DIETA MEDITERRÁNEA

No le gustaba haberse quedado en este mundo. La molestaba seguir en América. Estaba cansada de vivir. Cada vez le costaba más trabajo subir las escaleras. La vida de la mujer terminaba cuando su marido moría. Le habían echado mal de ojo.

Tales fueron las explicaciones que el padre Mike nos transmitió. Mi madre le pidió que hablara con ella, y él volvió del pabellón de invitados con sus cejas de Fra Angélico enarcadas de tierna exasperación.

—No os preocupéis, se le pasará —afirmó—. Las viudas siempre hacen estas cosas.

Le creímos. Pero a medida que pasaban las semanas, Desdémona se mostraba cada vez más deprimida y retraída. Acostumbrada a madrugar, empezó a despertarse cada vez más tarde. Cuando mi madre le llevaba la bandeja del desayuno, Desdémona abría un ojo y le hacía un gesto para que se marchara. Los huevos se quedaban fríos. El café se cubría de una capa sólida. Lo único que la animaba era su diaria selección de seriales televisivos. Veía a los maridos infieles y las mujeres intrigantes con la fidelidad de siempre, pero ya no los reprendía, como si hubiera renunciado a enmendar los errores del mundo. Con la espalda apoyada en la cabecera de la cama, la redecilla del pelo ciñéndole la frente como una diadema, Desdémona tenía un aspecto tan antiguo e indomable como la anciana reina Victoria. La reina de una isla soberana que sólo consistía en una habitación llena de pájaros. Una reina en el exilio, a quien sólo le quedaban dos miembros de su séquito, Tessie y yo.

—Reza para que me muera —me ordenó—. Ruega para que la yiayiá se muera y se vaya con el papú.

… Pero antes de continuar con la historia de Desdémona, quiero ponerles al día sobre lo ocurrido con Julie Kikuchi. En lo que se refiere al aspecto fundamental: no ha sucedido nada. En nuestro último día en Pomerania, Julie y yo intimamos mucho. Pomerania había sido una región de Alemania Oriental. En Herringsdorf, las villas de la costa llevaban cincuenta años desmoronándose. Pero ahora, tras la reunificación, empezaba el auge inmobiliario. Al ser estadounidenses, ese detalle no se nos escapó a Julie y a mí. Yendo de la mano por el ancho paseo marítimo, de suelo de madera, hacíamos conjeturas sobre comprar esta o aquella ruinosa villa para arreglarla después.

—Nos acostumbraríamos a los nudistas —dijo Julie.

—Tendríamos un perrito pomerano —dije yo.

No sé lo que nos pasaba. Ese «nosotros» implícito. Lo utilizábamos generosamente, inconscientes de sus implicaciones. Los artistas tienen buen ojo para las operaciones inmobiliarias. Y Herringsdorf infundía vigor a Julie. Preguntamos por los pisos de algunas urbanizaciones, una novedad por aquellos pagos. Vimos dos o tres mansiones. Todo muy de matrimonio. Bajo la influencia de aquel centro de veraneo decimonónico, aristocrático y decrépito, Julie y yo también nos comportamos de forma anticuada. Hablábamos de comprar una casa sin habernos siquiera acostado juntos. Pero, naturalmente, de amor o matrimonio no dijimos una palabra. Sólo hablamos de la entrada para los pisos.

Pero en el viaje de vuelta a Berlín se apoderó de mí un miedo familiar. Tarareando por la carretera, empecé a pensar en el futuro. Medité sobre el próximo paso que había de dar y lo que se esperaba de mí. Los preparativos, las explicaciones, la posibilidad muy real de sorpresa, horror, retraimiento, rechazo. Las reacciones normales.

—¿Qué te pasa? —preguntó Julie.

—Nada.

—Estás muy callado.

—Cansado, nada más.

En Berlín, la dejé a la puerta de su casa. Le di un abrazo frío, de circunstancias. No la he llamado desde entonces. Me dejó un mensaje en el contestador. No contesté. Y ya ha dejado de llamarme, ella también. Así que lo de Julie se ha terminado. Mucho antes de que empezara. Y en vez de compartir un futuro con otra persona, he vuelto al pasado, a Desdémona, que no deseaba futuro alguno…

Yo le llevaba la cena, a veces el almuerzo. Iba con las bandejas por el pórtico de columnas metálicas de color castaño. Arriba estaba la azotea, infrautilizada, con la madera pudriéndose. A la izquierda de la caseta del baño, el pabellón de huéspedes repetía el trazado claro y rectilíneo del edificio principal. La arquitectura de Middlesex era un intento de redescubrir la pureza de los orígenes. En aquella época, yo no sabía nada de eso. Pero cuando abría la puerta y entraba en el pabellón de invitados, a la luz de la claraboya me daba cuenta de los contrastes. Una estancia rectangular, despojada de adornos, sin los recargados detalles de una sala de estar, una habitación que aspiraba a la intemporalidad o a permanecer al margen de la historia, y allí, en medio, mi abuela desgastada por el tiempo, profundamente histórica. En Middlesex todo hablaba del olvido, mientras que en Desdémona, todo apuntaba a lo inexorable del recuerdo. Reclinada en su plataforma de almohadas, exudaba los vapores de sus penas, pero con benevolencia. Ése era el marchamo de mi abuela y las griegas de su generación: la benevolencia de su desesperación. ¡Cómo se lamentaban mientras te daban golosinas! ¡Cómo se quejaban de sus achaques mientras te daban palmaditas en la rodilla! Mis visitas siempre la animaban.

—Hola, muñequita mu —me decía, sonriendo.

Me sentaba en la cama mientras ella me pasaba la mano por el pelo, susurrando ternezas en griego. Con mi hermano, Desdémona ostentaba todo el tiempo una expresión de felicidad en el rostro. Pero conmigo, la alegría de sus ojos se disipaba al cabo de diez minutos, y me revelaba sus verdaderos sentimientos.

—Ya soy vieja. Muy vieja, cariño.

Su hipocondría de toda la vida jamás había encontrado mejor terreno para florecer. Cuando se sentenció a sí misma al limbo de caoba de su cama, Desdémona sólo se quejaba de sus habituales palpitaciones. Pero una semana después empezó a sufrir fatiga, mareos y problemas circulatorios.

—Me duelen las piernas. No se me mueve la sangre.

—Está perfectamente —aseguró a mis padres el doctor Philobosian tras un reconocimiento de media hora—. Ya no es joven, pero no veo nada grave.

—¡No puedo respirar! —objetó Desdémona.

—Tus pulmones están bien.

—Tengo un hormiguillo en la pierna.

—Date friegas. Para estimular la circulación.

—El también es muy viejo —observó Desdémona cuando se marchó el doctor Phil—. Que venga otro médico que no esté tan muerto como ése.

Mis padres se plegaron a su deseo. Quebrantando la lealtad familiar al doctor Phil, llamaron a otros médicos sin que él lo supiera. A un tal doctor Tuttlesworth. Al doctor Katz. Y a otro desafortunadamente llamado doctor Frigid. Cada uno de ellos dio a Desdémona el mismo diagnóstico funesto de que no tenía nada malo. Atisbaron en las ciruelas pasas de sus ojos; miraron en los albaricoques secos de sus orejas; escucharon el indestructible bombeo de su corazón, y dictaminaron que se encontraba en perfecto estado de salud.

Intentamos convencerla de que se levantara de la cama. La invitamos a ver Nunca en domingo en la televisión grande. Llamamos a tía Lina a Nuevo México y le pasamos la comunicación por el interfono.

—Oye, Des, ¿por qué no vienes a verme? Aquí hace tanto calor que parece que hemos vuelto al jorió.

—¡No te oigo, Lina! —gritó Desdémona, pese a sus problemas de pulmón—. ¡Este aparato no funciona bien!

Finalmente, apelando al temor de Dios de Desdémona, Tessie le dijo que era pecado no ir a la iglesia cuando se estaba en buenas condiciones físicas para trasladarse.

—La próxima vez que vaya a la iglesia será en un ataúd —replicó Desdémona, palmeando el colchón.

Empezó a hacer los preparativos finales. Desde la cama, daba instrucciones a mi madre para que limpiara los armarios.

—La ropa del papú se la puedes dar a las hermanas de la Caridad. Mis vestidos bonitos, también. Ya sólo necesito algo para que me entierren.

La necesidad de atender a su marido durante sus últimos días había obligado a Desdémona a desarrollar una frenética actividad. Sólo unos meses antes preparaba y cocinaba los alimentos ligeros que comía su marido, le cambiaba los pañales, las sábanas y el pijama, y le limpiaba con toallas mojadas y bastoncillos de algodón. Pero ahora, a los setenta años, la tensión de no tener a nadie a quien atender la envejeció de la noche a la mañana. El pelo se le puso completamente gris y su robusta silueta empezó a perder solidez, por lo que parecía desinflarse día tras día. Se puso pálida. Se le transparentaban las venas. Le salieron manchas rojas en el pecho. Dejó de mirarse la cara en el espejo. Debido a la escasa calidad de su dentadura postiza, hacía años que a Desdémona le habían desaparecido los labios. Pero ahora ya ni se ponía carmín en el lugar donde los había tenido antes.

—Miltie —dijo un día a mi padre—, ¿me has comprado el sitio que está junto al papú?

—No te preocupes, mamá. Es una sepultura doble.

—¿No la va a coger nadie?

—Está a tu nombre, mamá.

—¡No está a mi nombre, Miltie! Eso es lo que me preocupa. A un lado está el nombre del papú. Pero al otro sólo hay hierba. Quiero que vayas y pongas un cartel que diga: este sitio es para la yiayiá. A lo mejor se muere otra señora y le da por ponerse junto a mi marido.

Pero sus preparativos fúnebres no acabaron ahí. No sólo eligió sepultura, sino también funeraria. En abril (cuando se presentó una neumonía que parecía prometedora) llegó a Middlesex Georgie Pappas, hermano de Sophie Sassoon, que trabajaba en la Funeraria T. J. Thomas. Llevó el catálogo de ataúdes, urnas para el crematorio y coronas de flores al pabellón de invitados y se sentó en la cama mientras Desdémona examinaba las fotografías con el entusiasmo de quien hojea folletos de viajes. Preguntó a Milton lo que podía gastarse.

—No quiero hablar de eso, mamá. No te estás muriendo.

—No te pido el Imperial. Georgie dice que el Imperial es lo máximo. Pero para la yiayiá el Presidencial está bien.

—Cuando llegue el momento, tendrás lo que quieras. Pero…

—Y satén por dentro. Por favor. Y una almohada. Como aquí. Página ocho. Número cinco. ¡Fíjate bien! Y dile a Georgie que me deje puestas las gafas.

En lo que a Desdémona se refería, la muerte no era más que otra especie de emigración. En vez de hacer la travesía de Turquía a América, viajaría de la tierra al cielo, donde Lefty ya había conseguido la ciudadanía y un sitio para ella.

Poco a poco nos fuimos acostumbrando al alejamiento de Desdémona de la esfera familiar. En esa época, primavera de 1971, Milton estaba ocupado en una «iniciativa empresarial». Tras el desastre de la calle Pingree, Milton juró no cometer de nuevo el mismo error. ¿Cómo eludir la regla de oro de las agencias inmobiliarias de ubicación, ubicación y ubicación? Muy sencillo: estar en todos los sitios a la vez.

—Puestos de salchichas —anunció una noche Milton en la cena—. Empezar con tres o cuatro y luego ir aumentando el número según vayan las cosas.

Con el dinero que le quedaba del seguro, Milton alquiló un espacio en tres centros comerciales en la zona metropolitana de Detroit. En un cuaderno de hojas amarillas nos enseñó el emblema de los puestos.

—El de McDonald’s son unos arcos dorados, ¿no? —nos dijo—. El nuestro son las Columnas de Hércules.

Quien haya viajado por las autopistas azules entre Michigan y Florida, en cualquier fecha de 1971 a 1978, habrá visto las brillantes columnas de neón que flanqueaban la cadena de puestos de salchichas de mi padre. Las columnas combinaban sus raíces griegas con la arquitectura de su adorada tierra natal. Las columnas de Milton eran el Partenón y el edificio del Tribunal Supremo, eran tanto el mito de Heracles como el del Hércules de Hollywood.

Milton empezó con tres Hércules Hot Dogs, marca registrada, pero rápidamente fue añadiendo concesiones a medida que se lo permitían los beneficios. Empezó en Michigan, pero pronto se extendió por Ohio, desde donde recorrió la Interestatal hacia el profundo sur. El estilo era más parecido al Dairy Queen que al McDonald’s. Las plazas para sentarse eran mínimas o inexistentes (un par de mesas plegables todo lo más). No había zonas recreativas, ni premios, ni ofertas, ni regalos ni promociones. Sólo salchichas al estilo de Coney Island, según se utilizaba ese término en Detroit, lo que significaba que se servían con salsa picante y cebolla. Los puestos de Hércules Hot Dogs solían estar junto a carreteras que normalmente, no eran muy importantes. Cerca de los callejones de las boleras, de estaciones de tren, en pueblos que se encontraban en el camino de las grandes ciudades, en cualquier sitio donde la propiedad inmobiliaria fuese barata y por donde transitaran muchas personas o pasaran muchos coches.

A mí no me gustaban los puestos. Me parecían una tremenda degradación con respecto a la romántica época del Salón Cebra. ¿Dónde estaban los adornitos, el tocadiscos de monedas, el resplandeciente anaquel de los pasteles, los reservados de color rojo? ¿Dónde estaban los parroquianos? No entendía cómo aquellos puestos de salchichas podían dar más dinero que la cafetería. Pero sí que lo daban. Tras el primer año, en el que se rozó la situación crítica, la cadena de puestos de salchichas hizo que mi padre adquiriese una posición bastante desahogada. Además de a la buena ubicación de los establecimientos, mi padre debía su éxito a otro elemento. Un recurso efectista o, en la jerga de hoy, una «marca de la casa». Las salchichas normales se hinchan al hacerse, pero con las Hércules Hot Dogs pasaba algo más divertido. Al sacarlas del envase tenían el habitual aspecto de ubre rosada, pero a medida que se iban haciendo se producía una sorprendente transformación. Crepitando en la sartén, las salchichas se henchían por el medio, engordaban y, luego, se contraían.

Eso era contribución de Capítulo Once. Una noche, mi hermano, que entonces tenía diecisiete años, bajó a la cocina para prepararse algo de comer. Encontró unas salchichas en la nevera y, como no quería poner agua a hervir, cogió una sartén. Luego se le ocurrió cortarlas por la mitad.

—Lo que pretendía era aumentar la superficie de contacto —me explicó después.

Para entretenerse, en vez de cortar las salchichas a lo largo, Capítulo Once probó con diversas combinaciones. Hizo unos cortes aquí y dio unos tajos allá, echó luego las salchichas a la sartén y esperó a ver lo que pasaba.

No mucho, aquella primera noche. Pero algunas de las incisiones hicieron que las salchichas adoptaran formas curiosas. Y a partir de entonces aquello se convirtió en una especie de juego para él. Se entretenía manipulando las salchichas, creando una variedad de formas en la sartén y, para divertirse, acabó inventando toda una serie de cómicos perritos calientes. Estaba la salchicha que se ponía de pie en la sartén, un poco como la Torre de Pisa. En honor de la llegada a la luna, estaba la Apolo 11, cuya piel se iba estirando hasta que, al reventar, parecía despegar como un cohete. Capítulo Once creó salchichas que bailaban al ritmo de «Bojangles» en la versión de Sammy Davis, y otras que formaban letras, como L y S, aunque nunca logró una Z como es debido. (Para sus amigos inventaba perritos calientes que hacían otras cosas. A altas horas de la noche se oían risas en la cocina. Y la voz de Capítulo Once: «A éste lo llamaré Harry Reems». A lo que los demás chicos gritaban: «¡De eso nada, Stephanides!». Y ya que estamos con eso, ¿era yo la única que se escandalizaba con aquellos antiguos anuncios de salchichas coloradas que empezaban a estirarse y a ponerse gordas? ¿Dónde estaban los censores? ¿Es que no notaba nadie la expresión de las madres cuando pasaban aquellos anuncios, ni la manera en que, inmediatamente después, se ponían a hablar de cómo les gustaba preparar el «bollo» para comerse la salchicha? Yo desde luego que sí, porque entonces era una chica y aquellos anuncios estaban hechos para recabar mi atención).

En cuanto se probaban, los Hércules Hot Dogs jamás se olvidaban. Muy pronto adquirieron amplio renombre. Una gran empresa de productos alimenticios presentó una oferta para comprar los derechos para vender las salchichas en las tiendas, pero Milton, creyendo equivocadamente que la popularidad es eterna, la rechazó.

Aparte de inventar los perritos hercúleos, mi hermano sentía poco interés por el negocio familiar.

—Yo soy inventor —afirmaba—. No salchichero.

En Grosse Pointe fue a dar con un grupo de chicos cuyo vínculo principal era su impopularidad. Para ellos, pasarlo bien un sábado por la noche consistía en sentarse en la habitación de mi hermano, mirando grabados de Escher. Se tiraban horas viendo figuras subiendo escaleras que también bajaban, o contemplando cómo unos gansos se convertían en peces y luego otra vez en gansos. Comían galletas de mantequilla de cacahuete, llenándose los dientes de porquería mientras hacían concursos sobre la tabla periódica. Steve Munger, el mejor amigo de Capítulo Once, ponía furioso a mi padre con sus argumentaciones filosóficas. («Pero ¿cómo puede usted demostrar su propia existencia, señor Stephanides?»). Cuando íbamos a recoger a mi hermano al instituto, yo lo veía como si fuese un extraño. Capítulo Once era un estúpido y un inútil. Su cuerpo parecía el pedúnculo que sujetaba el tulipán de su cerebro. Mientras venía hacia el coche, llevaba la cabeza ladeada, alerta a los fenómenos que se producían en los árboles. No le interesaba el estilo ni la moda. Era Tessie quien le elegía la ropa. Como era mi hermano mayor, yo lo admiraba; pero al ser su hermana, me sentía superior. Al repartir nuestros respectivos dones, Dios me había dado a mí los más importantes. Aptitud para las matemáticas: a Capítulo Once. Aptitud verbal: a mí. Habilidad para arreglar cosas: a Capítulo Once. Imaginación: a mí. Talento musical: a Capítulo Once. Belleza: a mí.

En vez de desaparecer, la hermosura que yo poseía de niña fue aumentando a medida que crecía. No era extraño que Clementine Stark hubiese querido practicar el beso conmigo. Todo el mundo quería lo mismo. Camareras entradas en años se inclinaban para apuntar lo que les pedía. Chicos con la cara encendida se acercaban a mi pupitre, farfullando: «S-s-se t-t-e ha caído la goma de borrar». Y Tessie, cuando estaba enfadada, me miraba —a mis ojos de Cleopatra— y se le olvidaba la causa de su enfado. ¿Acaso se oía el menor ruido en la estancia cuando llevaba algo de beber a los contertulios dominicales? ¿Tío Pete, Jimmy Fioretos, Gus Panos, hombres de cincuenta, sesenta y setenta años que alzaban la vista sobre sus voluminosas barrigas y tenían pensamientos que no podían admitir? Allá en Bitinio, donde un suspiro profundo bastaba para que un soltero reuniese los requisitos necesarios, hombres de la misma edad habían pedido con éxito la mano de una chica como yo. ¿Echaban de menos aquella época mientras reposaban en los confidentes del salón? ¿Acaso pensaban: «Si no estuviéramos en Estados Unidos…»? No sé. Mirándolo ahora, no puedo sino añorar la época en que, silenciosamente, el mundo parecía abrir un millón de ojos a mi paso. Solían estar camuflados, como lagartos que acechan con los ojos cerrados en el verde follaje de los árboles. Pero entonces se abrían de pronto —en el autobús, en la farmacia— y yo sentía la intensidad, el deseo y la desesperación de aquellas miradas.

Yo me pasaba horas seguidas admirando mi propia belleza, poniéndome de este lado y del otro delante del espejo, o adoptando una postura relajada para comprobar el aspecto que tenía en la vida real. Con otro espejo de mano me observaba el perfil, aún armonioso en aquella época. Me peinaba la larga cabellera y a veces cogía el rímel de mi madre para pintarme las pestañas. Pero mi placer narcisista se veía mermado alguna que otra vez por el desagradable aspecto de la prístina superficie en la que me contemplaba.

—¡Ya se está reventando los granos otra vez! —me quejé a mi madre.

—No seas tan remilgada, Callie. No es para tanto… Mira, lo limpiaré con un trapo.

—¡Ordinario!

—¡Verás cuando te salgan espinillas! —gritó Capítulo Once, avergonzado y furioso, desde el pasillo.

—A mí no me saldrán.

—¡A ti también te van a salir! ¡En la pubertad, las glándulas sebáceas trabajan más!

—¡Callaos ya los dos! —ordenó Tessie, pero no hacía falta.

Yo ya me había callado. Al oír aquella palabra: pubertad. La fuente de muchos pensamientos inquietantes para mí en aquella época. Una palabra que me acechaba, saltando a mi encuentro aquí y allá, asustándome porque desconocía su exacto significado. Pero ahora sé al menos una cosa: Capítulo Once tenía algo que ver con todo ello. A lo mejor eso explicaba no sólo lo de los granos, sino también aquello otro que últimamente había observado en mi hermano.

No mucho después de que Desdémona se metiera para siempre en la cama, empecé a darme cuenta, en la vaga y horrorizada manera en que una hermana descubre cosas de su hermano, de que Capítulo Once tenía un nuevo y solitario pasatiempo. Era cuestión de una perceptible actividad tras la puerta cerrada del baño. De cierta tensión en la respuesta de «Un momento» cuando yo llamaba. Pero yo era más joven que él y desconocía las urgentes necesidades de los adolescentes.

Pero permítaseme retroceder un momento. Tres años antes, cuando Capítulo Once tenía catorce y yo ocho, mi hermano me jugó una mala pasada. Ocurrió una noche, cuando nuestros padres habían salido a cenar. Llovía y tronaba. Yo estaba viendo la televisión, cuando de pronto apareció Capítulo Once. Traía una tarta de limón.

—¡Mira lo que tengo! —canturreaba.

Magnánimamente, me cortó un trozo. Vio cómo me lo comía. Y luego dijo:

—¡Me voy a chivar! Esa tarta es para el domingo.

—¡Eso no vale!

Me precipité hacia él. Intenté pegarle, pero me sujetó los brazos. Seguimos forcejeando hasta que, finalmente, Capítulo Once me ofreció un trato.

Como ya he dicho: en aquella época, al mundo le salían ojos por todas partes. Allí había otros dos. Eran los de mi hermano, que, en el baño de invitados, entre las caprichosas toallas de mano, se quedaba mirando mientras yo me bajaba las bragas y me levantaba la falda. (Si se lo enseñaba, no se chivaría). Completamente fascinado, permaneció alejado de mí. La nuez le subía y le bajaba en el cuello. Parecía asustado, aparte de atónito. No poseía muchos elementos de comparación, pero con lo que vio tampoco quedó mal informado: una hendidura, pliegues rosados. Durante diez segundos, Capítulo Once estudió mis documentos sin detectar falsificación alguna, mientras las nubes reventaban en el cielo, después de lo cual hice que me diera otro trozo de tarta.

Al parecer, la curiosidad de Capítulo Once no quedó satisfecha con un vistazo a su hermana de ocho años. Según mis sospechas, ahora miraba fotografías de la cosa auténtica.

En 1971 habían desaparecido todos los hombres de nuestra vida: Lefty, muerto; Milton, en los Hércules Hot Dogs; y Capítulo Once, haciendo solitarios en el baño. Con lo que quedábamos Tessie y yo para atender a Desdémona.

Teníamos que cortarle las uñas de los pies. Cazar las moscas que se abrían paso hasta su habitación. Ir moviendo las jaulas por el cuarto según cambiaba la luz. Poner la televisión para los seriales del día y apagarla antes de los crímenes del noticiario vespertino. Desdémona, sin embargo, no estaba dispuesta a perder su dignidad. Cuando tenía que hacer sus necesidades, nos llamaba por el interfono con objeto de que la ayudáramos a levantarse para ir al baño.

La manera más sencilla de decirlo es: pasaron los años. Mientras cambiaban las estaciones frente a la ventana, mientras brotaba un millón de hojas en los sauces, mientras caía la nieve sobre el tejado plano y disminuía la luz del sol, Desdémona permanecía en la cama. Allí seguía cuando la nieve se derretía y los sauces volvían a llenarse de brotes. Allí estaba cuando el sol, remontándose hacia lo alto, lanzaba sus rayos en línea recta por el tragaluz, como una escalera hacia el cielo que ella estaba más que ansiosa por subir.

Lo que ocurrió mientras Desdémona seguía en cama:

La amiga de tía Lina, la señora Watson, murió, y con las erróneas decisiones que siempre dicta el dolor, Surmelina vendió la casa de adobe y volvió al norte para estar cerca de la familia. Llegó a Detroit en febrero de 1972. El invierno le pareció más frío de lo que recordaba. Peor aún, los años que había pasado en el sur le habían cambiado el carácter. Sin saber cómo, a lo largo de su vida Surmelina se había convertido en una norteamericana. Apenas quedaba en ella algo del pueblo. En cambio, su prima, sepultada en vida por decisión propia, nunca había salido de él. Ambas tenían setenta y tantos años, pero Desdémona era una anciana viuda que esperaba la muerte mientras Lina, también viuda, pero de una clase completamente distinta, era una pelirroja teñida que conducía un Firebird y se ponía faldas vaqueras con cinturón de hebilla de color turquesa. Tras llevar una vida de contracultura sexual, la heterosexualidad de mis padres le parecía a Lina tan curiosa como un muestrario de bordados. El acné de Capítulo Once la alarmó. No le gustaba utilizar la misma ducha que él. Mientras Surmelina vivió con nosotros, existió en la casa cierto ambiente de tirantez. Resultaba tan estridente y fuera de lugar en nuestra sala de estar como una corista jubilada de Las Vegas, y como no dejábamos de observarla con el rabillo del ojo, todo lo que hacía era muy escandaloso, el humo de sus cigarrillos se metía en todas partes, bebía mucho vino en la cena.

Poco a poco fuimos conociendo a los vecinos. A los Pickett: Nelson, que había jugado al rugby en el instituto de formación profesional de Georgia y ahora trabajaba en Parke-Davis, la compañía farmacéutica; y Bonnie, su mujer, que siempre estaba leyendo las historias maravillosas de Guidepost. En la acera de enfrente vivía Stew Fiddler, el «Ojos Brillantes», un vendedor de repuestos industriales aficionado al bourbon y a las camareras, y Mizzi, su mujer, que cambiaba de color de pelo según el humor de que estuviera. Al final de la manzana vivían Sam y Hettie Grossinger, los primeros judíos ortodoxos que conocí, y Maxine, su hija, una tímida niña prodigio que tocaba el violín. Sam resultaba divertido, Hettie alzaba mucho la voz y ambos hablaban de dinero sin reparo alguno, por lo que nosotros nos sentíamos cómodos con ellos. Milt y Tessie los invitaban a cenar con frecuencia, aunque sus normas dietéticas no dejaban de desconcertarnos. Mi madre tenía que coger el coche hasta el otro extremo de la ciudad para comprar carne kosher, por ejemplo, sólo para servirla con una salsa a base de nata. O se olvidaba completamente de la carne y la nata y hacía empanadillas de cangrejo. Aunque fieles a su religión, los Grossinger eran judíos del Medio Oeste, discretos e integracionistas. Ocultos tras su muralla de cipreses, en navidades ponían luces y una figura de Santa Claus.

En 1971: el juez Stephen J. Roth, del Tribunal de Distrito de los Estados Unidos, dictaminó que en el régimen educativo de Detroit existía de jure la segregación racial. Y de inmediato ordenó que se acabara con ella en los colegios. Sólo había un problema. En aquel año, la población estudiantil de Detroit era negra en un ochenta por ciento.

—Ese juez puede meter en un autobús a todos los escolares que quiera y trasladarlos fuera de su zona para favorecer la integración racial —se ufanó Milton al leer la resolución en el periódico—. A estas alturas, me da lo mismo. ¿Lo ves, Tessie? ¿Comprendes ahora por qué tu querido maridito quería sacar a los niños de esos colegios? Porque si no lo hubiera hecho, ese puñetero Roth los habría enviado en autobús al centro de Nairobi, por eso.

En 1972: S. Miyamoto, a quien no habían admitido en el cuerpo de policía de Detroit por medir un metro sesenta y cinco centímetros en vez del metro sesenta y nueve centímetros reglamentarios (lo había intentado con zapatos de plataforma, etc.), apareció en el programa de mayor audiencia de la tele para defender su causa. Yo misma escribí una carta al inspector jefe en su apoyo, pero no recibí respuesta y Miyamoto fue finalmente rechazado. Unos meses después, Nichols, el inspector jefe, se cayó del caballo durante un desfile. «¡Te está bien empleado!», dije yo.

En 1972: H. D. Jackson y L. D. Moore, que habían denunciado a la policía por malos tratos y pedían cuatro millones de dólares en concepto de daños y perjuicios, secuestraron un avión de la Southern Airways y lo dirigieron a Cuba, ofendidos por la cantidad de veinticinco dólares que les asignaba la sentencia.

En 1972: Román Gribbs, alcalde de Detroit, afirmó que la ciudad había dado un cambio radical. Detroit había superado el trauma de los desórdenes de 1967. Por tanto, no pensaba presentarse para otro mandato. Se presentó un nuevo candidato, que se convertiría en el primer alcalde afroamericano, Coleman A. Young.

Y yo cumplí doce años.

Unos meses antes, el primer día de clase de sexto curso, Carol Horning apareció con una leve pero inconfundible sonrisa de autosuficiencia. Más abajo, como expuestos en un anaquel de trofeos, sobresalían los pechos que le habían crecido durante el verano. No era la única. En aquellos meses, numerosas compañeras mías de colegio se habían —en expresión de los adultos— «desarrollado».

Yo no estaba nada preparada para eso. Me había pasado un mes en el Campamento Ponshewaing, cerca de Port Huron. Durante el lento transcurso de los días de verano percibí, como un redoble de tambor en la otra orilla del lago, que algo se iba revelando en el cuerpo de mis compañeras de campamento. Las chicas se volvían pudorosas. Te daban la espalda para desnudarse. Algunas tenían el apellido cosido no sólo a los pantalones cortos y a los calcetines, sino también a sujetadores de entrenamiento. Era algo de lo que nadie hablaba. Pero de vez en cuando se producían manifestaciones espectaculares. Una tarde, durante la hora de natación, la puerta metálica de los vestuarios se abrió y cerró de golpe. El ruido resonó en los troncos de los pinos, rebasando la exigua playa y llegando hasta donde yo estaba, flotando en un neumático con Love Story en la mano. (La hora de natación era el único momento que podía dedicar a la lectura, y aunque los asesores del campamento intentaban animarme para que practicase mi estilo libre, yo perseveraba en la lectura y me dedicaba diariamente al último bestseller encontrado en la mesilla de mi madre). Ahora alcé la vista. Por un polvoriento sendero marrón, Jenny Simonson avanzaba entre las agujas de los pinos con un bañador rojo, blanco y azul. La naturaleza entera guardó silencio ante aquella visión. Los cisnes desplegaron por el lago sus enormes cuellos para alcanzar a verla. Incluso una motosierra se apagó a lo lejos. Contemplé el esplendor de Jenny S. Llenaba el patriótico bañador como ninguna otra. Los músculos se le perfilaban en los largos muslos. Corrió hasta el final del muelle y se tiró de cabeza al lago, donde una multitud de náyades (sus amigas de Cedar Rapids) nadó a su encuentro.

Bajando el libro, observé mi propio cuerpo. Ahí estaba, igual que siempre: el pecho plano, unas caderas de nada, piernas arqueadas con picaduras de mosquitos. La piel se me estaba pelando por el agua y el sol. Tenía los dedos completamente arrugados.

Gracias a la decrepitud del doctor Phil y a la gazmoñería de Tessie, llegué a la pubertad sin saber mucho de lo que debía esperar. El doctor Philobosian seguía teniendo una consulta cerca del Hospital de Mujeres, aunque para entonces ya habían cerrado el hospital. Su consulta había cambiado considerablemente. Le quedaban unos cuantos pacientes de avanzada edad que, tras haber sobrevivido tan largo tiempo siguiendo sus cuidados, tenían miedo de cambiar de médico. El resto eran familias acomodadas. La enfermera Rosalee llevaba la consulta. El doctor Phil y ella se habían casado un año después de conocerse, cuando me trajeron al mundo. Entre otras cosas, Rosalee daba hora a los pacientes y ponía inyecciones. Su infancia en los Apalaches la había familiarizado con la seguridad social, y era un genio con los formularios de la asistencia sanitaria estatal.

Cumplidos los ochenta, el doctor Phil se había aficionado a la pintura. Las paredes de su consulta, parecida a una exposición, estaban repletas de óleos espesos y arrebatados. No utilizaba mucho el pincel, sino una espátula. ¿Y qué era lo que pintaba? ¿Esmirna? ¿El puerto al amanecer? ¿El terrible incendio? No, como muchos aficionados, el doctor Phil suponía que el único tema artístico adecuado era un paisaje pintoresco que no tuviese nada que ver con la realidad. Pintaba marinas que nunca había visto y aldeas rodeadas de bosques que nunca había visitado, con algún personaje sentado en un tronco y fumando una pipa. El doctor Philobosian jamás hablaba de Esmirna y, si alguien lo hacía, abandonaba la estancia. Nunca mencionaba a su primera mujer, ni a sus hijos asesinados. Quizá fuera ésa la razón de su supervivencia.

Sin embargo, el doctor Phil se estaba convirtiendo en un fósil. En 1972, en mi reconocimiento médico anual, utilizó métodos de diagnosis muy celebrados en las facultades de Medicina en 1910. Hizo ademán de darme una bofetada para comprobar mis reflejos. Me auscultó con una copa de vino. Cuando agachó la cabeza para auscultarme el pecho, fui obsequiada con una vista aérea de las Galápagos de costras que flotaban en su calva. (El archipiélago cambiaba de posición de un año para otro, derivando continentalmente por el globo de su cráneo, pero sin curar jamás). El doctor Philobosian olía como un sofá viejo, a brillantina y sopa derramada, a siestas a deshora. Su diploma de médico parecía escrito en pergamino. No me habría sorprendido que, para curar la fiebre, el doctor hubiera recetado sanguijuelas. Conmigo se mostraba correcto, nunca amistoso, y dirigía la mayor parte de su conversación a Tessie, sentada en un rincón. ¿Qué recuerdos, me preguntaba yo, trataba de evitar el doctor Phill al no mirarme? ¿Acaso aparecían en aquellos reconocimientos superficiales fantasmas de muchachas levantinas, invocados por la fragilidad de mi clavícula, o por el reclamo de mis pequeños y congestionados pulmones? ¿Intentaba no pensar en palacios de agua y batas abiertas, o sólo se sentía viejo, cansado y cegato, y era demasiado orgulloso para reconocerlo?

Sea cual fuere la respuesta, año tras año me llevaba Tessie fielmente a su consulta, para pagarle una obra de caridad realizada durante una catástrofe que él no quería recordar. En cada visita siempre encontraba el mismo ejemplar desencuadernado de Highlights en la sala de espera. «Adivine dónde están», proponía el rompecabezas del interior. Y en el castaño desplegable estaban la navaja, el perro, el pez, la vieja, el candelabro: cada cosa dentro de un círculo trazado por mi propia mano, tembloroso por el dolor de oídos, años y años atrás.

Mi madre también evitaba las cuestiones físicas. Nunca hablaba abiertamente de la sexualidad. Jamás se desnudaba delante de mí. En el cine no le gustaban los detalles picantes ni el destape. Por su parte, Milton era incapaz de hablar de pájaros y abejas con su hijita, así que no tuve más remedio, en aquellos años, que imaginarme las cosas por mí misma.

Por las indirectas que tía Zo soltaba en la cocina era consciente de que algo les pasaba a las mujeres cada cierto tiempo, algo que no les gustaba, que los hombres no podían aguantar (como todo lo demás). Fuera lo que fuese, afortunadamente aquello parecía muy lejano, como casarse o dar a luz. Y entonces, un día, Rebecca Urbanus se subió a una silla en el Campamento Ponshewaing. Rebecca era de Carolina del Sur. Tenía antepasados esclavistas y una voz educada. En los bailes con los chicos de los campamentos vecinos agitaba la mano delante de la cara, como si tuviera un abanico. ¿Por qué se había subido a la silla? Estábamos haciendo un espectáculo artístico. Rebecca Urbanus quizá estuviera cantando o recitando poemas de Wallter de la Mare. El sol aún estaba alto y Rebecca llevaba unos bermudas blancos. Y de pronto, mientras cantaba (o recitaba), el fondillo de sus pantalones blancos se oscureció. Al principio sólo parecía ser una sombra de los árboles circundantes. Alguna niña que saludaba a alguien con la mano. Pero no: toda la cuadrilla de doceañeras, vestidas con camiseta del campamento y una cinta en la frente al estilo indio, vimos lo que Rebecca Urbanus no vio. Mientras que la mitad superior de su persona actuaba, la mitad inferior eclipsaba su interpretación. La mancha iba creciendo, y era roja. Los instructores del campamento no sabían cómo reaccionar. Con los brazos abiertos, Rebecca cantaba. Giraba en la silla frente a su teatro circular: nosotras, mirando, perplejas y horrorizadas. Algunas chicas «avanzadas» comprendían. Otras, como yo, pensamos: cuchillada, zarpazo de oso. Y entonces Rebecca Urbanus nos vio mirando. Bajó la cabeza y se miró. Dio un grito. Y abandonó el escenario a la carrera.

Volví del campamento, morena y más delgada, con una sola medalla prendida en el pecho (irónicamente, de orientación). Pero el otro trofeo, el que Carol Horning exhibió con tanto orgullo el primer día de clase, seguía sin ganarlo. Eso me producía sentimientos encontrados. Por un lado, si el percance de Rebecca Urbanus podía servir de indicación, sería mucho más cómodo quedarme como estaba. ¿Y si me ocurría algo parecido? Fui al armario y tiré todo lo blanco. Dejé de cantar. Era algo que no se podía controlar. Nunca se sabía. Podía ocurrir en cualquier momento.

Sólo que, conmigo, no ocurrió. Poco a poco, a medida que las demás chicas de mi curso empezaban a sufrir sus respectivas transformaciones, empezaron a preocuparme menos los pequeños accidentes y más el hecho de quedarme atrás, excluida.

Estoy en la clase de matemáticas, en el invierno de sexto curso. La señorita Grotowski, nuestra profesora más joven, está escribiendo una ecuación en la pizarra. A su espalda, sentados frente a pupitres con tablero de madera, los alumnos siguen sus cálculos, o dormitan, o se dan patadas unos a otros por detrás. Un día gris de Michigan. Fuera, el césped parece peltre. En el techo, las luces fluorescentes intentan disipar la penumbra de la estación. Una fotografía de Ramanujan, el gran matemático (a quien al principio tomamos las chicas por el novio extranjero de la señorita Grotowski), cuelga de la pared. El aire está cargado como sólo suele estarlo en los colegios.

Y sentados frente al pupitre, a espaldas de la profesora, volamos a través del tiempo. Los treinta niños, bien alineados en seis filas, somos transportados a una velocidad que no podemos percibir. Mientras la señorita Grotowski desgrana ecuaciones en la pizarra, mis compañeros de clase empiezan a cambiar a mi alrededor. Los muslos de Jane Blunt, por ejemplo, parecen alargarse un poco más cada semana. El jersey se le hincha por delante. Y un día, Beverly Maas, que se sienta a mi lado, levanta el brazo y le veo una mancha por arriba de la manga: una mancha de vello castaño claro. ¿Cuándo le ha salido? ¿Ayer? ¿Anteayer? Las ecuaciones son cada vez más largas, más complejas, a medida que avanza el año, y a lo mejor todo se debe a tanto número, o a las tablas de multiplicar; aprendemos a cuantificar grandes sumas mientras, mediante las nuevas matemáticas, los cuerpos llegan a respuestas inesperadas. Peter Quail tiene la voz dos octavas más graves que el mes pasado, pero no se da cuenta. ¿Por qué no? Vuela demasiado deprisa. A los chicos les está creciendo una pelusilla de melocotón encima del labio superior. Les salen granos en la frente y la nariz. Y lo más espectacular de todo: las chicas se están convirtiendo en mujeres. No mental ni emocionalmente, sino en lo físico. La naturaleza está haciendo sus preparativos. Se cumplen los plazos codificados en la especie.

Sólo Calíope, en la segunda fila, permanece inmóvil, con el pupitre parado, de modo que es la única que observa en su exacta medida la metamorfosis que se está produciendo a su alrededor. Mientras hace unas operaciones, observa que el bolso de Tricia Lamb está en el suelo, junto a su pupitre, y recuerda el tampón que había atisbado por la mañana en su interior; y a propósito, ¿cómo se utiliza exactamente? ¿Y a quién se lo podría preguntar? Aún guapa, Calíope pronto se da cuenta de que es la chica más bajita de la clase. Deja caer al suelo la goma de borrar. Ningún chico se la recoge. En la representación teatral de Navidad ya no le dan el papel de la Virgen María como otros años, sino el de geniecillo… Pero todavía hay esperanza, ¿verdad…? Porque los pupitres vuelan, día tras día; formados en su escuadrón, los colegiales pasan con estruendo inclinando las alas a través del tiempo, de modo que una tarde Callie alza la vista del papel con borrones y ve que es primavera, las plantas echan brotes, la forsitia florece, los olmos echan hojas; en el recreo, los chicos y las chicas van de la mano, se besan a veces detrás de los árboles, y Calíope se siente estafada, engañada.

—¿Te acuerdas de mí? —dice a la naturaleza—. Estoy esperando. Sigo aquí.

Como Desdémona. En abril de 1972, su solicitud para reunirse con su marido en el más allá seguía navegando por la vasta burocracia celestial. Aunque gozaba de espléndida salud cuando se metió en la cama, las semanas, los meses y finalmente los años de inactividad, además de su extraordinaria fuerza de voluntad para quitarse ella misma de en medio, la recompensaron con una serie de dolencias digna de El médico en casa. En los años que pasó en la cama, Desdémona tuvo líquido en los pulmones; lumbago; bursitis; un leve acceso de la enfermedad de Crohn, que se manifestó medio siglo después de lo etiológicamente normal y que, para gran desilusión de mi abuela, desapareció tan misteriosamente como había venido; un herpes grave que le puso las costillas y la espalda del color y la textura de fresas maduras y le picaba como un aguijón para las bestias; diecinueve resfriados; una semana de neumonía «pasajera», puramente figurativa; úlceras; cataratas psicosomáticas que le nublaban la vista en los aniversarios de la muerte de su marido y de las que prácticamente se curaba a base de lágrimas; y la contractura de Dupuytren, con la cual se le inflamó la fascia[1] de la mano haciendo que se le doblaran penosamente contra la palma el dedo gordo y otros tres más, dejándole el dedo medio levantado en un gesto obsceno.

Un médico incluyó a Desdémona en un estudio sobre la longevidad. Estaba escribiendo un artículo para una revista de medicina sobre «La dieta mediterránea». A tal efecto, la asedió a preguntas sobre la cocina de su tierra natal. ¿Cuánto yogur había consumido de niña? ¿Cuánto aceite de oliva? ¿Ajo? Ella respondía dócilmente al interrogatorio porque pensaba que aquel interés indicaba, por fin, que algo andaba mal en su organismo, y porque nunca perdía la oportunidad de pasear por los predios de su infancia. Aquel médico se llamaba Müller. De sangre alemana, renunciaba a sus orígenes en lo que a la cocina se refería. Con un posbélico sentimiento de culpa, condenaba la morcilla, el sauerbraten y el könisberger klopse, proclamando su carácter venenoso. Eran platos hitlerianos. En cambio, consideraba que la dieta griega —nuestras berenjenas nadando en salsa de tomate, nuestros aliños de pepino y la pasta de huevas de pescado, nuestros pilafi, higos y pasas— tenía propiedades curativas, era vivificante y actuaba como un remedio maravilloso que limpiaba las arterias y suavizaba la piel. Y lo que decía el doctor Müller parecía cierto: con sólo cuarenta y dos años, tenía la cara arrugada y le colgaban los carrillos. Las sienes canosas, al contrario que mi padre, que a los cuarenta y ocho años, pese a las manchas color café bajo los ojos, aún mantenía una tez firme de color aceitunado y una abundante cabellera negra y brillante. No por nada había un tinte llamado Grecian Formula. ¡Nosotros lo teníamos en la comida! Una verdadera fuente de juventud en dolmades y taramosalata, e incluso en los baklava, que no cometían el pecado de contener azúcar refinado, sino sólo miel. El doctor Müller nos mostró unos gráficos que había hecho, con los nombres y las fechas de nacimiento de italianos, griegos y un búlgaro que vivía en la zona metropolitana de Detroit, y vimos que la salud de la entrada que nos correspondía —Desdémona Stephanides, de noventa y un años— destacaba entre todas las demás. Frente a polacos muertos por kielbasa, belgas acabados por las pommes frites, anglosajones eliminados por los puddings o españoles paralizados por el chorizo, la línea de puntos griega seguía adelante mientras que las demás decaían en un enredo de trayectorias descendentes. ¿Quién sabía? Como pueblo, en los últimos milenios no habíamos tenido mucho de lo que estar orgullosos. De modo que tal vez fuese comprensible que, en las visitas del doctor Müller olvidáramos mencionar la inquietante anomalía que, con sus múltiples ataques, había representado Lefty. No queríamos desviar el gráfico de su curso con nuevos datos, de manera que tampoco mencionamos que Desdémona tenía en realidad setenta y un años, no noventa y uno, y que ella siempre había confundido los sietes con los nueves. Tampoco hablamos de sus tías, Talía y Victoria, ambas fallecidas en plena juventud de un cáncer de mama; y no dijimos nada de la hipertensión que, bajo el pimpante y juvenil exterior, agobiaba las arterias de Milton. No podíamos. No queríamos que nos ganaran los italianos o incluso aquel búlgaro. Y el doctor Müller, absorto en sus investigaciones, no observó el catálogo de servicios funerarios que Desdémona tenía junto a la cama, ni el retrato de su difunto marido junto a la fotografía de su sepultura: los abundantes parafernales de una viuda abandonada en la tierra, que no pertenecía a ninguna cuadrilla de inmortales del Monte Olimpo. Sólo era la única que quedaba viva.

Mientras, crecían las tensiones entre mi madre y yo.

—¡No te rías!

—Lo siento, cariño. Pero es que no tienes nada que… que…

—¡Mamá!

—… que sujetar.

Un grito, presagio de berrinche. Pies corriendo escaleras arriba, mientras Tessie recomendaba:

—No seas tan exagerada, Callie. Te compraremos un sujetador, si quieres.

Arriba, en mi habitación, después de echar el pestillo a la puerta, me quité la camisa delante del espejo para ver… ¡que mi madre tenía razón! ¡Nada! Nada que se pudiera sujetar. Y rompí a llorar de rabia y frustración.

Por la noche, cuando finalmente bajé a cenar, me desquité de la única manera que podía.

—¿Qué te pasa? ¿No tienes hambre?

—Quiero comida normal.

—¿Comida normal? ¿Qué quieres decir?

—Comida norteamericana.

—Tengo que hacer lo que le gusta a la yiayiá.

—Y lo que yo quiero, ¿qué?

—La spanakópita te gusta. Siempre te ha gustado.

—Pues ya no.

—Bueno, vale. No comas. Muérete de hambre si quieres. Si no te gusta lo que hago, quédate sentada a la mesa hasta que hayamos terminado.

Enfrentada con la prueba del espejo, humillada por la risa de mi propia madre, rodeada de compañeras que se estaban desarrollando, llegué a una conclusión desesperada. Empecé a creer que la dieta mediterránea que mantenía con vida a mi abuela contra su voluntad, también me retrasaba siniestramente la madurez. Era muy lógico pensar que el aceite de oliva con que Tessie salpicaba todo, poseía el misterioso poder de detener el reloj del cuerpo, mientras la mente, inmune a los aceites de cocina, no interrumpía su marcha. Ése era el motivo por el que Desdémona acusaba la desesperación y el cansancio de una persona de noventa años mientras la edad de sus arterias era la de una de cincuenta. ¿Sería posible, me pregunté, que los ácidos grasos omega-3 y las tres clases de verdura que ingería en cada comida fueran la causa del retraso en mi madurez sexual? Y el yogur que me tomaba para desayunar, ¿impedía el desarrollo del pecho? Era posible.

—¿Qué te pasa, Cal? —preguntó Milton, que comía sin dejar de leer el periódico de la tarde—. ¿No quieres llegar a los cien años?

—Si tengo que comer esto todo el tiempo, no.

Pero ahora fue Tessie quien se lamentó. Tessie, que ya llevaba casi dos años cuidando de una anciana que no quería levantarse de la cama. Tessie, que tenía un marido más enamorado de los perritos calientes que de ella. Tessie, que en secreto controlaba las evacuaciones de sus hijos y, por tanto, sabía exactamente cuánto podía perturbar la digestión la comida norteamericana.

—Tú no vas a la compra —dijo con lágrimas en los ojos—. No ves las cosas que yo veo. ¿Cuándo ha sido la última vez que has pisado la farmacia, Señorita Comida Normal? ¿Sabes de qué están llenas las estanterías? ¡De laxantes! Siempre que voy a la farmacia me encuentro con que la persona que va delante de mí compra laxante. Y no sólo una caja. Las compran a puñados.

—Sólo la gente mayor.

—No sólo la gente mayor. También madres jóvenes. Y adolescentes. ¿Quieres saber la verdad? ¡En este país nadie puede hacer caca!

—Bueno, ahora sí que me ha entrado apetito.

—¿Es por lo del sostén, Callie? Porque si es por eso, ya te he dicho que…

—¡Mamaaá!

Pero era demasiado tarde.

—¿Qué sostén? —inquirió Capítulo Once, que añadió sonriendo—: ¿Acaso cree el Gran Lago Salado que necesita un sostén?

—Cállate.

—Vaya. Debo de tener sucias las gafas. Voy a limpiarlas. Ah, ya está mejor. Vamos a echar un vistazo.

—¡Cierra el pico!

—No, yo no diría que el Gran Lago Salado haya experimentado ningún género de alteración geológica…

—¡Pues tu cara sí, forunculoso!

—Sigue tan lisa como siempre. Perfecta para una contrarreloj.

—¡Maldita sea! —gritó Milton, silenciándonos a los dos.

Creíamos que le habíamos hartado con nuestras peleas.

—¡Ese cabrón de juez!

No nos miraba a nosotros, sino a la primera página del The Detroit News. Se le puso la cara roja y luego —la hipertensión que no habíamos mencionado— casi púrpura.

Aquella mañana, en el Tribunal de Distrito, el juez Roth había concebido un buen instrumento para acabar con la segregación en los colegios. Si en Detroit no quedaban suficientes alumnos blancos, los traería de otra parte. El juez Roth había reclamado la jurisdicción sobre toda la «zona metropolitana». Jurisdicción sobre la ciudad de Detroit y las cincuenta y tres barriadas periféricas. Incluida Grosse Pointe.

—¡Justo cuando os saco de ese horrible antro —gritaba Milton—, ese cabrón de Roth quiere que volváis!