Por ignominioso que resulte decirlo, los disturbios, fueron lo mejor que nos había pasado en la vida. De la noche a la mañana pasamos de ser una familia que intentaba desesperadamente mantenerse dentro de la clase media a otra con esperanzas de entrar disimuladamente en la clase alta. El dinero del seguro no era tanto como Milton había creído. Dos de las compañías se negaron a pagar el importe completo, alegando cláusulas de doble indemnización. Sólo pagaron una cuarta parte del valor de las pólizas. Sin embargo, la suma de todas ellas daba un total que superaba con mucho el valor del Salón Cebra, lo que permitió a nuestros padres introducir algunos cambios en nuestra forma de vivir.
De todos los recuerdos de mi infancia, ninguno tiene el hechizo, la absoluta magia de la noche que oímos un bocinazo en el jardín y, al mirar por la ventana, vimos que una nave espacial había aterrizado en la entrada de la casa.
Se había posado casi sin ruido junto a la ranchera de mi madre. Las luces delanteras destellaban de manera intermitente. La parte de atrás emitía un resplandor rojo. Durante treinta segundos no ocurrió nada más. Pero finalmente la ventanilla de la nave se replegó descubriendo en su interior, no a un marciano, sino a Milton. Se había afeitado la barba.
—Llamad a vuestra madre —dijo, sonriendo—. Vamos a dar un paseíto.
No era una nave espacial, pero se le parecía mucho: un Cadillac Fleetwood de 1967, el coche más intergaláctico que Detroit haya producido jamás. (Sólo faltaba un año para el lanzamiento de una nave a la luna). Era tan negro como el espacio mismo, y tenía la forma de un cohete tumbado en el suelo. El alargado capó terminaba en punta, como una nariz picuda, y a partir de ahí la nave se prolongaba por el camino de entrada en una línea amplia, bella, inquietantemente perfecta. Tenía un radiador plateado con multitud de ranuras, como para filtrar polvo de estrellas. De las luces cónicas de color amarillo que señalaban el giro, arrancaba una serie de tubos cromados —posible revestimiento de un sistema de circuitos— que llegaba a la parte de atrás, donde el vehículo se ensanchaba con cohetes propulsores y alerones a reacción.
Por dentro, el Cadillac tenía una tapicería tan lujosa y una iluminación tan tenue como el bar del Ritz. Los apoyabrazos disponían de ceniceros y encendedores. Tapizado de cuero negro, emitía un intenso olor a nuevo. Era como meterse en una billetera. No nos pusimos en marcha inmediatamente. Permanecimos allí, como si bastara simplemente estar sentados en el coche, como si ahora que lo teníamos pudiéramos olvidarnos de la sala de estar y reunirnos todas las noches en la entrada de la casa. Dejando la transmisión en punto muerto, Milton nos enseñó todas aquellas maravillas. Abrió y cerró las ventanillas apretando un botón. Bloqueó las puertas pulsando otro. Corrió su asiento hacia delante accionando un mecanismo y luego lo echó hacia atrás hasta que le vi la caspa de los hombros. Cuando puso el coche en marcha todos estábamos un poco mareados. Fuimos por Seminole, pasando frente a los vecinos como si ya estuviéramos despidiéndonos de Pueblo Indio. En la esquina, Milton puso el intermitente, que con su tictac empezó a contar los segundos que faltaban para nuestra marcha definitiva.
El Fleetwood del 67 fue el primer Cadillac de mi padre, pero luego tuvo muchos más. A lo largo de los siete años siguientes, Milton cambió de modelo casi cada temporada, de manera que puedo trazar la historia de mi vida siguiendo los rasgos distintivos de su larga línea de Cadillac. Cuando desaparecieron los alerones de cola, yo tenía nueve años; cuando llegaron las antenas automáticas, once. Mi vida emocional también va a la par con los diversos diseños. En los años sesenta, cuando los Cadillac estaban tan seguros de sí mismos con sus líneas futuristas, yo también confiaba en mí misma y en el porvenir. No obstante, durante la crisis del petróleo de los setenta, cuando el fabricante sacó el desafortunado Seville —un coche al que parecían haber despachurrado por detrás—, yo también me sentí contrahecha. Digan un año y yo les diré el coche que teníamos. En 1970, un Eldorado color Coca-Cola. En 1971, un DeVille rojo. En 1972, un Fleetwood dorado con la visera del asiento del pasajero que, al bajarse, se convertía en el espejo del tocador de una prometedora actriz (en el que Tessie se inspeccionaba el maquillaje y yo mis primeros defectos). En 1973, el largo Fleetwood de techo abovedado, negro, que hacía detenerse a los demás coches porque creían que pasaba un entierro. En 1974, el Florida Special de dos puertas, amarillo canario, techo de vinilo corredizo y asientos de cuero tostado que mi madre sigue conduciendo hoy día, treinta años después.
Pero en 1967 era el Fleetwood futurista. Una vez que alcanzamos la velocidad adecuada, Milton dijo:
—Bueno. Y ahora a ver qué os parece esto.
Dio a un interruptor por debajo del salpicadero. Hubo un murmullo sibilante, como de globos que se inflaran. Poco a poco, como subidos a una alfombra mágica, los cuatro llegamos a dar con la cabeza en el techo.
—Es lo último, lo llaman «paseo espacial». Fenómeno, ¿eh?
—¿Es una especie de sistema de suspensión hidráulica? —quiso saber Capítulo Once.
—Supongo que sí.
—A lo mejor no tengo que ponerme la almohada debajo para conducir —aventuró Tessie.
Después de eso, nadie habló durante unos momentos. Íbamos en dirección este, fuera de Detroit, literalmente flotando en el aire.
Lo que me lleva a la segunda parte de nuestro movimiento ascendente en la escala social. Poco después de los disturbios, como tantos otros habitantes de Detroit, mis padres empezaron a buscar una casa en las afueras. El barrio residencial en que habían puesto los ojos era Grosse Pointe, la zona acomodada a orillas del lago donde vivían los magnates de la industria automovilística.
Tardaron más tiempo del que esperaban. En el Cadillac, explorando las cinco zonas de Grosse Pointe (el parque, el centro, las fincas, el bosque, la ribera), mis padres vieron carteles de SE VENDE en muchos jardines. Pero cuando paraban en agencias inmobiliarias y rellenaban formularios, de pronto se enteraban de que aquellas casas ya no estaban en venta, se habían vendido o costaban el doble.
Al cabo de dos meses de búsqueda, Milton se encontraba en la última agencia inmobiliaria de su lista, con una tal señorita Jane Marsh, de la Inmobiliaria Great Lakes. Y sus sospechas empezaban a crecer.
—Este inmueble es un tanto peculiar —previene a Milton la señorita Marsh una tarde de septiembre, mientras lo conduce hacia la entrada de la casa—. Requiere un comprador con cierta visión. —Abre la puerta y lo hace pasar—. Pero tiene buen pedigree. El proyecto es de Hudson Clark. —Se queda esperando una señal de reconocimiento y concluye—: El de la Escuela de la Pradera.
Milton asiente confuso. Vuelve la cabeza echando un vistazo al interior de la casa. No le ha atraído mucho la fotografía que la señorita Marsh le ha mostrado en la oficina. Demasiado cuadrada. Demasiado moderna.
—No estoy seguro de que a mi mujer le guste algo así, señorita Marsh.
—Me temo que no tenemos nada más tradicional que enseñarle en este momento.
Por un pasillo blanco, lo conduce a un breve tramo de escalera sin barandilla. Y ahora, mientras bajan al cuarto de estar, dispuesto en un nivel inferior, la señorita Marsh vuelve la cabeza hacia él. Con una educada sonrisa que descubre una extensión de encía conejil en la parte de arriba de la boca, examina la tez de Milton, su pelo, sus zapatos. Echa un nuevo vistazo a su solicitud.
—Stephanides. ¿De dónde es ese apellido?
—Es griego.
—Griego. Qué interesante.
La señorita Marsh vuelve a mostrar fugazmente la encía superior mientras escribe una nota en su cuaderno. Luego prosigue con la visita de la casa.
—Sala de estar a nivel más bajo. Veranda adjunta a comedor. Y, como puede ver, la casa está bien surtida de ventanas.
—Más bien es una ventana, señorita Marsh.
Milton se acerca al ventanal y examina el patio. Mientras, a un par de metros de distancia, la señorita Marsh observa a Milton.
—¿Puedo preguntarle a qué se dedica, señor Milton?
—A la hostelería.
Otra nota en el cuaderno.
—Quizá podría indicarle las iglesias que hay en la zona. ¿A qué confesión pertenece?
—Yo no soy aficionado a esas cosas. Mi mujer lleva a los niños a la iglesia griega.
—¿Ella también es griega?
—Es de Detroit. Los dos somos de la Zona Este.
—Y necesita espacio para sus dos hijos, ¿no es eso?
—Sí, señorita. Y además tenemos a mis padres viviendo con nosotros.
—Ah, ya veo.
Y ahora desaparecen las rosadas encías, mientras la señorita Marsh empieza a hacer cuentas. Vamos a ver. Mediterráneo meridional. Un punto. No ejerce ninguna profesión liberal. Un punto. ¿Religión? Iglesia griega. Es como la católica, ¿no? Así que otro punto ahí. ¡Y sus padres viven con él! ¡Otros dos puntos! Lo que hacen… ¡cinco! Pero si no puede ser. No puede ser.
Para explicar la aritmética de la señorita Marsh: en aquella época, las agencias inmobiliarias de Grosse Pointe evaluaban a los posibles compradores con un mecanismo denominado «Sistema de puntos». (Milton no era el único preocupado porque el barrio se fuera al carajo). Nadie hablaba de ello abiertamente. Los agentes inmobiliarios sólo mencionaban «criterios comunitarios», y vendían propiedades «a la gente como es debido». Ahora que se había iniciado el éxodo de las familias blancas, el «Sistema de puntos» era más importante que nunca. Había que evitar que ocurriera lo mismo que en Detroit.
Discretamente, la señorita Marsh traza un diminuto «5» junto a «Stephanides» y lo encierra en un círculo. Y al hacerlo, percibe cierta sensación. Una especie de pesar. Después de todo, el «Sistema de puntos» no es idea suya. Se utilizaba mucho antes de que ella llegara a Grosse Pointe desde Wichita, donde su padre trabaja de carnicero. Pero no puede hacer nada. Sí, la señorita Marsh lo siente. Y es que, oiga. ¡Fíjese en esta casa! ¿Quién va a comprarla si no es italiano o griego? Nunca conseguiré venderla. ¡Jamás!
Su cliente sigue en la ventana, mirando afuera.
—Comprendo su preferencia por algo más «Viejo Mundo», señor Stephanides. De cuando en cuando disponemos de algo así. Si no pierde la paciencia, tengo su número de teléfono. Lo llamaré cuando aparezca algo a la venta.
Milton no la está escuchando. Está absorto en el panorama. La casa tiene terraza en la planta alta y patio en la parte de atrás. Y además hay dos edificaciones anexas, más pequeñas.
—Hábleme de ese tal Hudson Clark —añade ahora.
—¿Clark? Pues, francamente, es un personaje secundario.
—La Escuela de la Pradera, ¿eh?
—Hudson Clark no era Frank Lloyd Wright, si se refiere a eso.
—¿Qué son esas edificaciones de ahí?
—Yo no las llamaría así, señor Stephanides. Sería darles aires de grandeza. Una es la caseta del baño. En bastante mal estado, por cierto. Ni siquiera sé si funciona. La de detrás es el pabellón de huéspedes. Que también requiere bastante obra.
—¿La caseta del baño? Eso es diferente. —Milton se aparta de la ventana. Empieza a deambular por la casa, mirándola con otros ojos: muros de Stonehenge, azulejos de Klimt, espacios abiertos. Todo geométrico y cuadriculado. El sol entra a raudales por numerosas claraboyas.
—Ahora que estoy aquí —dice Milton—, me parece que empiezo a comprender la idea de esta casa. La foto que me ha enseñado no le hace justicia.
—Francamente, señor Stephanides, para una familia como la suya, con niños, no estoy segura de que esto sea lo más indicado…
Pero, antes de que pueda terminar, Milton alza las manos, rindiéndose.
—No tiene que enseñarme nada más. Con edificaciones en mal estado y todo, me la quedo.
Hay una pausa. La señorita Marsh sonríe con sus encías de dos pisos.
—Me parece estupendo, señor Stephanides —afirma sin entusiasmo—. Claro que todo depende de la aprobación del crédito.
Pero ahora le toca sonreír a Milton. Pese a todos los desmentidos sobre su existencia, el «Sistema de puntos» no es ningún secreto. El año pasado, Harry Karras trató sin éxito de comprar una casa en Grosse Pointe. A Pete Savidis le ocurrió lo mismo. Pero nadie va a decirle a Milton Stephanides dónde debe vivir. Ni la señorita Marsh ni una pandilla de agentes inmobiliarios que sólo venden casas en el club de campo.
—No se preocupe por eso —repuso mi padre, disfrutando del momento—. Pagaré al contado.
Superando la barrera del «Sistema de puntos», mi padre nos consiguió una casa en Grosse Pointe. Fue la única vez en su vida que pagó en efectivo y por adelantado. Pero ¿qué hay de las demás barreras? ¿Del hecho de que las agencias sólo le habían mostrado las casas menos atractivas en las zonas más próximas a Detroit? ¿Casas que nadie quería? ¿De su incapacidad de ver más allá de los grandes gestos, y de que compró la casa sin consultar primero a mi madre? Bueno, para esos problemas no había solución.
El día de la mudanza nos pusimos en marcha en dos coches. Tessie, conteniendo las lágrimas, llevó a Lefty y Desdémona en su ranchera. Milton nos llevó en el Fleetwood a Capítulo Once y a mí. A lo largo de Jefferson aún quedaban restos de los disturbios. Y mis preguntas seguían sin respuesta.
—¿Y qué me dices de la Fiesta del Té de Boston? —desafié a mi padre desde el asiento de atrás—. Los colonos se apoderaron del té y lo arrojaron a las aguas del puerto. Fue lo mismo que una revuelta.
—No tiene nada que ver —repuso Milton—. Pero ¿qué coño os enseñan en el colegio? Con la Fiesta del Té de Boston los americanos se rebelaron contra otro país que los oprimía.
—Pero no era otro país, papá. Era el mismo país. Entonces ni siquiera existía Estados Unidos.
—Deja que te pregunte una cosa. ¿Dónde estaba el rey Jorge cuando tiraron al agua el cargamento de té? ¿Estaba en Boston? ¿En América siquiera? No. Estaba a miles de kilómetros de aquí, en Inglaterra, comiendo buñuelos.
El implacable Cadillac negro siguió a toda pastilla, llevándonos a mi padre, a mi hermano y a mí fuera de aquella ciudad desgarrada por la guerra. Cruzamos un diminuto canal que, como un puente levadizo, separaba Detroit de Grosse Pointe. Y entonces, antes de que pudiéramos darnos cuenta del cambio, estábamos en la casa del Bulevar Middlesex.
Los árboles fueron lo primero que me llamó la atención. Dos enormes sauces llorones, como imprecisos mamuts, a cada lado de la casa. Sus lianas pendían sobre el camino de entrada como esponjas en un túnel de lavado. En lo alto brillaba el sol de otoño. Al pasar entre las hojas, teñía los sauces de una verde fosforescencia. Era como una lámpara encendida en medio de la fresca sombra, impresión que se reforzaba por la casa frente a cuya entrada acabábamos de detenernos.
¡Middlesex! ¿Ha vivido alguien alguna vez en una casa tan extraña? ¿Tan de ficción científica? ¿Tan futurista y pasada de moda al mismo tiempo? ¿Una casa tan parecida al comunismo, mejor en la teoría que en la práctica? Los muros eran de un amarillo pálido, compuestos con bloques de piedra octogonales y coronados con un alero de palisandro. Grandes ventanales corrían a todo lo largo de la fachada. Hudson Clark (nombre que Milton soltaría a cada momento durante los años venideros, pese al hecho de que no lo conocía nadie) había proyectado Middlesex de manera que armonizase con el entorno natural. Lo que significaba, en concreto, los sauces y la morera que crecía pegada a la fachada de la casa. Olvidándose de dónde estaba (en un barrio conservador de las afueras) y lo que había al otro lado de aquellos árboles (los Turnbul y los Pickett), Clark siguió los principios de Frank Lloyd Wright, desterrando la vertical victoriana en favor de la horizontal del Medio Oeste, abriendo los espacios interiores e introduciendo cierta influencia japonesa. Middlesex era el testimonio de una teoría intransigente con el sentido práctico. Por ejemplo: Hudson Clark no creía en las puertas. La idea de puerta, esa cosa que oscila para un lado o para otro, estaba pasada de moda. De manera que en Middlesex no teníamos puertas. Lo que había, en cambio, eran largas barreras, semejantes a un acordeón, hechas de pita, que funcionaban con una bomba neumática emplazada en el sótano. La idea de escalera en el sentido tradicional también era algo que ya no se necesitaba. La escalera representaba un punto de vista teleológico del universo, de una cosa que lleva a otra, mientras que ahora todo el mundo sabía que una cosa no conducía a otra sino, con mucha frecuencia, a ninguna parte. De modo que la escalera, tampoco. Ah, sí, terminaba subiendo. Conducía al insistente escalador a la planta alta, pero por el camino lo llevaba también a un montón de sitios. Había un rellano, por ejemplo, sobre el que oscilaba un móvil. Por la escalera, las paredes tenían mirillas y estantes empotrados. Al subir, se veían las piernas de quien circulara por el pasillo de arriba. Podía espiarse a quien se hubiera quedado en la sala de estar.
—¿Dónde están los armarios? —preguntó Tessie nada más entrar.
—¿Armarios?
—La cocina está a mil kilómetros de la sala de estar, Milt. Cada vez que alguien quiera comer algo deberá ir de acá para allá por toda la casa.
—Así haremos algo de ejercicio.
—¿Y dónde voy a encontrar cortinas para estas ventanas? No las hay tan grandes. ¡Todo el mundo nos verá desde la calle!
—Piénsalo al revés. Nosotros podremos ver lo que pasa en la calle.
Pero entonces se oyó un grito al otro extremo de la casa:
—Mana!
En contra de sus instintos, Desdémona había apretado un botón de la pared.
—¿Qué clase de puerta es ésta? —gritaba mientras todos íbamos corriendo hacia ella—. ¡Se mueve sola!
—Vaya, qué chulada —se asombró Capítulo Once—. Vamos a probar, Cal. Mete la cabeza en la abertura de la puerta. Eso es, así…
—No juguéis con la puerta, chicos.
—Sólo estoy probando la presión.
—¡Ay!
—¿Qué te había dicho, cabeza de chorlito? Ahora saca a tu hermana de la puerta.
—Eso intento. El botón no funciona.
—¿Cómo que no funciona?
—Vaya, Milt, lo que faltaba. No hay armarios y ahora tendremos que llamar a los bomberos para que saquen a Callie de la puerta.
—No está hecha para que metan el cuello en ella.
—Mana!
—¿Respiras bien, cariño?
—Sí, pero me duele.
—Es como el tío aquel de las cavernas de Karlsbad —observó Capítulo Once—. Se quedó atrapado y tuvieron que darle de comer durante cuarenta días, pero se acabó muriendo.
—Deja de retorcerte, Callie. Lo estás consiguiendo…
—No me estoy retorciendo…
—¡Le veo las bragas a Callie! ¡Le veo las bragas!
—Cállate ahora mismo.
—Venga, Tessie, coge a Callie de la pierna. Vamos, a la de tres. A la una, a las dos… ¡y a las tres!
Nos instalamos, con nuestros diversos recelos. Tras el incidente con la puerta neumática, Desdémona tuvo la premonición de que aquella casa llena de comodidades modernas (que en realidad era casi tan vieja como ella) sería la última en que viviría. Trasladó al pabellón de huéspedes las pertenencias que les quedaban —la mesita de cobre, la caja de gusanos de seda, el retrato del patriarca Atenágoras—, pero nunca se acostumbró a la claraboya, que era como un agujero en el techo, ni al grifo del baño, accionado por un pedal, ni a la caja que hablaba en la pared. (Todas las habitaciones de Middlesex tenían interfono. En los años cuarenta, época en que los instalaron —unos treinta años después de construida la casa, en 1909—, es probable que aquellos aparatos funcionaran bien. Pero en 1967, cuando se hablaba por el interfono de la cocina, salía la voz por la habitación principal. Además distorsionaban la voz, de manera que había que escuchar con mucha atención para entender lo que decían: como descifrar las primeras e incomprensibles palabras de un niño).
Capítulo Once hacía experimentos con el sistema neumático del sótano y se pasaba horas mandando una bola de ping-pong por la casa mediante una serie de tubos de aspiradora interconectados. Tessie no dejaba de quejarse por la falta de armarios y la distribución de la casa, tan falta de sentido práctico, pero poco a poco, gracias a un toque de claustrofobia, llegó a apreciar los muros de cristal de Middlesex.
Todo lo limpiaba Lefty. Echando una mano, como siempre, se encargó de la interminable e inútil tarea de tener relucientes todas aquellas superficies modernistas. Con la misma dedicación con que estudiaba el aoristo de los verbos del griego antiguo —tiempo tan tedioso que especificaba acciones que jamás podrían completarse—, lefty limpiaba los enormes ventanales, los cristales empañados de la veranda, las puertas correderas que daban al patio e incluso las claraboyas. Mientras él se dedicaba a dejar la casa como los chorros del oro, nosotros la explorábamos. O, mejor dicho, explorábamos todas las construcciones de la casa. El meditabundo cajón amarillo pastel que daba a la calle contenía las habitaciones principales, donde se hacía la vida familiar. Detrás había un patio con un estanque seco sobre el cual un cerezo silvestre se inclinaba vanamente para ver su reflejo. Por el lado occidental de ese patio, arrancando de la parte de atrás de la cocina, discurría un túnel blanco y traslúcido, semejante al conducto que utilizan los jugadores de fútbol para acceder al campo. Ese túnel llevaba a una edificación anexa, pequeña y abovedada —una especie de enorme iglú—, rodeada de un porche cubierto. Dentro había una bañera grande (que se está calentando ahora, disponiéndose a desempeñar su papel en mi vida). Detrás había otro patio, empedrado con piedras negras y lisas. En su extremo oriental, para equilibrar el túnel, había un pórtico con finas columnas de hierro marrón. El pórtico conducía al pabellón de invitados, donde ningún huésped se alojó jamás: únicamente Desdémona, que vivió allí una breve temporada con su marido y luego sola durante mucho tiempo.
Pero Middlesex tenía algo más importante para un niño: montones de cornisas por donde se podía caminar con las playeras. Los huecos de hormigón de las ventanas eran anchos, perfectos para convertirlos en almenas. Había azoteas y pasarelas. Capítulo Once y yo siempre andábamos escalando por toda Middlesex. Lefty limpiaba las ventanas y, cinco minutos más tarde, aparecíamos mi hermano y yo para apoyarnos en el cristal y dejar marcadas las puntas de los dedos. Y al verlo, nuestro alto y mudo abuelo, que en otra vida podría haber sido profesor pero en ésta, empuñaba un trapo húmedo y un cubo, se limitaba a sonreír y a limpiar de nuevo los cristales.
Aunque nunca me dijo una palabra, yo adoraba a mi chaplinesco papú. Su mudez parecía un acto de refinamiento. Cuadraba con su ropa elegante, sus zapatos de empeine entretejido, su pelo brillante. Y sin embargo no era nada rígido sino juguetón, incluso cómico. Cuando me llevaba de paseo en coche, muchas veces fingía quedarse dormido al volante. De pronto se le cerraban los ojos y se le caía la cabeza. El coche seguía su camino, sin piloto, derivando hacia el bordillo de la acera. Yo me reía, gritaba, me tiraba del pelo y pataleaba. En el último momento, Lefty se despertaba con un sobresalto, cogiendo el volante y evitando el desastre.
No necesitábamos decir nada. Nos entendíamos sin hablar. Pero entonces ocurrió algo horrible.
Es un sábado por la mañana, unas semanas después de mudarnos a Middlesex. Lefty me lleva a dar un paseo por el nuevo barrio. Pensamos bajar hasta el lago. De la mano, cruzamos el jardín. Unas monedas resuenan en el bolsillo de sus pantalones, justo un poco más abajo de mi oreja. Le paso los dedos por el pulgar, fascinada por la ausencia de uña, que según ha mantenido siempre se la arrancó de un mordisco un mono en el zoológico.
Ya llegamos a la acera. El obrero que hace las aceras en Grosse Pointe ha dejado su nombre en el cemento: J. P. Steiger. Hay también una grieta, por donde las hormigas libran una escaramuza. Ahora cruzamos el césped entre la acera y la calle. Y llegamos al bordillo.
Yo bajo como es debido. Pero Lefty no; cae limpiamente a la calzada, de pie, desde unos quince centímetros de altura. Sin soltarlo de la mano, me río de él por ser tan torpe. Lefty también se ríe. Pero no me mira. Sigue con la mirada perdida en el espacio. Y, alzando la vista, veo cosas de mi abuelo que, dada mi juventud, no deberían llamarme la atención. Veo miedo en sus ojos, y desconcierto, y, lo más asombroso de todo, el hecho de que algún problema de los mayores tenga prioridad sobre nuestro paseo. Le da el sol en los ojos. Sus pupilas se contraen. Seguimos en medio del polvo y las hojas muertas del bordillo de la acera. Cinco segundos. Diez. Lo bastante para que Lefty se enfrente a la evidencia de sus disminuidas facultades y yo sienta la marea de las que van creciendo en mi interior.
Lo que nadie sabía: Lefty había tenido otro ataque la semana anterior. Ya sin habla, empezaba ahora a sufrir desorientación espacial. Los muebles avanzaban y retrocedían como en el tubo de la risa. Como gastando una broma, las sillas ofrecían su asiento para retirarse en el último momento. Las casillas del tablero de backgammon saltaban como las teclas de una pianola. Lefty no le dijo nada a nadie.
Como ya no se fiaba de sí mismo para conducir, en vez de pasear en coche íbamos a pie. (Así es como llegamos al bordillo de la acera, al obstáculo que, no habiéndolo percibido, fue incapaz de salvar). Fuimos caminando por Middlesex, el mudo anciano y su flacucha nieta, una niña que hablaba por dos, cuya desenvoltura al hablar se debía, según bromeaba su padre, el hombre que antes tocaba el clarinete, a que practicaba la respiración circular. Yo me estaba familiarizando con Grosse Pointe, con las elegantes madres que llevaban pañuelos de chiffon en la cabeza y con una casa oscura, envuelta en un sudario de cipreses, donde vivía la única familia judía del barrio (que también había pagado al contado). Mientras mi abuelo trataba de habituarse a una realidad mucho más aterradora. Cogido de mi mano para mantener el equilibrio, con los árboles y arbustos haciendo extraños y sinuosos movimientos en su visión periférica, Lefty encaraba la posibilidad de que la conciencia fuese un accidente biológico. Aunque nunca había sido una persona religiosa, comprendía ahora que siempre había creído en el alma, en una potencia del espíritu que sobrevivía a la muerte. Pero al ver que le seguían flaqueando las facultades mentales, produciéndole cortocircuitos, llegó finalmente a la fría conclusión, tan en desacuerdo con su juvenil despreocupación, de que el cerebro no era más que un órgano como los demás y que cuando fallaba se acababa todo.
Es imposible que una niña de siete años se pase todo el tiempo paseando con su abuelo. Era la nueva del barrio y quería hacer amigos. Desde la azotea a veces veía a una niña más o menos de mi edad que vivía en la casa de detrás de la nuestra. Al anochecer salía a un pequeño balcón y arrancaba pétalos a las flores plantadas en la jardinera. Cuando se sentía con un ánimo más juguetón, realizaba desganadas piruetas, como acompañamiento a mi caja de música, que yo siempre me subía a la azotea para que me hiciera compañía. Llevaba el pelo largo, con flequillo, y lo tenía tan claro que, como no la había visto a la luz del día, creí que era albina.
Pero estaba equivocada: porque la vi una tarde a pleno sol, cogiendo una pelota que se le había colado en nuestro jardín. Se llamaba Clementine Stark. No era albina, sólo muy pálida, y alérgica a cosas difíciles de evitar (la hierba, el polvo de la casa). A su padre le dio un ataque al corazón poco más tarde, y mis recuerdos de ella están ahora teñidos con el añil de la desgracia que aún no le había ocurrido. Estaba con las piernas desnudas entre la enmarañada hierba que crecía entre ambas casas. Su piel ya empezaba a reaccionar a las briznas de hierba pegadas a la pelota, cuya humedad quedó explicada de pronto por el rechoncho Labrador que apareció cojeando.
Clementine Stark tenía una cama con dosel fondeada, como una barcaza imperial, al borde de la alfombra azul de su cuarto. Tenía una colección de insectos que parecían venenosos. Era un año mayor que yo, por lo que sabía más cosas, como es natural, y había estado una vez en Cracovia, en un país llamado Polonia. Debido a sus alergias, Clementine se pasaba casi todo el tiempo sin salir a la calle. Eso nos obligaba a estar casi siempre dentro de casa, lo que condujo a que Clementine me enseñara a besar.
Cuando conté al doctor Luce la historia de mi vida, el punto que más le interesó fue cuando apareció Clementine Stark. Le traían sin cuidado los abuelos con remordimientos de conciencia, las cajas de gusanos de seda o las serenatas de clarinete. Hasta cierto punto, lo entiendo. Incluso estoy de acuerdo.
Clementine Stark me invitó a su casa. Sin comparación alguna con Middlesex, era un lugar de abrumador aspecto medieval, una fortaleza de piedra gris, nada bonita salvo por la extravagancia —una concesión a la princesa— de una sola y puntiaguda torre donde ondeaba un gallardete azul. Dentro había tapices colgados en las paredes, una armadura con unas palabras francesas en la visera y, con leotardos negros, la esbelta madre de Clementine. Estaba haciendo ejercicio de piernas.
—Ésta es Callie —anunció Clementine—. Ha venido a jugar.
Saludé con una amplia sonrisa. Traté de hacer una especie de reverencia. (Al fin y al cabo, era mi presentación en la buena sociedad). Pero la madre de Clementine ni siquiera volvió la cabeza.
—Acabamos de mudarnos —informé—. Vivimos en la casa que está detrás de la suya.
Ahora frunció el ceño. Pensé que había dicho algo que no debía: mi primer error de protocolo en Grosse Pointe.
—¿Por qué no os vais arriba, niñas? —sugirió la señora Stark.
Lo hicimos. En su habitación, Clementine se montó a un caballito de balancín. Siguió montada durante tres minutos sin decir nada. Luego, de repente, se bajó.
—Antes tenía una tortuga, pero se escapó.
—¿Ah, sí?
—Mi madre dice que si se ha acostumbrado a estar fuera, a lo mejor vive todavía.
—Seguro que se ha muerto.
Clementine aceptó aquello con valor. Se acercó y puso su brazo junto al mío.
—Mira, tengo pecas, como la Osa Mayor —anunció.
Estábamos una al lado de la otra frente al espejo de cuerpo entero, haciendo muecas. Clementine tenía los párpados de color rosa. Bostezó. Se frotó la nariz con el canto de la mano. Y entonces preguntó:
—¿Quieres que hagamos prácticas de beso?
No supe qué responder. Ya sabía besar, ¿no? ¿Es que había que aprender algo más? Pero mientras estas preguntas me rondaban por la cabeza, Clementine pasó a darme la lección. Dio media vuelta para ponerse frente a mí. Con expresión grave, me rodeó el cuello con los brazos.
No dispongo de los necesarios efectos especiales, pero habría que imaginarse el pálido rostro de Clementine aproximándose al mío, sus adormilados ojos muy cerca, sus labios con sabor a medicina contrayéndose y todos los demás sonidos del mundo acallándose —el crujir de nuestros vestidos— su madre contando las veces que levantaba las piernas en el piso de abajo, el avión que pasaba entonces trazando un signo de interrogación en el cielo —todo en silencio mientras los versados labios de Clementine, de ocho años, rozan los míos.
Y entonces, en medio de todo eso, mi corazón reacciona.
No da un vuelco, exactamente. Ni un brinco, tampoco. Es una especie de movimiento sincopado, como cuando patalea un sapo al salir de una charca embarrada. Mi corazón, ese anfibio, transitando en ese instante entre dos elementos: el primero, excitación; el segundo, miedo. Intenté concentrarme. Traté de estar a la altura de las circunstancias. Pero Clementine me llevaba mucha ventaja. Giró la cabeza hacia uno y otro lado, como las actrices en las películas. Yo me puse a hacer lo mismo, pero, torciendo la boca, me regañó:
—Tú eres el hombre.
Así que dejé de hacerlo. Me quedé quieta con los brazos a los costados. Finalmente, Clementine interrumpió el beso. Me miró un momento sin expresión, y luego observó:
—No está mal, para ser la primera vez.
—¡Mamaaá! —grité al volver a casa aquella tarde—. ¡Tengo una amigaaa!
Le hablé a Tessie de Clementine, de las viejas alfombras colgadas en las paredes, de la preciosa madre de mi amiga haciendo gimnasia; le conté todo menos lo de las prácticas de beso. Desde el principio fui consciente de que había algo que no estaba bien en la sensación que me producía Clementine Stark, algo que no debía contar a mi madre, pero entonces no habría sido capaz de expresarlo. Ni siquiera lo relacioné con la sexualidad. Desconocía la existencia de esas cosas.
—¿Puedo invitarla a casa?
—Pues claro —dijo Tessie, aliviada de que mi temporada de soledad en el barrio se hubiera acabado.
—Estoy segura de que nunca ha visto una casa como la nuestra.
Y ahora es un día frío y gris de octubre, más o menos una semana después. Por el patio de una casa amarilla aparecen dos niñas jugando a las geishas. Nos hemos hecho un moño en la coronilla, cruzándolo con dos palillos de comida oriental. Llevamos sandalias y chales de seda. Y también paraguas a guisa de sombrillas. Me sé trozos de The Flower Drum Song y los canto, mientras cruzamos el patio y subimos los escalones de la caseta del baño. Llegamos a la puerta sin reparar en la oscura silueta de la esquina. Dentro, la bañera es de un azul luminoso, burbujeante. Caen al suelo las batas de seda. Dos flamencos risueños, uno de piel muy pálida, otro aceitunado, prueban el agua con la punta del pie.
—Está muy caliente.
—Así tiene que estar.
—Tú primero.
—No, tú.
—Vale.
Y entonces: al agua. Las dos a la vez. Olor a secuoya y eucalipto. Aroma de sándalo en el jabón. Clementine con el pelo pegado al cráneo. Con el pie apareciendo ahora y moviéndose sobre la superficie como la aleta de un tiburón. Reímos, flotamos, gastamos las perlas de baño de mi madre. Del agua sube un vapor tan denso que oscurece las paredes, el techo, la sombría figura del rincón. Me examino la planta de los pies, tratando de entender lo que significa tenerlos «planos», cuando veo a Clementine que viene por el agua directamente hacia mí. Saca la cabeza entre el vapor. Creo que vamos a besarnos otra vez, pero en cambio me enrosca las piernas en la cintura. Ríe histéricamente, tapándose la boca.
—Ponte cómoda —me susurra al oído, abriendo los ojos como platos.
Ulula como un mono y me arrastra hacia un escalón de la bañera. Choco entre sus piernas, caigo sobre ella, nos hundimos… y entonces nos retorcemos, girando en el agua, yo encima, luego ella, después yo; nos reímos tontamente, dando gritos de pájaro. El vapor nos rodea, nos envuelve; la luz centellea sobre las agitadas aguas; y seguimos girando, de manera que llega un momento en que no sé qué manos son las mías, qué piernas. No nos besamos. Este juego es mucho menos serio, más travieso, sin normas; nos aferramos mutuamente, tratando de no soltarnos, de que nuestros cuerpos no resbalen, y entrechocamos las rodillas, nos pegamos por la tripita, nos frotamos con las caderas, que se agitan suavemente. Diversas blanduras sumergidas de Clementine me transmiten una información crucial que entonces almaceno para comprenderla años después. ¿Cuánto tiempo estuvimos girando? Ni idea. Pero en un momento determinado nos cansamos. Clementine encalla en el escalón de la bañera, conmigo encima. Me incorporo sobre las rodillas para orientarme, y entonces, pese al agua caliente, me quedo helada. Porque allí mismo, sentado en un rincón de la estancia…, ¡está mi abuelo! Lo veo un instante, inclinado en el asiento —¿se ríe, está enfadado?—, y entonces vuelve a subir el vapor y lo borra de mi vista.
Estoy demasiado perpleja para moverme o hablar. ¿Cuánto tiempo lleva ahí? ¿Qué es lo que ha visto?
—Sólo hacíamos ballet acuático —explica Clementine de manera poco convincente.
El vapor se esfuma de nuevo. Lefty no se ha movido. Sigue en la misma postura que antes, la cabeza inclinada hacia un lado. Está tan pálido como Clementine. Durante un instante frenético pienso que está jugando a nuestro juego del coche, haciéndose el dormido, pero enseguida comprendo que nunca volverá a jugar a nada…
Y acto seguido todos los interfonos de la casa se ponen a aullar. Yo grito a Tessie en la cocina, que grita a Milton en el estudio, que grita a Desdémona en el pabellón de huéspedes.
—¡Ven rápido! ¡Al papú le pasa algo!
Y luego más gritos y una ambulancia con las luces destellantes y mi madre diciéndole a Clementine que ya es hora de que se marche a casa.
Aquella misma noche: el foco se centra en dos habitaciones de nuestra casa de Middlesex. En un círculo de luz, una anciana se santigua y reza, mientras en el otro una niña de siete años reza a su vez, pidiendo perdón, porque para mí, estaba claro que la responsable era yo. Era lo que había hecho…, lo que Lefty había visto… Y prometo que nunca volveré a hacerlo y pido que No dejes que el papú se muera, por favor, y juro que Ha sido culpa de Clementine. Me ha obligado a hacerlo.
(Y en estos momentos al corazón del señor Stark le llega la hora. Sus arterias se cubren de algo parecido al foie-gras. Se agarrotan en un instante. El padre de Clementine se derrumba en la ducha. En la planta baja, la señora Stark, notando algo, interrumpe su ejercicio de piernas; y tres semanas después vende la casa y se lleva a su hija a otra parte. Nunca volví a ver a Clementine…).
Lefty volvió a casa del hospital, recuperado. Pero aquello sólo fue una pausa en la lenta pero inevitable desintegración de su mente. Durante los tres años siguientes, el disco duro de su memoria se fue borrando poco a poco, partiendo de la información más reciente y avanzando hacia atrás. Al principio, Lefty olvidaba cosas del momento, como dónde había dejado la pluma o las gafas, para luego no saber el día, el mes o, finalmente, el año que era. Se le caían trozos enteros de su vida, de manera que cuando nosotros nos movíamos hacia delante en el tiempo, él iba hacia atrás. En 1969, resultaba evidente que él vivía en 1968, porque seguía moviendo la cabeza impresionado, ante los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy. Cuando cruzábamos el valle de los setenta, Lefty había vuelto a los cincuenta. Otra vez mostraba su entusiasmo por la terminación del Canal de San Lorenzo, y dejó de dirigirse a mí por completo porque aún no había nacido. Volvió a sufrir la obsesión por el juego y el sentimiento de inutilidad que tuvo al jubilarse, pero esa etapa desapareció pronto porque enseguida pasó a los cuarenta y a trabajar de nuevo en el bar. Todas las mañanas se levantaba dispuesto a ir a trabajar. Desdémona tenía que inventar complejas artimañas para contentarle, diciéndole que la cocina de la casa era el Salón Cebra, sólo que pintado y empapelado, y lamentándose de lo mal que iba el negocio. A veces invitaba a señoras de la iglesia para que le siguieran la corriente, pidiendo café y dejando dinero en la encimera de la cocina.
Mentalmente, Lefty Stephanides se volvía cada vez más joven mientras que, en realidad, seguía envejeciendo. De manera que a veces intentaba levantar pesos con los que no podía o arrostraba escaleras que sus piernas se negaban a subir. Se producían caídas. Se rompían cosas. En esos momentos, al agacharse a ayudarle, Desdémona veía una momentánea lucidez en los ojos de su marido, como si él también estuviese siguiendo la corriente, fingiendo revivir su vida en el pasado para no afrontar el presente. Entonces se ponía a llorar y Desdémona se echaba a su lado, abrazándolo hasta que se le pasaba el arrebato.
Pero pronto volvió a los años treinta, y buscaba en la radio discursos de Roosevelt. Confundía al lechero negro con Jimmy Zizmo y a veces se subía a su camioneta, pensando que iban a recoger whisky de contrabando. A través de la pizarra, entablaba conversaciones con el lechero acerca del contrabando, y aunque eso hubiera tenido sentido, el lechero no entendía una palabra, porque justo por esa época, el inglés de Lefty empezó a deteriorarse. Cometía errores gramaticales y ortográficos que ya había corregido mucho tiempo atrás, y empezó a escribir en un inglés chapurreado que pronto resultó ininteligible. Cuando se puso a hacer alusiones a Bursa, Desdémona empezó a preocuparse. Era consciente de que el retroceso intelectual de su marido sólo podía conducir a un punto: a los días en que no era su marido sino su hermano, y por la noche se quedaba despierta en la cama esperando ese momento con ansiedad. En cierto sentido, ella también empezó a vivir hacia atrás, porque le volvieron las palpitaciones de su juventud. Ay, Dios mío, rezaba, deja que me muera ya. Antes de que Lefty vuelva al barco. Y entonces, una mañana, se encontró al levantarse con Lefty sentado a la mesa del desayuno. Se había dado en el pelo vaselina que había encontrado en el botiquín, para peinarse a lo Valentino. En el cuello llevaba un paño de cocina, a guisa de pañuelo. Y sobre la mesa estaba la pizarra, en la que había escrito, en griego: «Buenos días, hermanita».
Se pasó tres días gastándole bromitas como entonces, tirándole del pelo y realizando escenas picantes con marionetas de karanguiosis. Desdémona le escondió la pizarra, pero fue inútil. En la comida dominical le cogió una pluma a tío Pete del bolsillo de la camisa y escribió en el mantel: «Dile a mi hermana que se está poniendo gorda». Desdémona palideció. Se llevó las manos a la cara y esperó el golpe que siempre había temido. Pero Peter Tatakis le quitó la pluma a Lefty y se limitó a decir:
—Según parece, Lefty te toma ahora por su hermana.
Todo el mundo se echó a reír. ¿Qué otra cosa podían hacer? Qué hay, hermanita, se pasaron toda la tarde diciendo a Desdémona; y ella siempre se sobresaltaba, creyendo cada vez que se le iba a parar el corazón.
Pero esa etapa no duró mucho. La mente de mi abuelo, encerrada en su espiral de cementerio, se aceleró a medida que se precipitaba hacia su destrucción; tres días después empezó a emitir susurros como un niño pequeño y, al siguiente, a hacerse encima sus necesidades. En ese punto, cuando ya casi nada quedaba de él, Dios permitió que Lefty Stephanides viviese aún otros tres meses, hasta el invierno de 1970. Al final era un ser tan fragmentario como los poemas de Safo que jamás logró restaurar, y una mañana, miró el rostro de la mujer que había sido el gran amor de su vida y no la reconoció. Y entonces sufrió otra clase de golpe en el interior de su cabeza; la sangre se derramó en su cerebro por última vez, haciendo desaparecer para siempre los últimos fragmentos de su conciencia.
Desde el principio hubo un extraño equilibrio entre mi abuelo y yo. Cuando yo daba mi primer grito, Lefty se quedó mudo; y cuando fue perdiendo progresivamente la facultad de la visión, el sentido del gusto, el oído e incluso la capacidad de pensar y recordar, yo empecé a ver, a distinguir los sabores y a recordarlo todo, incluso lo que no había visto, comido o hecho. Ya latente en mi interior, como el futuro servicio a ciento ochenta kilómetros por hora de un niño prodigio del tenis, estaba la facultad de comunicarme entre los sexos, de percibir las cosas no con la monovisión de uno solo, sino con la estetoscopia de ambos. De manera que, después del entierro, en la makaria, miré en torno a la mesa del Grecian Gardens y adiviné lo que los demás sentían. A Milton le embargaba una tormenta de emotividad que se negaba a reconocer. Creía que si hablaba se echaría a llorar, de modo que no dijo una palabra en toda la comida y se tapaba la boca con pan. Tessie era presa de un amor desesperado hacia sus hijos, y no dejaba de abrazarnos y pasarnos la mano por la cabeza, porque los niños son el único bálsamo contra la muerte. Surmelina recordó el día en que dijo a Lefty en la estación Grand Trunk que reconocería su nariz en cualquier parte. Peter Tatakis lamentaba el hecho de no dejar una viuda que guardara luto por él. El padre Mike repasaba complacido el panegírico que había pronunciado por la mañana, mientras tía Zo, deseaba haberse casado con un hombre de negocios.
La única, cuyas emociones no pude sondear, fue Desdémona. En silencio, presidiendo la mesa como correspondía a la viuda, comía desganadamente el pescado y bebía una copa de Mavrodafne, pero sus pensamientos seguían siendo tan oscuros para mí como su rostro detrás del velo negro.
A falta de toda clarividencia sobre el estado de ánimo de mi abuela, me limitaré a referir lo que ocurrió a continuación. Después de la makaria, mis padres, mi abuela, mi hermano y yo, subimos al Fleetwood de mi padre. Con un crespón ondeando en la antena, salimos del barrio griego en dirección a Jefferson. El Cadillac ya tenía tres años, el más viejo que Milton tuvo jamás. Al pasar por la antigua fábrica de Cementos Medusa, oí un prolongado silbido y creía que la yiayiá, sentada a mi lado, suspiraba por su desgracia, pero entonces observé que el asiento se movía. Desdémona se estaba hundiendo. El asiento de atrás estaba engullendo a mi abuela, que siempre había tenido horror a los coches.
Era el «paseo espacial». No se debía accionar hasta que se alcanzaran al menos cincuenta kilómetros por hora. Distraído por el dolor, Milton sólo iba a cuarenta. El sistema hidráulico se averió. El lado derecho del coche se desniveló y así se quedó a partir de entonces. (Y mi padre empezó a tener coche nuevo todos los años, entregando el viejo como parte del pago).
Cojeando, arrastrándonos, volvimos a casa. Mi madre ayudó a Desdémona a bajar del coche y la acompañó por el pórtico que daba al pabellón de huéspedes de la parte de atrás de la casa. Tardaron un buen rato en llegar. Desdémona no hacía más que pararse a descansar, apoyada en el bastón. Finalmente, frente a su puerta, anunció:
—Tessie, me voy a acostar ya.
—Muy bien, yiayiá. Que descanse.
—Me voy a la cama —repitió Desdémona, dando media vuelta y entrando en su casa.
Junto a la cama, la caja de gusanos de seda seguía abierta. Por la mañana había sacado la corona de boda de Lefty, separándola de la suya para que lo enterraran con ella. Ahora, antes de cerrar la caja, la miró un momento. Luego se desnudó. Se quitó el vestido negro y lo colgó en la funda de la ropa, repleta de bolas de naftalina. Volvió a guardar sus zapatos en la caja de la zapatería Penney. Después de ponerse el camisón, se lavó las medias en el baño y las colgó en la barra de la ducha. Y entonces, aunque sólo eran las tres de la tarde, se metió en la cama.
Y no volvió a levantarse, salvo para bañarse los viernes, en los diez años siguientes.