PELICULAS DOMÉSTICAS

Mis ojos, encendidos al fin, vieron lo siguiente: una enfermera cogiéndome de los brazos del médico; el rostro triunfante de mi madre, tan imponente como el monte Rushmore, mientras veía cómo me llevaban hasta mi primer baño. (Dije que era imposible, pero todavía lo recuerdo). Y otras cosas también, tangibles e intangibles: el implacable resplandor de las luces; zapatos blancos rechinando al caminar sobre el suelo blanco; una mosca contaminando la gasa; y todo a mi alrededor, en las diversas plantas del Hospital de Mujeres, dramas por doquier. Sentía la felicidad de las parejas que cogían en brazos a su primer hijo y la fortaleza de los católicos aceptando al noveno. Percibía la decepción de una joven madre ante la reaparición de la huidiza barbilla de su marido en su hija recién nacida, y el terror de un padre al calcular las matrículas de sus trillizos. En las plantas por encima de la Maternidad, en habitaciones sin flores, yacían mujeres que se recuperaban de histerectomías y mastectomías. Adolescentes con quistes reventados en los ovarios se adormilaban con la morfina. Lo tuve a mi alrededor desde el principio, el peso del sufrimiento femenino, con su justificación bíblica y sus puntos de fuga.

La enfermera que me lavó se llamaba Rosalee. Era bonita, de rostro alargado, originaria de las montañas de Tennessee. Tras quitarme los mocos de la nariz, me puso una inyección de vitamina K para coagularme la sangre. La endogamia es común en los Apalaches, lo mismo que las malformaciones genéticas, pero la enfermera Rosalee no observó nada anormal en mí. La preocupaba un manchón púrpura que yo tenía en la mejilla, semejante a un rastro de vino de Oporto. Resultó que era la placenta, y lo limpió. La enfermera Rosalee volvió a llevarme ante el doctor Philobosian para someterme a un reconocimiento anatómico. Me colocó sobre la mesa, pero sujetándome con una mano para mayor seguridad. Se había dado cuenta de lo que le temblaban las manos al doctor durante el parto.

En 1960, el doctor Nishan Philobosian había cumplido setenta y cuatro años. Tenía una cabeza de dromedario, colgando del cuello, con toda la actividad en las mejillas. Un nimbo de cabellos blancos le rodeaba la bóveda craneana, enteramente calva, y un manojo de pelo, como una bola de algodón, le taponaba las grandes orejas. Sus gafas de médico tenían incorporadas unas lupas rectangulares.

Empezó con mi cuello, buscando pliegues de cretinismo. Me contó los dedos de las manos y los pies. Me inspeccionó el paladar; me observó el reflejo Moro sin sorprenderse. Me miró el trasero para comprobar el hueso sacro. Luego, poniéndome otra vez de espaldas, me cogió las piernas combadas y me las separó.

¿Qué es lo que vio? El limpio y salobre mejillón de los genitales femeninos. La zona inflamada, henchida de hormonas. Ese toque de babuino que tienen todos los recién nacidos. El doctor Philobosian debió de haber separado los pliegues para ver mejor, pero no lo hizo. Porque en aquel preciso momento la enfermera Rosalee (para quien el instante era también destino) le tocó accidentalmente el brazo. El doctor Phil alzó la vista. Los ojos présbitas, armenios, se encontraron con los maduros de los Apalaches. Mantuvieron la mirada, y luego la desviaron. Con sólo cinco minutos de edad, los dos temas de mi vida —azar y sexualidad— empezaban a anunciarse. La enfermera Rosalee se ruborizó.

—Preciosa —dijo el doctor Philobosian, refiriéndose a mí pero mirando a su ayudante—. Una chica preciosa y sana.

En Seminole, las celebraciones del nacimiento se empañaron por la perspectiva de la muerte.

Desdémona había encontrado a Lefty en el suelo de la cocina, tendido junto a la taza de café volcada. Se arrodilló a su lado y le puso la oreja en el pecho. Cuando no le oyó el corazón, gritó su nombre. Su chillido resonó por todos los rincones de la cocina, haciendo vibrar la tostadora, el horno, el frigorífico. Finalmente, cayó de bruces. Pero en el silencio que siguió, Desdémona sintió que una extraña sensación le invadía las entrañas. Cobraba volumen en un espacio entre el pánico y el dolor. Era como si la hincharan con un gas. Se le abrieron de pronto los ojos al reconocerla: era felicidad. Le corrían lágrimas por las mejillas, ya estaba haciendo reproches a Dios por arrebatarle a su marido, pero detrás de aquellas adecuadas emociones se escondía aquel alivio enteramente impropio. Había ocurrido lo peor. Porque era eso: lo peor. Por primera vez en la vida, mi abuela no tenía nada de que preocuparse.

Según mi experiencia, las emociones no pueden describirse con una sola palabra. «Tristeza», «alegría», «remordimiento», esos términos no me dicen nada. La mejor prueba de que el lenguaje es patriarcal quizá sea que simplifica demasiado los sentimientos. Me gustaría tener a mi disposición emociones híbridas, complejas, construcciones germánicas encadenadas, como «la felicidad presente en la desgracia». O esta otra: «la decepción de acostarse con las propias fantasías». Me gustaría mostrar la relación entre «el presentimiento de la muerte suscitado por los ancianos de la familia» y «el odio por los espejos que se inicia en la madurez». Me gustaría hablar de «la tristeza inspirada por los restaurantes malogrados», así como de «la emoción de conseguir una habitación con minibar». Nunca he encontrado palabras adecuadas para describir mi propia vida, y ahora que ya he entrado en mi historia, es cuando más las necesito. Ya no me puedo quedar sentado a ver lo que pasa. A partir de ahora, todo lo que cuente estará teñido de la experiencia subjetiva de formar parte de los acontecimientos. Aquí es donde mi historia se divide, se escinde, sufre una meiosis. Noto más el peso del mundo, ahora que formo parte de él. Hablo de vendajes y algodón hidrófilo, del olor a moho de los cines, de los asquerosos gatos y sus malolientes cajas de arena, de la lluvia cuando salpica el polvo de la acera y los viejos italianos meten dentro la silla plegable. Hasta ahora no ha sido mi mundo. Mi América. Pero aquí estamos, al fin.

La felicidad presente en la desgracia, no acompañó mucho tiempo a Desdémona. Unos segundos después volvió a poner la cabeza sobre el pecho de su marido… ¡y oyó latir su corazón! Lo llevaron a toda prisa al hospital. Dos días después recobró el conocimiento. Tenía la mente clara, la memoria intacta. Pero cuando intentó preguntar si había sido niño o niña, descubrió que no podía hablar.

Según Julie Kikuchi, la belleza siempre es grotesca. Ayer, tomando café con una porción de strudel en el Café Einstein, trató de demostrármelo.

—Fíjate en esta modelo —dijo, enseñándome una revista de modas—. Fíjate en sus orejas. Son de marciana. —Empezó a pasar páginas—. Y mira la boca de esta otra. Te cabría la cabeza entera.

Yo intentaba pedir otro capuchino. Los camareros, con sus uniformes austríacos, no me hacían caso, igual que a cualquier otro cliente, y fuera, los amarillentos tilos destilaban lágrimas lentas.

—¿Y qué me dices de Jackie O? —insistió Julie—. Con unos ojos tan separados que prácticamente los tenía en las sienes. Parecía un pez martillo.

Voy a aprovechar lo anterior para hacer una descripción física de mi persona. Las primeras fotografías de la niña Calíope muestran una diversidad de rasgos más bien singular. Mis padres, mirando amorosamente a mi cuna, estaban loquitos con todos ellos. (A veces pienso que era la fascinante y perturbadora peculiaridad de mi rostro lo que desviaba la atención de todo el mundo de las complicaciones que existían más abajo). Me imagino mi cuna como un diorama en un museo. Se aprieta un botón y se me encienden las orejas como dos trompetas doradas. Se aprieta otro y se me ilumina el resuelto mentón. Otro, y de la oscuridad surgen los etéreos y pronunciados pómulos. Hasta ahora, el efecto no es prometedor. A juzgar por las orejas, la barbilla y los pómulos, bien podía ser Kafka de pequeñito. Pero el siguiente botón me ilumina la boca y las cosas empiezan a mejorar. Labios pequeños pero bien formados, besables, musicales. Entonces, en el centro del mapa, aparece la nariz. No se parece a las que suelen tener las esculturas clásicas griegas. Es una nariz que procede de Asia Menor, como la seda misma, de Oriente. En este caso, del Oriente Próximo. La nariz de la niña del diorama empieza a formar, si uno se fija bien, un arabesco. Orejas, nariz, labios, mentón; y ahora, los ojos. No sólo están bastante separados (como los de Jackie O.), sino que son grandes. Demasiado para la cara de una criatura recién nacida. Ojos como los de mi abuela. Tan grandes y tristes como en los cuadros de Keane. Ojos cercados por unas pestañas tan largas y oscuras que mi madre se asombraba de que hubieran crecido en sus entrañas. ¿Cómo podía su cuerpo haber obrado con tanto detalle? La tez en torno a los ojos: pálida y aceitunada. El pelo: negro azabache. Ahora hay que pulsar todos los botones a la vez. ¿Se me ve? ¿Enteramente? Puede que no. Nadie lo ha logrado jamás.

De niña, incluso de muy pequeña, poseía una elaborada y desconcertante belleza. Aisladamente, ningún rasgo era correcto, pero del conjunto surgía algo cautivador. Una despreocupada armonía. Una mutabilidad, también, como si debajo de mi rostro visible hubiese otro, ya arrepentido.

A Desdémona no le interesaba que yo fuese guapa. La preocupaba el estado de mi alma.

—La niña ya tiene dos meses —le dijo a mi padre en marzo—. ¿Por qué sigues sin bautizarla?

—No quiero bautizarla —contestó Milton—, nada de abracadabras.

—Conque abra que dabra, ¿eh? —lo amenazaba Desdémona con el dedo índice—, ¿crees que a la Santa Tradición de la Iglesia, que se ha mantenido dos mil años, se le puede llamar abra que dabra? Y entonces se puso a invocar a la Panayía, llamándola por todos sus nombres: Santísima, Inmaculada, Bienaventurada, Alabada, Madre de Dios y Siempre Virgen, ¿has oído lo que ha dicho mi hijo Milton?

Y como mi padre seguía negándose, Desdémona utilizó su arma secreta. Se empezó a abanicar.

Para alguien que no lo haya presenciado nunca, es difícil describir el carácter amenazador, como de preludio de tormenta, que tenía mi abuela cuando empezaba a abanicarse. Negándose a discutir más con mi padre, se dirigió con sus tobillos hinchados a la sala de estar. Se sentó en una butaca de mimbre junto a la ventana. El sol de invierno entraba sesgadamente, dándole una transparencia rojiza a una aleta de la nariz. Cogió su abanico de cartón. En la parte delantera, con grandes letras, se leía: «Atrocidades de los turcos». Abajo, en letras más pequeñas, estaban los detalles: la matanza de 1955 en Estambul, en la que 15 griegos resultaron muertos, 200 griegas violadas, 4348 tiendas saqueadas, 59 iglesias ortodoxas destruidas y las tumbas de los patriarcas profanadas. Desdémona tenía seis abanicos de atrocidades. Constituían una serie para coleccionistas. Cada año enviaba una contribución al Patriarcado de Constantinopla y unas semanas después llegaba un nuevo abanico donde se denunciaban genocidios y, en una ocasión, se reproducía una imagen del patriarca Atenágoras entre las ruinas de una catedral saqueada. En el abanico que Desdémona utilizaba aquel día en concreto, no aparecía el crimen más reciente, aunque ya se había denunciado, cometido no ya por los turcos, sino por un griego: su propio hijo, que se negaba a que su nieta recibiese un bautizo ortodoxo como era debido. Cuando Desdémona se abanicaba, no era una simple cuestión de mover la muñeca de un lado a otro; la agitación arrancaba de lo más profundo de su ser. Se originaba en el espacio entre el estómago y el hígado donde, según me aseguró una vez, residía el Espíritu Santo. Salía de un lugar aún más hondo: de donde estaba enterrado su delito. Milton intentó refugiarse detrás del periódico, pero el aire removido por el abanico hacía temblar las hojas. Por toda la casa se sentía la fuerza con que Desdémona se abanicaba; arremolinaba motas de polvo en la escalera, agitaba los visillos y, por supuesto, como era invierno, hacía tiritar a todo el mundo. Al cabo de un rato, parecía que a toda la casa le iba a dar un soponcio. Los movimientos del abanico incluso persiguieron a Milton al interior de su Oldsmobile, cuyo radiador empezó a emitir un ruidito, como un murmullo sibilante.

Además de abanicarse, mi abuela apelaba al sentimiento familiar. El padre Mike, su yerno y tío mío, ya había vuelto de su destino en Grecia y oficiaba —en calidad de ayudante— en la iglesia ortodoxa griega de la Asunción.

—Piensa en el padre Mike, Miltie, por favor —rogó Desdémona—. Nunca le darán un cargo importante en la Iglesia. ¿Crees que les parecerá bien que no bauticen a su propia sobrina? Piensa en tu hermana, Miltie. ¡Pobre Zoë! No les sobra el dinero.

Por fin, en señal de que se estaba ablandando, mi padre preguntó a mi madre:

—¿Cuánto cobran ahora por los bautizos?

—Son gratis.

Milton enarcó las cejas. Pero tras considerarlo un momento, asintió con la cabeza, confirmando sus sospechas.

—Lógico. La entrada es gratis. Pero luego tienes que estar pagando toda la vida.

En 1960, la congregación ortodoxa griega de la Zona Este de Detroit tenía un nuevo edificio para celebrar sus oficios religiosos. La Asunción se había trasladado de la carretera de Vernor a una nueva sede en Charlevoix. La construcción de la iglesia de Charlevoix había sido un acontecimiento que causó gran conmoción. Desde sus humildes orígenes en un establecimiento comercial de la calle Hart, a la respetable pero nada ostentosa sede de Beniteau, la Asunción iba finalmente a contar con un edificio espléndido. Muchas empresas de construcción se ofrecieron para realizar las obras, pero se decidió adjudicarlas a «alguien de la comunidad», y ese alguien fue Bart Skiotis.

La construcción de la nueva iglesia obedecía a dos motivos: resucitar el antiguo esplendor de Bizancio y mostrar al mundo los recursos financieros de la próspera comunidad grecoamericana. No se escatimaron gastos. Trajeron de Creta a un pintor de iconos para que se encargara de la iconografía. Se quedó más de un año, durmiendo sobre un fino colchón en la estructura sin terminar. Buen tradicionalista, practicaba la abstinencia, no comía carne ni dulces ni bebía alcohol para purificar su alma y recibir la inspiración divina. Ni siquiera su pincel, hecho con el extremo de la cola de una ardilla, se atenía a las normas. Poco a poco, a lo largo de dos años, nuestra Ayia Sofía se fue levantando en la Zona Este, no lejos de la Autopista Ford. Sólo había un problema. A diferencia del pintor de iconos, Bart Skiotis no acometía el trabajo con pureza de corazón. Resultó que utilizaba materiales de inferior calidad, desviando el dinero sobrante a su propia cuenta corriente. Puso mal los cimientos, de manera que no pasó mucho tiempo antes de que empezaran a agrietarse los muros, apareciendo marcas en la iconografía. Y además, había goteras.

En el recinto de la iglesia de Charlevoix, con la construcción que no cumplía los requisitos de habitabilidad y los cimientos poco firmes, me bautizaron en la fe ortodoxa; una fe que había existido mucho antes de que el protestantismo hubiera tenido algo de que protestar y antes de que el catolicismo se autodenominara católico; una fe que se remontaba a los orígenes, cuando la cristiandad era griega y no latina, y que, sin un Aquino que le hubiera dado existencia material, habría quedado envuelta en el humo de la tradición y el misterio que la rodeaba en un principio. Mi padrino, Jimmy Papanikolas, me cogió de brazos de mi padre. Me presentó al padre Mike. Sonriente, encantado de ser el centro de atención por una vez, el padre Mike me cortó un mechón de pelo y lo echó a la pila bautismal. (Esa parte del ceremonial, según sospeché más tarde, era la responsable del velloso aspecto de nuestras pilas bautismales. Años y años de pelo infantil, estimulado por el agua que daba la vida, echaba raíces y se ponía a crecer). Pero el padre Mike ya se disponía a sumergirme.

—Yo te bautizo, Calíope Helen, sierva de Dios, en el nombre del Padre, amén…

Y me metió debajo del agua por primera vez. En la Iglesia ortodoxa griega no se realiza una inmersión parcial; no se remoja a los niños, no se les da ligeros toques con los dedos mojados. Para renacer, nos tienen que enterrar primero, de modo que me metieron debajo del agua. Mi familia se quedó mirando, mi madre sobrecogida de ansiedad (¿y si tragaba agua?), mi hermano tirando un centavo al agua cuando nadie se daba cuenta, mi abuela dejando quieto el abanico por primera vez desde hacía semanas. El padre Mike me levantó de nuevo en el aire —«… y del Hijo, amén…»— y volvió a sumergirme. Esta vez abrí los ojos. El centavo de Capítulo Once, en caída libre, destelló en la oscuridad. Fue a parar al fondo, donde, según observaba ahora, había un montón de diversos objetos: más monedas, por ejemplo, horquillas, una tirita que se le había desprendido a alguien. Dentro del agua verdosa, sucia y bendita me sentí en paz. Todo estaba en silencio. Sentí un cosquilleo a los lados del cuello, donde una vez los humanos tenían branquias. Era vagamente consciente de que aquel comienzo era en cierto modo un indicio de lo que sería el resto de mi vida. Estaba rodeada de mi familia, en las manos de Dios. Pero también me encontraba en un elemento aparte, sumergida en extrañas sensaciones, presionando la envoltura evolutiva. Esa idea pasó zumbando por mi conciencia cuando el padre Mike volvió a sacarme a la superficie —«… y del Espíritu Santo, amén…»—. Quedaba una inmersión. Para abajo que fui, y otra vez arriba, a la luz y al aire. Las tres inmersiones habían durado bastante tiempo. Además de turbia, el agua estaba tibia. En consecuencia, a la tercera vez me sentí verdaderamente renacida: en forma de fuente. Entre mis angelicales piernas un torrente de líquido cristalino se alzó en el aire. A la luz cenital de la cúpula, el dorado centelleo atrajo la atención de todos los presentes. El chorro describió un arco. Propulsado por una vejiga repleta, saltó sobre el borde de la pila. Y antes de que mi nuno tuviese tiempo de reaccionar, dio al padre Mike justo en plena cara.

Risa contenida en los bancos, horrorizados jadeos de algunas ancianas, silencio después. Humillado por su propia inmersión parcial —y dándose toquecitos en la cara como un protestante—, el padre Mike concluyó la ceremonia. Untándose la punta de los dedos con aceite consagrado, me ungió, haciéndome la señal de la cruz en los sitios indicados, primero en la frente, luego en los ojos, nariz, boca, orejas, pecho, manos y pies. «El sello del don del Espíritu Santo», decía cada vez. Finalmente me dio la Primera Comunión (con una salvedad: el padre Mike jamás me perdonó mi pecado).

—Así me gusta mi niña —se pavoneó Milton en el camino a casa—. Mear a un cura.

—Ha sido un accidente —insistió Tessie, aún abochornada—. ¡Pobre padre Mike! Nunca se le olvidará.

—La verdad es que ha llegado muy lejos —se maravilló Capítulo Once.

Y con toda la conmoción, nadie se preguntó por el mecanismo que había posibilitado la proeza.

Desdémona interpretó el bautismo al revés de su yerno como un mal presagio. Aparte de ser la presunta responsable del ataque de su marido, yo acababa de cometer un sacrilegio en mi primera oportunidad litúrgica. Y además, la había humillado por nacer niña.

—A lo mejor deberías probar adivinando el tiempo que va a hacer —se burló Surmelina.

—Vaya con tu cuchara, mamá —le restregó mi padre por las narices—. Se ha cagado en ti.

Lo cierto era que en aquella época Desdémona estaba luchando contra ciertas presiones asimilacionistas que era incapaz de resistir. Aunque en Estados Unidos había llevado una vida de eterna exiliada, como si realizara una visita que ya duraba cuarenta años, algunos aspectos de su país de adopción empezaban a filtrarse bajo las compuertas de su desaprobación. Cuando Lefty salió del hospital, mi padre llevó una televisión a la buhardilla para que se entretuvieran un poco. Era un Zenith en blanco y negro, proclive a distorsiones verticales. Lo colocó en una mesilla y volvió a bajar. La televisión se quedó allí, haciendo ruidos sordos y lanzando destellos. Lefty se colocó bien las almohadas y se puso a mirar. Desdémona trataba de hacer sus tareas domésticas, pero se sorprendía mirando a la pantalla cada vez con mayor frecuencia. Seguían sin gustarle los coches. Se tapaba las orejas cada vez que encendían la aspiradora. Pero la tele era algo diferente. Mi abuela se aficionó inmediatamente a la televisión. Era la primera y única cosa de Estados Unidos que merecía su aprobación. A veces se le olvidaba apagar el aparato y se despertaba a las dos de la madrugada a los sones del himno de las barras y estrellas con que se despedía la emisión.

La televisión sustituyó el rumor de la conversación que faltaba en la vida de mis abuelos. Desdémona no apartaba los ojos de ella en todo el día, escandalizada por los amoríos de Mientras el mundo gira. Le gustaban sobre todo los anuncios de detergentes, todo aquello que, restregando, produjese burbujas higiénicas o espuma vengadora.

El hecho de vivir en Seminole contribuía al imperialismo cultural. Los domingos, en vez de servir Metaxa, Milton preparaba cócteles para sus invitados.

—Copas con nombre de personas —se quejaba Desdémona a su mudo marido en la buhardilla—. Tom Collins. Harvey Wall Bang. ¡Así llaman a una bebida! Y se ponen a escuchar música en el equipo de alta fidelidad o como se llame. Milton pone música y beben Tom Collins y a veces bailan juntos, ya sabes, las mujeres con los hombres. Como si fuera lucha libre.

¿Qué era yo para Desdémona sino otro signo del fin de los tiempos? Procuraba no mirarme. Se ocultaba detrás del abanico. Entonces, un día Tessie tuvo que salir y ella se quedó de canguro. Con aire receloso, entró en mi habitación. Se acercó cautelosamente a mi cuna. Sexagenaria vestida de negro inclinándose para examinar a criatura envuelta en una toquilla rosa. Quizá fuese algo en mi expresión lo que hizo saltar la alarma. Puede que Desdémona ya estuviera empezando a atar cabos, a establecer la relación que habría después entre los niños del pueblo y aquel barrio residencial, entre las antiguas historias de comadres y la nueva endocrinología… Y puede que no. Porque mientras atisbaba con desconfianza sobre el borde de mi cuna, vio cómo mi rostro —y mi sangre— tomaba cartas en el asunto. La inquieta expresión de Desdémona flotaba sobre la mía, igualmente perpleja. Sus lastimeros ojos escudriñaban mis órbitas, igualmente grandes y negras. En nosotras todo era igual. De modo que me cogió en brazos e hice lo que deben hacer los nietos: borré los años que nos separaban. Devolví a Desdémona su piel original.

A partir de entonces, fui su favorita. A media mañana, relevaba a mi madre de mis cuidados y me llevaba a la buhardilla. Para entonces, Lefty había recobrado la mayor parte de sus fuerzas. Pese a la parálisis del habla, mi abuelo siguió siendo una persona vitalista. Se levantaba temprano todos los días, se bañaba, se afeitaba y se ponía corbata para traducir griego ático durante dos horas, antes de desayunar. Por aquella época ya no aspiraba a publicar sus traducciones, pero seguía trabajando en ellas porque le gustaba y porque le mantenía la mente en forma. Para comunicarse con el resto de la familia, siempre llevaba consigo una pequeña pizarra. Escribía mensajes con palabras y jeroglíficos particulares. Consciente de que Desdémona y él eran una carga para mis padres, Lefty se mostraba sumamente servicial en la casa, arreglando cosas, ayudando en la limpieza, haciendo recados. Todas las tardes daba un paseo de siete kilómetros, hiciera el tiempo que hiciese, y volvía contento, con una sonrisa llena de empastes de oro. Por la noche escuchaba sus discos de rebétiko fumando el narguile. Cuando Capítulo Once le preguntaba lo que fumaba en la pipa, Lefty escribía en su pizarra: «Barro turco». Mis padres siempre creyeron que era una especie de tabaco aromático. Vaya usted a saber de dónde sacaba Lefty el hachís. De sus paseos, probablemente. Seguía manteniendo muchas amistades griegas y libanesas en la ciudad.

Todos los días, entre las diez y las doce de la mañana, mis abuelos se ocupaban de mí. Desdémona me daba el biberón y me cambiaba los pañales. Me peinaba con los dedos. Cuando me ponía quisquillosa, Lefty me cogía en brazos y me paseaba por la habitación. Como no podía hablar, murmuraba mucho, me lanzaba por el aire y frotaba su enorme y arqueado apéndice nasal con mi pequeña y nada explícita nariz. Mi abuelo era como un mimo sin maquillaje, lleno de dignidad, y hasta casi los cinco años no comprendí que había algo raro en él. Cuando se cansaba de hacerme muecas, me llevaba a la ventana de la buhardilla y allí, desde posiciones contrarias de la vida, contemplábamos los jardines del vecindario.

Pronto empecé a andar. Animada por los regalos envueltos en paquetes de colores vivos, correteaba en los fotogramas de las películas domésticas de mi padre. En aquellas primeras navidades de celuloide voy tan emperejilada como una infanta. Ansiosa por tener una niña, Tessie se pasaba un poco de la raya a la hora de vestirme. Falditas rosas, volantes de encaje, cerezas de cristal en el pelo. A mí no me gustaba la ropa ni el espinoso árbol de Navidad, y mis apariciones, llorando a lágrima viva, suelen ser dramáticas…

Aunque quizá se deba a la cinematografía de mi padre. La cámara de Milton estaba equipada con una serie de implacables focos. La luminosidad de sus películas les da carácter de interrogatorio de la Gestapo. Cargados con nuestros regalos, todos parecemos encogidos, como si nos hubieran pillado con mercancía de contrabando. Aparte de su cegadora brillantez, las películas caseras de Milton tenían otra cosa rara: como Hitchcock, él siempre aparecía en todas. El único modo de saber la cantidad de película que quedaba en la cámara era leyendo el contador que había dentro del objetivo. En medio de las escenas de Navidad o de un cumpleaños siempre llegaba un momento en que el ojo de Milton llenaba la pantalla. Así que ahora, mientras intento esbozar rápidamente los primeros años de mi vida, lo que recuerdo con mayor claridad es sólo esto: la brusca y adormilada presencia del ojo castaño de mi padre, introduciendo en la obra el artificio creativo y poniendo de relieve sus aspectos prácticos, lo que aporta un toque posmoderno a nuestro cine doméstico. (Y me transmite su estética) el ojo de Milton nos miraba. Parpadeaba. Un ojo tan grande como el del Cristo Pantocrátor de la iglesia, sólo que más impresionante que cualquier mosaico. Era un ojo vivo, cansado, la córnea un tanto inyectada en sangre, pestañas largas, piel abolsada por debajo, con manchas color café. Ese ojo nos miraba durante al menos diez segundos. Finalmente la cámara se apartaba, aún filmando. Veíamos el techo, las lámparas, el suelo, y luego volvíamos a aparecer nosotros: los Stephanides.

El primero de todos, Lefty. Todavía elegante a pesar del ataque, con una camisa blanca almidonada y pantalones de cuadros escoceses, escribe algo y levanta la pizarra: «Jristós anesti». Desdémona, con la dentadura postiza dándole un aspecto de tortuga boquiabierta, está sentada frente a él. A mi madre, en esta película titulada Pascua del 62, le faltan dos años para cumplir los cuarenta. Las patas de gallo al lado de los ojos son uno de los motivos (aparte de los focos) por los cuales se pone una mano frente a la cara. En ese gesto reconozco la simpatía emocional que siempre he mantenido con Tessie, los dos tan felices cuando nadie nos mira, sentados en algún sitio, observando a la gente. Detrás de su mano aprecio los rastros de la novela que se ha quedado leyendo anoche. Todas esas grandes palabras que ha tenido que mirar en el diccionario se le agolpan en la cansada cabeza, deseando aparecer en las cartas que hoy me escriba. Su mano también es un rechazo, la única manera de desquitarse de su marido, que ha empezado a desaparecer de su vida. (Milton vuelve a casa todas las noches; no bebe ni anda detrás de las faldas pero, preocupado por el negocio, empieza a volcarse cada vez más en el restaurante, de modo que el hombre que vuelve a nosotros parece estar menos presente, convirtiéndose en una especie de robot que trincha el pavo y nos filma en vacaciones pero que realmente no está con nosotros). Por último, desde luego, la mano alzada de mi madre es también una especie de aviso, un precursor del rectángulo negro en los ojos.

Capítulo Once está tirado en la alfombra, devorando dulces. Nieto de dos antiguos criadores de gusanos de seda (con pizarra y sarta de cuentas), jamás ha ido a trabajar al criadero. Nunca ha ido al Koza Han. Su ambiente ya le ha marcado. Tiene esa expresión tiránica, egocéntrica de los niños norteamericanos…

Y ahora, brincando, dos perros entran en cuadro. Rufus y Willis, nuestros bóxers. Rufus olisquea mis pañales y, con perfecto sentido de la oportunidad, se sienta encima de mí. Más adelante morderá a alguien, y mi familia regalará los dos perros. Aparece mi madre, espantando a Rufus…, y ahí estoy de nuevo. Me pongo en pie y doy unos tambaleantes pasos hacia la cámara, sonriendo, probando a saludar con la mano…

Conozco bien esa película. Pascua del 62 es la que el doctor Luce pidió a mis padres. Ésa era la película que todos los años ponía a sus alumnos de la Facultad de Medicina de Cornell. Aquél era el fragmento de treinta y cinco segundos que, según Luce, demostraba su teoría de que la identidad sexual se establece en la primera etapa de la vida. Ésa era la película que el doctor Luce me proyectó para explicarme quién era yo. ¿Y quién era? Hay que atender a la pantalla. Mi madre me está dando una muñeca. La cojo y la abrazo contra mi pecho. Acercando un biberón a los labios de la muñeca, le ofrezco leche.

Pasó mi infancia, en las películas y en la realidad. Me educaron en sentido femenino, y yo no albergaba duda alguna de que fuese una niña. Mi madre me bañaba y me enseñaba a lavarme. A juzgar por todo lo que ocurrió después, me atrevo a pensar que, en el mejor de los casos, aquella instrucción en higiene femenina tenía un carácter rudimentario. No recuerdo alusión directa alguna a mi aparato genital. Todo estaba envuelto en una zona de intimidad y fragilidad, donde mi madre nunca me restregaba con fuerza. (Al aparato de Capítulo Once lo llamaban «colilla». Pero para lo que yo tenía ahí abajo no había palabra alguna). Mi padre era aún más remilgado. En las raras ocasiones en que me bañaba o cambiaba los pañales, Milton procuraba desviar la vista.

—¿La has lavado por todas partes? —preguntaba mi madre, hablando de manera sesgada, como de costumbre.

—Por todas no. Eso es cosa tuya.

De todas formas, habría dado lo mismo. El síndrome de deficiencia de 5-alfa reductasa es un falsificador muy hábil. Hasta que llegué a la pubertad y los andrógenos me inundaron el torrente sanguíneo, resultaba difícil distinguir las diferencias que me separaban de las demás niñas. El pediatra nunca observó nada anormal. Y cuando cumplí cinco años, Tessie empezó a llevarme al doctor Philobosian; el doctor Phil, con su vista deficiente y sus reconocimientos superficiales.

El 8 de enero de 1967 cumplí siete años. En Detroit, 1967 marcó el fin de muchas cosas, pero entre ellas se contaban las películas domésticas de mi padre. Séptimo cumple de Callie fue la última Súper 8 de Milton. El escenario era nuestra sala de estar, decorada con globos. Tengo en la cabeza el habitual gorro puntiagudo. Capítulo Once, con once años, no está en la mesa con los demás niños, sino apoyado en la pared del fondo, bebiendo ponche de frutas. La diferencia de edad muestra que mi hermano y yo no crecimos juntos. Cuando yo tomaba el biberón, él ya era mayorcito; cuando crecí, él era adolescente; y cuando yo llegué a la adolescencia, él se había hecho adulto. A los doce años, no había nada que le gustase más a mi hermano que bajar a su laboratorio del sótano para abrir por la mitad una pelota de golf y ver lo que había dentro. Normalmente, su vivisección de ejemplares de Wilson y Spalding revelaba núcleos de goma elástica rigurosa y fuertemente apelmazada. Pero a veces había sorpresas. De hecho, si uno observa atentamente a mi hermano en esa película doméstica, notará algo extraño: tiene la cara, los brazos, la camisa y los pantalones cubiertos de motitas blancas.

Justo antes de que empiece la fiesta de mi cumpleaños, Capítulo Once ha estado en el sótano, abriendo con una sierra de arco una moderna Titleist que anunciaba un «centro líquido». Capítulo Once tenía la bola firmemente sujeta en el torno mientras la serraba. Al llegar al centro de la Titleist, se oyó un estallido seco al que siguió una vaharada de humo. El centro de la pelota estaba vacío. Capítulo Once se quedó perplejo. Pero cuando subió del sótano, todos vimos los puntos blancos…

Volviendo a la fiesta, ahí viene mi pastel de cumpleaños con sus siete velitas. Los labios de mi madre me dicen en silencio que formule un deseo. ¿Qué quería yo a los siete años? No me acuerdo. En la película me inclino y, eólica, apago las velas de un soplido. Al cabo de un momento, vuelven a encenderse. Las apago de nuevo. Otra vez ocurre lo mismo. Y entonces Capítulo Once se ríe, divertido al fin. Así acababan nuestras películas domésticas, con alguna broma en torno a mi aniversario. Con velas que tenían múltiples vidas.

Vuelvo a repetir la pregunta: ¿por qué fue ésta la última película de Milton? ¿Podría deberse a la habitual pérdida de entusiasmo de los padres por documentar en película el desarrollo de sus hijos? ¿Al hecho de que Milton había sacado centenares de fotografías a Capítulo Once cuando era pequeño y poco más de veinte a mí? Para contestar a esos interrogantes, necesito ponerme detrás de la cámara y ver las cosas con los ojos de mi padre.

El motivo por el que Milton iba desapareciendo de nuestra vida: después de nueve años de funcionamiento, el restaurante ya no rendía beneficios. Mi padre miraba por la ventana (por encima de las latas de aceite de oliva Athena) día tras día, observando los cambios que se producían en la calle Pingree. La familia blanca que vivía en la acera de enfrente, que se contaba entre la buena clientela, se había mudado. Ahora el dueño de la casa era un hombre de color, un tal Morrison. Iba al restaurante a comprar tabaco. Pedía un café, hacía que le rellenaran la taza mil veces y fumaba un cigarrillo tras otro. Nunca pedía nada de comer. No parecía tener trabajo. A veces iban a su casa otras personas, una mujer joven, quizá su hija, con sus niños. Luego se marchaban y Morrison se quedaba solo otra vez. En el techo, para tapar un agujero, había puesto una lona embreada sujeta con ladrillos.

Nada más doblar la esquina, acababan de inaugurar un local nocturno. De camino a casa, sus clientes orinaban a la puerta del restaurante. Por la calle Doce habían empezado a deambular prostitutas. Habían atracado la tintorería de la otra manzana, y el dueño, un blanco, había sufrido una severa paliza. A. A. Laurie, dueño de la óptica de al lado, quitaba de la pared el diagrama optométrico mientras unos obreros le desmontaban las gafas de neón de la fachada. Se mudaba a una tienda nueva en Southfield.

Mi padre había pensado en hacer lo mismo.

—Todo el barrio se viene abajo —le había avisado Jimmy Fioretos un domingo después de comer—. Lárgate ya de ahí, ahora que te va bien.

Y luego Gus Panos, que después de sufrir una traqueotomía hablaba por un agujero en el cuello, siseando como un fuelle:

—Jimmy tiene razón… sssss… Tendrías que mudarte a… ssss… Bloomfield Hills.

Tío Pete no estaba de acuerdo, formulando sus habituales argumentos sobre la integración y el apoyo a la guerra contra la pobreza del presidente Johnson.

Unas semanas después, Milton hizo que le tasaran el establecimiento y se quedó estupefacto: el Salón Cebra valía menos que cuando Lefty lo adquirió en 1933. Milton había esperado demasiado para vender. Ya no merecía la pena mudarse.

De modo que el Salón Cebra continuó en la esquina de Pingree y Dexter, con la música swing del tocadiscos de monedas cada vez más pasada de moda, los famosos y los ases del deporte de las paredes cada vez más irreconocibles. Los sábados, mi abuelo solía llevarme a dar un paseo en coche. Íbamos a Belle Isle a ver los ciervos, y luego comíamos en el restaurante de la familia. Allí nos sentábamos en un reservado mientras Milton nos servía, fingiendo que éramos clientes. Anotaba lo que había pedido Lefty y guiñaba un ojo.

—¿Y qué tomará la señora?

—¡Yo no soy una señora!

—¿Ah, no?

Yo pedía una hamburguesa con queso, batido de leche y merengue de limón de postre. Milton abría la caja registradora, cogía un puñado de monedas y me las daba para que las echara en el tocadiscos. Mientras escogía canciones, miraba por la ventana, a ver si veía a mi amigo del barrio. La mayoría de los sábados estaba en la esquina, rodeado de otros jóvenes. A veces se subía a una silla rota o a un bloque de hormigón ligero para lanzar una perorata. Siempre mantenía el brazo en el aire, agitándolo y gesticulando. Pero si por casualidad me veía, abría el puño y me saludaba con la mano.

Se llamaba Marius Wyxzewixard Challouehliczilczese Grimes. Me estaba prohibido hablarle. Milton lo consideraba un alborotador, opinión que compartían muchos clientes, tanto blancos como negros, del Salón Cebra. Pero a mí me caía bien. Me llamaba «Pequeña Reina del Nilo». Afirmaba que me parecía a Cleopatra.

—Cleopatra era griega —aseguraba—. ¿Lo sabías?

—No.

—Pues sí, era griega. Era de los Ptolomeos. Gran familia, entonces. Eran griegos de Egipto. Yo también tengo una pizca de sangre egipcia. A lo mejor somos parientes, tú y yo.

Si estaba subido a la silla rota, esperando a que se congregara la gente, hablaba conmigo. Pero si ya tenía público, no podía entretenerse.

Marius Wyxzewixard Challouehliczilczese Grimes llevaba el nombre de un nacionalista etíope que, en realidad, había sido coetáneo de Fard Mahoma, allá por los años treinta. Marius había tenido asma de pequeño. Se había pasado casi toda la infancia dentro de casa, leyendo libros muy diversos de la biblioteca de su madre. De adolescente recibió muchas palizas (llevaba gafas, y tenía el hábito de respirar por la boca). Pero cuando yo le conocí, Marius W. C. Grimes estaba entrando en la edad adulta. Trabajaba en una tienda de discos, y por la noche asistía a la Facultad de Derecho de la Universidad de Detroit. Algo estaba pasando en el país —sobre todo en las barriadas negras— que favorecía la ascensión de un hermano como Marius a la tarima de orador callejero. De pronto, si se sabían cosas, si alguien se ponía a argumentar sobre las causas de la guerra civil española, es que estaba en la onda. El Che Guevara también tenía asma. Y Marius llevaba boina. Una boina negra, de estilo paramilitar, con gafas oscuras. Con boina y gafas se erguía Marius en la esquina, haciendo que la gente tomara conciencia de ciertas cosas.

—El Salón Cebra, con dueño blanco —decía, señalando con un dedo descarnado. Luego movía el dedo para indicar un poco más abajo, en la misma manzana—. La tienda de televisores, con dueño blanco. La tienda de ultramarinos, con dueño blanco. El banco —los hermanos miraban alrededor—… exacto. No hay banco. No dan préstamos a los negros.

Marius pensaba ser abogado. En cuanto se licenciara en Derecho demandaría al Ayuntamiento de Dearborn por discriminación en la asignación de viviendas. Por entonces era el número tres en su curso de Derecho. Pero ahora, en la calle, con la humedad del ambiente reaparecía su asma infantil y Marius no se sentía bien cuando pasé patinando frente a él.

—Hola, Marius.

No contestó abiertamente, lo que significaba que estaba alicaído. Pero me saludó con la cabeza, lo que me dio ánimo para continuar.

—Si vas a subirte a una silla, ¿por qué no coges una mejor?

—¿No te gusta mi silla?

—Está toda rota.

—Esta silla es una antigualla. Lo que significa que tiene que estar rota.

—Pero no tanto.

Marius lanzó una mirada al Salón Cebra.

—¿Puedo preguntarte algo, pequeña Cleo?

—¿Qué?

—¿Cómo es que siempre hay por lo menos tres policías gordos y viejos sentados frente al mostrador de tu padre?

—Les da café gratis.

—¿Y por qué crees que los invita?

—No sé.

—¿No lo sabes? Pues te lo voy a decir. Los soborna para que le protejan. A tu padre le gusta tener cerca a la poli porque nos tiene miedo a los negros.

—No os tiene miedo —negué, súbitamente a la defensiva.

—¿Crees que no?

—No.

—Pues vale, Reina. Tú sabrás.

Pero la acusación de Marius me preocupó. Después de aquello empecé a observar a mi padre con mayor atención. Me di cuenta de que siempre echaba el seguro a las puertas del coche cuando pasábamos por el Barrio Negro. Los domingos le oía decir en la sala de estar:

—No cuidan de sus cosas. Dejan que todo se estropee.

A la semana siguiente, cuando Lefty me llevó al restaurante, me daba más cuenta que nunca de la presencia de la policía, cuyas negras espaldas veía inclinadas sobre el mostrador. Los oía bromear con mi padre.

—Oye, Milt, ya va siendo hora de que pongas comida racial en el menú.

—¿Ah, sí? —contestaba mi padre jovialmente—, ¿un poco de berza, quizá?

Salí sin que me vieran y fui buscar a Marius. Estaba en su sitio de costumbre, pero sentado, no de pie, y leyendo un libro.

—Mañana es el examen —me dijo—. Tengo que estudiar.

—Yo estoy en segundo de primaria —le informé.

—¡Sólo en segundo! Y yo que te creía por lo menos en el instituto, haciendo el bachillerato!

Le dediqué mí más encantadora sonrisa.

—Debe de ser la sangre de los Ptolomeos. No te acerques a los romanos, ¿vale?

—¿Qué?

—Nada, Pequeña Reina, Sólo te estaba tomando el pelo.

Se reía ahora, cosa que no hacía a menudo. La cara abierta, luminosa. Y de pronto mi padre me llamaba a gritos.

—¡Callie!

—¿Qué quieres?

—¡Ven aquí ahora mismo!

Marius se puso trabajosamente en pie.

—Estábamos charlando —dijo—. Tiene usted una niña muy lista.

—No se acerque a ella, ¿me oye?

—¡Papá! —protesté, horrorizada, avergonzada por mi amigo.

Pero la voz de Marius era tranquilizadora.

—No te apures, pequeña Cleo. Tengo que preparar el examen y todo eso. Ve con tu papá.

Milton no me dejó en paz durante el resto del día.

—Nunca te pares a hablar así con un desconocido, jamás. Pero ¿qué es lo que te pasa?

—No es un desconocido. Se llama Marius Wyxzewixard Challouehliczilczese Grimes.

—¿Me has oído? No te acerques a la gente como él.

Después, Milton dijo a mi abuelo que no volviera a llevarme a comer al restaurante. Pero yo volvería, en menos de un mes, por mis propios medios.