ELOGIO DE LA CERA

He vuelto a mis antiguas costumbres. A mis paseos solitarios por Victoria Park. A mis Romeo y Julieta, a mis Davidoff Grand Cru. A las recepciones de la embajada, a los conciertos del Philharmonie, a las visitas nocturnas a la Felsenkeller. Es mi época favorita del año, otoño. Ese aire fresco que acelera la actividad mental, y los recuerdos de infancia, del colegio, tan propios del otoño. En Europa no existen los colores que hay en Nueva Inglaterra. Las hojas son como un perpetuo rescoldo que nunca llega a hacer llama. Aún hace bueno para montar en bicicleta. Anoche fui en bici de Schöneberg a Orianenburgstrasse in Mitte. Había quedado con un amigo para tomar una copa. Al marcharme, pedaleando por la calle, me saludaban busconas intergalácticas. Con sus vestidos de tebeos Manga, sus botas de aprês-ski, me hacían señas con la cabeza, agitando el cardado pelo de muñeca y diciendo: Hallohallo… A lo mejor son lo más conveniente para mí. Se les paga para que toleren casi cualquier cosa. No se escandalizan por nada. Y sin embargo, mientras pasaba con la bici por delante de la fila que formaban, de su Strich, mis sentimientos hacia ellas no eran masculinos. Sentí el reproche y el desdén de la chica de buena familia, además de una empatía perceptible, física. Mientras ondulaban las caderas, echándome el anzuelo con sus ojos pintados de oscuro, mi mente no se llenó de imágenes de lo que podría hacer con ellas, sino de lo que para ellas sería, noche tras noche, hora tras hora, tener que hacerlo, Y no era a mí a quienes veían las Hüren. Veían mi pañuelo de seda, mis elegantes pantalones, mis zapatos relucientes. Veían el dinero que llevaba en la cartera. Hallo, me llamaban. Hallo. Hallo.

Entonces era otoño, también; el otoño de 1973. Sólo me quedaban unos meses para cumplir catorce años. Y un domingo, al salir de la iglesia, Sophie Sassoon me musitó al oído:

—Te está saliendo una especie de bigotito, cariño. Dile a tu madre que te traiga a la peluquería. Yo me encargaré de ello.

¿Bigote? ¿Sería verdad? ¿Como la señorita Drexel? Corrí al baño para comprobarlo. La señora Tsilouras se estaba pintando los labios, pero en cuanto se marchó puse la cara frente al espejo. No un bigote entero y verdadero: sólo unos pelillos oscuros sobre el labio superior. No era tan de extrañar como podía suponerse. En realidad, me lo estaba esperando.

Igual que hay una Región del Sol y una Región Puritana, en esta variopinta tierra nuestra existe una Región del Vello. Empieza en el sur de España, conforme a la influencia árabe. Se extiende por el país de ojos oscuros de Italia, por casi toda Grecia y por toda Turquía. Baja hacia el sur para incluir a Marruecos, Túnez, Argelia y Egipto. Siguiendo su camino (que se oscurece como hacen todos los mapas para indicar la profundidad oceánica), cubre Siria, Irán y Afganistán antes de llegar a la India, donde se va aclarando poco a poco. A partir de ahí, salvo por un solo punto que representa el ainu en Japón, se acaba la Región del Vello.

¡Háblame, Musa, de las griegas que lucharon contra el vello antiestético! ¡Háblame de las pinzas de las cejas y las cremas depilatorias! ¡Del agua oxigenada y la cera de abeja! ¡Háblame de cómo la antiestética pelusilla negra, igual que las legiones persas de Darío, se extiende sobre el territorio aqueo de muchachas apenas adolescentes! No, Calíope no se sorprendió ante la aparición de una sombra por encima del labio superior. Mi tía Zo, mi madre, Surmelina e incluso mi prima Cleo padecían la afección de tener pelos donde no querían. Cuando cierro los ojos y evoco los queridos olores de la infancia, ¿huelo a galletas en el horno o al aroma de pino del árbol de Navidad? No especialmente, el olor que llena, por decirlo así, el órgano olfativo de mi memoria, es la fetidez del Neir, un disolvente sulfuroso.

Veo a mi madre, con los pies metidos en la bañera, esperando que haga efecto la urticante y jabonosa espuma. Veo a Surmelina calentando una lata de cera en la cocina. ¡Las molestias que se toman para tener la piel lisa! ¡El sarpullido que deja la crema! ¡La inutilidad de todo eso! El enemigo, el vello, era imparable. Como la vida misma.

Dije a mi madre que me concertara una cita en el salón de belleza que Sophie Sassoon tenía en el centro comercial Eastland.

Comprimido entre un cine y un bar de bocadillos, El Vellocino de Oro hacía lo que podía para distanciarse socialmente de sus vecinos. Sobre la puerta colgaba un elegante toldo con la silueta de una grande dame parisina. Al pasar, se veían flores en el mostrador. Tan primorosa como las flores estaba la propia Sophie Sassoon. Con un vestido suelto, de tela estampada y color púrpura, llena de pulseras y alhajas, pasaba grácilmente de un sillón a otro.

—¿Cómo vamos por aquí? Pero qué bien le queda. Ese color le quita diez años. —Y a la siguiente clienta—: No se preocupe. Créame. Ahora se lleva así. Díselo, Reinaldo.

Y Reinaldo, con pantalones de tiro corto:

—Como Mia Farrow en La semilla del diablo. Una peli morbosa, pero ella estaba genial.

Sophie, para entonces, ya estaba con otra persona.

—Deja que te dé un consejo, cariño. No te seques el pelo con secador. Déjalo que se seque al aire. Además, te voy a dar un suavizante increíble. Soy distribuidora autorizada.

Las mujeres iban allí por las atenciones de Sophie Sassoon, por la sensación de seguridad que les daba el salón de belleza, la garantía de que allí podían exponer sus defectos sin reparo alguno y de que Sophie se ocuparía personalmente de ellas. De otro modo, las clientas se habrían percatado de que Sophie Sassoon también necesitaba consejos de belleza. Habrían visto que tenía las cejas como perfiladas con rotulador y que su cara, debido al maquillaje Princesa Borghese que vendía a comisión, era de color ladrillo. Pero ¿fue aquel día cuando me di cuenta de eso o en las semanas siguientes? Como a todas las demás, antes que el resultado final, lo que me impresionaba era la complejidad del maquillaje de Sophie Sassoon. Yo sabía, igual que mi madre y las demás señoras, que para «ponerse esa cara» todas las mañanas, Sophie Sassoon no tardaba menos de una hora y cuarenta y cinco minutos. Tenía que ponerse crema de contorno de ojos. Además debía aplicarse varias capas, como si barnizara un Stradivarius. Debajo de la última capa de color ladrillo, había otras: toques de verde para corregir las rojeces, de rosa para el colorete, de azul para sombrear los párpados. Utilizaba lápiz de ojos seco, delineador líquido, barra y perfilador de labios, sombra clara de ojos y reductor de poros. La cara de Sophie Sassoon: creada con el rigor de una pintura de arena hecha grano a grano por monjes tibetanos. Sólo duraba un día y luego desaparecía.

Esa cara nos decía ahora a nosotras:

—Pasen por aquí, señoras.

Sophie estaba cariñosa, como siempre; encantadora, como de costumbre. Sus manos, tratadas todas las noches con crema evanescente, revoloteaban a nuestro alrededor, tocando, acariciando. Daba la impresión de que sus pendientes formaban parte de lo que Schliemann desenterró en Troya. Nos condujo frente a una hilera de mujeres a quienes estaban peinando y entre un asfixiante gueto de secadores hasta hacernos pasar al otro lado de unas cortinas azules. En la parte delantera de El Vellocino de Oro, Sophie arreglaba el pelo; en la de atrás, lo quitaba. Había una mujer corpulenta tumbada de espaldas, con la blusa levantada y el ombligo al aire. Otra, echada boca abajo, leía una revista mientras se le secaba la cera de los muslos. Sentada en una silla había otra con las patillas y el mentón, untados de cera de color castaño claro, y dos jóvenes que estaban desnudas de cintura para abajo para que les marcaran la línea del biquini. El olor a cera era fuerte y agradable. Había un ambiente parecido al de un baño turco, pero sin tanto calor: todo daba una sensación acolchada, de pereza, con volutas de humo ascendiendo de los recipientes de la cera.

—Sólo voy a hacerme la cara —dije a Sophie.

—Habla como si fuera ella la que paga —bromeó Sophie, dirigiéndose a mi madre.

Mi madre se echó a reír, y las demás mujeres siguieron su ejemplo. Todas nos miraban, sonrientes. Yo acababa de salir del colegio, aún llevaba el uniforme.

—Alégrate de que sólo sea la cara —dijo una de las del biquini.

—Dentro de unos años —terció la otra— a lo mejor se te ocurre ir al sur.

Risas. Guiños. E incluso, para mi asombro, una picara sonrisa en los labios de mi madre. Como si detrás de la cortina Tessie fuera otra persona. Como si, ahora que nos íbamos a dar la cera juntas, pudiera tratarme como a una adulta.

—Sophie, a lo mejor convences a Callie para que se corte el pelo —sugirió Tessie.

—Lo tienes demasiado espeso, cariño —observó Sophie, sincerándose conmigo—. Para la forma de la cara.

—Sólo la cera, por favor.

—No escucha —dijo Tessie.

Una húngara (de los alrededores de la Región del Vello) hizo los honores. Con la diligencia de Jimmy Papanikolas preparando platos combinados, nos fue colocando por la habitación como viandas en la plancha: en un rincón, la mujer corpulenta de piel tan rosácea como panceta canadiense; al fondo, Tessie y yo, apretujadas como patatas fritas; a la izquierda, las de la marca del biquini, como huevos fritos con la yema para arriba. Helga nos tenía chisporroteando a todas. Con la bandeja de aluminio en la mano, iba de un cuerpo a otro, extendiendo sobre los sitios precisos, cera del color de sirope de arce con una espátula de madera, y poniendo encima una gasa bien apretada, antes de que la sustancia se endureciera. Cuando la mujer corpulenta estuvo hecha de un lado, Helga le dio la vuelta. Tessie y yo nos quedamos en la silla, oyendo cómo arrancaban la cera a tirones.

—¡Ay, Dios! —exclamó la señora corpulenta.

—No es nada —repuso Helga, quitando importancia al asunto—. Lo hago con cuidado.

—¡Auyyy! —chilló una de las chicas del biquini.

Y Helga, adoptando una posición extrañamente feminista:

—¿Ves lo que hacéis por los hombres? Sufrir. No vale la pena.

Ahora Helga vino hacia mí. Me cogió de la barbilla y me movió la cabeza de un lado para otro, examinándome. Me extendió cera por encima del labio superior. Se acercó a mi madre e hizo lo mismo. Treinta segundos después se había endurecido la cera.

—Tengo una sorpresa para ti —anunció Tessie.

—Qué —pregunté, mientras Helga daba el tirón. Estaba segura de que mi aprendiz de bigote había desaparecido. Junto a mi labio superior.

—Tu hermano viene a casa por Navidad.

Tenía los ojos llenos de lágrimas. Pestañeé y no dije nada, momentáneamente sin habla. Helga se volvió hacia mi madre.

—Vaya sorpresa —comenté.

—Viene con su novia.

—¿Tiene novia? Pero ¿quién querría salir con él?

—Se llama… —Helga dio el tirón. Al cabo de un momento, mi madre prosiguió—: Meg.

A partir de entonces, Sophie Sassoon me arregló el vello facial. Iba dos veces al mes, añadiendo la depilación a una lista de cuidados en continuo aumento. Empecé afeitándome las piernas y las axilas. Me depilaba las cejas. Las normas vestimentarias del colegio prohibían el maquillaje. Pero experimentaba los fines de semana, dentro de ciertos límites. Reetika y yo nos pintábamos la cara en su habitación, mirándonos en un espejo de mano que nos íbamos pasando continuamente. Yo tenía una marcada inclinación por el lápiz de ojos. En eso, mi modelo era Maria Callas, o quizá Barbra Streisand en Funny Girl. Las divas triunfadoras, de alargada nariz. En casa fisgoneaba en el baño de Tessie. Me encantaban los frasquitos en forma de amuletos, las cremas, de olor tan dulce que parecían comestibles. También probé su vaporera facial. Al poner la cara en el cono de plástico, el calor era como un bofetón. No toqué las cremas hidratantes con grasa por miedo a que me saliera un sarpullido.

Con Capítulo Once en la universidad —ya estaba en segundo de carrera—, tenía el baño para mí sola. Lo que resultaba evidente en cuanto se abría el armarito de las medicinas. Dos maquinillas de afeitar de color rosa, metidas cabeza arriba en un vaso pequeño, junto a un aerosol de champú en seco. Una barra de crema hidratante para labios, que sabía como un refresco, junto a un frasco de colonia para el pelo. Mi crema para darme claridad y volumen en el pelo prometía convertirme en «la chica de la melena» (pero ¿acaso no lo era ya?). Pasaremos de ahí a los productos para la cara: el complejo para combatir el acné, los rulos para el pelo, un frasco de pastillas para alisar el pelo femenino que esperaba utilizar algún día y un bote de polvos de talco. Luego estaba el desodorante en aerosol y mis dos frascos de perfume: Woodhue, un regalo de Navidad un tanto inquietante de mi hermano, que en consecuencia nunca me ponía, y L’Air du Temps de Nina Ricci («Sólo para mujeres románticas»). También tenía un tubo de crema decolorante Jolén, que me aplicaba cuando no iba a El Vellocino de Oro. Intercalados entre esos artículos totémicos había bastoncillos y bolas de algodón, lápiz de labios, sombra de ojos Max Factor, rímel, colorete y todo lo que utilizaba en la batalla perdida por ponerme guapa. Por último, oculta en el fondo del armarito, estaba la caja de compresas Kotex que mi madre me había dado un día.

—Será mejor que las tengamos a mano —afirmó, dejándome absolutamente pasmada.

No me dio más explicaciones.

El abrazo que di a Capítulo Once en el verano de 1972 resultó ser una especie de despedida, porque cuando volvió a casa después de su primer año de carrera mi hermano se había convertido en otra persona. Se había dejado crecer el pelo (no tanto como yo, pero casi). Estaba aprendiendo a tocar la guitarra. De la nariz le sobresalían unas gafas de montura antigua, y en vez de pantalones normales llevaba unos vaqueros desteñidos y acampanados. Los miembros de mi familia siempre han tenido un don para el transformismo. Mientras yo terminaba mi primer año en Baker e Inglis y empezaba el segundo, mientras pasaba de ser una colegiala bajita de séptimo a una alumna de octavo, alarmantemente alta, Capítulo Once, en la universidad, pasaba de ser un imbécil con aire de científico a imitador de John Lennon.

Se compró una moto. Empezó con la meditación. Afirmaba entender 2001: una Odisea del espacio, incluso el final. Pero hasta que Capítulo Once no bajó al sótano a jugar al ping-pong con Milton, no comprendí lo que había detrás de todo eso. Hacía años que teníamos una mesa de ping-pong, pero hasta el momento, por mucho que practicáramos, mi hermano y yo jamás habíamos estado cerca de ganar a Milton. Ni mi nuevo pase largo ni el poblado entrecejo de mi hermano, fruncido por la concentración, lograban contrarrestar el perverso efecto de su «mortal cañonazo», que nos dejaba marcas en el pecho a través de la ropa. Pero aquel verano, algo había cambiado. Cuando Milton empleaba su servicio ultrarrápido, Capítulo Once se lo devolvía con el mínimo esfuerzo. Cuando Milton ponía en práctica el efecto «inglés» que había aprendido en la Marina, Capítulo Once le contestaba igualmente. Incluso cuando Milton remataba con lo que pretendía ser una bola decisiva, Capítulo Once, con tremendos reflejos, se la devolvía. Milton empezó a sudar. La cara se le puso roja. Capítulo Once no perdió la calma. Había en sus rasgos una expresión extraña, distraída. Tenía las pupilas dilatadas.

—¡Venga! —le animaba yo—. ¡Que ganas a papá!

Empate a doce. Catorce a doce. Quince a catorce. Dieciocho a diecisiete. ¡Veintiuno a dieciocho! ¡Capítulo Once lo había conseguido! ¡Había ganado a Milton!

—Voy de ácido —me explicó luego.

—¡Qué!

—Cristal. Tres tripis.

Con la droga le había parecido que todo pasaba a cámara lenta. Era como si los servicios más rápidos de Milton, sus más arqueados tiros con efecto y sus mortíferos remates se quedaran flotando un momento en el aire.

¿LSD? ¿Tres tripis? ¡Capítulo Once había estado tripeando todo el tiempo! ¡Estaba drogado durante la cena!

—Eso fue lo peor —me confesó—. Estaba viendo cómo trinchaba papá el pollo cuando, de pronto, ¡el animal empezó a batir las alas y salió volando!

—Pero ¿qué le pasa a este chico? —oí que mi padre decía a mi madre a través de la pared que separaba nuestras habitaciones—. Ahora dice que va a dejar ingeniería. Dice que es muy aburrida.

—Es una fase. Ya se le pasará.

—Más vale.

Poco después, Capítulo Once volvió a la universidad. No vino a casa para Acción de Gracias. De manera que, a medida que se aproximaban las navidades de 1973, todos nos preguntábamos qué aspecto tendría cuando lo viéramos otra vez.

Enseguida lo averiguamos. Tal como temía mi padre, Capítulo Once había abandonado sus planes de hacerse ingeniero. Ahora, según nos informó, iba a licenciarse en antropología.

Como parte de los trabajos de una de sus asignaturas, durante aquellas vacaciones Capítulo Once llevó a cabo lo que él denominaba «trabajo de campo». Iba a todas partes con un magnetófono, grabando todo lo que decíamos. Tomaba notas sobre nuestros «sistemas de ideación» y los «rituales de los vínculos de parentesco». Él apenas decía nada, alegando que no quería influir en las conclusiones. De cuando en cuando, sin embargo, mientras observaba cómo el clan familiar comía, bromeaba y discutía, Capítulo Once soltaba una carcajada, un particular Eureka que le hacía echarse para atrás en la silla y levantar del suelo las zapatillas de deporte. Luego se inclinaba hacia delante y se ponía a escribir como un loco en su cuaderno.

Como ya he dicho, mi hermano no me prestó mucha atención mientras crecíamos. Aquel fin de semana, sin embargo, espoleado por la manía de la observación, Capítulo Once manifestó un nuevo interés hacia mí. El viernes por la tarde, me encontraba haciendo diligentemente los deberes en la mesa de la cocina cuando se acercó y se sentó frente a mí. Me miró fijamente durante un rato sin decir nada.

—Latín, ¿eh? ¿Eso es lo que te enseñan en ese colegio?

—Me gusta.

—¿Eres necrófila?

—¿Si soy qué?

—Necrófila, alguien a quien le gustan los muertos. El latín es una lengua muerta, ¿no?

—No sé.

—Yo sé algo de latín.

—¿Ah, sí?

—Cunnilingus.

—No seas ordinario.

—Fellatio.

—Ja, ja.

—Mons Veneris.

—Me muero de risa. Me estás matando. Mira, ya me he muerto.

Capítulo Once se quedó callado durante un rato. Traté de seguir estudiando, pero noté que me miraba. Acabó sacándome de quicio. Cerré el libro.

—¿Qué estás mirando? —le espeté.

Hubo una pausa, típica de mi hermano. Tras las gafas de montura anticuada, su mirada parecía anodina, pero su cerebro estaba sopesando las cosas.

—Estoy mirando a mi hermanita —contestó.

—Vale. Ya las has visto. Ahora, vete.

—Estoy mirando a mi hermanita y pensando que ya no es mi hermanita.

—¿Y eso qué quiere decir?

De nuevo la pausa.

—No sé —contestó mi hermano—. Estoy tratando de averiguarlo.

—Pues cuando lo averigües, dímelo. Ahora tengo cosas que hacer.

El sábado por la mañana llegó la novia de Capítulo Once. Meg Zemka era tan bajita como mi madre y tan plana como yo. Tenía el pelo de un castaño desvaído, y los dientes, debido a una infancia de privaciones, no muy bien cuidados. Era una niña abandonada, una huérfana, un alfeñique, pero tenía seis veces más fuerza que mi hermano.

—¿Qué estudias en la universidad, Meg? —le preguntó mi padre durante la cena.

—Ciencias políticas.

—Qué interesante, ¿no?

—Me parece que no le gustaría mi punto de vista. Soy marxista.

—¿Ah, sí? No me digas.

—Usted dirige una cadena de puestos de comida, ¿no?

—Así es. Hércules Hot Dogs. ¿No los has probado nunca? Tenemos que llevarte a uno de nuestros puestos.

—Meg no come carne —le recordó mi madre.

—Ah, sí, lo olvidé —repuso Milton—. Bueno, siempre podrás comer patatas fritas. Tenemos patatas fritas.

—¿Cuánto paga a sus empleados? —preguntó Meg.

—¿A los que están detrás del mostrador? El salario mínimo.

—Mientras usted se da la gran vida en esta mansión de Grosse Pointe.

—Porque me encargo de todo lo relacionado con el negocio y asumo los riesgos.

—A mí eso me suena a explotación.

—Sí que lo parece, sí —repuso Milton, sonriendo—. Bueno, pues si dar trabajo a alguien es explotarle, entonces supongo que soy un explotador. Esos empleos no existían antes de que yo pusiera en marcha el negocio.

—Eso es como decir que los esclavos no tenían trabajo antes de que se montaran las plantaciones.

—Es una soflama viviente —dijo Milton, volviéndose hacia mi hermano—. ¿De dónde la has sacado?

—Fui yo quien lo saqué a él —repuso Meg—. De la parte de arriba de un ascensor.

Así fue como nos enteramos de cómo empleaba el tiempo Capítulo Once en la universidad. Su entretenimiento favorito consistía en desatornillar el panel del techo del ascensor de la residencia de estudiantes y subirse arriba. Allí se quedaba horas sentado, subiendo y bajando en la oscuridad.

—La primera vez que lo hice —confesó ahora Capítulo Once—, el ascensor empezó subiendo hasta el último piso. Creí que me iba a aplastar. Pero siempre hay un poco de espacio libre.

—¿Para eso te estamos pagando los estudios? —inquirió Milton.

—¿Para eso explota usted a sus empleados? —terció Meg.

Tessie hizo que Meg y Capítulo Once durmieran cada uno en una habitación, pero en plena noche hubo un montón de risitas y carreras de puntillas en la oscuridad. Tratando de convertirse en la hermana mayor que nunca tuve, Meg me dio un ejemplar de Nosotras, nuestros cuerpos.

Capítulo Once, arrastrado por la vorágine de la revolución sexual, también trató de ilustrarme.

—¿Te has masturbado alguna vez, Cal?

—¡Qué!

—No tienes que avergonzarte. Es algo natural. Un amigo mío me dijo que se podía hacer con la mano. Así que me metí en el baño…

—No quiero oír hablar de eso…

—… y lo probé. De pronto se me empezaron a contraer todos los músculos del pene…

—¿En nuestro baño?

—… y entonces eyaculé. Fue una sensación alucinante. Tienes que probarlo, Cal, si no lo has hecho todavía. Con las chicas es un poco diferente, pero fisiológicamente es muy parecido. El pene y el clítoris tienen estructuras análogas, quiero decir. Tienes que experimentar, a ver qué pasa.

Me tapé los oídos con los dedos y me puse a tararear una canción.

—No tienes que tener tantos complejos conmigo —dijo Capítulo Once alzando la voz—. Soy tu hermano.

La música rock, la veneración por el Maharishi Mahesh Yogui, las semillas brotando en la repisa de la ventana, el papel de fumar con los colores del arco iris. ¿Qué más? Ah, sí: mi hermano había dejado de ponerse desodorante.

—¡Apestas! —objeté un día, sentada a su lado en la sala de la tele.

Capítulo Once se encogió ligerísimamente de hombros.

—Soy humano —afirmó—. Así es como olemos los seres humanos.

—Entonces, los humanos huelen mal.

—¿Crees que huelo mal, Meg?

—Nada de eso —dijo ella, hociqueándole el sobaco—. A mí me excita.

—¡Queréis largaros de aquí! Estoy intentando ver el programa.

—Oye, cariño, mi hermanita quiere que nos abramos. ¿Qué me dices de un caliqueño?

—Guay.

—Hasta luego, hermanita. Estaremos arriba, in flagrante delicto.

¿Adónde podía conducir todo aquello? Únicamente a disensiones familiares, peleas, gritos y pesadumbre. El 31 de diciembre, mientras Milton y Tessie brindaban por el año nuevo con vasos de Cold Duck, Capítulo Once y Meg bebían Elephant Malt Liquor de la botella, y de cuando en cuando, salían al jardín a fumarse un porro a escondidas.

—¿Sabéis una cosa? Estoy pensando en hacer por fin el viaje a Grecia. Podríamos ir a ver el pueblo del papú y la yiayiá.

—Y arreglar la iglesia, como prometiste.

—¿Qué te parece? —preguntó Milton a Capítulo Once—. A lo mejor nos vamos toda la familia de vacaciones este verano.

—Yo no —anunció Capítulo Once.

—¿Por qué no?

—El turismo no es más que otra forma de colonialismo.

Etcétera, etcétera. Al cabo de poco, Capítulo Once declaró que no compartía los valores de Milton y Tessie. Milton le preguntó qué pasaba con sus valores. Capítulo Once afirmó que él estaba en contra del materialismo.

—A ti lo único que te preocupa es el dinero —dijo a Milton—. Y yo no quiero vivir así.

Abarcó con un gesto la habitación. Capítulo Once estaba en contra de nuestra sala de estar, de todo lo que teníamos, de todo por lo que había trabajado Milton. ¡Estaba en contra de Middlesex! Y luego, los gritos; Capítulo Once mandando a tomar a Milton por allí; y más gritos; y la moto de Capítulo Once arrancando con estrépito y desapareciendo con Meg de paquete.

¿Qué le había pasado a Capítulo Once? ¿Por qué había cambiado tanto? Era el estar fuera de casa, dijo Tessie. Los tiempos que corrían. Todo aquel lío con la guerra. Pero yo tengo una teoría diferente. Sospecho que la transformación de Capítulo Once se debió en no pequeña parte, al día en que, tumbado en la cama, la lotería decidió su vida. ¿Estoy proyectando? ¿Endilgando a mi hermano mis propias obsesiones por el azar y el destino? Tal vez. Pero en el momento en que empezamos a hablar de un viaje —un viaje prometido cuando Milton se salvó de otra guerra—, Capítulo Once, realizando viajes químicos por su cuenta, parecía que intentaba escapar de lo que vagamente había percibido bajo aquella manta de punto: la posibilidad de que la lotería no sólo hubiese decidido su reclutamiento, sino todo lo existente. Capítulo Once se escondía de ese descubrimiento, se ocultaba detrás de los cristales, en lo alto de los ascensores, en la cama de Meg Zemka, que mientras hacían el amor le murmuraba al oído: ¡Olvídate de la familia, hombre! ¡Son unos cerdos burgueses! ¡Tu padre es un explotador, tío! Olvídalos. Están muertos, tronco. Tiesos. La realidad es esto. Aquí mismo la tienes. ¡Ven por ella, cariño!