LA LOBEZNA

Por si acaban de sintonizar con nosotros, ¡estamos presenciando un maravilloso partido de hockey sobre hierba! Los minutos finales del último partido de la temporada entre dos archirivales, las Avispas del BCDS y las Lobeznas del BI. El marcador está cuatro a cuatro. Chamberlain pasa la bola a O’Rourke, en el extremo. O’Rourke amaga a la izquierda pero se va a la derecha… Adelanta a una Lobezna, a otra… ¡Y ahora se la pasa a Amigliato, al otro extremo del campo! ¡Ahí va Becky Amigliato, avanzando por la línea de banda! ¡Quedan diez segundos, nueve segundos! En la portería de las Lobeznas está Stephanides y…, pero bueno, ¿es que no ve venir a Amigliato? ¡Qué demonios…! ¡Está contemplando una hoja, amigos! ¡Callie Stephanides está admirando una magnífica hoja de otoño, de color rojo encendido, pero menudo momento ha elegido! Ahí llega Amigliato. ¡Cinco segundos! ¡Cuatro segundos! Ya está, amigos, el campeonato de colegios de enseñanza media está a punto de decidirse…, pero un momento…, Stephanides oye pasos. ¡Alza la cabeza… y Amigliato tira a gol! ¡Uaauu, qué cañonazo! Hasta aquí mismo, en la cabina, se sienten sus vibraciones. ¡La bola va derecha a la cabeza de Stephanides! ¡Suelta la hoja! La está viendo…, la ve… Por Dios, amigos, esto no es muy agradable de ver…

¿Es cierto que unos momentos antes de que sobrevenga la muerte (de un pelotazo en un partido de hockey o de cualquier otra manera) discurre toda la vida delante de los ojos de uno? A lo mejor no es la vida entera, sino sólo una parte determinada. Cuando Becky Amigliato me lanzó el tiro a la cara aquel día de otoño, los acontecimientos del último semestre destellaron en mi conciencia, que posiblemente pronto dejaría de existir.

Lo primero, el Cadillac —entonces era el Fleetwood dorado—, avanzando majestuosamente por la larga entrada de coches del Colegio Femenino Baker e Inglis. En el asiento trasero, una doceañera muy desgraciada, yo misma, a quien llevan a la fuerza para una entrevista.

—No quiero ir a un colegio de chicas —me quejo—. Prefiero que me lleven en autobús a uno de negros.

Y luego otro coche recogiéndome, el septiembre siguiente, en el primer día de séptimo. Antes siempre había ido a pie al colegio Trombley, de enseñanza primaria; pero la enseñanza media lleva aparejado un montón de cambios: el nuevo uniforme, por ejemplo, de cuadros escoceses y con escudo. También el coche donde nos llevan a varias colegialas, una ranchera verde conducida por una tal señora Drexel. Tiene el pelo grasiento y escaso. Sobre el labio superior, como indicio de lo que en la clase de inglés del siguiente año empezaría a comprobar, le crece bigote.

Y ahora voy en la ranchera unas semanas después. Miro por la ventanilla mientras el cigarrillo de la señora Drexel desprende un filamento de humo. Entramos en el centro de Grosse Pointe. Pasamos frente a verjas tras las cuales hay largos caminos de entrada, mansiones que siempre han maravillado y sobrecogido a mi familia. Pero ahora la señora Drexel cruza algunas de ellas. (Son mis nuevas compañeras de clase las que viven al final de esos caminos). Con gran estruendo, pasamos frente a setos y bajo arcos de ligustros hasta llegar a solitarias mansiones a la orilla del lago donde unas chicas, cartera en mano, nos esperan muy erguidas. Todas llevan el mismo uniforme que yo, pero el suyo parece distinto en cierto modo: mejor hecho, más elegante. De cuando en cuando, en la imagen también aparece alguna madre recién salida de la peluquería, cortando una rosa en el jardín.

Y ahora han pasado dos meses, casi estamos al final del trimestre de otoño, y la ranchera sube la cuesta hacia el colegio, que ya no es tan nuevo. El coche va lleno de chicas. La señora Drexel enciende otro cigarrillo. Está parando junto a la acera y disponiéndose a lanzarnos alguna maldición. Sacudiendo la cabeza ante lo que se ofrece a su vista —los verdes jardines de terreno accidentado, el lago a lo lejos—, dice: «Será mejor que os divirtáis ahora, chicas. La juventud es lo mejor de la vida». (A los doce años, la odié por decir eso. No podía imaginarme peor cosa que decir a una niña de esa edad. Pero quizá, debido a otros cambios que se iniciaron aquel año, también sospechaba que la etapa feliz de mi infancia estaba tocando a su fin).

¿Qué más rememoré cuando la pelota de hockey venía como una bala hacia mí? Pues más o menos todo lo que puede simbolizar una pelota de hockey. El hockey sobre hierba, ese juego de Nueva Inglaterra heredado de la vieja Inglaterra, como todo lo demás de nuestro colegio. El edificio con sus largos y resonantes corredores, su olor a iglesia, sus ventanas emplomadas, su melancolía gótica. Los manuales de latín, del color de las gachas. Los tés por la tarde. La versallesca actitud de nuestro equipo de tenis. El aspecto de aristocracia rural del profesorado, y el propio programa de estudios, que empezaba, helénica y byronianamente, con Homero para luego saltar directamente a Chaucer y pasar a Shakespeare, Donne, Swift, Wordsworth, Dickens, Tennyson y E. M. Forster. Sólo que ¿cómo relacionar todo eso?

La señorita Baker y la señorita Inglis habían fundado el colegio en 1911, según palabras textuales de los estatutos, «para formar a las niñas en ciencias y humanidades, para cultivar en ellas el amor al conocimiento, la modestia de costumbres, la elegancia de modales y, por encima de todo, el interés por los deberes cívicos». Las dos mujeres habían vivido juntas al otro extremo del campus, en La Casita, una especie de refugio campestre con tejas de madera que en la mitología del colegio ocupaba un lugar semejante a la cabaña de troncos de Lincoln en la leyenda nacional. En la primavera llevaban de visita a las de quinto curso. Las hacían pasar en fila por las dos habitaciones individuales (lo que tal vez conseguía engañarlas), con los pupitres de las fundadoras exhibiendo aún plumas estilográficas y pastillas de regaliz, y el gramófono en el que ambas escuchaban marchas de Sousa. Los fantasmas de la señorita Baker y la señorita Inglis, junto a sus retratos y bustos, seguían rondando el colegio. En el patio, una estatua mostraba a las educadoras, con gafas, haciendo gala de un espíritu primaveral y caprichoso, la señorita Baker alzando la mano al estilo papal, como bendiciendo el aire, mientras la señorita Inglis (siempre detrás) se volvía a ver lo que su colega le estaba indicando. El sombrero flexible sombreaba los poco agraciados rasgos. En el único toque vanguardista de la obra, un grueso cable sobresalía de la cabeza de la señorita Baker, y encaramado en él se mantenía inmóvil el objeto del asombro: un colibrí.

… Todo esto sugerido por la pelota de hockey, que se acercaba girando vertiginosamente. Pero había otra cosa, algo más personal, que explicaba por qué yo era la diana. ¿Qué hacía Calíope jugando de portera? ¿Por qué se había impuesto el agobio de llevar careta y espinilleras? ¿Por qué le gritaba Stork, la entrenadora, para que despejara la pelota?

Para responder de forma clara y sencilla: el deporte no se me daba bien. Béisbol de pelota blanda, baloncesto, tenis: era una inútil en todo. El hockey sobre hierba era aún peor. No me acostumbraba a aquellos curiosos palos ni a las nebulosas estrategias europeas. Ante la escasez de jugadoras, la entrenadora me puso en la portería y confió en la suerte, que rara vez tuvimos. Con una falta de espíritu de equipo, algunas Lobeznas afirmaban que yo no poseía sentido alguno de la coordinación. ¿Era una acusación con fundamento? ¿Hay alguna relación entre mi actual trabajo burocrático y cierta falta de prestancia física? No voy a contestar a eso. Pero en mi defensa diré que ninguna de mis más atléticas compañeras de equipo habitó jamás cuerpo tan problemático. No tenían, como yo, dos testículos ocupando ilegalmente los canales inguinales. Desconocidos para mí, aquellos anarquistas se habían instalado en mi abdomen, e incluso estaban conectados al colector. Si cruzaba las piernas de mala manera o me movía demasiado deprisa, un espasmo me recorría la ingle. En el campo de hockey me doblaba muchas veces por la mitad, con los ojos saltándoseme de las órbitas, mientras Stork me daba palmadas en el trasero. «No es más que un calambre, Stephanides. Corriendo se te pasará». (Y ahora, mientras me muevo para parar el pelotazo, me viene de pronto esa punzada. Siento una erupción en las entrañas, un río de lava que me llena de dolor. Me inclino hacia delante, tropezando con el palo con el que debo defender la portería. Y entonces me tambaleo y caigo al suelo…).

Pero aún hay tiempo para indicar otros cuantos cambios físicos. A principios de séptimo me pusieron un aparato en la boca, completo, con unas gomas que me mantenían unidas las quijadas. En la mandíbula parecía tener un muelle, como los muñecos de los ventrílocuos. Todas las noches, antes de irme a dormir, me ajustaba diligentemente mis medievales arneses. Pero en la oscuridad, mientras mis dientes se veían poco a poco forzados a ponerse derechos, el resto de mi cara había empezado a ceder ante una predisposición más fuerte, genética, hacia el torcimiento. Parafraseando a Nietzsche, hay dos tipos de griegos: el apolíneo y el dionisíaco. Yo nací apolínea, una niña de rostro luminoso y enmarcado en bucles. Pero, al aproximarme a los trece años, un elemento dionisíaco empezó a invadir sigilosamente mis rasgos. Mi nariz, delicadamente al principio y luego no tanto, empezó a arquearse. Mis cejas, espesándose más, también se curvaron. Algo siniestro, artero, literalmente «satírico» se deslizó en mi expresión.

De modo que el último símbolo de la pelota de hockey (más cerca ya, reacia a resistir tan larga mirada), la postrera evocación de la pelota de hockey fue el paso de los años, su irresistible avance, la manera en que estamos encadenados al cuerpo, sometidos al Tiempo.

La pelota de hockey siguió su camino como un cohete. Me dio en un lado de la careta, donde rebotó para colarse justo en medio de la red. Perdimos. Las Avispas lo celebraron.

En desgracia, como de costumbre, volví al vestuario. Con la careta en la mano, subí la cuesta del campo, que tenía forma de cuenco, como un teatro al aire libre. A pequeños pasos, crucé el terreno de grava hasta el colegio. A lo lejos, al pie de la colina y al otro lado de la carretera, se extendía el lago St. Clair, donde Jimmy Zizmo había escenificado su muerte. El lago seguía helándose en invierno, pero ya no lo cruzaban contrabandistas en coche. Había perdido su siniestro encanto y, como todo lo demás, se había aburguesado. Aún había buques de carga surcando el canal de navegación, pero ahora se veían sobre todo embarcaciones de recreo, Chris-Craft, Santana, Flying Dutchmen, 470. En los días de sol, el lago aún conseguía un tono azulado. La mayoría de las veces, sin embargo, parecía puré de guisantes.

Pero yo no iba pensando en nada de eso. Medía los pasos, tratando de ir lo más despacio posible. Observaba la puerta de los vestuarios con una expresión de recelo e inquietud.

Pues ahora, cuando se había acabado para todos los demás, el partido empezaba para mí. Mientras mis compañeras de equipo recobraban el aliento, yo me estaba mentalizando. Debía encontrar el momento oportuno, actuar con ritmo y atlética armonía. Tenía que gritar desde la línea de banda de mi ser: «¡La cabeza erguida, Stephanides!». Debía hacer de entrenadora, capitana y animadora, todo a la vez.

Porque a pesar del jolgorio dionisíaco que se desarrollaba en mi organismo (en el punzante dolor de los dientes, en el despreocupado abandono de la nariz), no todo había cambiado en mí. Año y medio después de que Carol Horning llegara al colegio con los pechos recién brotados, yo seguía sin nada. El sujetador que al fin logré sacar a Tessie seguía siendo, como la física superior, de utilización meramente teórica. Nada de pechos. Y de periodo, menos aún. Me había pasado esperando todo el sexto curso más el verano siguiente. Ahora estaba en séptimo y seguía esperando. Había signos prometedores. De cuando en cuando me dolían los pezones. Tocándolos con cautela, notaba como una tierna piedrecita bajo la rosácea carne inflamada. Siempre pensé que eso era el comienzo de algo. Me daba la sensación de estar echando brotes. Pero aquella hinchazón desaparecía una y otra vez, y no pasaba nada.

Por tanto, ir a los vestuarios era de las cosas a las que me resultaba más difícil acostumbrarme. Incluso ahora, que ya había acabado la temporada, la entrenadora estaba junto a la puerta, gritando órdenes.

—¡Muy bien, señoras, pitando a la ducha! ¡Vamos! ¡Más que a paso!

Me vio llegar y logró sonreír.

—Buen trabajo —me dijo, tendiéndome una toalla.

En todas partes existen jerarquías, pero en los vestuarios más que en ningún sitio. La humedad, la desnudez, nos devuelven a nuestro estado natural. Permítaseme elaborar una rápida taxonomía del nuestro. Junto a las duchas estaban las Pulseras de Dijes. Al pasar, eché una mirada por el pasillo lleno de vapor y vi cómo realizaban sus graves gestos de mujer. Una Pulsera, con el torso inclinado, se envolvía el pelo húmedo en una toalla. Se incorporó de pronto, retorciéndola hasta hacerse un turbante. A su lado, otra Pulsera tenía una expresión perdida en los vacíos ojos azules mientras se aplicaba crema hidratante. Otra se llevaba una botella de agua a los labios, descubriendo la alargada columna del cuello. Como no quería mirar, volví la cabeza, pero seguí oyendo el ruido que hacían. Por encima del rumor de las duchas y las pisadas de pies descalzos sobre los baldosines, llegaba a mis oídos un tintineo leve y agudo, como el de entrechocar copas de champán antes de un brindis. ¿Qué era? ¿No lo adivinan? En las finas muñecas de aquellas chicas, repiqueteaban pequeños dijes plateados. Era el roce entre diminutos esquíes y minúsculas raquetas de tenis, entre miniaturas de la Torre Eiffel y bailarinas de ballet. Era el tintineo de ranas y ballenas de cristal iridiscente; de perritos y gatos; de focas con bolas en el hocico chocando con monos que tocaban el acordeón; trozos de queso repicando en caras de payaso; fresas cascabeleando con tinteros; corazones de San Valentín sacudiendo cencerros de vacas suizas. En medio de todo aquel campanilleo, una de las chicas extiende la muñeca ante sus amigas, como una señora recomendando un perfume. Es el último regalo de su padre, que acaba de volver de un viaje de negocios.

Las Pulseras de Dijes: eran las reinas del colegio. Iban a Baker e Inglis desde el jardín de infancia. ¡Incluso desde antes! Vivían cerca del lago y, como todas las de Grosse Pointe, habían crecido creyendo que era el mar, el océano Atlántico. Sí, aquél era el secreto deseo de las Pulseras de Dijes y de sus padres, ser de la Costa Este y no del Medio Oeste, adoptar el atuendo y el cerrado acento de allí, veranear en Martha’s Vineyard, decir «cuando volvamos al Este» en vez de «cuando vayamos al Este», como si sólo estuvieran pasando una temporada en Michigan antes de volver a casa.

¿Qué puedo decir de mis compañeras de clase, tan bien educadas, de nariz tan pequeña, con tanto dinero en fideicomiso? Descendientes de industriales muy trabajadores y ahorrativos (en mi clase había tres chicas que llevaban el apellido de otros tantos fabricantes de coches), ¿mostraban aptitudes para las matemáticas o las ciencias? ¿Eran ingeniosas para resolver cuestiones prácticas? ¿Mantenían algún compromiso con la ética, esa palabra protestante? En una palabra: no. No hay prueba contra el determinismo genético más convincente que los hijos de los ricos. Las Pulseras de Dijes no estudiaban. Jamás alzaban la mano en clase. Se ponían en las últimas filas, desplomándose sobre el pupitre, y todos los días volvían a casa con el cuaderno intacto, como un objeto de utilería. (Aunque puede que las Pulseras de Dijes entendieran más que yo de la vida. Desde temprana edad eran conscientes del escaso valor que el mundo daba a los libros, de manera que no perdían el tiempo con ellos. Mientras que yo, incluso ahora, persisto en creer que esos signos negros trazados en papel blanco son de la mayor importancia, y que si continúo escribiendo lograré atrapar el arco iris de la conciencia y guardarlo en un tarro. El único fideicomiso que poseo es este relato y, a diferencia de la prudente clase privilegiada, estoy echando mano del capital principal, gastándomelo todo…).

En séptimo, cuando pasaba frente a sus taquillas, aún no era muy consciente de todo esto. Lanzo ahora una mirada retrospectiva (tal como me exhortaba el doctor Luce) para saber lo que sentía exactamente Calíope a los doce años al ver cómo se desnudaban las Pulseras de Dijes entre aquella luz vaporosa. ¿Un estremecimiento de excitación? ¿Había alguna reacción de la carne bajo el relleno protector de la guardameta? Intento recordarlo, pero lo que me viene a la memoria es sólo un barullo de emociones: envidia, desde luego, pero también desprecio. Inferioridad y superioridad a la vez. Y por encima de todo, pánico.

Las chicas entraban y salían de la ducha delante de mí. Los destellos de su desnudez eran como súbitos gritos. Apenas un año antes aquellas mismas chicas habían sido figuritas de porcelana que metían cautelosamente la punta del pie en el pediluvio desinfectante de la piscina municipal. Ahora eran criaturas espléndidas. Moviéndome por el húmedo ambiente, tenía la sensación de estar buceando con un tubo. Seguí adelante, con las espinilleras dificultándome la marcha, mirando boquiabierta la fantástica vida sumergida que me rodeaba. Anémonas marinas brotaban entre las piernas de mis compañeras. Eran de todos los colores, negro, castaño, rubio brillante, rojo vivo. Más arriba, sus pechos temblaban como medusas, meciéndose suavemente con sus hirientes puntas rosadas. Todo se agitaba en la corriente, alimentándose de plancton microscópico, creciendo a cada momento. Las chicas, tímidas y regordetas, parecían leones marinos al acecho en las profundidades oceánicas.

La superficie del mar es un espejo que refleja sendas evolutivas opuestas. Arriba, las criaturas del aire; abajo, las del agua. Un solo planeta con dos mundos. Mis compañeras mostraban tanta indiferencia ante sus extravagantes rasgos, como un pez globo hacia sus púas. Parecían de una especie aparte. Era como si poseyeran glándulas olfativas o bolsas marsupiales, adaptaciones para la fecundidad, para procrear en su hábitat natural, lo que no tenía nada que ver con una chica tan flacucha, lampiña y casera como yo. Apreté el paso, desolada, mientras todo el ruido de la estancia me pitaba en los oídos.

Nada más pasar el territorio de las Pulseras de Dijes me encontré en la zona de los Alfileres de Falda Escocesa. Como estirpe más numerosa de los vestuarios, los Alfileres de Falda Escocesa ocupaban tres filas de taquillas. Y allí las tenía, gordas y flacas, pálidas, con pecas, poniéndose torpemente los calcetines o unas bragas poco favorecedoras. ¿Qué puedo decir de aquellas chicas? Eran como utensilios que servían para tener la falda prendida, objetos comunes y corrientes, sosos, pero necesarios a su manera. No me acuerdo de cómo se llamaba ninguna.

Tras rebasar las Pulseras de Dijes y salir de la zona de los Alfileres de Falda Escocesa, Calíope se adentraba cojeando en las profundidades de los vestuarios. Volvía al recinto de los baldosines cuarteados, del enlucido amarillento, bajo las luces parpadeantes, junto a la fuente de agua potable con el prehistórico chicle pegado en el desagüe, regresaba a mi sitio, a mi hueco en el hábitat local.

Aquel año yo no era la única cuyas circunstancias habían cambiado. El fantasma de las leyes de integración racial, con el traslado de colegiales a centros de otras zonas, hacía que los padres matricularan a sus hijos en escuelas privadas. Baker e Inglis, con sus impresionantes instalaciones pero escasas donaciones, no era reacia a incrementar el número de alumnas. Y así, en el otoño de 1972, llegamos nosotras (el vapor se va disipando por aquí, algo lejos de las duchas, y veo claramente a mis antiguas amigas): Reetika Churaswami, con sus enormes ojos amarillentos y su cintura de gorrión; Joanne Maria Barbara Peracchio, con su pie deforme corregido y (debe reconocerse) su adhesión a la derechista John Birch Society; Norma Abdow, cuyo padre había emprendido la haj para no volver más; Tina Kubek, de origen checo, y Linda Ramírez, medio española, medio filipina, que permanecía inmóvil, esperando que se le desempañaran las gafas. Nos llamaban chicas «étnicas», pero ¿quién no lo era, en el fondo? ¿Es que no eran igual de «étnicas» las Pulseras de Dijes? ¿Acaso no les sobraban rituales extraños y comida rara? ¿O lenguaje tribal? Decían «genial» en vez de raro y «detestable» por asqueroso. Comían diminutos emparedados de pan blanco sin corteza, con pepinillos, mayonesa y algo llamado «berros». Hasta que fuimos a Baker e Inglis, mis amigas y yo siempre nos habíamos sentido enteramente norteamericanas. Pero ahora las desdeñosas Pulseras sugerían que existía otro Estados Unidos al cual no se nos permitía la entrada. De pronto, Estados Unidos ya no era la tierra de las hamburguesas y los coches con motor preparado. Era el país del Mayflower y Plymouth Rock. De algo que sucedió por espacio de dos minutos cuatrocientos años atrás, en vez de todo lo que ha venido ocurriendo desde entonces. ¡En lugar de todo lo que estaba sucediendo en aquel mismo momento!

Baste decir que, en séptimo, Calíope se sentía aceptada, protegida, cuidada y querida por sus nuevas compañeras. Al abrir mi taquilla, mis amigas no hicieron comentario alguno sobre mi actuación en la portería. En cambio, Reetika llevó amablemente la conversación hacia un próximo examen de matemáticas. Joanne Maria Peracchio se quitaba despacio la media derecha. La operación para corregirle el pie le había dejado el tobillo tan delgado como un palo de escoba. Al verlo, yo siempre sentía alivio sobre mi situación. Norma Abdow abrió su taquilla, miró dentro y gritó:

—¡Seré tonta!

Me entretuve para ganar tiempo. A uno y otro lado, mis amigas, con rápidos y estremecidos movimientos, empezaron a desnudarse. Se envolvieron en toallas.

—Eh, tías. ¿Me prestáis el champú? —pidió Linda Ramírez.

—A condición de que mañana seas mi sierva en el almuerzo.

—¡Ni hablar!

—Entonces, no hay champú.

—Vale, vale.

—Vale, ¿qué?

—Vale, Su Alteza Real.

Esperé a que se marcharan antes de desnudarme. Primero me quité las medias reglamentarias. Me levanté la camiseta y me bajé los calzones. Tras atarme una toalla de baño a la cintura, desabotoné los tirantes de la camiseta del equipo y me la saqué por la cabeza. Con eso me quedé con la toalla y la camiseta de abajo. Ahora venía lo difícil. Mi sujetador era de la talla 30 AA. Tenía un pequeño encaje entre las copas y una etiqueta que decía: «Jovencita, de Olga». (Tessie me había instado a comprarme un anticuado sostén de gimnasia, del que sólo quedaban algunos ejemplares huérfanos. Pero yo quería uno parecido a los que llevaban mis amigas, y preferiblemente con relleno). Me puse ahora esa prenda en torno a la cintura, abrochándola por delante, y luego le di la vuelta. Entonces, sacando primero una manga y luego la otra, me puse la camiseta de abajo sobre los hombros, como una capa. Moviendo los brazos por debajo de la camiseta, me subí el sujetador por el torso hasta que pude meter los brazos por las sisas. Una vez hecho todo eso, me puse la falda escocesa por debajo de la toalla, luego la blusa y tiré la toalla al suelo. No me había quedado desnuda ni un solo momento.

La única testigo de mi astucia era la mascota del colegio. A mi espalda, un desteñido banderín de fieltro colgado en la pared proclamaba: «Campeonas de hockey sobre hierba de 1955». Debajo, en su atractiva postura y habitual indiferencia, estaba la Lobezna de BI. Con sus ojos redondos y brillantes, dientes afilados y estrecho hocico, se apoyaba en el palo de hockey, el pie derecho cruzado sobre el tobillo izquierdo. Llevaba una camiseta azul con una banda roja. Entre las peludas orejas le habían puesto una cinta encarnada. Era difícil decir si sonreía o gruñía. Nuestra Lobezna tenía algo de la tenacidad del bulldog de Yale, pero no le faltaba elegancia. La Lobezna no jugaba simplemente para ganar. Jugaba para mantener el tipo.

En la fuente de agua potable, metí un dedo en el agujero, haciendo que un chorro de agua se elevara en el aire. Puse la cabeza debajo. Stork, la entrenadora, siempre nos tocaba la cabeza antes de salir, asegurándose de que teníamos el pelo mojado.

El día que me mandaron al colegio privado, Capítulo Once se fue a la universidad. Aunque se encontraba a salvo del largo brazo del juez Roth, otros brazos habían intentado atraparlo. Un caluroso día del pasado mes de julio, yendo por el pasillo del piso de arriba, oí una extraña voz que salía de la habitación de Capítulo Once. Era de hombre, y recitaba una serie de números y fechas.

—Cuatro de febrero —decía la voz—, treinta y dos. Cinco de febrero, trescientos veintiuno. Seis de febrero…

La puerta plegable no estaba cerrada del todo, de manera que eché un vistazo.

Mi hermano estaba tumbado en la cama, arropado con una manta de lana que Tessie le había tejido tiempo atrás. La cabeza le colgaba de un lado y las blancas piernas del otro. Al fondo de la habitación, el estéreo estaba puesto en el dial de la radio.

Aquella primavera, Capítulo Once había recibido dos cartas, una de la Universidad de Michigan, para informarle de que lo habían admitido, y otra del gobierno de Estados Unidos, para comunicarle que cumplía las condiciones para ser llamado a filas. Desde entonces, mi apolítico hermano había adquirido un insólito interés por la actualidad diaria. Todas las noches veía el telediario con Milton, siguiendo los asuntos militares y prestando mucha atención a las cautelosas declaraciones de Henry Kissinger en las negociaciones de paz de París. «El poder es el mayor afrodisiaco», según las famosas palabras de Kissinger, y debía de ser cierto: porque Capítulo Once se quedaba noche tras noche pegado al televisor, siguiendo las maquinaciones de la diplomacia. Al mismo tiempo, a Milton le acuciaba el extraño deseo de los padres de que sus hijos pasaran por los mismos sufrimientos que ellos.

—Te vendría bien hacer el servicio militar —sentenció.

—Me voy a Canadá —replicó inmediatamente Capítulo Once.

—No irás a ningún sitio. Si te llaman a filas, servirás a tu país lo mismo que yo.

—No te preocupes —terció Tessie—. Para cuando quieran llamarte, ya habrá terminado todo.

No obstante, en el verano de 1972, mientras espiaba a mi hermano, anonadado por aquella lotería, oficialmente aún había guerra. Los bombardeos de Nixon seguían esperando las vacaciones de Navidad. Kissinger continuaba yendo y viniendo entre París y Washington para mantener su atractivo sexual. En realidad, los Acuerdos de Paz de París se firmaron el siguiente mes de enero, y en marzo las últimas tropas norteamericanas salieron de Vietnam. Pero mientras yo observaba el cuerpo inerte de mi hermano, nadie lo sabía aún. Yo sólo era consciente de lo raro que era ser varón. La sociedad ejercía discriminación sobre las mujeres, de eso no cabía duda. Pero ¿y la discriminación de que a uno lo enviasen a la guerra? ¿De cuál de ambos sexos se podía prescindir mejor? Sentí lástima de mi hermano, que me inspiraba una actitud protectora. Me imaginé a Capítulo Once con el uniforme del ejército, agazapado en la selva. Lo vi herido en una camilla y se me saltaron las lágrimas. La voz de la radio proseguía monótonamente: Veintiuno de febrero, ciento cuarenta y uno.

—Veintidós de febrero, setenta y cuatro. Veintitrés de febrero, doscientos seis.

Esperé hasta el 20 de marzo, cumpleaños de Capítulo Once. Cuando la voz anunció su número —era el doscientos noventa, no fue a la guerra—, irrumpí en su habitación. Capítulo Once se levantó de un salto. Nos miramos y —algo sin precedentes en nosotros— nos abrazamos.

Al otoño siguiente se marchó mi hermano. No a Canadá, sino a Ann Arbor. Una vez más, como cuando cayó el huevo de Capítulo Once, me quedé sola. Sola en casa para observar la creciente cólera de mi padre frente al telediario de la noche, su frustración ante la manera en que los «tontarras» de los americanos estaban conduciendo la guerra (pese al napalm) y su creciente simpatía por el presidente Nixon. Sola, también, para detectar la sensación de inutilidad que empezó a atormentar a mi madre. Con Capítulo Once fuera de casa y yo creciendo, Tessie tuvo de pronto mucho tiempo libre. Empezó a llenarlo con clases en el Centro Municipal de los Caídos. Aprendió découpage. Tejía maceteros de cuerda. La casa se empezó a llenar con sus proyectos artísticos. Había cestas pintadas y cortinas de abalorios, pisapapeles con objetos flotando en su interior, flores secas, judías y granos de trigo coloreados. Se dedicó a comprar antigüedades y colgó una vieja tabla de lavar en la pared. También le dio por hacer yoga.

La sensación de inutilidad de Tessie, sumada al disgusto de Milton ante el movimiento antibelicista, los impulsó a la lectura de los ciento quince volúmenes que formaban la colección de las Grandes Clásicos. Tío Pete llevaba mucho tiempo haciendo propaganda de aquellos libros, por no hablar de la profusión de citas que sacaba de ellos para apoyar sus argumentos en la tertulia de los domingos. Y ahora, con tanta sabiduría en el ambiente —Capítulo Once estudiando para ingeniero, yo haciendo el primer año de latín con la señorita Wilbur, que llevaba gafas de sol en clase—, Milton y Tessie decidieron que había llegado el momento de ampliar su educación. Los Grandes Clásicos llegaron en diez cajas con estampillas que indicaban su contenido. Aristóteles, Platón y Sócrates, en una; Cicerón, Marco Aurelio y Virgilio, en otra. Mientras colocábamos los libros en las estanterías empotradas de Middlesex, leíamos los nombres, muchos familiares (Shakespeare), otros no (Boecio). Por entonces aún no estaba de moda dar la lata con el Canon, y además la colección empezaba con autores de nombres no muy distintos de los nuestros (Tucídides), de manera que nos pareció estupenda.

—Aquí hay uno bueno —dijo Milton, enseñándonos a Milton.

Lo único que le fastidiaba era que en la colección no figuraba ningún libro de Ayn Rand. Sin embargo, después de cenar aquella noche, Milton empezó a leer en voz alta a Tessie.

Fueron en sentido cronológico, empezando con el primer volumen y avanzando hacia el centésimo decimoquinto. Mientras hacía los deberes en la cocina, oía que Milton, con voz vibrante y monótona, declamaba:

—«Sócrates: Para el deterioro de las artes parece haber dos causas. Adimanto: ¿Y cuáles son? Sócrates: La riqueza, como ya he dicho, y la pobreza».

Cuando resultaba difícil seguir a Platón, Milton sugirió que dieran un salto hasta Maquiavelo. Al cabo de unos días, Tessie le pidió a Thomas Hardy, pero una hora después Milton dejó el libro, aburrido.

—Demasiados páramos —se quejó—. Que si el páramo tal y el páramo cual.

Seguidamente leyeron El viejo y el mar, de Ernest Hemingway, que les gustó mucho, y luego abandonaron la empresa.

He traído a colación el asalto de mis padres a los Grandes Clásicos por cierto motivo. A lo largo de mis años de formación, la colección permaneció en nuestra librería, con aquellos lomos dorados que le daban un aspecto serio y majestuoso. Incluso entonces sentía la influencia de los Grandes Clásicos, instándome en silencio a perseguir el sueño humano más inútil, el sueño de escribir un libro digno de añadirse a su colección, el Gran Clásico centésimo decimosexto con otro largo nombre griego en la portada: Stephanides. En aquella época yo era joven y rebosaba de grandes sueños. Ahora he renunciado a toda esperanza de fama duradera y perfección literaria. Ya no me importa si escribo o no una gran obra, sino sólo un libro que, pese a sus defectos, deje testimonio de mi inverosímil existencia.

Mi existencia que, mientras colocaba los libros en las estanterías, se ponía a sí misma de relieve. Porque ahí tenemos a Calíope abriendo otra caja. Ahí la vemos, sacando el volumen cuadragésimo quinto (Locke, Rousseau). Ahí está levantando el brazo, sin tener que ponerse de puntillas, colocándolo en el último estante. Y ahí está Tessie, levantando la cabeza y diciendo:

—Me parece que estás creciendo, Cal.

En realidad se quedaba corta. La primera vez en enero de séptimo curso y después en agosto del mismo año, mi anteriormente paralizado cuerpo dio dos estirones de proporciones insólitas y consecuencias imprevisibles. Aunque en casa seguía imperando la Dieta Mediterránea, la comida de mi nuevo colegio —estofado de pollo cubierto de hojaldre, puré de patatas con queso, gelatina de frutas en dados— anuló todos sus efectos rejuvenecedores y, en todos los aspectos menos en uno, empecé a desarrollarme. Germinaba a la velocidad de las semillas orientales que estudiábamos en ciencias naturales. Para saber lo que era la fotosíntesis, dejábamos una bandeja a oscuras y otra a la luz, y las medíamos todos los días con una regla. Mi cuerpo se estiraba como el brote de aquella semilla oriental hacia la gran lámpara del cielo, aunque mi caso era más significativo porque yo seguía creciendo en la oscuridad. De noche me dolían las articulaciones. No dormía bien. Me envolvía las piernas en una manta eléctrica, sonriendo a pesar del dolor. Porque además del estirón, finalmente estaba ocurriendo otra cosa. Me estaba saliendo pelo en los sitios indicados. Por la noche, tras cerrar con llave la puerta de mi habitación, inclinaba un poco la lámpara de la mesa y me ponía a contarme los pelos. Al principio tenía tres; a la semana siguiente, seis; quince días más tarde, diecisiete. Un día, de espléndido humor, me los peiné.

—Ya era hora —dije en voz alta.

Y en eso también se notaba la diferencia, porque me estaba cambiando la voz.

Lo que no ocurrió de la noche a la mañana. No recuerdo que me salieran gallos. En cambio, mi voz inició un descenso que prosiguió durante los dos años siguientes. El tono agudo que había tenido —y que utilizaba como arma contra mi hermano— desapareció. Alcanzar la nota más alta del himno nacional era algo del pasado. Mi madre siguió pensando que había pillado un resfriado. En las tiendas, las vendedoras apartaban la vista de mí confundiendo mi voz con la de una mujer adulta. Emitía un sonido no carente de embrujo, una mezcla de flauta y fagot, arrastrando levemente las consonantes, pronunciándolo todo con una especie de jadeo y precipitación. Y había señales que sólo un lingüista podría advertir, elisiones típicas de la clase media, tonalidades limpias pasadas del griego al acento nasal del Medio Oeste, herencia de mis abuelos y mis padres, que latían en mí, igual que todo lo demás.

Crecí mucho. Me maduró la voz. Pero todo parecía normal. Mi constitución ligera, mi estrecha cintura, la pequeñez de mi cabeza, manos y pies no suscitaban cuestiones en la mente de nadie. Los varones genéticos educados en sentido femenino no suelen pasar inadvertidos tan fácilmente. Desde edad temprana tienen un aspecto diferente, se mueven de distinta manera, no encuentran zapatos o guantes que les vengan bien. Otras niñas los llaman marimachos o algo peor: caballo percherón. Mi delgadez me encubría. Los primeros años setenta eran una buena época para tener el pecho plano. La androginia estaba de moda. Mi desgalichada altura y mis piernas de potranca me daban la apostura de una modelo. La ropa no me venía bien, a mi cara le pasaba algo, pero la angulosidad de mis rasgos era perfecta. Tenía cierto aire a galgo persa. Pero, sea por lo que fuere, mi apariencia no desentonaba con mi carácter soñador, mis inclinaciones librescas.

Y no era insólito que algunas niñas inocentes y excitables reaccionaran ante mi presencia de cierta manera inconsciente. Estoy pensando en Lily Parker, que solía tumbarse en los sofás del vestíbulo y apoyar la cabeza en mi regazo, alzando la vista y diciendo:

—Tienes la barbilla más perfecta que he visto en la vida.

O en June James, que solía cogerme del pelo para echárselo sobre la cabeza, de modo que pareciese que ambas estábamos en una tienda de campaña. Es posible que mi cuerpo liberase feromonas que afectaran a mis compañeras. ¿Cómo explicar, si no, el hecho de que siempre estuvieran pendientes de mí, gravitando a mi alrededor? En aquella fase temprana, antes de que se manifestaran mis características masculinas secundarias, antes de que se levantaran murmullos a mi paso por los corredores del colegio y las chicas se lo pensaran dos veces antes de apoyar la cabeza en mi regazo; en aquella época, en séptimo curso, cuando tenía el pelo brillante y no crespo, las mejillas aún lampiñas, los músculos sin desarrollar y, sin embargo, de algún modo secreto pero inequívoco, empezaba a irradiar cierta especie de masculinidad, en la forma en que tiraba y cogía al vuelo la goma de borrar, por ejemplo, o en la manera de atacar el postre de las demás con la cuchara, como un bombardero en picado, en la intensidad con que fruncía el ceño o el entusiasmo con que debatía en clase con cualquiera sobre cualquier cosa; en aquella época, cuando todo era indecisión, antes de que se produjera el cambio, yo era muy popular en mi nuevo colegio.

Pero esa etapa fue breve. Pronto mi tocado perdió la guerra nocturna contra las fuerzas de la desproporción. Apolo se rindió ante Dionisos. La belleza quizá resulte siempre un poco antojadiza, pero el año en que cumplí los trece mi apariencia se estaba volviendo más extraña que nunca.

Examinemos el anuario del colegio. En la foto del equipo de hockey, tomada en otoño, estoy, rodilla en tierra, en primera fila. En mi aula, en primavera, estoy agachada en la última. La timidez ensombrece mis rasgos. (A lo largo de los años mi expresión perpetuamente perpleja ocasionó serias molestias a los fotógrafos. Eché a perder fotos de la clase y felicitaciones navideñas hasta que, en las fotos más publicadas, el problema se resolvió definitivamente tapándome la cara del todo).

Nunca supe si Milton llegó a echar en falta la preciosa hija que había tenido. En las bodas seguía sacándome a bailar, sin preocuparse de la ridícula pareja que hacíamos.

—Venga, kukla —me decía—. Vamos a la pista.

Y allá íbamos, el padre bajito y regordete, llevando el ritmo con seguros y anticuados pasos de fox-trot, y la torpe mantis religiosa de la hija tratando de seguirle. El cariño de mis padres no mermó por mi aspecto. Creo que es justo decir, sin embargo, que a medida que fui cambiando de apariencia en aquellos años, una especie de tristeza se infiltró en el amor de mis padres. Les preocupaba que los chicos no se sintieran atraídos hacia mí, que nunca me sacaran a bailar, como a tía Zo. A veces, cuando estábamos bailando, Milton enarcaba los hombros y miraba en torno a la pista con aire desafiante, a ver si a alguien se le ocurría hacer algún comentario socarrón.

Mi reacción ante aquellos estirones fue dejarme crecer el pelo. A diferencia del resto de mi persona, que parecía inclinado a hacer lo que le venía en gana, el pelo obedecía a mis dictados. Y así, como Desdémona tras el desastroso cambio de imagen sufrido en la Asociación Cristiana de Jóvenes, me negué a que me lo cortaran. Logré mi objetivo a lo largo de todo séptimo y hasta bien entrado octavo. Mientras los universitarios se manifestaban contra la guerra, Calíope protestaba contra las tijeras de cortar el pelo. Mientras bombardeaban Camboya con disimulo, Callie hacía lo posible por guardar sus propios secretos. La guerra concluyó oficialmente en la primavera de 1973. El presidente Nixon dejaría el cargo en agosto del año siguiente. El rock daba paso a la música disco. El estilo de peinarse cambiaba a todo lo largo y ancho de la nación. Pero la cabeza de Calíope, como la de cualquier habitante del Medio Oeste que siempre llega tarde a la moda, seguía creyéndose en plenos años sesenta.

¡Mi pelo! ¡Mi pelo de niña de trece años, increíblemente abundante! ¿Alguna vez ha tenido alguien una melena como la mía a los trece años? ¿Alguna vez ha hecho venir alguien a su casa a tantos fontaneros? Cada mes, cada semana, cada cuatro días, se atascaban todos los desagües de la casa.

—Por Dios Santo —se quejaba Milton, extendiendo otro cheque—, eres peor que las puñeteras raíces de los árboles.

Pelo como una bola de rastrojos que el viento lanzaba por las habitaciones de Middlesex. Pelo como un tornado negro que avanzaba por el documental de un aficionado. Pelo tan vasto que parecía disponer de su propio régimen climático, porque la electricidad estática hacía crujir las puntas secas mientras que, más adentro, cerca del cuero cabelludo, la temperatura subía creando una atmósfera cálida y húmeda como una selva tropical. Desdémona poseía una melena larga y sedosa, pero yo tenía la variedad crespa de Jimmy Zizmo, que ningún ungüento era capaz de domar. La primera dama nunca compraría un pelo así. Era un pelo que volvería de piedra a la Medusa, pelo más infestado de ofidios que los pozos de serpientes en las películas sobre minotauros.

Mi familia sufría. Aparecía pelo mío en todos los rincones, en el cajón más insospechado, en cualquier plato. Hasta en el arroz con leche que hacía Tessie, tapando cada tazón con papel de cocina antes de meterlo en la nevera; ¡incluso en aquellos postres tan profilácticamente seguros lograba introducirse algún pelo mío! Pelos negros se incrustaban en las pastillas de jabón. Se encerraban entre las páginas de los libros. Aparecían en estuches de gafas, felicitaciones de cumpleaños, y una vez —lo juro— dentro de un huevo. Tessie acabó dándose por vencida. Un día, el gato de la vecina de al lado vomitó una bola de pelos que no eran de gato.

—¡Qué asco! —gritó Betty Turnbul—, ¡voy a llamar a la Asociación Protectora de Animales!

Milton trató de convencerme en vano de que me pusiera los gorros de papel que sus empleados estaban legalmente obligados a llevar. Tessie, como cuando tenía seis años, me cepillaba la melena.

—No-entiendo-por-qué-no-dejas-que-Sophie-te-arregle-el-pelo.

—Porque veo lo que hace con el suyo.

—Sophie lleva un corte muy bonito.

—¡Buah!

—¿Y tú qué te crees? El tuyo es un nido de ratas.

—Pues déjalo.

—No te muevas.

Más cepillado, más tirones. Mi cabeza se bamboleaba a cada pasada del cepillo.

—Ahora se lleva el pelo corto, Callie.

—¿Acabas ya?

Unas pasadas finales, frustradas. Y luego, en tono de queja:

—Por lo menos llévalo recogido en la nuca. Quítatelo de la cara.

¿Qué podía decirle? ¿Que por eso precisamente lo llevaba largo? ¿Para llevarlo en la cara? Quizá no tuviera el aspecto de Dorothy Hamill. A lo mejor, incluso empezaba a parecerme a los sauces del jardín. Pero mi pelo tenía sus virtudes. Tapaba unos dientes llamativos. Cubría una nariz satírica. Ocultaba defectos y, sobre todo, me tapaba a mí. ¿Cortarme el pelo? ¡Jamás! Aún me lo estaba dejando crecer. Mi sueño era vivir algún día dentro de él.

Hay que imaginarse el aspecto que ofrecía a los trece desdichados años, empezando octavo. Un metro setenta y siete centímetros de estatura, cincuenta y nueve kilos y medio de peso. El pelo negro cayéndome como sábanas negras a cada lado de la nariz. La gente llamando con los nudillos en el aire y preguntando: «¿Estás ahí?».

Pues claro que estaba allí. ¿Dónde podía estar, si no?