivo, tanto sobre lo existente como sobre lo que podría existir. En el mármol gris, aquellos dispares grabados de cuerpos haciendo cosas, con órganos crecientes, encajándose, cambiando de forma, constituían una novedad. Aparte de chistes, mensajes para iniciadas, confesiones. En un sitio: «Me encanta follar». En otro: «Patty C. Es una guarra». ¿En qué otra parte podría esconderse una chica como yo, que ocultaba al mundo un hecho que ella misma no llegaba a entender, en qué otro sitio podría sentirme más cómoda que en aquel reino subterráneo donde la gente escribía lo que no podía decir, donde manifestaba sus experiencias y deseos más vergonzosos?

Porque aquella primavera, mientras florecía el croco, mientras la directora plantaba narcisos en los arriates, Calíope también sentía que le brotaba algo. Un oscuro objeto enteramente suyo, que además de necesitar intimidad era responsable de sus visitas a los servicios del sótano. Semejante al azafrán, justo antes de florecer. Un croco rosado surgiendo entre musgo oscuro y fresco. Una flor verdaderamente extraña, porque parecía transitar por todas las estaciones en un solo día. Pasaba el aletargado invierno durmiendo bajo la tierra, pero cinco minutos después se removía en una primavera particular. Sentada en clase con un libro sobre las piernas, o volviendo al colegio en el coche con otras compañeras, sentía entre las piernas un deshielo que humedecía el mantillo y alentaba un fértil olor a turba, y luego —mientras me esforzaba en memorizar verbos latinos—, la súbita y escurridiza vida en la cálida tierra bajo la falda. Al tacto, el croco a veces era blando y escurridizo, como la piel de un gusano. Y otras veces estaba tan duro como una raíz.

¿Qué le parecía a Calíope su croco? Eso es lo más fácil y, a la vez, lo más difícil de explicar. Por una parte le gustaba. Al ponerse encima el canto de un libro de texto, tenía una sensación agradable. Eso no era una novedad. Siempre había sido agradable apretarse ahí. Al fin y al cabo, el croco formaba parte integrante de su cuerpo. No había necesidad de hacer preguntas.

Pero a veces notaba que tenía una constitución algo diferente de las demás. En el campamento de verano de Ponshewaing, en ciertas noches húmedas de los barracones, me enteré de que los asientos de bicicleta y los postes de las cercas habían seducido a mis compañeras a tierna edad. Lizzie Barton, mientras tostaba un dulce de malvavisco, nos contó cómo se encariñó con el pomo de una silla de montar. Los padres de Margaret Thompson fueron los primeros del barrio en instalar una ducha de masaje. Añadí mis propios datos sensoriales a aquellas historias clínicas (era el año que me enamoré de las cuerdas de gimnasia), pero seguía habiendo una brecha, vaga e indefinible, entre los estremecimientos que describían mis amigas y el convulsivo trance de mis resecos espasmos. A veces, con el torso colgando de la litera superior para que me iluminara el haz de alguna linterna, concluía mi modesta revelación con un «Ya sabéis, ¿no?». Y en la penumbra dos o tres chicas de pelo greñudo y grasiento asentían con la cabeza, una sola vez, mordiéndose la comisura del labio y desviando la vista. No sabían.

A veces me preocupaba que mi croco fuese demasiado elaborado, no ya una planta perenne normal y corriente, sino una flor de invernadero, un híbrido al que su creador pudiera poner el nombre de una rosa. Iridiscente Elena. Olimpo Pálido. Fuego Griego. Pero no; eso no estaba bien. Mi flor de azafrán no era para ninguna exposición. Se encontraba en fase de formación y, con un poco de paciencia, vería cómo acababa bien. A lo mejor le pasaba lo mismo a todo el mundo. Entretanto, mejor sería mantenerlo en secreto, que era lo que estaba haciendo en el sótano.

Otra tradición de Baker e Inglis: todos los años, las alumnas de octavo ponían en escena una obra griega clásica. Al principio, se representaban en el salón de actos. Pero después del viaje a Grecia, al señor Da Silva se le ocurrió la idea de convertir el campo de hockey en teatro. Con sus tribunas en pendiente y su acústica natural, era un perfecto Epidauro en miniatura. El personal de mantenimiento sacó unos cuantos caballetes y montó un escenario en el césped.

El año que me enamoré del Oscuro Objeto, la obra que seleccionó el señor Da Silva fue Antígona. No hubo pruebas para el reparto. El señor Da Silva dio los papeles principales a sus preferidas de inglés avanzado. A todas las demás las metió en el coro. De modo que el reparto quedó así: Joanne Maria Barbara Peracchio, Creonte; Tina Kubek, Eurídice; Maxine Grossinger, Ismene. En el papel de Antígona —la única posibilidad real incluso desde un punto de vista físico— estaba el Oscuro Objeto. Su nota media apenas llegaba al aprobado, pero el señor Da Silva sabía reconocer a una estrella.

—¿Tenemos que aprendernos todo este diálogo? —preguntó Joanne Maria Barbara Peracchio en el primer ensayo—. ¿En dos semanas?

—Aprenda usted lo que pueda —contestó el señor Da Silva—. Todas van a llevar una túnica. Debajo se puede llevar el libreto. Además, la señorita Fagles hará de apuntadora. Estará en el foso de la orquesta.

—¿Vamos a tener orquesta? —quiso saber Maxine Grossinger.

—La orquesta —anunció el señor Da Silva, señalando el magnetófono— soy yo.

—Espero que no llueva —aventuró el Objeto.

—¿Lloverá el viernes, no el de la semana siguiente, sino el de la otra? —se preguntó el señor Da Silva que, volviéndose hacia mí, concluyó—: ¿Por qué no se lo preguntamos a Tiresias?

¿Esperabas otra cosa, lector? Imposible. Si el Oscuro Objeto era perfecta para el papel de hermana vengadora, mi triunfo sería seguro en el del viejo profeta ciego. Mi alborotada melena sugería clarividencia. El hecho de caminar con los hombros caídos me confería el frágil aspecto de la edad avanzada. Mi voz a medio cambiar tenía un carácter incorpóreo, inspirado. Tiresias también era mujer, no hay que olvidarlo. Pero yo no lo sabía entonces. Y tampoco lo mencionaban en el libreto.

No me importaba el papel, el caso era que ahora estaría cerca del Oscuro Objeto. Eso era en lo único que pensaba. No cerca de ella como lo estaba en clase, cuando no podíamos hablar. Ni cerca de ella como lo estaba en el comedor, cuando ella escupía leche en otra mesa. Sino cerca de ella en los ensayos de una obra del colegio, con todas las vueltas que había que dar esperando a que todo estuviera listo, la intimidad de las bambalinas, el tenso y vertiginoso descontrol emocional que conllevaba el hecho de asumir una identidad distinta de la propia.

—Creo que no deberíamos utilizar libretos —declaró el Oscuro Objeto.

Había llegado al ensayo con aires de profesional, todo su diálogo subrayado en amarillo. Llevaba el jersey con las mangas atadas al hombro, como una capa.

—Pienso que tendríamos que memorizar el diálogo —nos miró a la cara—. Si no, sonará muy falso.

El señor Da Silva sonreía. Aprenderse el diálogo significaba un esfuerzo por parte del Oscuro Objeto. Una tarea nueva.

—Antígona tiene la mayor parte del diálogo —dijo el profesor—. De modo que si quiere ensayar sin el libreto, me parece que el resto de ustedes también tendría que prescindir de él.

Las demás chicas rezongaron. Pero Tiresias, ya con visión de futuro, se dirigió al Objeto.

—Si quieres, repaso el diálogo contigo.

El futuro. Ya estaba ocurriendo. El Objeto me miró. Se desplazaron las membranas nictitantes.

—Vale —aprobó—. Fenomenal.

Quedamos en vernos a la tarde del día siguiente, martes, el Oscuro Objeto me escribió la dirección y Tessie me llevó a su casa. Cuando me hicieron pasar a la biblioteca, la vi sentada en un sofá de terciopelo azul. Se había quitado los zapatos, pero aún tenía puesto el uniforme. Llevaba la pelirroja melena sujeta en la nuca, perfecta para lo que estaba haciendo, que era encender un cigarrillo. Sentada a lo indio, el Objeto se inclinó hacia delante, con el cigarrillo en los labios y en la mano un mechero de cerámica verde en forma de alcachofa. El mechero tenía poco combustible. Lo sacudió, haciendo girar la rueda con el dedo pulgar hasta que brotó la llama.

—¿Te dejan fumar tus padres?

Alzó la cabeza, sorprendida, y luego volvió a lo suyo. Encendió el cigarrillo, dio una profunda bocanada y dejó escapar el humo, despacio, con satisfacción.

Ellos fuman —contestó—. Serían unos tremendos hipócritas si no me dejaran fumar.

—Pero ellos son adultos.

—Mamá y papá saben que si quiero fumar lo haré. Si ellos no me dejan, lo haré a escondidas.

Al parecer, la exención ya llevaba algún tiempo en vigor. No había empezado ayer a fumar. Ya era toda una profesional. Mientras me examinaba de pies a cabeza, los ojos entornados, el cigarrillo se iba inclinando entre sus labios. El humo se elevaba en paralelo a su cara. Era un contraste extraño: la endurecida expresión de detective privado en la cara de una chica que llevaba uniforme de colegio privado. Finalmente se quitó el cigarrillo de la boca. Sin mirar al cenicero, sacudió la ceniza. Cayó dentro.

—Dudo que una chica como tú fume —me espetó.

—Pues aciertas.

—¿Quieres empezar?

Me tendió el paquete de Tareyton.

—No quiero tener cáncer.

Tiró el paquete a la mesita, encogiéndose de hombros.

—Supongo que ya habrá cura cuando yo lo tenga.

—Eso espero. Por tu bien.

Volvió a dar otra calada, aún más profunda esta vez. Contuvo el humo y luego, poniendo un perfil cinematográfico, lo expulsó.

—Seguro que tú no tienes malas costumbres —aventuró.

—Las tengo a montones.

—Dime una.

—Me chupo el pelo.

—Yo me muerdo las uñas —dijo con espíritu competitivo. Alzó una mano para mostrármelo—. Mamá me dio una cosa para ponérmela en los dedos. Sabe a mierda. Dice que te ayuda a dejarlo.

—¿Da resultado?

—Al principio, sí. Pero ahora casi me gusta el sabor.

Sonrió. Yo sonreí. Entonces, brevemente, haciendo una prueba, nos reímos juntas.

—Eso no es tan malo como chuparte el pelo —proseguí.

—¿Por qué no?

—Porque cuando te chupas el pelo, te huele como lo que has comido a mediodía.

—Qué fuerte —repuso ella, haciendo un mohín.

En el colegio nos habríamos sentido raras hablando a solas, pero allí nadie nos observaba. En un plano más general, en términos de la vida misma, éramos más parecidas que diferentes. Las dos éramos adolescentes. Las dos vivíamos en barrios residenciales. Dejé mi mochila y me acerqué al sofá.

El Objeto se llevó el Tareyton a los labios. Puso los brazos a los costados y, apoyándose en la palma de las manos, se elevó sobre el asiento, como un yogui levitando, para hacerse a un lado y hacerme sitio.

—Mañana tengo examen de historia —anunció.

—¿A quién tienes en historia?

—A la señorita Schuyler.

—La señorita Schuyler tiene un vibrador en su mesa.

—¿Un qué?

—Un vibrador. Lo vio Lisa Clark. En el cajón de abajo.

—¡No me lo puedo creer!

El Objeto estaba escandalizada, divertida. Pero entonces entornó los ojos, pensando. En tono confidencial, preguntó:

—¿Para qué sirven esas cosas, exactamente?

—¿Los vibradores?

—Sí.

El Objeto era consciente de que sería imperdonable no saberlo. Pero confiaba en que yo no iba a burlarme de ella. Ése fue el pacto que hicimos aquel día: yo me ocuparía de los asuntos intelectuales de gran calado, como los vibradores; y ella, de la esfera social.

—La mayoría de las mujeres no llega al orgasmo mediante las relaciones sexuales normales —informé, citando al pie de la letra el ejemplar de Nosotras, nuestros cuerpos que me había regalado Meg Zemka—, con lo que es necesaria la estimulación clitoridiana.

Debajo de las pecas, al Objeto se le puso la cara colorada. La información, desde luego, la dejó petrificada. Yo le hablaba a la oreja izquierda. Empezó a ruborizarse por ese lado, como si mis palabras le fueran dejando una huella visible.

—Es increíble que sepas todas esas cosas.

—Te diré quién se las sabe muy bien. La señorita Schuyler, ésa sí que sabe.

La risa, la carcajada, brotó de sus labios como un géiser, antes de que toda ella cayera contra el respaldo del sofá. Gritó, con alegría, con repugnancia. Pataleó, tirando de la mesa el paquete de tabaco. Volvía a tener catorce años en vez de veinticuatro, y contra todo pronóstico nos estábamos haciendo amigas.

—«Sin que nadie llore por mí, sin amigos, sin canción de boda, me arrastran en mi horror…».

—«… dolor…».

—«… en mi dolor a este viaje que no puede postergarse más».

—«… Ya no podré…».

—«… desventurada de mí…».

—¡Desventurada de mí! ¡Eso lo odio! «Ya no podré, desventurada de mí, contemplar la pupila sagrada de la estrella de la mañana; pero por mi destino no derramo lágrima alguna, no…, no».

—«Ningún amigo hace llorar».

—«Ningún amigo hace llorar».

Estábamos otra vez en casa del Objeto, repasando el diálogo. Tumbadas en los sofás caribeños del invernadero. Mientras el Objeto declamaba con los ojos cerrados, varios papagayos revoloteaban por detrás de su cabeza. Ya llevábamos dos horas. El Objeto casi se había fumado un paquete entero. Beulah, la criada, nos había traído emparedados en una bandeja, además de dos botellas grandes de Tab. Los emparedados eran blancos, sin corteza, pero no tenían pepinillos ni berros. Una pasta de color salmón cubría el esponjoso pan.

Hacíamos frecuentes pausas. El Objeto necesitaba repostar continuamente. Yo seguía sin sentirme a gusto en aquella casa. No me acostumbraba a que me sirvieran. No hacía más que levantarme a cada momento para servirme yo misma. Y además Beulah era negra, lo que no facilitaba las cosas.

—Me alegro mucho de que trabajemos juntas en esta obra —declaró el Objeto, masticando—. Si no, no habría tenido ocasión de hablar con una chica como tú. —Hizo una pausa, comprendiendo a lo que sonaban sus palabras—. Quiero decir que nunca habría sabido lo genial que eres.

¿Genial? ¿Calíope genial? Nunca había imaginado tal cosa. Pero estaba dispuesta a aceptar la opinión del Objeto.

—Pero ¿te importa que te diga una cosa? —preguntó—. Sobre tu papel.

—Dímela.

—Ya sabes que estás ciega y todo eso, ¿no? Bueno, pues en las Bermudas conocemos al director de un hotel que es ciego. Lo curioso es que ve con las orejas. Cuando entra alguien en la habitación, vuelve la oreja hacia ese sitio. En cambio, como lo haces … —Se interrumpió bruscamente y me cogió la mano—. No te enfadas conmigo, ¿verdad?

—No.

—¡Qué expresión tan horrorosa tienes en la cara, Callie!

—¿Ah, sí?

Tenía mi mano entre las suyas. No la soltaba.

—¿Estás segura de que no te enfadas?

—No me enfado.

—Bueno, pues para hacer de ciega tú te limitas, más o menos, a tropezar con todo lo que se te pone por delante. Pero el caso es que ese ciego de las Bermudas nunca da un traspié. Siempre anda muy erguido y sabe dónde está todo. Y va mirando las cosas con las orejas.

Volví la cabeza.

—¿Lo ves? ¡Te has enfadado!

—No.

.

—Estoy ciega —expliqué—. Te estoy mirando con la oreja.

—Ah. Vale. Sí, así. ¡Qué bien te sale!

Sin soltarme la mano, se acercó más y oí, sentí, muy suavemente, su cálido aliento en la oreja.

—Hola, Tiresias —dijo, riendo tontamente—. Soy yo, Antígona.

Llegó el día de la representación («la noche del estreno» la llamábamos, aunque iba a ser función única). En un improvisado «camerino» detrás del escenario, las actrices principales nos sentamos en sillas plegables. Las demás alumnas de octavo ya estaban en escena, formando un gran semicírculo. Estaba previsto que la representación diera comienzo a las siete y terminara al anochecer. Eran las siete menos cinco. Al otro lado de los bastidores, oíamos cómo se iba llenando el campo de hockey. El murmullo iba creciendo cada vez más, voces, pasos, el crujido de las tribunas y las puertas de los coches al cerrarse en el aparcamiento. Todas llevábamos túnicas talares, negras, grises y blancas. La del Objeto era blanca. El señor Da Silva había aplicado un criterio minimalista: ni maquillaje, ni máscaras.

—¿Cuánta gente hay ahí fuera? —preguntó Tina Kubek.

Maxine Grossinger se asomó a ver.

—Toneladas.

—Tú debes de estar acostumbrada a estas cosas, Maxine —dije—. Por tus recitales.

—Cuando toco el violín no me pongo nerviosa. Esto es mucho peor.

—Yo estoy muyyy nerviosa… —confesó el Objeto.

Tenía sobre las piernas un frasco de Rolaid, y se tragaba las pastillas como si fueran caramelos. Ahora comprendía por qué se había dado puñetazos en el pecho el primer día de clase, el Oscuro Objeto padecía casi continuamente de ardor de estómago. Que empeoraba en momentos de tensión. Unos minutos antes se había retirado a fumar el último cigarrillo antes de la representación. Ahora mascaba pastillas antiácido. Al parecer, el hecho de proceder de una familia de rancio abolengo suponía adquirir hábitos de adulto, incluidas las necesidades vulgares y los paliativos desesperados de la gente mayor. El Objeto todavía era muy joven para que se le notaran los efectos de todo aquello. Aún no tenía bolsas debajo de los ojos ni manchas en las uñas. Pero ya mostraba cierto apetito de perdición refinada. Olía a humo si te acercabas a ella. Tenía el estómago hecho un asco. Y su rostro seguía reflejando un ambiente otoñal. Ahora, los ojos gatunos sobre la nariz respingona estaban alerta, pestañeando y cambiando su centro de atención hacia el creciente ruido del otro lado de los bastidores.

—¡Allí están mis padres! —gritó Maxine Grossinger.

Se volvió hacia nosotras con una amplia sonrisa. Nunca había visto sonreír a Maxine. Tenía los dientes mellados y separados, como los de una criatura de Sendak. Además, llevaba un aparato. Su alegría no disimulada me ayudó a comprenderla. Tenía otra vida diferente fuera del colegio. Maxine era feliz en su casa, detrás de los cipreses. Entretanto, mechones ensortijados se derramaban de su frágil cabeza musical.

—¡Ay, Dios! —Maxine se había vuelto a asomar—. Se están sentando en la primera fila. Me van a estar mirando todo el rato.

Todas nos asomamos a mirar, por turno. Sólo el Oscuro Objeto permaneció sentada. Vi llegar a mis padres. Milton se detuvo en la grada más alta y miró al campo. Su expresión sugería que el espectáculo que se ofrecía ante sus ojos —el césped esmeralda, las tribunas blancas de madera, el colegio a lo lejos con su tejado de pizarra y su hiedra— le gustaba. En Estados Unidos, para borrar la identidad étnica se vuelve la vista a Inglaterra. Milton llevaba una chaqueta ligera de color azul y pantalones crema. Parecía el capitán de un crucero. Con una mano a la espalda, conducía cortésmente a Tessie escaleras abajo para coger un buen sitio.

Oímos que el público se quedaba callado. Luego se oyó un caramillo[2]: el señor Da Silva había puesto en marcha el magnetófono.

Me incliné hacia el Objeto y la animé:

—No te preocupes. Estarás muy bien.

Había estado repasando su diálogo en voz baja, pero ahora se calló.

—Eres muy buena actriz —afirmé.

Se volvió, agachando la cabeza y moviendo los labios de nuevo.

—No se te olvidará el diálogo. Lo has repasado mil veces. Ayer te lo sabías perfect…

—¿Quieres dejar de fastidiarme un momento? —soltó bruscamente el Objeto—, estoy tratando de mentalizarme.

Me lanzó una mirada fulminante y se apartó.

Yo me quedé mirándola, alicaída, odiándome a mí misma. ¿Calíope genial? Cualquier cosa menos eso. Ya había conseguido que el Objeto se hartara de mí. Con ganas de llorar, cogí una de las cortinas negras y me arropé con ella. Me quedé de pie en la oscuridad, deseando estar muerta.

No me había limitado a halagarla. Era buena. En escena, la inquietud del Objeto desaparecía. Su apostura mejoraba. Y su simple presencia física, de pimpollo rojo como la sangre, era un derroche de color que llamaba la atención de cualquiera. El caramillo enmudeció y en el campo de hockey se hizo de nuevo el silencio. Algunos espectadores tosieron, fijando la atención. Me asomé entre las cortinas y vi al Objeto, que esperaba su entrada. Estaba en el arco central, a menos de tres metros de mí. Nunca la había visto tan seria, tan concentrada. Las dotes artísticas son una especie de inteligencia. Mientras esperaba su entrada, el Oscuro Objeto se ponía en situación. Movía los labios como si declamara el diálogo a Sófocles en persona, como si, contrariamente a toda evidencia intelectual, entendiera las razones de su perennidad. De manera que el Objeto estaba esperando su entrada. Muy lejos de los cigarrillos y el esnobismo, de sus amigas exclusivistas, de su atroz ortografía. Aquello era lo que mejor se le daba: aparecer frente al público. Salir y ponerse a hablar. Y en aquel momento empezaba a darse cuenta de eso. Yo estaba contemplando a una persona en el momento de descubrir lo que podía llegar a ser.

Al oír su entrada, Antígona respiró hondo y entró en escena. Llevaba la túnica blanca ceñida con una trenza de hilo plateado. La túnica ondeó cuando ella salió a la cálida brisa.

—¿Querrás ayudar a esta mano a levantar al muerto?

—¿Te atreverías a sepultarlo —replicó Maxine-Ismene— cuando está prohibido en Tebas?

—Aunque tú no lo hagas, yo haré lo que corresponde con un hermano. Jamás dirán que le he fallado.

Yo no entraba hasta mucho después. Tiresias no tenía un papel importante. De modo que cerré las cortinas y esperé. Tenía el báculo en la mano. Era mi único objeto de utilería, un bastón de plástico pintado de color madera.

Entonces fue cuando oí un leve jadeo, como un sofoco. Y el Objeto repitió:

—Jamás dirán que le he fallado.

A lo que siguió el silencio. Me asomé entre las cortinas. Las vi entre el arco central. El Objeto estaba de espaldas a mí. En el proscenio, Maxine Grossinger permanecía inmóvil, con una expresión perpleja en el semblante. Tenía la boca abierta, aunque de ella no salía palabra alguna. Más allá, al borde del escenario, se veía el rubicundo rostro de la señorita Fagles murmurando el texto de Maxine.

No era miedo escénico. Se le había reventado un aneurisma en el cerebro. Al principio, el público creyó que su expresión pasmada y el hecho de que rápidamente empezara a tambalearse, formaba parte de la representación. Unas risitas ahogadas habían acogido el exagerado histrionismo de Ismene. Pero la madre de Maxine, reconociendo perfectamente la expresión de dolor en el rostro de su hija, se puso en pie de un salto.

—¡No! —gritó—. ¡No!

A siete metros de distancia, en lo alto de una plataforma bajo el sol poniente, Maxine Grossinger seguía muda. Un sonido ahogado se le escapó de la garganta. Sin previo aviso, como un relámpago, la cara se le puso morada. Incluso en las últimas filas, el público vio cómo se quedaba sin oxígeno en la sangre. El color rosado le desapareció de la frente, de las mejillas, del cuello. Más tarde, el Oscuro Objeto juraría que Maxine la había mirado como haciéndole una especie de llamamiento, que había visto cómo se le iba la luz de los ojos. Según los médicos, sin embargo, eso no podía ser cierto. Envuelta en su túnica oscura, aún en pie, Maxine Grossinger ya estaba muerta. Se desplomó hacia adelante segundos después.

La señora Grossinger subió al escenario gateando. Sin decir nada. Nadie hablaba. En silencio llegó a Maxine y le desgarró la túnica. En silencio, la madre empezó a hacer el boca a boca a su hija. Yo estaba paralizada. Dejé las cortinas abiertas, salí al escenario y miré boquiabierta. De pronto, una mancha blanca cruzó el arco, el Oscuro Objeto huía del escenario. Por un momento se me ocurrió una idea absurda. Pensé que el señor Da Silva nos estaba ocultando algo. Al fin y al cabo, estaba haciendo las cosas al modo tradicional. Porque el Oscuro Objeto llevaba una máscara. La máscara de la tragedia: sus ojos, dos cuchilladas; su boca, un bumerán de aflicción. Con aquella cara espantosa se arrojó en mis brazos.

—¡Ay, Dios mío! —sollozaba—. ¡Ay, Dios mío, Callie!

Temblaba y me necesitaba.

Lo que me lleva a una terrible confesión. Y es la siguiente: Mientras la señora Grossinger intentaba volver a la vida el cuerpo de Maxine, mientras el sol se ponía melodramáticamente sobre una muerte que no estaba en el guión, sentí que me invadía una oleada de absoluta felicidad. Hasta el último nervio, hasta el último corpúsculo de mi ser se iluminó. Tenía al Oscuro Objeto en mis brazos.