Siempre creen que es una actitud caballeresca de la vieja escuela. La lentitud con la que me insinúo. Lo que tardo en decidirme. (A estas alturas ya he aprendido a hacer el primer movimiento, pero no el segundo).
Invité a Julie Kikuchi a pasar el fin de semana fuera. En Pomerania. La idea era ir en coche a Usedom, una isla del Báltico, y alojarnos en un antiguo centro turístico que gozó de la estima de Guillermo I. Insistí en poner de relieve que tendríamos habitaciones separadas.
Como era fin de semana, traté de vestirme con ropa informal. Para mí no es fácil. Me puse un jersey de pelo de camello, de cuello vuelto, chaqueta de tweed y pantalones vaqueros. Con zapatos de Edward Green, de color burdeos y hechos a mano. Este modelo en concreto, llamado Dundee, parece muy de vestir hasta que se ve la suela de goma moldeada. El cuero tiene doble espesor. El Dundee es un zapato concebido para recorrer la finca, para pisotear el barro con corbata y los spaniels detrás. Tuve que esperar meses a que me los entregaran. En la caja, decía: «Edward Green, maestro zapatero para gente poco común». Eso soy yo, exactamente. Poco común.
Recogí a Julie en un Mercedes alquilado, un turbulento diesel. Había grabado unas cuantas cintas para el viaje y traído lectura: The Guardian, los dos últimos números de Parket. Nos adentramos por estrechas carreteras, bordeadas de árboles, en dirección nordeste. Pasamos pueblos de casas con techumbre de paja. El terreno se hizo pantanoso, aparecieron brazos de mar y pronto cruzamos el puente que llevaba a la isla.
¿Voy derecho al asunto? No, poco a poco, sin prisas, así es como se hace. Permítanme mencionar primero que aquí, en Alemania, es octubre. Aunque hacía fresco, la playa de Herringsdorf estaba salpicada de nudistas acérrimos. Principalmente hombres, estaban tumbados como morsas en toallas o reunidos bulliciosamente en las strandkörbe, las casetas de la playa.
Desde el airoso paseo marítimo bordeado de pinos y abedules, observé a aquellos nudistas y me hice la misma pregunta de siempre: ¿cómo será sentirse libre de esa manera? Bueno, me refiero a que tengo un cuerpo más perfecto que el suyo. Los bíceps bien definidos, los pectorales abultados, los glúteos sólidos. Pero no podría pasearme así en público.
—No es precisamente la portada de Salud al Sol —observó Julie.
—A partir de cierta edad, la gente no debería quitarse la ropa —dije yo, o algo parecido.
En la duda, recurro a declaraciones ligeramente conservadoras o con cierto timbre británico. No pensaba en lo que estaba diciendo. De pronto acababa de olvidarme de los nudistas. Porque ahora estaba mirando a Julie. Se había quitado sus gafas plateadas al estilo RDA, poniéndoselas sobre la cabeza para hacer unas fotos a los lejanos nudistas. El viento del Báltico le alborotaba el pelo.
—Tus cejas son como pequeñas orugas negras —le dije.
—Adulador —repuso ella, sin dejar de hacer fotos.
No añadí nada más. Como suele hacerse cuando vuelve el sol después del invierno, me quedé quieto y acepté el cálido destello de la posibilidad, la sensación de encontrarme a gusto en compañía de aquella persona menuda, extrañamente intensa, de pelo negro y cuerpo encantador, sin pretensiones.
Sin embargo, aquella noche y la siguiente, dormimos en habitaciones separadas.
Mi padre me prohibió hablar con Marius Grimes en abril, mes húmedo y sereno en Michigan. En mayo hizo un tiempo agradable; en junio hizo calor y, en julio, más aún. En el jardín de casa, en Seminole, yo cruzaba de un salto el aspersor en traje de baño, un modelo de dos piezas, mientras Capítulo Once cogía dientes de león para hacer licor.
A lo largo de aquel verano, a medida que subía la temperatura, Milton intentaba asimilar la situación en la que se encontraba. Su ambición había sido la de abrir no un restaurante sino una cadena. Ahora comprendía que el primer eslabón de aquella cadena, el Salón Cebra, era frágil, y estaba sumido en un mar de dudas y confusión. Por primera vez en la vida, Milton Stephanides se enfrentaba a una posibilidad que nunca había considerado: el fracaso. ¿Qué iba a hacer con el restaurante? ¿Venderlo por una miseria? Entonces, ¿qué? (De momento decidió cerrar el restaurante los lunes y los martes, para reducir gastos de nómina). Mi padre y mi madre no hablaban de la situación delante de nosotros, y cuando estaban con mis abuelos, pasaban al griego. A Capítulo Once y a mí sólo nos quedaba adivinar lo que sucedía por el tono de una conversación que no tenía sentido para nosotros y, para decirlo francamente, no prestábamos mucha atención. Sólo sabíamos que, de pronto, Milton pasaba mucho tiempo en casa. Milton, a quien antes rara vez veíamos a la luz del día, se instalaba ahora en el jardín, a leer el periódico. Descubrimos el aspecto que tenían las piernas de nuestro padre en pantalones cortos. Vimos la apariencia que tenía cuando no se afeitaba. Los primeros dos días, su cara parecía papel de lija, como antes los fines de semana. Pero ahora, en vez de cogerme la mano y pasársela por las patillas hasta que yo empezaba a gritar, Milton no estaba de ánimo para atormentarme. Se quedaba sentado en el patio hasta que la barba, como una mancha, como un hongo, se le extendía por la cara.
Inconscientemente, Milton se sumaba a la costumbre griega de no afeitarse después de ocurrir una muerte en la familia. Sólo que en este caso lo que había concluido no era una vida sino una forma de ganarse la vida. La barba le ensanchaba el rostro, ya regordete de por sí. No se la recortaba ni se la lavaba mucho. Y como no decía una palabra sobre sus problemas, la barba empezó a expresar en silencio todo lo que él callaba. Sus nudos y espirales indicaban sus pensamientos cada vez más intrincados. Su olor acre liberaba la acetona de la tensión nerviosa. A medida que avanzaba el verano, la barba crecía, enmarañándose como el césped sin segar, y era evidente que Milton pensaba en la calle Pingree; se estaba degradando, igual que la calle Pingree.
Lefty trataba de consolar a su hijo. «Sé fuerte», escribía. Y luego, con una sonrisa, copiaba el epitafio de un guerrero en las Termopilas: «Ve a decir a los espartanos, extranjero que pasas de largo que aquí, obedientes a sus leyes, yacemos». Pero Milton apenas prestó atención a la cita. El ataque sufrido por su padre le había convencido de que Lefty ya no se encontraba en plenas facultades. Mudo, yendo a todas partes con aquella lamentable pizarra, perdido en su restauración de Safo, Lefty era ya un anciano para su hijo. En su presencia, Milton notaba que perdía la paciencia o no prestaba atención. El presentimiento de la muerte suscitado por los ancianos de la familia, eso es lo que Milton sentía al ver a su padre encorvado bajo la luz del escritorio, sacando el húmedo labio inferior, explorando una lengua muerta.
Pese al misterio que rodeaba a la guerra fría, a los niños nos llegaban retazos de información. La creciente amenaza contra nuestras finanzas aparecía en forma de una quebrada arruga que, como un relámpago, destellaba sobre el puente de la nariz de mi madre siempre que yo pedía algo caro en una juguetería. La carne empezó a ser cada vez menos frecuente en nuestra mesa. Milton racionaba la electricidad. Si Capítulo Once dejaba una luz encendida más de un minuto, él nos imponía la más absoluta oscuridad. Y de las tinieblas salía una voz:
—¡Qué os he dicho de los kilowatios!
Durante una temporada vivimos con una sola bombilla, que Milton llevaba de una habitación a otra.
—Así puedo controlar la energía que consumimos —explicaba, enroscando la bombilla en un casquillo del comedor para que pudiéramos sentarnos a cenar.
—No veo lo que como —se quejaba Tessie.
—¿De qué te quejas? —replicaba Milton—. Esto es lo que se llama ambiance.
Después del postre, Milton se sacaba un pañuelo del bolsillo de atrás, desenroscaba la bombilla caliente y, lanzándola al aire como un prestidigitador poco ambicioso, la llevaba a la sala de estar. Esperábamos a oscuras mientras él andaba a tientas por la casa, tropezando con los muebles. Finalmente aparecía un débil resplandor a lo lejos y Milton nos llamaba alegremente.
—¡Ya está!
La verdad es que mantenía bien las apariencias. Limpiaba con la manguera la entrada del restaurante y los cristales de las ventanas siempre estaban impecables. Seguía saludando a los clientes con un campechano «¿Cómo va todo?» o «Yasu, patrioti». Pero ni la música swing ni los antiguos jugadores de béisbol del Salón Cebra podían detener el tiempo. Ya no estábamos en 1940, sino en 1967. Concretamente, en la noche del domingo, 23 de julio de 1967. Y mi padre dormía con un abultado objeto bajo la almohada.
He aquí la habitación de mis padres: enteramente amueblada al estilo americano primitivo, les brinda un vínculo (a precio rebajado) con los mitos fundacionales del país. Merece la pena observar, por ejemplo, la cabecera de la cama, chapada en «cerezo puro», según dice Milton, como el arbolito que taló George Washington. Y fijarse en el papel pintado, con sus alusiones a la guerra revolucionaria. Hay un motivo del famoso trío del tamborilero, el flautista y el anciano que se repite sin cesar. En mis primeros años de vida, aquellos personajes empapados en sangre marchaban en torno a la habitación de mis padres, desapareciendo tras una cómoda Monticello y volviendo a salir detrás de un espejo Monte Vernon, o a veces sin posibilidad de seguir adelante, cortados en dos por un armario.
Ya con cuarenta y tres años, mis padres, en esta noche histórica, están profundamente dormidos. Los ronquidos de Milton hacen retemblar la cama, y también la pared de separación con mi cuarto, donde duermo en una cama de adulto. Y otra cosa retiembla bajo la almohada de Milton, lo que presenta una posible situación de peligro considerando el objeto en cuestión. Bajo la almohada hay una automática del cuarenta y cinco que mi padre se trajo de la guerra.
La primera norma que Chéjov aplica a la dramaturgia es más o menos la siguiente: «Si en la escena primera del primer acto hay un arma colgada en la pared, en la segunda escena del tercer acto alguien tiene que dispararla». No puedo dejar de pensar en esa regla dramática mientras contemplo la pistola que hay bajo la almohada de mi padre. Ya está. Ahora que la he mencionado, no puedo hacerla desaparecer. (Estaba realmente allí, aquella noche). Y la pistola, que tiene el seguro quitado, está cargada…
En el sofocante verano de 1967, Detroit se encuentra ante unos inminentes disturbios raciales. Watts había estallado dos años atrás. Los conflictos se habían iniciado en Newark, a principios de mes. En respuesta al caos que reinaba en el país, las fuerzas policiales de Detroit, formadas por blancos en su totalidad, hacían redadas en los locales nocturnos de las barriadas negras. La idea consistía en realizar ataques preventivos contra posibles focos de insurrección. Normalmente, la policía aparcaba sus furgonetas acolchadas por los callejones y las cargaba de clientes sin que nadie los viera. Pero esta noche, por motivos nunca aclarados, tres vehículos policiales llegaron a la imprenta Economy Printing, en el 9125 de la calle Doce —a tres manzanas de Pingree—, y aparcaron junto a la acera. Cabría pensar que, como son las cinco de la mañana, se trata de algo sin importancia. Pero sería un error. Porque en 1967, la calle Doce de Detroit, está abierta toda la noche.
Por ejemplo, cuando llega la policía, hay montones de chicas por la acera, vestidas con minifalda, minipantalones y miniblusas. (Milton el marino lava la acera todas las mañanas con la manguera, lo que incluye quitar las medusas muertas de los profilácticos y el ocasional cangrejo ermitaño de un tacón perdido). Las chicas permanecen en el bordillo de la acera mientras los coches pasan despacio. Verdes Cadillac, rojos Tornado, anchos y majestuosos Lincoln, todos en perfecto estado. Brillan los embellecedores. Resplandecen los tapacubos. Ni un solo punto de óxido. (Eso es algo que siempre asombra a Milton de la gente de color, la contradicción entre la perfección de sus automóviles y el mal estado de sus viviendas…). Pero ahora los relucientes automóviles aminoran la marcha. Se bajan las ventanillas y las chicas se agachan a charlar con los conductores. Suenan voces de un lado a otro, las ya minúsculas faldas se levantan, y en ocasiones se percibe el destello de un pecho o un gesto obsceno, las chicas trabajándoselo, riendo a carcajadas, lo bastante fuerte a las cinco de la mañana para no sentir la irritación entre las piernas ni el rastro de los hombres, del que no pueden librarse por mucho perfume que se pongan. No es fácil estar siempre limpia en la calle, y a esas horas, cada una de esas jóvenes desprende por algunos sitios, el mismo olor que suelta un cremoso queso francés cuando alcanza su perfecta madurez… También se han vuelto insensibles al problema de los niños que, con sólo seis meses, están en casa con un buen catarro, acostados en cunas de segunda mano, con el chupete en la boca y dificultad para respirar… Insensibles al persistente sabor a semen en la boca, junto al chicle de menta. La mayoría de esas muchachas no tiene más de dieciocho años, aquella acera de la calle Doce es su primer lugar real de trabajo, el mejor oficio que puede ofrecer el país. ¿Qué van a hacer después? Son insensibles a eso también, salvo dos de ellas que sueñan con llevar la banca en algún casino de Atlantic City o con abrir una peluquería… Pero eso es sólo una parte de lo que pasó aquella noche, de lo que está a punto de ocurrir: la policía ya está bajando de los coches patrulla, echando abajo la puerta del bar clandestino… cuando se abre una ventana y alguien grita:
—¡La bofia! ¡Salid por detrás!
En la acera, las chicas reconocen a los polis, porque se los tienen que trabajar gratis. Pero esta noche no es lo mismo, algo pasa… Las chicas no desaparecen como de costumbre cuando se presenta la poli. Se quedan quietas, mirando cómo sacan esposados a los clientes del bar clandestino, y entonces algunas chicas empiezan a rezongar… y ahora se abren otras puertas y los coches se paran y de pronto todo el mundo está en la calle…, gente que desemboca en las esquinas, que sale de locales clandestinos y casas particulares y entonces se siente en el aire, ese pálpito que a veces hay en el aire de ajuste de cuentas, y en este instante de julio de 1967, el cúmulo de abusos ha llegado a un punto en que la mecha de Watts y Newark prende en la calle Doce cuando una chica grita:
—¡Quitadles las manos de encima, cerdos cabrones!
… Y luego hay otros gritos, y empujones, y una botella no da a un policía por poco estrellándose contra la ventanilla de un coche patrulla… y en Seminole mi padre duerme con una pistola que puede entrar de nuevo en servicio porque hay disturbios…
A las seis y veintitrés minutos de la mañana suena el teléfono Princess de mi habitación y lo cojo. Es Jimmy Fioretos, que con el pánico me confunde con mi madre.
—Tessie, di a Milt que vaya al restaurante. ¡Los negros están armando alboroto!
—Residencia Stephanides —digo educadamente, tal como me han enseñado—. Callie al habla.
—¿Callie? ¡Joder! Cariño, ponme con tu padre, ¿quieres?
—Un momento, por favor.
Dejo el teléfono rosa, entro en la habitación de mis progenitores y despierto a mi padre.
—Es el señor Fioretos.
—¿Jimmy? ¿Qué coño querrá?
Levanta la cabeza y en la mejilla se aprecia la marca del cañón de una pistola.
—Dice que están armando alboroto.
A raíz de lo cual mi padre se levanta de un salto de la cama. Como si aún pesara setenta kilos en vez de noventa y cinco, Milton brinca como un gimnasta y aterriza de pie, sin darse cuenta en absoluto de que está desnudo ni de que tiene una erección matinal provocada por sus sueños. (Así fue como en mi imaginación los disturbios de Detroit siempre quedarían asociados al descubrimiento de los genitales masculinos en estado de excitación. Además, eran los de mi padre; aunque lo peor de todo es que estaba cogiendo una pistola. A veces un puro no es un puro). Tessie también se había levantado, y a gritos decía a Milton que no saliera, mientras mi padre intentaba ponerse el pantalón saltando sobre una pierna. Al cabo de poco, toda la casa estaba en ello.
—¡Te dije que iba a pasar esto! —gritó Desdémona mientras Milton corría escaleras abajo—, ¿acaso has arreglado la iglesia a San Cristóbal? ¡No!
—Deja que lo resuelva la policía, Milt —suplicaba Tessie.
Y Capítulo Once:
—¿Cuándo vas a volver, papá? Has prometido llevarme hoy a Radio Shack.
Y yo, aún restregándome los ojos para borrar la imagen que acababa de ver:
—Me parece que me vuelvo a la cama.
El único que no dijo nada fue Lefty, porque entre tanta confusión no pudo encontrar la pizarra.
A medio vestir, con zapatos pero sin calcetines, con pantalones pero sin calzoncillos, Milton Stephanides lanzó su Oldsmobile a toda velocidad por las calles de Detroit en plena madrugada. Hasta Woodward no pasaba nada. Las calles estaban despejadas. Todo el mundo seguía durmiendo. Pero en cambio, al torcer por el Bulevar West Grand, vio una columna de humo que se elevaba en el aire. A diferencia de otras columnas de humo que salían de las chimeneas urbanas, aquélla no se dispersaba entre la niebla tóxica general. Se cernía sobre el suelo como un tornado vengativo. Giraba rápidamente y mantenía su ominosa forma, alimentándose de lo que consumía. El oldsmobile se dirigía en línea recta hacia ella. De pronto apareció gente. Gente corriendo. Gente cargando cosas. Gente riendo y volviendo la cabeza mientras otros agitaban los brazos, indicándoles que se parasen. Sonaban sirenas. Lo adelantó un coche patrulla. El agente que conducía le hizo señas para que diera media vuelta, pero Milton no obedeció.
Y era curioso, porque aquéllas eran sus calles. Milton las conocía de toda la vida. Por aquel barrio, en la calle Lincoln, había un puesto de fruta. Lefty compraba melones allí, y había enseñado a Milton a reconocer los más dulces por las diminutas perforaciones que hacían las abejas. En la calle Trumbul era donde vivía la señora Tsatsarakis. Siempre me pedía que le subiera Vernor del sótano, recordó Milton, ya no podía subir escaleras. En la esquina de Commonwealth con Sterling estaba el antiguo Templo Masónico, donde treinta y cinco años atrás Milton había quedado el segundo en un concurso de ortografía. ¡Un concurso de ortografía! Dos docenas de críos vestidos con sus mejores galas concentrándose todo lo que podían para componer letra a letra la palabra «prestidigitación». Eso es lo que había en aquel barrio. ¡Concursos de ortografía! Y ahora veía a chavales de diez años corriendo por la calle, con ladrillos en la mano. Los arrojaban contra los escaparates de las tiendas, riendo y brincando, como si fuera un juego, una especie de vacaciones.
Milton dejó de mirar a los niños y se encontró con una columna de humo justo delante de él, tapando la calle. Puede que durante un par de segundos tuviese oportunidad de volverse atrás. Pero no lo hizo. Chocó de frente. El capó del oldsmobile desapareció primero; después, los guardabarros y el techo. Los pilotos traseros lanzaron destellos rojos durante un momento y luego se apagaron.
En todas las escenas de persecución que veíamos, el protagonista siempre acababa subiéndose a los tejados. En mi familia, pragmáticos como éramos, siempre protestábamos.
—¿Por qué tienen que andar siempre subiendo a las alturas? Fijaos. Va a escalar la torre. ¿Lo veis? Ya os lo dije.
Pero Hollywood sabía más de la naturaleza humana de lo que nosotros creíamos. Porque, frente a aquella emergencia, Tessie nos llevó a Capítulo Once y a mí a la buhardilla. Quizá fuese un vestigio de nuestro pasado arbóreo; queríamos subir a las alturas para escapar del peligro. O quizá mi madre se sentía más segura allí, debido a la puerta que pasaba inadvertida entre el papel pintado. Fuera cual fuese el motivo, cogimos una maleta llena de comida y la subimos a la buhardilla, donde estuvimos tres días, viendo cómo ardía la ciudad en la televisión en blanco y negro de mis abuelos. En bata y zapatillas, Desdémona se llevaba al pecho el abanico de cartón, protegiéndose contra el espectáculo de la historia que se repetía.
—¡Ay, Dios mío! ¡Igual que en Esmirna! ¡Fijaos en esos mavri! ¡Lo están quemando todo, como los turcos!
Era difícil discutir la comparación. En Esmirna la gente acarreaba sus enseres hasta el puerto; y ahora, en la televisión, también había gente cargando muebles. Se veían hombres con sofás nuevos, que sacaban a rastras de las tiendas. Por las avenidas circulaban frigoríficos junto a estufas y lavaplatos. Y, como en Esmirna, parecía que la gente había hecho acopio de toda su ropa. Se veían mujeres con abrigos de visón, pese al calor del mes de julio. Los hombres se iban probando trajes al tiempo que corrían.
—¡Esmirna! ¡Esmirna! ¡Esmirna!
Seguía lamentándose Desdémona, y yo había oído tantas cosas de Esmirna en mis siete años de vida, que miraba la pantalla con atención para saber lo que había pasado. Pero no lo entendía. Se veían edificios ardiendo, claro está, y personas tendidas en la calle, pero no había un ambiente de desesperación. Yo no había visto gente tan contenta en toda mi vida. Unos tocaban instrumentos que acababan de coger de una tienda de música. Otros sacaban botellas de whisky de un escaparate roto y se las iban pasando. Más que un tumulto parecía una fiesta de barrio.
Hasta aquella noche, el sentir general de nuestro vecindario hacia nuestros conciudadanos negros podía resumirse en una frase que pronunció Tessie después de ver la interpretación de Sidney Poitier en Rebelión en las aulas, que se estrenó un mes antes de los disturbios.
—Ya lo veis —dijo—, pueden hablar con un acento perfectamente normal, cuando quieren.
Eso mismo nos parecía a todos. (Incluso a mí por aquel entonces, no lo niego, porque todos somos hijos de nuestros padres). Estábamos dispuestos a aceptar a los negros. No teníamos prejuicios contra ellos. Queríamos integrarlos en nuestra sociedad… ¡siempre y cuando se comportaran normalmente!
En su apoyo a la Gran Sociedad de Johnson, en su aplauso a Rebelión en las aulas, nuestros vecinos y parientes dejaban clara su bienintencionada creencia de que los negros era plenamente capaces de comportarse como los blancos; pero ¿qué era eso?, se preguntaban al ver las imágenes de la televisión. ¿Qué hacían aquellos jóvenes cargando con un sofá por la calle? ¿Acaso se llevaría Sidney Poitier un sofá o un voluminoso electrodoméstico de una tienda sin pagar? ¿Se pondría a bailar así delante de un edificio en llamas?
—Ningún respeto por la propiedad privada —gritaba el señor Benz, nuestro vecino de al lado.
—¿Dónde van a vivir si prenden fuego a su propio barrio? —se preguntaba Phyllis, su mujer.
Sólo tía Zo parecía estar a favor.
—No sé. Si yo fuera andando por la calle y me encontrara un abrigo de visón en el suelo, seguramente lo cogería.
—¡Zoë! —se escandalizaba el padre Mike—. ¡Eso es robar!
—Bueno, y qué no lo es, si te poner a pensar. Todo este país es robado.
Durante tres días y sus correspondientes noches esperamos en la buhardilla a tener noticias de Milton. Los incendios habían dejado a la ciudad sin servicio telefónico, y cuando mi madre llamó al restaurante lo único que oyó fue un mensaje grabado con la voz de una operadora.
En tres días nadie salió de la buhardilla aparte de Tessie, que bajaba corriendo a coger comida de los aparadores, cada vez más vacíos, y veíamos cómo se iba incrementando el número de muertos:
Nos pasamos tres días contemplando las imágenes de las víctimas según iban apareciendo en la televisión. La señora Sharon Stone, alcanzada por el disparo de un francotirador dentro de su coche, parado frente a un semáforo. Carl E. Smith, bombero, muerto por un francotirador mientras trataba de atajar un fuego.
Durante tres días vimos cómo dudaban y discutían los políticos: el gobernador republicano, George Romney, pidiendo al presidente Johnson que enviara tropas federales; y Johnson, demócrata, diciendo que era «incapaz» de hacer una cosa así. Iba a haber elecciones en otoño. Cuanto más empeorasen los disturbios, peor le iría a Romney. De modo que antes de enviar a los paracaidistas, el presidente Johnson mandó a Cyrus Vance para que evaluase la situación. Pasaron casi veinticuatro horas antes de que llegaran las tropas federales. Entretanto, la inexperta Guardia Nacional entró en la ciudad disparando a diestro y siniestro.
En tres días no nos bañamos ni nos lavamos los dientes. Durante ese tiempo se interrumpieron las actividades normales de nuestra vida, mientras otros ritos medio olvidados, como la oración, se renovaron. Desdémona dirigía los rezos mientras los demás nos juntábamos en torno a su cama y Tessie, como de costumbre, procuraba despejar sus dudas y creer de verdad. La lamparilla de noche ya no era de aceite, sino eléctrica.
Estuvimos tres días sin saber una palabra de Milton. Cuando Tessie volvía de sus incursiones en la planta baja, además de rastros de lágrimas en sus mejillas, empecé a notar ligeros indicios de culpa. La muerte siempre da sentido práctico a la gente. De modo que mientras estaba en la planta baja, buscando comida, aprovechó para hurgar en el escritorio de Milton. Había leído las condiciones de su seguro de vida. Había comprobado el saldo de su cuenta corriente. En el espejo del baño había estudiado su imagen, preguntándose si podría conseguir otro marido a su edad.
—Tenía que pensar en vosotros, en los niños —me confesaría años más tarde—. Me preguntaba lo que podríamos hacer si vuestro padre no volvía.
Hasta hace poco tiempo, vivir en Estados Unidos significaba estar lejos de la guerra. Las guerras se producían en las selvas del Sureste Asiático. Ocurrían en los desiertos de Oriente Próximo. Sucedían, como suele decirse, por ahí. Pero, entonces, ¿por qué, al atisbar por el ventanuco, vi, a la mañana siguiente de la tercera noche que pasamos en la buhardilla, un carro de combate pasando frente a nuestro jardín? Un tanque del ejército, de color verde, solitario entre las alargadas sombras de la mañana, con sus enormes orugas resonando contra el asfalto. Un blindado militar que no encontraba mayores obstáculos a su paso que un patín perdido. El tanque pasó frente a las acomodadas mansiones, los tejados a dos aguas, los torreones, los garajes. Se detuvo brevemente en el semáforo. El cañón miró a ambos lados, como un aprendiz de conductor, y luego el tanque siguió su camino.
Esto es lo que había pasado: el lunes por la noche, el presidente Johnson, cediendo finalmente a la petición de Romney, el gobernador, ordenó la intervención de las tropas federales. El general John L. Throckmorton estableció el cuartel general de la División Aerotransportada 101 en Southeastern Hígh, donde mis padres habían ido al colegio. Aunque los disturbios más violentos se habían producido en la Zona Oeste, el general Throckmorton decidió desplegar a sus paracaidistas en la Zona Este, calificando su decisión de «comodidad operativa». En la madrugada del martes, los paracaidistas intervenían para sofocar los disturbios.
Nadie estaba despierto para ver cómo pasaba el carro de combate. Mis abuelos dormían en su cama. Tessie y Capítulo Once estaban acurrucados sobre colchones de aire, en el suelo. Incluso los periquitos guardaban silencio. Recuerdo que vi el rostro de mi hermano, asomando por el borde de su saco de dormir. En el forro de franela, cazadores disparando a los patos. Ese fondo masculino sólo servía para poner de relieve la falta de heroísmo de Capítulo Once. ¿Quién iba a acudir en ayuda de Milton? ¿En quién podía confiar mi padre? ¿En Capítulo Once, con sus gafas de culo de botella? ¿En Lefty, con su pizarra y sus sesenta y tantos años? Lo que hice entonces no tenía relación alguna, creo yo, con mi condición cromosomática. No fue consecuencia de los altos niveles de testosterona presentes en mi sangre. Hice lo que habría hecho cualquier hija leal y afectuosa que se hubiera criado en un estricto régimen de películas de Hércules. En aquel momento, decidí buscar a mi padre y, si fuera necesario, salvarlo; o al menos decirle que volviera a casa.
Haciendo la señal de la cruz al estilo ortodoxo, me escabullí de la buhardilla bajando sigilosamente la escalera y cerrando la puerta tras de mí. En mi habitación me puse zapatillas de deporte y mi gorra de aviador Amelia Earhat. Sin despertar a nadie, salí por la puerta principal, corrí hacia donde estaba mi bicicleta, a un lado de la casa, y empecé a pedalear. A las dos manzanas, vi el carro de combate: se había detenido frente a un semáforo. Dentro, los soldados estaban entretenidos mirando mapas, tratando de averiguar cuál era el mejor camino para llegar a los disturbios. No vieron a la niña con gorra de aviador que se acercaba furtivamente en una bici de sillín alargado. Aún estaba oscuro. Empezaban a cantar los pájaros. Del césped salía un olor a mantillo, y era verano en el ambiente; de pronto me puse nerviosa. Cuanto más me acercaba, más grande parecía el tanque. Tenía miedo, y sentí deseos de volver rápidamente a casa. Pero el semáforo cambió y el blindado reanudó la marcha con una sacudida. Incorporándome sobre los pedales, aceleré tras él.
En otra parte de la ciudad, en la penumbra del Salón Cebra, mi padre luchaba por permanecer despierto. Parapetado tras la caja registradora, con la pistola en una mano y un emparedado de jamón en la otra, Milton atisbaba por encima de las abolladas latas de aceite de la ventana para ver lo que ocurría en la calle. Los círculos que orlaban sus ojos se habían ido oscureciendo con cada taza de café que había tomado durante las dos últimas noches de vigilia. Los párpados le colgaban a media asta, pero la inquietud y la concentración le perlaban la frente de sudor. Le dolía el estómago. Necesitaba ir urgentemente al baño, pero no se atrevía.
Fuera, ya estaban otra vez: los francotiradores. Eran casi las dos de la mañana. Al atardecer, nada más ponerse el sol, la noche caía sobre el barrio como una cortina. Los francotiradores volvían de dondequiera que se ocultaran durante el caluroso día. Ocupaban sus posiciones. En las ventanas de hoteles desafectados, en balcones y escaleras de incendio, detrás de coches alzados sobre el gato en un jardín apoyaban el cañón de sus diversos fusiles. Si se miraba con atención, si se era tan valiente o temerario para asomar la cabeza por la ventana a esas horas de la noche, se distinguían a la luz de la luna —esa otra cortina, subiendo— centenares de relucientes cañones apuntando a la calle, por la que ahora avanzaban los paracaidistas.
La única luz que había en el restaurante era el resplandor rojo del tocadiscos. Estaba a un lado de la puerta, un Disco-Matic con muchos cromados, plástico y cristales de colores. Había una ventanilla que permitía ver el cambio de discos automático. Mediante un sistema circulatorio, por los bordes del tocadiscos ascendían regueros de pompas azules. Burbujas que representaban la efervescencia de la vida norteamericana, nuestro optimismo posbélico, nuestras eufóricas, imperiales y carbonatadas bebidas. Burbujas llenas del aire cálido de la democracia americana, que bullía entre los vinilos apilados en el interior. Quizá «Mama Don’t Allow It», de Bunny Berigan; o «Stardust», de Tommy Dorsey y su orquesta. Pero esta noche, no. Esta noche Milton no pone el tocadiscos, para oír si alguien intenta entrar a robar.
Las paredes del restaurante, abarrotadas de cosas, seguían indiferentes a la revuelta callejera. Al Kaline seguía sonriendo desde su marco. Paul Bunyan y Babe el Torete Azul continuaban en su sitio bajo el menú del día. El menú seguía ofreciendo huevos, patatas fritas con cebolla, siete clases de tarta. Hasta el momento no había pasado nada. Casi de milagro. El día anterior, agazapado frente a la ventana, Milton había visto cómo los saqueadores robaban todas las tiendas de la manzana. Saquearon el mercado judío, llevándoselo todo menos las galletitas matzoh y las velas yahrzeit. Con un extraordinario sentido de la elegancia, despojaron la zapatería de Joel Moskowitz de los modelos más caros y modernos, dejando únicamente las ofertas ortopédicas y unos pares de Florsheim. Según cálculos de Milton, lo único que quedaba en la tienda de electrodomésticos de Dyer era un estante de aspiradoras. ¿Qué se llevarían si entraban en el Salón Cebra? ¿La vidriera que él mismo había robado? ¿Mostrarían interés por la foto de Ty Cobb, que enseñaba los dientes al entrar en la segunda base, con las suelas de clavos por delante? A lo mejor arrancaban la piel de cebra de los taburetes de la barra. Les gustaría llevarse algo de África, ¿eh? ¿No era ésa la nueva moda, o es que lo antiguo volvía a ser moderno? Coño, que se llevaran la puñetera piel de cebra, si querían. Se la regalaba en cuanto entraran, en son de paz.
Pero ahora Milton oyó algo. ¿El pomo de la puerta? Escuchó. Durante las últimas horas había oído cosas. Los ojos también le jugaban malas pasadas. Se encogió tras el mostrador, atisbando en la oscuridad con los ojos entornados. Sus orejas resonaban como conchas marinas. Oía disparos y sirenas a lo lejos. El zumbido del frigorífico y el tictac del reloj. A todo lo cual se sumaba su torrente sanguíneo, que rugía por los cauces de su cabeza. Pero ningún ruido venía de la puerta.
Milton se relajó. Dio otro mordisco al emparedado. Con cuidado, a modo de experimento, apoyó la cabeza en el mostrador. Sólo un momento. Al cerrar los ojos, el placer fue inmediato. Entonces el pomo de la puerta sonó otra vez, y Milton se sobresaltó. Sacudió la cabeza, intentando despabilarse. Dejó el emparedado y, de puntillas, salió de detrás del mostrador con la pistola en la mano.
No tenía intención de utilizarla. Pensaba ahuyentar con ella al saqueador. Si aquello no daba resultado, Milton estaba preparado para marcharse. Tenía el oldsmobile aparcado en la parte de atrás. En diez minutos estaría en casa. El pomo resonó de nuevo. Y sin pensar, Milton avanzó hacia la puerta de cristal y gritó:
—¡Tengo una pistola!
Sólo que no era la pistola. ¡Era el emparedado de jamón! Milton estaba amenazando al saqueador con dos rebanadas de pan tostado, una loncha de jamón y un poco de mostaza. Sin embargo, como fuera estaba oscuro, la amenaza dio resultado. El saqueador alzó las manos detrás de la puerta de cristal.
Era Morrison, el vecino de enfrente.
Milton se quedó mirándolo. Morrison le devolvió la mirada. Y entonces mi padre, como cualquier blanco en la misma situación, le preguntó:
—¿En qué puedo servirle?
Morrison entornó los ojos, incrédulo.
—Pero ¿qué está haciendo aquí, hombre? ¿Está loco? Esto es peligroso para los blancos. —Resonó un disparo—. Es peligroso para cualquiera.
—Tengo que proteger mi propiedad.
—¿Es que su vida no es de su propiedad?
Morrison enarcó las cejas para resaltar la irrefutable lógica de su aseveración. Luego abandonó enteramente el aire de superioridad y tosió.
—Oiga, jefe, ya que está usted ahí, a lo mejor me puede hacer un favor. —Le enseñó unas monedas—. He venido por cigarrillos.
Milton hundió la barbilla, engordando el cuello, mientras enarcaba incrédulo las cejas. Con voz pastosa, dijo:
—Ahora sería un buen momento para dejar el vicio.
Sonó otro disparo, esta vez más cerca. Morrison dio un respingo y luego sonrió.
—Seguro que es malo para la salud. Y se está haciendo más peligroso cada vez. Pero éste será mi último paquete —aseguró con una amplia sonrisa mientras dejaba caer las monedas por el buzón—. Parliaments.
Milton miró un momento las monedas y luego fue por el tabaco.
—¿Tiene cerillas? —preguntó Morrison.
Milton también le pasó cerillas. Y entonces, los disturbios, los nervios a flor de piel, el olor a quemado en el aire y la audacia de Morrison, esquivando el fuego de los francotiradores por un paquete de tabaco, todo eso junto fue demasiado para Milton. De pronto empezó a agitar los brazos, señalándolo todo y gritando a través de la puerta:
—Pero ¿qué le pasa a su gente?
Morrison sólo tardó un momento en responder.
—Lo que nos pasa —dijo— sois vosotros.
Y se marchó.
«Lo que nos pasa sois vosotros». ¿Cuántas veces he oído eso mientras crecía? Dicho por Milton con su presunto acento negro, repetido siempre que algún político liberal hablaba de los «desposeídos culturales», de los «desclasados» o de «zonas de autonomía», con el convencimiento de que esa declaración, que le fue formulada mientras los negros prendían fuego a buena parte de nuestra querida ciudad, demostraba por sí sola su absurdo carácter. A medida que pasaron los años, Milton la fue utilizando como escudo contra las opiniones de su interlocutor hasta que finalmente se convirtió en una especie de mantra, en la explicación de por qué el mundo se estaba yendo al carajo, válida no sólo para los afroamericanos, sino para las feministas y los homosexuales; y desde luego también le gustaba utilizarla contra nosotros, siempre que llegábamos tarde a cenar o nos poníamos ropa que no era del gusto de Tessie.
«¡Lo que nos pasa sois vosotros!». Las palabras de Morrison resonaban por la calle, pero Milton no tuvo tiempo de reflexionar sobre ellas. Porque en aquel preciso momento, avanzando pesadamente como un chirriante Godzilla en una película japonesa, apareció a la vista el primer carro de combate. A sus flancos marchaban soldados, no ya agentes de policía, sino guardias nacionales con uniforme de camuflaje, con cascos, empuñando nerviosamente fusiles de asalto con la bayoneta calada. Apuntando hacia arriba contra otros rifles que apuntaban hacia abajo. Hubo un instante de relativo silencio, el suficiente para que Milton oyera cerrarse de golpe la puerta mosquitera de Morrison en la acera de enfrente. Luego se oyó un ruido sordo, como el eco de una pistola de juguete, y de pronto la noche se iluminó con una multitud de ráfagas de fuego…
Yo también las oía, a medio kilómetro de allí. Siguiendo al lento carro de combate a discreta distancia, había cruzado la ciudad en la bici desde Pueblo Indio, en la Zona Este, hasta la Zona Oeste. Intentaba orientarme lo mejor que podía, pero con sólo siete años y medio no conocía el nombre de muchas calles. Al pasar por el centro, reconocí El espíritu de Detroit, la estatua de Mars Hall Fredericks erigida frente al ayuntamiento. Unos años antes, un bromista había trazado con pintura roja un rastro de huellas del tamaño de la estatua que, cruzando Woodward, iba al encuentro de la efigie de una mujer desnuda que se alzaba frente a la entrada del Banco Nacional de Detroit. Cuando pasé por delante, pedaleando en la bici, las huellas aún eran vagamente visibles. El blindado torció por la calle Bush, y por allí lo seguí pasando luego por Monroe y el barrio griego con su destello de neón. En un día normal, los griegos de la generación de mi abuelo estarían llegando a los cafés para pasar el día jugando al backgammon, pero en la mañana del 25 de julio de 1967 la calle estaba vacía. En algún momento mi tanque se había encontrado con otros; ahora se dirigían en columna hacia el noroeste. Pronto salimos del centro y entonces ya no supe dónde estaba. Aerodinámicamente inclinada sobre el manillar de la bici, pedaleaba furiosamente entre el grasiento humo que soltaba la columna… mientras, en la calle Pingree, Milton se agachaba tras la barricada que formaban las latas de aceite de oliva Athena.
Silban las balas desde las ventanas del barrio a oscuras, desde los Billares Frank y el Bar Crow, desde el campanario de la iglesia episcopaliana africana; tantas balas que empañan el aire como si fueran lluvia, que hacen parpadear la luz de la farola. Balas que resuenan en superficies blindadas y rebotan en las fachadas y hacen marcas en los coches aparcados. Balas que rompen las patas de un buzón de la Dirección General de Correos de Estados Unidos, derrumbándolo de costado como un borracho. Balas que arrasan la ventana de la consulta del veterinario y siguen su camino atravesando las paredes hasta llegar a las jaulas de los animales en la parte de atrás. El pastor alemán que lleva tres días ladrando sin parar se calla al fin. Un gato se retuerce en el aire, emitiendo un grito, sus centelleantes ojos verdes apagándose como una luz. Está en marcha una verdadera batalla, un combate a tiro limpio, un poco de Vietnam traído a casa. Pero en este caso los vietcongs están tumbados en buenos colchones, o sentados en sillas de cámping y bebiendo whisky de malta, un ejército de voluntarios enfrentándose con los reclutas forzosos.
Resulta imposible saber quiénes eran todos aquellos francotiradores. Pero es fácil comprender por qué la policía los denominaba así. Es fácil entender por qué el alcalde, Jerome Cavanaugh, y el gobernador, George Romney, también los llamaban francotiradores. Un francotirador, por definición, actúa en solitario. Un francotirador es cobarde, traicionero; mata desde lejos, sin ser visto. Era conveniente llamarlos francotiradores, porque si no, ¿qué eran, entonces? El gobernador no lo dijo, la prensa no lo dijo, los libros de historia siguen sin decirlo, pero yo, que presencié los acontecimientos desde la bici, lo vi claramente: en Detroit, en julio de 1967, lo que ocurrió fue, sencillamente, una insurrección armada.
La Segunda Revolución norteamericana.
Y ahora los guardias nacionales responden al fuego. Al principio de la revuelta, la policía, en conjunto, guardó la compostura. Se retiró, procurando aplacar los disturbios. Asimismo, las tropas federales, los paracaidistas de las Divisiones Aerotransportadas 82 y 101, son veteranos avezados en el combate que saben dosificar la fuerza. Pero la Guardia Nacional es otra cosa. Combatientes de fin de semana, de pronto los sacan de casa para lanzarlos a la batalla. Son inexpertos, tienen miedo. Avanzan por la calle, disparando contra todo lo que se pone ante su vista. A veces invaden los jardines con los carros blindados. Acometen contra los porches de las casas y derriban fachadas. El tanque que está frente al Salón Cebra se detiene un momento. Lo rodean diez o doce soldados, que apuntan a un francotirador del cuarto piso del Hotel Beaumont. El francotirador dispara; los guardias nacionales contestan al fuego y el francotirador cae, las piernas colgando de la escalera de incendios. Inmediatamente después, otra luz destella enfrente. Milton alza la vista y ve a Morrison en su cuarto de estar, encendiendo un cigarrillo. Encendiendo un Parliament con las cerillas de cebra.
—¡No! —grita Milton—. ¡No…!
Y Morrison, si lo oye, lo toma por otra diatriba contra el tabaco; pero seamos realistas, no lo oye. Sólo enciende el pitillo y, dos segundos después, una bala le atraviesa la frente y cae desplomado. Y luego los soldados prosiguen la marcha.
La calle está vacía otra vez, silenciosa. Las ametralladoras y los tanques empiezan a destrozar la siguiente manzana, y la otra después. Milton, plantado frente a la puerta, mira la ventana vacía donde antes estaba Morrison. Y de pronto se da cuenta de que el restaurante se ha salvado. Los soldados han venido y ya se han ido. La revuelta ha terminado…
… Pero ahora alguien más avanza por la calle. Mientras los carros de combate se alejan de Pingree, otra silueta se acerca por la otra dirección. Alguien que vive en el barrio da la vuelta a la esquina y se dirige al Salón Cebra… Siguiendo la columna de blindados, yo ya no pensaba en poner en evidencia a mi hermano. El estallido de aquel intenso tiroteo me había pillado enteramente por sorpresa. Había ojeado muchas veces el álbum de recortes que mi padre tenía de la Segunda Guerra Mundial; había visto Vietnam en la televisión; me había tragado innumerables películas sobre la antigua Roma o las batallas de la Edad Media. Pero nada de aquello me había preparado para la guerra en mi propia ciudad natal. Frondosos olmos bordeaban la calle por la que avanzábamos. Había coches aparcados junto a la acera. Pasamos frente a jardines y porches con sus muebles, comederos y pilas para aves silvestres. Alcé la vista hacia el dosel de olmos y vi que empezaba a clarear. Había pájaros moviéndose entre las ramas, y ardillas también. En un árbol vi una cometa atrapada. En otro, unas zapatillas de deporte colgaban de una rama con los cordones atados. Justo debajo de las zapatillas, vi el letrero de una calle. Estaba completamente agujereado a balazos, pero conseguí leerlo: Pingree. De pronto reconocí las tiendas. ¡Era la carnicería Value Meats! Y la tienda de confecciones New Yorker. Me puse tan contenta al verlas que al principio no me di cuenta de que estaban ardiendo. Dejando que se alejaran los tanques, me metí por el camino de entrada a una casa y me oculté detrás de un árbol. Me bajé de la bici y miré al restaurante, en la acera de enfrente. El anuncio de la cabeza de cebra seguía intacto. El restaurante no estaba en llamas. En aquel momento, sin embargo, la silueta que se dirigía al Salón Cebra entró en mi campo de visión. A treinta metros de distancia vi cómo alzaba un brazo. En la mano llevaba una botella. Encendió el trapo que salía del cuello de la botella y, con un lanzamiento no muy bueno, rompió con el cóctel mólotov la ventana del Salón Cebra. Y mientras las llamas saltaban dentro del restaurante, el pirómano gritó en tono triunfal:
—Opa, ¡hijoputa!
Sólo lo vi de espaldas. Aún no había amanecido del todo, y salía humo de los edificios en llamas de alrededor. Sin embargo, a la luz del fuego y antes de que la silueta desapareciera, creí reconocer la boina negra de mi amigo Marius Wyxzewixard Challouehliczilczese Grimes.
—Opa!
Dentro del restaurante, mi padre oyó el notorio grito de los camareros griegos, y antes de que se diera cuenta el local se convirtió en una entrada flambeada. ¡El Salón Cebra era un saganaki! Mientras los reservados empezaban a arder, Milton corrió tras el mostrador y cogió el extintor. Salió con él, apuntó con la manguera a las llamas (como trozos de limón vistos a través de una gasa) y se disponía a apretar…
… cuando de pronto, se detuvo. Y ahora reconozco una expresión característica de mi padre, la que tantas veces adoptaba a la hora de comer, la mirada perdida del hombre que no deja de pensar en los negocios. El éxito depende de la capacidad de adaptarse a las nuevas situaciones. ¿Y qué situación había más nueva que aquélla? Las llamas iban subiendo por las paredes; la foto de Jimmy Dorsey se estaba arrugando. Y Milton se hacía unas cuantas preguntas, bastante pertinentes. Por ejemplo: ¿Cómo podría volver a tener un restaurante en aquel barrio? O bien: ¿Cómo crees que estarán mañana los precios del ya deprimido mercado inmobiliario? Y lo más importante de todo: ¿Cómo iba a ser delito? ¿Acaso había empezado él los disturbios? ¿Había tirado él, el cóctel mólotov? Como Tessie, Milton hurgaba en el último cajón de su escritorio, concretamente en el interior de un grueso sobre que contenía las tres pólizas de seguro contra incendios de tres compañías diferentes. Las vio con los ojos de la imaginación; leyó la indemnización de la cobertura y las fue sumando. El importe total, quinientos mil dólares, lo deslumbró. Ya no vio nada más. ¡Medio millón de pavos! Milton miró alrededor con ojos frenéticos, ansiosos. El anuncio de los picatostes estaba ardiendo. Los taburetes revestidos de piel de cebra eran como una hilera de antorchas. Y entonces, dando media vuelta, salió disparado hacia el oldsmobile…
Donde me encontró a mí.
—¡Callie! ¿Qué coño estás haciendo aquí?
—He venido a ayudarte.
—¡Pero se puede saber qué te pasa! —gritó Milton.
A pesar del tono colérico, se había arrodillado y me abrazaba. Le rodeé el cuello con los brazos.
—El restaurante está ardiendo, papá.
—Ya lo sé.
Me eché a llorar.
—No es nada —aseguró mi padre, llevándome al coche—. Ahora nos vamos a casa. Ya ha pasado todo.
Así que, ¿fueron unos disturbios o una insurrección armada? Permítaseme contestar a esa pregunta con otras preguntas. Cuando terminaron los desórdenes, ¿descubrieron o no depósitos ocultos de armas por todo el barrio? ¿Y eran o no aquellas armas fusiles de asalto AK-47 y ametralladoras? ¿Y por qué el general Throckmorton desplegó los blindados por la Zona Este, a kilómetros de distancia de los disturbios? ¿Era eso lo que se hacía para someter a un grupito desorganizado de francotiradores? ¿O se trataba más bien de una maniobra estratégica para definir un frente de guerra? Créase lo que mejor parezca. Yo tenía siete años y seguí a un tanque que entraba en combate y vi lo que vi. Resultó que, cuando por fin llegó, la revolución no se televisó. En la tele se limitaron a decir que se habían producido disturbios.
A la mañana siguiente, cuando se disipó el humo, pudo verse de nuevo la bandera de la ciudad. ¿Recuerdas, lector, el símbolo que en ella ondea? Un ave fénix surgiendo de sus cenizas. ¿Y la leyenda, debajo? Speramus meliora; resurget cineribus. «Esperamos mejores cosas; resurgirá de sus cenizas».