EX OVO OMNIA

Bueno, recapitulemos: Surmelina Zizmo (de soltera Pappasdiamandopulis) no sólo era mi tía segunda. También era mi abuela. Mi padre era sobrino de su propia madre (y de su propio padre). Además de ser mis abuelos, Desdémona y Lefty eran mi tía abuela y mi tío abuelo. Mis padres eran mis tíos segundos y Capítulo Once era primo tercero mío además de mi hermano. En «Transmisión autosomática de rasgos recesivos», del doctor Luce, se reproduce un diagrama del árbol genealógico de los Stephanides que aporta más detalles, pero no creo que sean de mucho interés. De manera que me limito a exponer las últimas transmisiones del gen. Y ahora casi hemos llegado. En honor de la señorita Barrie, mi profesora de latín de octavo, me gustaría llamar la atención sobre la cita del encabezamiento: Ex ovo omnia. Poniéndome en pie (como hacíamos siempre que la señorita Barrie entraba en el aula), la oigo preguntar:

—¿Señoritas? ¿Alguna de ustedes es capaz de traducir este pequeño fragmento y decirme de dónde procede?

Levanto la mano.

—La señorita Stephanides, que procede del país de Homero, nos lo va a explicar.

—Es de Ovidio. De la Metamorfosis. La historia de la Creación.

—Asombroso. ¿Y nos lo puede usted traducir?

—Todo viene del huevo.

—¿Han oído eso, niñas? ¡Esta aula, sus rostros relucientes, incluso el viejo Cicerón de mi escritorio, todo ha salido de un huevo!

Entre los arcanos conocimientos que el doctor Philobosian fue transmitiendo en el comedor a lo largo de los años (aparte del capítulo sobre los monstruosos efectos de la imaginación materna), se contaba la teoría de la generación espontánea, del siglo XVI. Los descubridores de la generación espontánea, todos con nombre de montaña rusa —Spallazani, Swammerdam, Leeuwenhoek—, creían que toda la humanidad existía en miniatura desde los tiempos de la Creación, o bien en el semen de Adán, o bien en los ovarios de Eva, cada persona metida en la siguiente como en una muñeca rusa. Todo empezó cuando Jan Swammerdam cogió el escalpelo para quitar las capas exteriores a determinado insecto. ¿De qué clase? Pues… un miembro del filum artrópodos. ¿Su nombre en latín? Bueno, vale: Bombyx mori. El insecto que Swammerdam utilizó en sus experimentos allá por 1669 no era otro que un gusano de seda. Ante un auditorio de intelectuales, Swammerdam quitó la piel al gusano de seda para revelar en su interior lo que parecía ser un modelo diminuto de la futura mariposa, de la probóscide a las antenas pasando por las alas plegadas. Había nacido la teoría de la generación espontánea.

Del mismo modo, me gusta imaginar que mi hermano y yo flotamos juntos desde el principio del mundo en nuestra balsa de huevos. Cada uno de nosotros dentro de una membrana transparente, encasillado o encasillada (en mi caso ambas cosas) en su hora de nacimiento. Ahí está Capítulo Once, siempre tan pálido, y calvo a los veinticinco años, de manera que puede pasar por un homúnculo perfecto. Su cráneo pronunciado indica la facilidad que luego tendrá para las matemáticas y las cosas mecánicas. Su palidez enfermiza sugiere una futura enfermedad de Crohn. A su lado estoy yo, su hermana durante un tiempo, el rostro ya un interrogante, destellando como una lentejuela entre dos imágenes: la preciosa niñita de ojos oscuros que fui, y el adulto de nariz aquilina y latino cuño que soy en la actualidad. Y así navegamos sin rumbo, los dos, desde el principio del mundo, esperando el pie para entrar en escena y viendo pasar el espectáculo que desfilaba ante nosotros.

Por ejemplo: la graduación de Milton Stephanides en Annapolis, en 1949. Su gorra blanca lanzada al aire. Tessie y él destinados en Pearl Harbor, donde vivían en su austera vivienda militar y donde mi madre, a los veinticinco años, sufrió una tremenda insolación después de la cual jamás se la volvió a ver en traje de baño. En 1951 los trasladaron a Norfolk, Virginia, en cuyo momento la cáscara del huevo de Capítulo Once, que estaba junto al mío, empezó a vibrar. Pero no salió, se quedó por allí para ver el conflicto coreano, donde el alférez de navío Stephanides sirvió en un submarino. Durante aquellos años vimos cómo se formaba el carácter adulto de Milton, cómo iba adquiriendo las sólidas virtudes de nuestro futuro padre. A la Marina de Estados Unidos se debe la precisión con que Milton Stephanides se hizo la raya del pelo a partir de entonces, su hábito de sacar brillo con la manga a la hebilla del cinturón, sus «Sí, señor» y sus «Todo en orden» y su insistencia en hacer que sincronizáramos los relojes en el centro comercial. Con el águila y las fasces de cobre de su gorra de alférez, Milton Stephanides se olvidó del clarinete. La Marina le inculcó su afición a la navegación y una aversión a guardar cola. En aquella época se formó también su ideario político, su anticomunismo, su desconfianza hacia los rusos. En los puertos de África y el Sureste Asiático donde hacía escala se forjaban ya sus creencias sobre los cocientes intelectuales de las diversas razas. De los desaires sociales de sus oficiales al mando, iba adquiriendo su odio hacia los liberales de la Costa Este y los intelectuales, al tiempo que iniciaba un largo idilio con el estilo indumentario de los Brooks Brothers. Ya se estaba aficionando a las alitas de pollo y los calzoncillos de cloqué. Antes de nacer sabíamos muchas cosas de nuestro padre, pero luego las olvidamos y tuvimos que enterarnos de todo otra vez. En 1953, cuando terminó la guerra de Corea, volvieron a destinarlo a Norfolk. Y en marzo de 1954, cuando mi padre sopesaba su futuro, Capítulo Once, haciéndome un pequeño gesto de despedida, levantó los brazos, se lanzó por el tobogán y entró en el mundo.

Y yo me quedé solo.

Sucesos de los años que precedieron a mi nacimiento: el padre Mike, que en la boda de mis padres transfirió sus sentimientos de mi madre a Zoë, la persiguió con obstinación durante los dos años y medio siguientes. A Zoë no le apetecía la idea de casarse con alguien tan religioso y tan minúsculo. El padre Mike le hizo tres proposiciones, y ella lo rechazó las tres veces esperando que apareciese alguien más de su gusto. Pero no apareció nadie. Finalmente, sintiendo que no tenía otra opción (y convencida por Desdémona, que seguía pensando que casarse con un cura era algo maravilloso), Zoë dio su consentimiento. En 1949, se casó con el padre Mike y poco después se fueron a vivir a Grecia. Allí daría a luz a cuatro hijos, mis primos, y allí viviría durante ocho años.

En Detroit, en 1950, el gueto del Barrio Negro fue demolido para hacer una autopista. La Nación Islámica, cuya sede estaba ahora en la Mezquita Número Dos de Chicago, tenía ahora un nuevo pastor que se hacía llamar Malcolm X. En el invierno de 1954, Desdémona empezó a hablar de irse a vivir a Florida cuando se jubilaran.

—¿Sabéis cómo se llama una ciudad que hay en Florida? ¡Playa Nueva Esmirna!

En 1956, el último tranvía de Detroit dejó de funcionar y la fábrica Packard cerró. Y aquel mismo año, Milton Stephanides, cansado de la vida militar, dejó la Marina y volvió al continente en pos de un viejo sueño.

—Dedícate a otra cosa —aconsejó a su hijo Lefty Stephanides. Estaban en el Salón Cebra, tomando un café—, ¿acaso has ido a la Academia Naval para acabar de tabernero?

—No quiero ser tabernero. Quiero dirigir un restaurante. Toda una cadena de restaurantes. Éste es un buen sitio para empezar.

Lefty sacudió la cabeza. Se inclinó hacia atrás y abrió los brazos, abarcando todo el local.

—Éste no es sitio para empezar nada —aseguró.

Tenía razón. Pese a la limpieza y el espléndido servicio de mi abuelo, el bar había perdido su lustre. La piel de cebra colgada en la pared estaba reseca y cuarteada. El humo del tabaco había ennegrecido los rombos de hojalata del techo. A lo largo de los años, el Salón Cebra había absorbido los efluvios de sus clientes, obreros de las fábricas de automóviles. El local olía a la cerveza que bebían y al tónico que se ponían para el cabello, al suplicio de fichar en el reloj, a sus nervios crispados, a su sindicalismo. El barrio también cambiaba. En 1933, cuando mi abuelo abrió el bar, era un vecindario de blancos de clase media. Ahora, empobrecido, se estaba haciendo predominantemente negro. En la cadena de causa y efecto, inevitable en Detroit, en cuanto la primera familia negra apareció en la manzana, los vecinos blancos pusieron inmediatamente la casa en venta. La excesiva oferta de viviendas hizo bajar los precios del mercado inmobiliario, lo que permitió que se instalaran familias más humildes. Con la pobreza apareció la delincuencia, y con la delincuencia llegaron más camiones de mudanzas.

—El negocio ya no va tan bien —dijo Lefty—, si quieres abrir un bar, inténtalo en el barrio griego. O en Birmingham.

Mi padre desechó aquellas objeciones.

—Es posible que no vaya tan bien. Será porque hay muchos bares por aquí. Demasiada competencia. Lo que hace falta en este barrio es una buena casa de comidas.

Se dice que Hércules Hot Dogs, marca registrada, que en su periodo de mayor auge se ufanaba de contar con sesenta y seis locales en Michigan, Ohio y el sureste de Florida —identificados en la fachada con la enseña de las «Columnas de Hércules»—, empezó la misma nevada mañana de febrero de 1956, en que mi padre llegó al Salón Cebra para empezar las obras de renovación. Lo primero que hizo fue quitar las combadas persianas de las ventanas para que entrara más luz. Pintó el interior de un blanco luminoso. Con un préstamo que el Gobierno concedía para montar un negocio, reformó el bar, poniéndole un mostrador de cafetería e instalando una pequeña cocina. Los obreros le pusieron unos reservados de vinilo rojo en la pared del fondo y tapizaron los viejos taburetes con la piel de cebra de Zizmo. Una mañana, dos repartidores le dejaron un tocadiscos de monedas en la puerta. Y mientras resonaban los martillos y el ambiente se llenaba de serrín, Milton se familiarizaba con los documentos y escrituras que Lefty guardaba, sin orden ni concierto, en una caja de puros bajo la caja registradora.

—¿Qué coño es esto? —preguntó a su padre—. Tienes tres pólizas de seguro para este local.

—Nunca está uno suficientemente asegurado —sentenció Lefty—. A veces las compañías no pagan. Hay que estar preparado.

—¿En serio? Cada una de estas pólizas vale más que el local. ¿Y pagamos por todas? Pues vaya despilfarro.

Hasta aquel momento, Lefty había permitido que su hijo hiciese cuantos cambios quisiese. Pero ahora se mantuvo firme.

—Escúchame, Milton. Tú no sabes lo que es un incendio. No sabes lo que pasa. A veces, las compañías de seguros también sufren incendios. ¿Y qué haces, entonces?

—Pero tres…

—Necesitamos tres —insistió Lefty.

—Complácele —le aconsejó Tessie por la noche—. Tus padres han pasado muchas calamidades.

—Claro que han pasado calamidades. Pero somos nosotros quienes tenemos que pagar las pólizas.

No obstante, siguió el consejo de su mujer y mantuvo las tres pólizas.

El Salón Cebra que yo recuerdo de mi infancia: lleno de flores artificiales, tulipanes amarillos, rosas rojas, árboles enanos con manzanas de cera. Margaritas de plástico brotaban de teteras; salían narcisos de vacas de cerámica. Fotos de Artie Shaw y Bing Crosby cubrían las paredes, junto a anuncios pintados a mano que decían: ¡PALADEE NUESTRO CÓCTEL DE GINEBRA CON ZUMO DE LIMA! y ¡PRUEBE LOS PICATOSTES DE LA CASA Y REPETIRÁ! Había fotos de Milton dando con una cereza el toque final a un batido o besando a un niño como si fuera el alcalde. Había fotos de alcaldes de verdad, como Miriani y Cavanaugh. Al Kaline, el gran primera base que pasaba por allí cuando iba a entrenarse al estadio de los Tigers, había escrito un autógrafo en una fotografía suya: «A mi amigo Milt, ¡vaya huevos!». Cuando ardió una iglesia ortodoxa en Flint, Milton cogió el coche, fue hasta allí y se llevó una vidriera que había sobrevivido al fuego. La colgó en la pared, encima de los reservados. En el ventanal, frente a un busto de Donizetti, había una serie de latas de aceite Athena. Todo era un batiburrillo: viejas lámparas junto a reproducciones de El Greco, cuernos de toro colgando del cuello de una estatuilla de Afrodita. Por encima de la cafetera, una serie de figuritas marchaban sobre el estante: Paul Bunyan y Babe el Torete Azul, el ratón Mickey, Zeus y Félix el Gato.

Mi abuelo, tratando de ser útil, se marchó un día en el coche y volvió con un lote de cincuenta platos.

—Ya he encargado platos —le informó Milton—, a un sitio que abastece a restaurantes. Nos hacen el diez por ciento.

—¿Y éstos no los quieres? —dijo Lefty, con aire decepcionado—. Vale, me los llevaré otra vez.

—Oye, papá —le dijo su hijo, cuando se iba—, ¿por qué no te tomas el día libre? Yo puedo ocuparme de todo.

—¿No quieres que te eche una mano?

—Vete a casa. Dile a mamá que te prepare el almuerzo.

Lefty hizo lo que le decían. Pero cuando iba por el Bulevar West Grand y pasó frente a la Ortopedia Rubsamen —una tienda con el escaparate sucio y un anuncio de neón que parpadeaba incluso de día—, sintió el hormiguillo de una antigua tentación.

Al lunes siguiente, Milton inauguró la cafetería tras contratar a dos empleados, Eleni Papanikolas, que llevaba un uniforme de camarera pagado de su propio bolsillo, y Jimmy, su marido, como encargado de la plancha.

—Recuerda, Eleni, que lo que más dinero da son las propinas —decía Milton, para animarlos—. Así que sonríe.

—¿A quién? —preguntó Eleni.

Porque, pese a los claveles rojos que en pequeños floreros adornaban los reservados, a pesar de los menús, cajas de cerillas y servilletas con rayas de cebra, el Salón Cebra estaba vacío.

—Listilla —repuso Milton, sonriendo.

La bromita de Eleni no le molestó. Ya se las arreglaría. Averiguaría lo que faltaba y pondría remedio.

Para ahorrar tiempo, realizaremos un montaje cinematográfico de una típica operación capitalista. Vemos a Milton saludando a sus primeros clientes. Vemos a Eleni sirviéndoles huevos revueltos. Vemos a Milton y a Eleni en segundo plano, cada uno de ellos mordisqueándose los labios. ¡Pero los clientes sonríen y asienten con la cabeza! Cuando ve que tienen vacías las tazas de café, Eleni se apresura a llenárselas de nuevo. Ahora, Milton, con otra ropa, recibe a otros clientes; y Jimmy, en la plancha, casca huevos con una sola mano; y Lefty, con aspecto de sentirse al margen.

—¡Marchando dos fritos pelotazo whisky! —grita Milton, alardeando de su nueva jerga—. ¡Seco sin hielo!

Primer plano de la caja registradora que se abre y se cierra con un timbrazo; de las manos de Milton, contando dinero; de Lefty, poniéndose el sombrero y marchándose sin que nadie se dé cuenta. Luego, más huevos; huevos que se cascan, fríen, dan la vuelta y agitan sobre la plancha; huevos que llegan en envases de cartón por la puerta trasera y salen en platos por la trampilla delantera; suaves y esponjosos montones de huevos revueltos en destellante amarillo tecnicolor; y la caja registradora, que se abre y se cierra de golpe; y el dinero que se amontona. Hasta que, finalmente, vemos a Milton y Tessie, ataviados con sus mejores galas, que siguen los pasos de un agente inmobiliario por una gran mansión.

El barrio de Pueblo Indio está a unas doce manzanas al oeste de Hurlbut, pero era otro mundo completamente distinto. Las cuatro grandes calles de Burns, Iroquois, Seminole y Adams (incluso en el Pueblo Indio el hombre blanco se había apoderado de la mitad de los nombres) estaban bordeadas de mansiones señoriales construidas con cierto eclecticismo arquitectónico. El estilo georgiano de ladrillo rojo coexistía con el Tudor inglés, que daba paso al francés provenzal. En Pueblo Indio, las casas tenían grandes jardines, generosas aceras, pintorescas y oxidadas cúpulas, cortacéspedes manuales (con los días contados) y alarmas antirrobo (al comienzo de su popularidad). Mi abuelo, sin embargo, permanecía en silencio mientras recorría la impresionante casa que su hijo acababa de adquirir.

—¿Qué te parece el tamaño de esta habitación? —le preguntaba Milton—, venga, siéntate. Ponte cómodo. Tessie y yo queremos que mamá y tú también os sintáis como en casa. Ahora que estás jubilado…

—¿Jubilado? ¿Qué quieres decir?

—Bueno, casi jubilado. Ahora que te puedes tomar las cosas con más tranquilidad, podrás dedicarte a todo lo que siempre has querido hacer. Ésta es la biblioteca, por si quieres venir a hacer tus traducciones. Puedes trabajar aquí mismo. ¿Qué te parece esa mesa? ¿Es lo bastante grande? Y las estanterías están empotradas en la pared.

Excluido de las actividades cotidianas del Salón Cebra, mi abuelo se pasaba el día en el coche, dando vueltas por la ciudad. Iba al centro, a la Biblioteca Pública a leer la prensa extranjera. Después se dirigía al barrio griego, a jugar al backgammon en un café. A los cincuenta y cuatro años, Lefty Stephanides aún estaba en plena forma. Para hacer ejercicio, todos los días caminaba cinco kilómetros. No cometía excesos en la comida, y tenía menos barriga que su hijo. Pero ya mostraba los inevitables estragos del tiempo. Lefty tenía que llevar gafas bifocales. Padecía una ligera bursitis en un hombro. Llevaba ropa pasada de moda, por lo que parecía un extra de una película de gánsteres. Un día, examinándose severamente en el espejo del baño, Lefty se dio cuenta de que se había convertido en uno de esos hombres que se peinaban hacia atrás con brillantina, como tributo a una época que nadie era capaz de recordar. Entristecido por aquel descubrimiento, recogió sus libros. Subió al coche y se encaminó a Seminole, con intención de trabajar en la biblioteca, pero cuando llegó a la altura de la casa pasó de largo. Con una delirante expresión en los ojos, se dirigió a la Ortopedia Rubsamen.

Basta una sola visita a los bajos fondos para no olvidar el camino nunca más. Después, siempre se distingue la luz roja de la ventana de arriba o la copa de champán en la puerta que no se abre hasta medianoche. Mi abuelo llevaba años pasando frente a la Ortopedia Rubsamen y observando el inalterable escaparate de bragueros, collarines y muletas. Veía los rostros desesperados, llenos de febril anticipación de los negros que entraban y salían sin comprar nada. Mi abuelo conocía esa desesperación y era consciente de que ahora, en su jubilación forzosa, aquél era el sitio que le correspondía. Mientras aceleraba hacia la Zona Oeste de la ciudad, la rueda de la ruleta le giraba en la mente. Al pisar el pedal, el tintineo de los dados de backgammon le resonaba en los oídos. La sangre le bullía con una antigua exaltación, el corazón no le palpitaba así desde que bajara de la montaña a explorar los callejones de Bursa. Aparcó junto a la acera y se apresuró a entrar. Pasó frente a los sorprendidos clientes (que no estaban habituados a ver blancos); dejó a un lado el atrezo de frascos de aspirina, laxantes y callicidas, y se dirigió al fondo, a la ventanilla de la farmacia.

—¿En qué puedo servirle? —le preguntó el farmacéutico.

—Veintidós —contestó Lefty.

—Enseguida.

Tratando de compensar el drama de su época de jugador en Bursa, mi abuelo empezó a jugar a la lotería clandestina. Empezó a pequeña escala. Con apuestas bajas de dos o tres dólares. Al cabo de unas semanas, para recuperar las pérdidas, subió a diez dólares. Todos los días apostaba una parte de las ganancias del restaurante. Un día ganó, de manera que inmediatamente después jugó a doble o nada, y perdió. Entre botellas de agua caliente y sobres de enemas, hacía sus apuestas. Rodeado de jarabe para la tos y pomada para las heridas infectadas, empezó a hacer «triples», es decir, a jugar tres números a la vez. Como en Bursa, tenía los bolsillos llenos de trozos de papel. Llevaba una lista de los números jugados con sus correspondientes fechas, para no repetir ninguno. Jugaba al cumpleaños de Milton, al cumpleaños de Desdémona, a la fecha de la independencia griega menos el último dígito, al año del incendio de Esmirna. Desdémona, que encontró los papeles en la ropa para lavar, creyó que tenían algo que ver con el restaurante.

—Mi marido el millonario —murmuró, soñando con la jubilación en Florida.

Por primera vez en la vida, Lefty consultó el libro de los sueños de Desdémona, con la esperanza de calcular un número ganador en el ábaco de su inconsciente. Empezó a prestar atención a los números enteros que se le aparecían en sueños. Muchos de los negros que frecuentaban la Ortopedia Rubsamen notaron la preocupación de mi abuelo por el libro de los sueños, y cuando ganó dos semanas seguidas, se corrió la voz. Lo que condujo a la única contribución que los griegos han hecho a la cultura afroamericana (aparte de la de llevar medallones de oro), pues los negros de Detroit empezaron a comprar libros de los sueños. La Editorial Atlántida tradujo los libros al inglés y los envió a las ciudades más importantes de Estados Unidos. Durante una breve temporada, las mujeres de color de cierta edad empezaron a albergar las mismas supersticiones que mi abuela, creyendo, por ejemplo, que un conejo corriendo, significaba que se iba a tener dinero o que un mirlo posado en el tendido del teléfono presagiaba una muerte próxima.

—¿Qué, llevando el dinero al banco? —preguntó Milton, viendo a su padre vaciar la caja registradora.

—Sí, al banco.

Y efectivamente, Lefty se dirigía al banco. A sacar dinero de la libreta de ahorros para proseguir su constante ataque contra las novecientas noventa y nueve permutaciones posibles de una variable de tres dígitos. Siempre que perdía, lo pasaba horrorosamente mal. Sentía unos ardientes deseos de dejarlo. Quería volver a casa y confesárselo todo a Desdémona. El único antídoto, sin embargo, a esa sensación era la perspectiva de ganar al día siguiente. Es posible que hubiese algún indicio de autodestrucción en aquel fervor de mi abuelo por la lotería. Atenazado por el sentimiento de culpa del superviviente, se entregaba a las fuerzas ciegas del universo, tratando de castigarse por seguir vivo. Pero, más que otra cosa, el juego colmaba sus días vacíos.

Únicamente yo, desde el palco privado de mi huevo primordial, veía lo que estaba ocurriendo. Milton estaba demasiado ocupado con el restaurante para darse cuenta. Tessie estaba demasiado ocupada atendiendo a Capítulo Once para darse cuenta. Puede que Surmelina hubiese notado algo, pero en aquellos años apenas aparecía por nuestra casa. En 1953, en una reunión de la Sociedad Teosófica, tía Lina había conocido a una mujer llamada Evelyn Watson. La señora Watson se había interesado por la Sociedad Teosófica con idea de ponerse en contacto con su difunto marido, pero pronto perdió el empeño en comunicarse con el mundo espiritual a cambio de murmurar con una Surmelina de carne y hueso. Con asombrosa rapidez, tía Lina se había despedido de la floristería para marcharse al suroeste con la señora Watson. Desde entonces, todas las navidades, enviaba a mis padres una caja de regalos que contenía salsa picante, un cactus en flor y una fotografía de la señora Watson y ella delante de algún monumento nacional. (Una de las fotos que ha sobrevivido muestra a la pareja en una cueva ceremonial anasazi en Bandelier, la señora Watson tan bien forrada de ropa como Georgia O’Keeffe, mientras Lina, con un enorme sombrero, baja por una escalera de mano para introducirse en una kiva).

En cuanto a Desdémona, hacia la última mitad de los años cincuenta estaba pasando una época de tranquilidad absolutamente atípica. Su hijo había vuelto ileso de otra guerra. (San Cristóbal había cumplido su palabra durante la «operación policial» de Corea y a Milton ni siquiera le habían disparado). El embarazo de su nuera había causado la habitual ansiedad, desde luego, pero Capítulo Once había nacido muy sano. El restaurante iba bien. Todas las semanas, la familia y los amigos se reunían a comer en la casa de Milton en Pueblo Indio. Una tarde, Desdémona ojeaba un folleto de la Cámara de Comercio de Playa Nueva Esmirna, que había solicitado tiempo atrás. No se parecía en absoluto a Esmirna, pero al menos hacía sol y había puestos de fruta.

Entretanto, mi abuelo se sentía afortunado. Tras haber jugado al menos a un número cada día durante poco más de dos años, ya había apostado a todos los números del 1 al 740. ¡Sólo le quedaban 159 números para llegar al 999! ¡Entonces habría apostado a todos! ¿Y después qué? ¿Qué más…? Volver a empezar. En los bancos, los cajeros entregaban a Lefty montones de dinero, que él, a su vez, entregaba al farmacéutico que atendía la ventanilla. Jugó al 741, 742 y 743. Apostó al 744, 745 y 746. Y entonces, una mañana, el cajero informó a Lefty de que en su cuenta no había fondos suficientes para sacar la cantidad que pedía. Le enseñó el saldo: 13,26 dólares. Mi abuelo le dio las gracias. Cruzó el vestíbulo del banco ajustándose la corbata. Tuvo una súbita sensación de mareo. La fiebre del juego que había tenido a lo largo de los últimos veintiséis meses se le cortó, enviándole una última oleada de calor por la piel, y de pronto notó que estaba empapado de sudor. Enjugándose la frente, Lefty salió del banco para entrar sin un céntimo en la vejez.

No se puede hacer justicia en letra impresa, al ensordecedor grito que dio mi abuela al enterarse del desastre. El chillido permaneció en el aire mientras ella se tiraba del pelo, se rasgaba las vestiduras y caía redonda al suelo.

¡CÓMO VAMOS A COMER! —aullaba Desdémona, tambaleándose por la cocina—, ¡DÓNDE VAMOS A VIVIR! —Abrió los brazos, apelando a Dios, luego se golpeó el pecho y, cogiéndose de la manga izquierda y desgarrándosela, prosiguió—: ¡QUÉ CLASE DE MARIDO ERES PARA HACERLE ESTO A TU MUJER, QUE TE HA HECHO LA COMIDA Y TE HA LAVADO LA ROPA Y TE HA DADO HIJOS SIN NUNCA PRONUNCIAR UNA QUEJA! —Entonces se arrancó la manga derecha—, ¿ES QUE NO TE DIJE QUE NO JUGARAS? ¿NO TE LO DIJE? —A continuación empezó con el vestido propiamente dicho. Mientras cogía el borde con ambas manos, de la garganta empezó a brotarle un ululato ancestral—: ¡ULUULUULUULULU! ¡ULUULUULULUULUULUULU!

Mi abuelo se quedó pasmado al ver a su recatada esposa rasgarse las vestiduras en su presencia, la falda, la cintura, la pechera, el cuello. Con un desgarrón final, el vestido se dividió en dos y Desdémona cayó tendida en el linóleo, mostrando al mundo las miserias de su ropa interior, el sujetador sobrecargado y reforzado con alambre por la parte de abajo, las fúnebres bragas y la desesperada faja cuyas ballenas empezaba a arrancarse en el apogeo de su desmelenamiento. Pero al fin se contuvo. Antes de quedarse completamente desnuda, Desdémona, agotada, se relajó. Se quitó la redecilla de la cabeza y el pelo le cubrió la cara mientras cerraba los ojos. Al cabo de un instante, observó con aire práctico:

—Ahora tendremos que irnos a vivir con Milton.

Tres semanas después, en octubre de 1958, mis abuelos abandonaron Hurlbut, un año antes de haber terminado de pagar la hipoteca. En un cálido fin de semana del veranillo de San Martín, mi padre y mi deshonrado abuelo sacaron los muebles para venderlos en el jardín: el sofá y las butacas de color verde mar, que aún parecían nuevos bajo la cubierta de plástico, la mesa de la cocina, las estanterías. En el césped, junto a los manuales de boy scout de Milton y las muñecas y zapatos de claqué de Zoë, estaban las lámparas, el retrato del patriarca Atenágoras y el contenido de un armario lleno de trajes de Lefty, que mi abuela le obligó a vender como castigo. Con el pelo bien recogido en la redecilla, Desdémona paseaba por el jardín con el ceño fruncido, sumida en una desesperación demasiado profunda para derramar lágrimas. Examinaba cada objeto, suspirando sonoramente antes de ponerle la etiqueta del precio, y regañaba a su marido por cargar con cosas demasiado pesadas para él.

—¿Crees que eres un jovencito? Deja que lo haga Milton. Tú ya eres viejo. —Bajo el brazo llevaba la caja de gusanos de seda, que no era para vender. Al ver el retrato del patriarca, jadeó horrorizada—. ¿Es que no tenemos ya suficiente mala suerte para que queráis vender al patriarca?

Lo cogió y, rápidamente, volvió a meterlo en la casa. Pasó el resto del día en la cocina, incapaz de enfrentarse con la variopinta horda de carroñeros que hurgaba entre sus pertenencias personales. Había anticuarios de fin de semana que se desplazaban de los barrios residenciales en compañía de sus perros, y familias con mala racha que ataban sillas a la baca de coches destartalados, y parejas de hombres selectos que lo ponían todo del revés para ver si había marcas de fábrica. Desdémona no habría sentido más vergüenza si la hubieran puesto en venta a ella misma, desnuda sobre el sofá verde, con la etiqueta del precio colgándole del pie. Cuando se vendió o regaló todo, Milton cargó los restantes enseres de mis abuelos en una camioneta alquilada y dejó atrás las doce manzanas que los separaban de Seminole.

Para que tuvieran mayor intimidad, les ofrecieron el desván. Con riesgo de hacerse daño, Jimmy Papanikolas y mi padre subieron todo por la escalera secreta, oculta tras la puerta decorada con papel pintado. Arriba, en el espacio abuhardillado, dejaron la desarmada cama de mis abuelos, la otomana de cuero, la mesita de bronce y los discos de rebétiko de Lefty. Intentando hacer las paces con su mujer, mi abuelo llevó a casa el primero de los muchos periquitos que tendrían con el correr de los años, y poco a poco, viviendo encima de nosotros, Desdémona y Lefty fueron montando su penúltima morada. Desdémona se pasó los nueve años siguientes quejándose de la estrechez de las dependencias y de lo mucho que le dolían las piernas al bajar la escalera; pero cada vez que mi padre la invitaba a instalarse en la planta baja, ella se negaba. En mi opinión, le gustaba el desván porque el vértigo de vivir en lo alto le recordaba el Monte Olimpo. Desde el ventanuco de la buhardilla había una buena vista (no de las tumbas de los sultanes, sino de la fábrica Edison), y cuando lo dejaba abierto, el viento entraba a bocanadas, como en Bitinio. En el desván, Desdémona y Lefty volvieron a sus orígenes.

Como esta historia.

Porque ahora, Capítulo Once, mi hermano de cinco años, y Jimmy Papanikolas tienen sendos huevos rojos en la mano. Hay huevos, pintados del color de la sangre de Cristo, en un cuenco sobre la mesa del comedor. Alineados en la repisa de la chimenea, hay más huevos rojos. Y en la entrada de las habitaciones cuelgan bolsas llenas de huevos rojos.

Zeus liberó de un huevo a todas las criaturas vivientes. Ex ovo omnia. La clara subió hacia arriba para formar el cielo, la yema descendió a la tierra. Y en la Pascua griega, seguimos jugando a cascar huevos. Jimmy Papanikolas sujeta su huevo en el aire, pasivamente, mientras Capítulo Once choca el suyo contra él. Siempre se casca uno solo.

—¡Gano yo! —grita Capítulo Once.

Ahora es Milton quien escoge un huevo del cuenco.

—Éste tiene buen aspecto. Tan sólido como un camión Brinks.

Alza la mano con que lo sujeta. Capítulo Once se prepara para arremeter con el suyo. Pero antes de que hagan nada, mi madre da a Milton unos golpecitos en la espalda. Tiene un termómetro en la boca.

Mientras abajo retiran los platos de la mesa, mis padres suben la escalera cogidos de la mano, hacia su habitación. Mientras Desdémona casca su huevo contra el de Lefty, mis padres se desnudan hasta dejarse el mínimo de ropa exigido. Mientras Surmelina, que ha venido de Nuevo México a pasar las vacaciones, juega a romper huevos con la señora Watson, mi padre emite un leve gruñido, se aparta de mi madre y declara:

—Con eso vale.

La habitación queda en silencio. En las entrañas de mi madre, mil millones de espermatozoides nadan contra corriente, los masculinos en cabeza. No sólo llevan instrucciones sobre color de ojos, altura, forma de la nariz, producción enzimática, resistencia a los micrófagos, sino también una historia. Nadan recortados sobre un fondo negro, un largo hilo de seda blanca que se va desenredando. El hilo empezó un día de hace doscientos cincuenta años, cuando los dioses de la biología, para entretenerse un poco, anduvieron tonteando con un gen del quinto cromosoma de un niño. Aquel niño pasó la mutación a su hijo, que a su vez la transmitió a sus dos hijas, que la transfirieron a tres de sus hijos (mis tata… tatarabuelos), hasta que finalmente acabó en el organismo de mis abuelos. Haciendo dedo, el gen bajó una montaña y dejó el pueblo atrás. Se quedó encerrado en una ciudad en llamas y, hablando un francés chapurreado, escapó. En la travesía del océano fingió un idilio, deambuló por la cubierta de un buque e hizo el amor dentro de un bote salvavidas. Le cortaron las trenzas. Tomó un tren a Detroit y se instaló en una casa de la calle Hurlbut; consultó libros de los sueños y abrió un bar clandestino; tuvo un trabajo en la Mezquita Número Uno… Y luego el gen siguió pasando a otros cuerpos… Se unió a los boy scouts y se pintó de rojo las uñas de los pies; tocó «Begin the Beguine» por la ventana trasera; se fue a la guerra y se quedó en el continente, viendo noticiarios; realizó un examen de ingreso; se hizo fotos como las de las revistas cinematográficas; recibió una sentencia de muerte e hizo un trato con San Cristóbal; salió con un futuro sacerdote y rompió un noviazgo; lo salvó una silla de contramaestre…, siempre hacia delante, precipitadamente, con sólo unas cuantas curvas ya en el camino, Annapolis y un submarino…, hasta que los dioses de la biología comprendieron que había llegado el momento, que aquello era lo que habían estado esperando, y mientras una cuchara oscilaba y una yiayiá se llenaba de inquietud, mi destino se iba aclarando… El 20 de marzo de 1954 llegó Capítulo Once y los dioses de la biología sacudieron la cabeza, no, lo sentimos… Pero aún había tiempo, todo estaba en marcha, era el tramo en caída libre de la montaña rusa y ya no había modo de parar, mi padre tenía visiones de niñas y mi madre rezaba a un Cristo Pantocrátor en el que no llegaba a creer enteramente, hasta que finalmente —¡en este preciso momento!—, en la Pascua griega de 1959, está a punto de suceder. El gen se prepara para encontrarse con su gemelo.

En cuanto el espermatozoide llega al óvulo, sufro un sobresalto. Hay un fuerte estrépito, un sonoro chasquido mientras se resquebraja mi mundo. Me siento cambiar, perdiendo ya retazos de mi omnisciencia prenatal, cayendo hacia la pizarra en blanco que toda persona es al nacer. (Con los jirones de omnisciencia que me quedan, veo a mi abuelo, Lefty Stephanides, en la noche de mi nacimiento, dentro de nueve meses, volcando una taza en el platillo. Veo los posos del café que forman un signo mientras le estalla un dolor en la sien y cae al suelo). De nuevo el espermatozoide embiste contra mi cápsula, y comprendo que ya no puedo prolongarlo más. El contrato de arrendamiento de mi pequeño apartamento ha expirado y me echan a la calle. De modo que levanto el puño (algo típicamente masculino) y empiezo a golpear las paredes del huevo hasta cascarlo. Luego, resbalando como la yema, caigo de cabeza al mundo.

—Lo siento, niñita mía —dijo mi madre en la cama, tocándose el vientre y hablándome ya—. Habría deseado que esto fuese más romántico.

—¿Quieres romanticismo? —repuso mi padre—. ¿Dónde está mi clarinete?