NOTICIAS DEL MUNDO

Esperé tres días antes de volver a llamar a Julie. Eran las diez de la noche y ella seguía trabajando en su estudio. No había cenado, así que le sugerí que fuéramos a tomar algo. Quedamos en que pasaría a recogerla. Esta vez, me dejó pasar. Su estudio estaba todo desordenado, asustaba semejante caos, pero nada más dar unos pasos me olvidé de todo. Mi atención quedó prendida en las paredes. Clavadas con chinchetas había cinco o seis enormes copias de prueba que mostraban el paisaje industrial de una planta química. Julie había fotografiado la fábrica desde una grúa, de manera que el espectador tenía la sensación de estar flotando por encima de las chimeneas y las serpenteantes tuberías.

—Vale, ya está bien —dijo ella, empezando a empujarme hacia la puerta.

—Un momento —protesté—. Me encantan las fábricas. Soy de Detroit. Para mí esto es como una foto de Ansel Adams.

—Ahora ya lo has visto —insistió ella, haciéndome salir, encantada, incómoda, sonriente, decidida.

—Tengo una de Bernd y Hilla Becher colgada en el cuarto de estar —me ufané.

—¿Tienes una de Bernd y Hilla Becher?

Dejó de empujarme.

—Es una vieja fábrica de cemento.

—Muy bien, de acuerdo —dijo Julie, cediendo—. Te diré de dónde son. De la fábrica I. G. Farben. —Torció el gesto y añadió—: Me temo que sea la obra típica de una norteamericana.

—La industria del holocausto. ¿Te refieres a eso?

—No he leído ese libro, pero sí.

—Claro que si has hecho siempre fábricas, entonces es diferente —le dije—. En este caso no te has limitado a copiar. Si las fábricas son el tema de tu obra, ¿cómo podrías dejar de hacer I. G. Farben?

—¿Crees que está bien?

Señalé las copias de la pared.

—Son muy buenas.

Nos quedamos inmóviles, mirándonos en silencio y, sin pensarlo, me incliné hacia delante y la besé levemente en los labios.

Cuando acabó el beso, Julie puso los ojos como platos.

—Cuando nos conocimos pensé que eras marica.

—Sería por el traje.

—Se me disparó la alarma contra maricas. —Sacudió la cabeza—. Con eso de ser la última parada, siempre voy con recelo.

—¿La última qué?

—¿No lo has oído nunca? Las chicas asiáticas son la última parada. A los maricas de tapadillo les gustan las asiáticas porque tienen cuerpo de chico.

—Tú no tienes cuerpo de chico —aseguré.

Aquello avergonzó a Julie. Desvió la vista.

—¿Es que te han perseguido muchos maricas encubiertos? —le pregunté.

—Dos en la facultad, tres en el curso de posgrado.

Sólo pude responder con otro beso.

Para proseguir con la historia de mis padres, tengo que avivar un recuerdo doloroso para todo grecoamericano: Michael Dukakis subido a un carro de combate. ¿Se acuerdan de eso? Una sola imagen que sentenció nuestras esperanzas de que un griego entrara en la Casa Blanca: Dukakis, con un casco que le estaba grande, saltando a la torreta de un M-41 Wallker Bulldog. Intentando adoptar un aire presidencial pero ofreciendo, en cambio, el aspecto de un niño subiéndose al tiovivo de una verbena. (Cada vez que un griego se acerca al Despacho Oval, algo sale mal. Primero fue Agnew con la evasión fiscal, y luego Dukakis con el carro de combate). Antes de que Dukakis se encaramase a aquel vehículo blindado, antes de que se quitara el traje de J. Press para ponerse el uniforme de faena, todos experimentábamos —me refiero a mis paisanos grecoamericanos, les guste o no— una sensación de júbilo. ¡Aquel hombre era el candidato demócrata a la presidencia de Estados Unidos! ¡Era de Massachusetts, como los Kennedy! Practicaba una religión más extraña que el catolicismo, pero nadie aludía a ello. Estábamos en 1988. A lo mejor había llegado finalmente el momento en que cualquiera —o al menos otro distinto de los de siempre— podía ser presidente. ¡Fíjense en los banderines del congreso del Partido Demócrata! Observen las pegatinas que todos los Volvos llevan en el parachoques. «Dukakis». ¡Un nombre con más de dos vocales, candidato a la presidencia! La última vez que había ocurrido eso fue con Eisenhower (que ofrecía buena estampa subido a un carro blindado). En términos generales, a los estadounidenses les gusta que sus presidentes no tengan más de dos vocales. Truman. Johnson. Nixon. Clinton. Si tienen más de dos (Reagan), no han de rebasar las dos sílabas. Y mejor aún si sólo tienen una sílaba y una vocal: Bush. Entonces repiten. ¿Por qué decidió Mario Cuomo no presentarse a la presidencia? ¿A qué conclusión llegó cuando se retiró a considerar detenidamente el asunto? A diferencia de Michael Dukakis, que era del libresco Massachusetts, Mario Cuomo era de Nueva York, y sabía de qué iba la cosa. Cuomo era consciente de que no podía ganar. Demasiado liberal para el momento, desde luego. Pero también demasiadas vocales.

Encaramado al carro de combate, Michael Dukakis avanzó hacia un grupo de fotógrafos y hacia su ocaso político. Por dolorosa de recordar que sea, debo sacar a relucir esa imagen por ciertos motivos. A ella se parecía, más que a otra cosa, mi recién alistado padre, el marinero de segunda clase Milton Stephanides, mientras iba zarandeándose en una lancha de desembarco frente a la costa de California en el otoño de 1944. Como Dukakis, Milton era casi todo casco. Como a Dukakis, parecía que a Milton le había abrochado su madre el barboquejo. Como Dukakis, Milton llevaba en el semblante la creciente sensación de haberse equivocado. Milton tampoco podía bajarse de su vehículo en marcha. El también avanzaba hacia la aniquilación. La única diferencia consistía en la ausencia de fotógrafos, porque era noche cerrada.

Un mes después de incorporarse a la Marina de Estados Unidos, Milton se encontró acantonado en la base naval de Coronado, en San Diego. Era miembro de las Fuerzas Anfibias, cuya misión consistía en transportar tropas a Extremo Oriente y asistirlas en la invasión de las playas. La tarea de Milton —afortunadamente sólo en maniobras— era arriar la lancha de desembarco al costado del buque de transporte. A lo largo de un mes, durante seis días a la semana y diez horas diarias eso era lo que había estado haciendo: arriar al mar lanchas llenas de soldados en diversas condiciones meteorológicas.

Y cuando no arriaba lanchas de desembarco, se encontraba en el interior de alguna. Tres o cuatro noches por semana hacían maniobras de desembarco nocturno. Una operación sumamente compleja. La costa de Coronado era traicionera. A los inexpertos pilotos les costaba trabajo dirigir las embarcaciones hacia las balizas que señalaban las playas, y a menudo se empotraban contra las rocas.

Aunque el casco le impedía ver el presente, le ofrecía una buena visión del futuro. Pesaba tanto como una bola de jugar a los bolos. Era tan grueso como la chapa de un coche. Había que ponérselo en la cabeza, como un sombrero, pero no tenía nada de sombrero. En contacto con el cráneo, el casco del ejército transmitía imágenes directamente al cerebro. Solían ser de objetos cuya entrada debía impedir el propio casco. Balas, por ejemplo. Y metralla. El casco cerraba la mente a la contemplación de esas realidades fundamentales.

Y tratándose de una persona como mi padre, se empezaba a pensar en la manera de escapar a tales realidades. Al cabo de la primera semana de instrucción, Milton comprendió que había cometido un tremendo error al alistarse en la Marina. El combate no podía ser mucho más peligroso que aquellas maniobras. Todas las noches había algún herido. El oleaje lanzaba a los muchachos contra la borda. Algunos se caían de la lancha y la corriente los arrastraba hacia el fondo. La semana anterior se había ahogado un chico de Omaha.

De día hacían instrucción en la playa, jugando al fútbol americano con las botas de campaña para fortalecer las piernas, y de noche tenían maniobras. Exhausto, mareado, cargando con una pesada mochila, Milton se encontraba junto a los demás, todos apretados en la lancha como sardinas en lata. Siempre había querido ser americano y ahora tenía ocasión de ver de cerca cómo eran sus compatriotas. Y no tenía más remedio que soportar su estúpida charla, sus lascivos comentarios provincianos. Pasaban horas en las lanchas, zarandeándose para todos lados, empapados de agua. Se acostaban a las tres o las cuatro de la mañana. Luego salía el sol y era hora de volver a repetirlo todo otra vez.

¿Por qué se había alistado en la Marina? Por venganza, para escapar. Quería desquitarse de Tessie y deseaba olvidarla. No había conseguido ninguna de las dos cosas. El embotamiento de la vida militar, la interminable repetición de actividades, el ponerse en fila para comer, para ir al servicio, para afeitarse, no le servían en absoluto de distracción. Estar todo el día de pie en formación traía a la mente los mismos pensamientos que quería evitar, de una huella del clarinete, como un círculo de fuego, en el encendido muslo de Tessie. O de Vandenbrock, el chico de Omaha que se había ahogado: su rostro destrozado, el agua del mar brotando entre sus dientes partidos.

Ahora, alrededor de Milton, ya estaban todos vomitando. Diez minutos entre las olas y los marineros, inclinándose violentamente sobre el acanalado suelo metálico, vomitaban el estofado de carne con puré de patatas instantáneo que habían tomado para cenar. El vómito, de un fantasmagórico color azul a la luz de la luna, tenía su propio efecto de ola, chapoteando entre las botas militares. Milton alzó la cabeza, tratando de absorber un poco de aire fresco.

La lancha cabeceaba, dando bandazos. Con un estremecimiento de la quilla, caía en picado desde la cresta de las olas. Se acercaban a la playa, donde se agitaba la marea. Los demás se ajustaban las mochilas, disponiéndose a la imaginaria invasión, mientras el marinero Stephanides abandonaba la soledad de su casco.

—Lo he visto en la biblioteca —decía a otro el marinero que iba a su lado—. En el tablón de anuncios.

—¿Qué clase de prueba?

—Una especie de examen de admisión. Para Annapolis.

—Sí, claro, y nos van a admitir en Annapolis. A tíos como nosotros.

—No importa que nos admitan o no. El caso es que quien vaya a hacer la prueba estará exento de instrucción.

—¿Qué habéis dicho de una prueba? —preguntó Milton, metiendo cuchara.

El marinero miró alrededor para ver si le había oído alguien más.

—No lo digas por ahí. Si nos presentamos todos, no conseguiremos nada.

—¿Cuándo es?

Pero antes de que el marinero pudiera contestar, hubo un enorme y chirriante estrépito: acababan de estrellarse otra vez contra las rocas. La brusca parada lanzó a todo el mundo hacia delante. Los cascos chocaron unos contra otros; se partieron algunas narices. Los marineros cayeron formando un montón al tiempo que se abría la rampa delantera. El agua entró a borbotones en la lancha y el teniente empezó a dar gritos. Milton, junto a todos los demás, se sumió en la confusión: las negras rocas, la resaca que todo lo arrastraba, las botellas de cerveza mexicana, los asustados cangrejos.

Y en Detroit, también en la oscuridad, mi madre estaba en el cine. Michael Antoniou, su prometido, había vuelto a la Santa Cruz y ahora ella tenía los sábados libres. En la pantalla del cine Esquire se sucedieron rápidamente los números… 5…, 4…, 3… y empezó el noticiario. Retumbaron mudas trompetas. Un locutor empezó a dar partes de guerra. No había habido otro presentador desde el principio de la guerra, de modo que Tessie tenía la impresión de conocerlo personalmente; era como de la familia. Semana tras semana había dado informaciones sobre Monty y los británicos echando del norte de África a Rommel y sus carros blindados, y sobre los nuestros, los americanos, que liberaban Argelia y desembarcaban en Sicilia. Comiendo palomitas, Tessie había visto pasar los meses y los años. Los noticieros seguían un itinerario. Al principio se centraban en Europa. Había carros de combate atravesando pequeñas poblaciones y chicas francesas saludándolos con pañuelos desde los balcones. Las francesas no parecían pasar por una guerra; llevaban bonitas faldas de volantes, calcetines blancos hasta los tobillos y pañuelos de seda. Ningún hombre llevaba boina, lo que sorprendió a Tessie. Siempre había deseado ir a Europa, a Francia o Italia más que a Grecia. Al ver aquellos noticiarios, Tessie no se fijaba tanto en los edificios bombardeados como en las terrazas de los cafés, las fuentes, los perritos tan distinguidos y elegantes.

Dos sábados atrás, había visto cómo los aliados liberaban Amberes y Bruselas. Ahora, cuando la atención se dirigía a Japón, el escenario había cambiado. Los noticieros, mostrando una serie de islas tropicales, se llenaban de palmeras. Aquella tarde se leía en la pantalla la fecha de «octubre de 1944», y el locutor anunciaba: Mientras las tropas americanas se preparan para la invasión final del Pacífico, el general Douglas MacArthur, jurando cumplir su promesa de «Volveré», pasa revista a sus tropas. La secuencia mostraba a los marineros en cubierta, en posición de firmes, introduciendo proyectiles en los cañones o haciendo el tonto en alguna playa, agitando el brazo para saludar a la familia. Y confundida entre el público de la sala, mi madre se sorprendió haciendo una estupidez. Buscaba el rostro de Milton.

Era su primo segundo, ¿no? Resultaba lógico que se preocupara por él. No es que hubieran estado enamorados, sino que más bien se habían encaprichado el uno del otro; lo suyo había sido una relación inmadura, un enamoramiento de adolescentes. Nada parecido a lo que había entre Michael y ella. Tessie se irguió en el asiento. Se colocó el bolso sobre las piernas. Adoptó la postura de una señorita comprometida para casarse. Pero cuando acabó el noticiario y empezó la película, se olvidó de ser una persona adulta. Se retrepó en el asiento y puso los pies sobre el respaldo de la butaca que tenía delante.

Quizá no fuese buena la película de aquel día, o tal vez había ido mucho al cine últimamente —en los últimos ocho días no había faltado ni uno solo—, pero el caso era que Tessie no podía concentrarse. No dejaba de pensar que si le pasaba algo a Milton, si resultaba herido o si, no lo permitiera Dios, no volvía, ella tendría la culpa en cierto modo. Ella no le había animado a que se alistara en la Marina. Si Milton se lo hubiera consultado, le habría dicho que no lo hiciera. Pero era consciente de que lo había hecho por ella. Algo parecido pasaba en Las arenas, con Claude Barron, que había visto dos semanas atrás. En esa película, Claude Barron se alista en la Legión Extranjera porque Rita Carrol se casa con otro. Resulta que el otro es un mal tipo, traicionero y bebedor, de modo que Rita Carrol lo abandona y se va al desierto, donde Claude Barron lucha contra los árabes. Cuando llega, él está herido en el hospital, bueno, no en un hospital, más bien en una tienda de campaña, y le dice que le quiere y Claude Barron contesta: «Vine al desierto para olvidarte. Pero la arena tenía el color de tu pelo. Y el cielo era del mismo color que tus ojos. No había sitio donde no estuvieras tú». Y entonces, muere. Tessie lloró a lágrima viva. Se le corrió el rímel, llenándole de manchas el cuello de la blusa.

Maniobras nocturnas y sesión de tarde de los sábados, saltar al mar y arrellanarse en la butaca del cine, preocupación, arrepentimiento, esperanza e intento de olvidar; sin embargo, para ser enteramente francos, lo que todo el mundo hizo durante la guerra fue escribir cartas. En apoyo de mi creencia personal de que la vida real nunca está a la altura de su versión escrita, parece que los miembros de mi familia pasaron la mayor parte del tiempo dedicados a la correspondencia. Desde la Santa Cruz, Michael Antoniou escribía a su prometida dos veces por semana. Sus cartas llegaban en sobres azules con la imagen del patriarca Benjamín estampada en relieve en el extremo superior izquierdo, y en el papel que iba dentro, su caligrafía, como su voz, era clara y femenina: «Lo más probable es que el primer sitio adonde nos enviarán después de ordenarme será a Grecia. Habrá que hacer mucho trabajo de reconstrucción, ahora que se han marchado los nazis».

En su escritorio, bajo los sujeta libros de Shakespeare, Tessie, aun sin ser del todo sincera, le contestaba con irreprochable fidelidad. La mayoría de sus actividades cotidianas no parecían lo bastante virtuosas para contárselas a un novio seminarista. De manera que empezó a inventarse una vida más apropiada. «Esta mañana Zo y yo nos presentamos voluntarias a la Cruz Roja», escribía mi madre, que se había pasado el día en el cine Fox, comiendo peladillas de colores. «Nos han dado sábanas viejas y las hemos cortado en tiras para hacer vendas. Tendrías que ver la ampolla que me ha salido en la yema del pulgar. Es como un chichón». Tessie no había empezado contando aquellas absolutas patrañas. AI principio se limitaba a referir fielmente sus actividades. Pero en una carta, Michael Antoniou le advirtió: «El cine es un estupendo entretenimiento, pero dudo de que sea el mejor modo de emplear el tiempo en época de guerra». A partir de entonces, Tessie empezó a inventar cosas. Justificaba las mentiras diciéndose que era su último año de libertad. Al verano siguiente sería la mujer de un cura, y estaría viviendo en Grecia. Para mitigar su falta de honradez, se despojaba de todos los honores, llenando las cartas de alabanzas para Zoë. «Trabaja seis días a la semana, pero los domingos se levanta muy temprano para llevar a la iglesia a la señora Tsontakis, la pobrecilla tiene noventa y tres años y casi no puede andar, Así es Zoë. Siempre está pensando en los demás».

Entretanto, Desdémona y Milton también se escribían. Antes de marcharse a la guerra, mi padre había prometido a su madre que aprendería a leer y escribir griego. Ahora, en California, tumbado en la litera por la noche, con el cuerpo tan dolorido que apenas podía moverse, Milton consultaba un diccionario griego-inglés para componer informes sobre su vida en la Marina. Por mucho que se concentrara, sin embargo, cuando sus cartas llegaban a la calle Hurlbut algo se había perdido en el proceso de traslación.

—¿Qué clase de papel es éste? —preguntó Desdémona a su marido, mostrándole una carta semejante a un queso suizo.

Como ratoncillos, los censores militares mordisqueaban las cartas de Milton antes de que Desdémona tuviera ocasión de digerirlas. Arrancaban de un bocado la palabra «invasión», así como toda referencia a «San Diego» o «Coronado». Mascaban párrafos enteros que describían la base naval, los destructores y submarinos atracados en el muelle. Y como el griego de los censores era aún peor que el de Milton, solían cometer errores, suprimiendo expresiones de cariño y cualquier signo dudoso.

Pese a los vacíos (sintácticos y físicos) de las cartas de Milton, mi abuela percibía su comprometida situación. En las deltas y sigmas torpemente dibujadas de su hijo, ella observaba la creciente ansiedad de su mano trémula. En sus errores gramaticales, notaba el miedo de su voz. El papel mismo la asustaba, porque parecía que lo habían volado en pedazos.

Sin embargo, el marinero Stephanides hacía cuanto podía por no resultar herido. Un miércoles por la mañana, se presentó en la biblioteca de la base para hacer el examen de admisión en la Academia Naval. Durante las cinco horas siguientes, cada vez que alzaba la vista del examen, veía a sus camaradas de a bordo haciendo gimnasia bajo el ardiente sol. No podía evitar una sonrisa. Mientras sus compañeros se achicharraban allá afuera, Milton estaba sentado bajo un ventilador cenital, solucionando un problema matemático. Mientras ellos estaban obligados a corretear de un lado para otro por la arenosa parrilla, Milton leía un párrafo escrito por un tal Carlyle y contestaba las preguntas correspondientes. Y por la noche, cuando ellos se hicieran polvo contra las rocas, él estaría cómodo y calentito en la litera, durmiendo a pierna suelta.

Cuando empezaron a sucederse los primeros meses de 1945, todo el mundo trataba de librarse de sus obligaciones. Mi madre eludía las obras de caridad yendo al cine. Mi padre quedaba exento de la instrucción por hacer un examen. Pero en lo que a exenciones se refería, mi abuela buscaba una, nada menos que en el mismísimo cielo.

Un domingo de marzo, llegó a la Asunción antes de que empezara la sagrada liturgia. Se acercó a una capilla y, plantándose frente al icono de San Cristóbal, le propuso un trato: Por favor, San Cristóbal —dijo Desdémona, besándose la punta de los dedos y tocando luego la frente del santo—, si haces que Miltie acabe la guerra sano y salvo, le arrancaré la promesa de que vuelva a Bitinio para arreglar la iglesia. Alzó la cabeza y miró a San Cristóbal, el patrón de Asia Menor.

—Si los turcos la destruyeron, Miltie la volverá a construir. Si sólo necesita pintura, él la pintará.

San Cristóbal era un gigante. Empuñaba un báculo y vadeaba un río tempestuoso. A la espalda, cargaba con el Cristo Niño, la criatura más pesada de la historia debido a que llevaba el mundo en sus manos. ¿Qué mejor santo para proteger a su hijo que corría peligro en el mar? En la penumbra de la capilla, Desdémona rezaba. Movía los labios, enumerando las condiciones.

—También me gustaría, si es posible, San Cristóbal, que declararan a Miltie exento de instrucción. Me ha dicho que es muy peligrosa. Y además, ahora me escribe en griego, San Cristóbal. No muy bien, pero aceptablemente. También haré que prometa poner más bancos en la iglesia, no de caoba, pero sí que sean bonitos. Y si quieres, algunas alfombras también.

Se quedó callada, cerrando los párpados. Se persignó multitud de veces, esperando respuesta. Luego su espina dorsal se irguió súbitamente. Abrió los ojos, asintió con la cabeza, sonrió. Se besó la punta de los dedos y tocó la imagen del santo. Se apresuró a casa para escribir a Milton y comunicarle la buena noticia.

—Sí, claro —dijo mi padre al recibir la carta—, San Cristóbal al rescate.

Metió la carta en el diccionario de griego y llevó ambas cosas al incinerador que estaba detrás del barracón. (Aquél fue el fin del aprendizaje de griego de mi padre. Aunque siguió hablando griego mientras vivieron sus padres, Milton nunca logró escribir en esa lengua, y a medida que se hizo mayor se le fue olvidando hasta el significado de las palabras más corrientes. Al final, era incapaz de hablar mucho más que Capítulo Once o yo misma, que era prácticamente nada).

Dadas las circunstancias, el sarcasmo de Milton era comprensible. El día anterior, su oficial al mando acababa de asignarle un nuevo cometido en la inminente invasión. La información, como todas las malas noticias, no caló en un primer momento. Era como si las palabras del oficial, las sílabas que realmente pronunció delante de Milton, hubiesen estado en clave por obra y gracia de los chicos del servicio de información militar. Milton saludó y salió del despacho. Siguió andando hasta la playa, aún sin inmutarse, la mala noticia actuando con cierta discreción, permitiéndole unos últimos momentos de paz y falsa ilusión. Contempló el crepúsculo. Admiró la neutralidad suiza de las focas en las rocas. Se descalzó para sentir la arena en los pies, como si el mundo fuese un lugar que sólo estaba empezando a estar vivo en vez de un sitio donde él dejaría de estar muy pronto. Y entonces aparecieron las fisuras. Una grieta en la parte superior de su cráneo, por donde se vertía, chisporroteando, la mala noticia; una hendidura en sus rodillas, que cedieron, y de pronto Milton ya no podía cerrar el paso a la información.

Treinta y ocho segundos. Aquélla era la mala noticia.

—Stephanides, vamos a nombrarle encargado de señales. Preséntese en el Edificio B mañana por la mañana a las siete en punto. Puede retirarse.

Eso fue lo que había dicho el oficial al mando. Sólo eso. Ninguna sorpresa, en realidad. A medida que se aproximaba la invasión, se había producido una súbita racha de accidentes entre los encargados de señales, que se cortaban los dedos haciendo servicio de cocina. Que se disparaban en el pie mientras limpiaban las armas. Durante las maniobras nocturnas, los encargados de señales se arrojaban ansiosamente contra las rocas.

Treinta y ocho segundos era la esperanza de vida de un encargado de señales. Cuando se produjera el desembarco, el marinero Stephanides iría de pie en la proa de la lancha. Tendría que utilizar una linterna de señales, con la que lanzaría destellos en código Morse. Su luz sería brillante, claramente visible desde las posiciones enemigas en la orilla. Eso era lo que pensaba mientras permanecía inmóvil en la playa con las botas en la mano. Pensaba que nunca se ocuparía del bar de su padre. Pensaba que jamás volvería a ver a Tessie. En cambio, al cabo de unas semanas, iría bien erguido en una lancha, al alcance del fuego enemigo, con una linterna encendida en la mano. Durante un breve espacio de tiempo, al menos.

No incluida en Noticias del Mundo: una instantánea del buque de transporte de mi padre saliendo de la base naval de Coronado en dirección oeste. En el cine Esquire, con cuidado de no poner los pies en el pegajoso suelo, Tessie Zizmo observa cómo la flecha blanca describe un arco a lo largo del Pacífico. La Duodécima Flota de Estados Unidos avanza en su invasión del Pacífico, anuncia el locutor. Destino final: Japón. Una flecha parte de Australia, atravesando Nueva Guinea hasta Filipinas. Otra sale disparada de las islas Salomón, y otra más, de las Marianas. Es la primera vez que Tessie oye nombrar esos sitios. Pero las flechas siguen su trayectoria, avanzando hacia otras islas de las que tampoco ha oído hablar jamás —Iwo Jima, Okinawa—, todas ellas con la bandera del Sol Naciente. Las flechas convergen en tres direcciones sobre Japón, que en realidad tampoco es más que un manojo de islas. Mientras Tessie intenta aclararse con la geografía, el noticiario empieza a emitir secuencias filmadas. Una mano toca alarma en una campana; unos marineros saltan de las literas, suben escalas a paso ligero, ocupando sus puestos de combate. ¡Y ahí está —Milton—, corriendo por la cubierta del buque! Tessie lo reconoce por el escuálido pecho, los ojos de mapache. Se olvida del suelo y baja los pies. En el noticiario los cañones del buque disparan en silencio y, a medio mundo de distancia, entre la suntuosidad de un cine de antaño, Tessie Zizmo siente el retroceso. La sala está medio llena, en su mayoría de mujeres jóvenes como ella. Ellas también devoran peladillas por motivos emocionales; también buscan en la granulosa pantalla el rostro de su novio. El ambiente huele a caramelos, a perfume y al cigarrillo que el acomodador está fumando en el vestíbulo. La mayoría de las veces la guerra es un acontecimiento abstracto, que ocurre en otro sitio. Sólo aquí, durante cuatro o cinco minutos, comprimida entre los dibujos animados y la película, se convierte en algo concreto. Puede que el olvido de la propia identidad, el apartamiento de la multitud, influyan en Tessie, inspirándole la misma histeria que la voz de Sinatra. Cualquiera que sea la razón, en el anonimato del cine Tessie Zizmo se permite recordar cosas que ha tratado de olvidar: un clarinete avanzando por sus muslos desnudos con una particular fuerza invasora, trazando una flecha hacia las islas de su propio imperio, un imperio que, según comprende en aquel preciso momento, está entregando al hombre que no debe. Mientras el haz luminoso del proyector parpadea por encima de su cabeza, rasgando la oscuridad, Tessie reconoce en su fuero interno que no desea casarse con Michael Antoniou. No quiere ser la mujer de un cura ni irse a vivir a Grecia. Mientras mira a Milton en el noticiario, los ojos se le llenan de lágrimas y dice en alta voz:

—Adondequiera que fuese estabas tú.

Y mientras la gente le dice que se calle, el marinero del noticiario se acerca a la pantalla… y Tessie se da cuenta de que no es Milton. Pero no importa. Ha visto lo que ha visto. Se levanta y se marcha.

Aquella misma tarde, en la calle Hurlbut, Desdémona está acostada. Lleva tres días en cama, desde que el cartero le entregó otra carta de Milton. No estaba en griego, sino en inglés, y Lefty se la tradujo:

Querida familia:

Ésta es la última carta que podré escribiros. (Siento no escribir en lengua materna, mamá, pero estoy bastante ocupado en estos momentos). Los de arriba no me dejan dar detalles de lo que está pasando, pero sólo quería enviaros esta nota para deciros que no os preocupéis por mí. Me destinan a un sitio seguro. Mantén el bar en buenas condiciones, papá. La guerra terminará algún día y quiero ocuparme del negocio familiar. Decidle a Zo que no entre en mi habitación.

Con todo cariño,

Milt

A diferencia de las otras cartas, ésta llegó intacta. Ni un solo agujero en parte alguna. Al principio aquello reconfortó a Desdémona, hasta que se dio cuenta de lo que suponía. Ya no había necesidad de secretos. La invasión se estaba llevando a cabo.

En aquel momento, Desdémona se levantó de la mesa de la cocina y, con una especie de triunfante desolación, declaró con aire grave:

—Dios ha lanzado sobre nosotros la sentencia que merecemos.

Cruzó la sala de estar, donde colocó bien un cojín al pasar, y subió a su habitación. Allí se desnudó y se puso el camisón, aunque no eran más de las diez de la mañana. Y entonces, por primera vez desde que se quedó embarazada de Zoë y por última vez antes de que lo hiciera para siempre veinticinco años después, mi abuela se metió en la cama.

Estuvo tres días acostada, levantándose sólo para ir al baño. Mi abuelo intentó convencerla de que se levantara, sin éxito. Cuando se fue a trabajar aquella mañana, le subió algo de comer, un plato de judías blancas con salsa de tomate y pan.

La comida seguía intacta cuando llamaron a la puerta. Desdémona no se levantó a abrir, sino que se tapó la cabeza con la almohada. Pese a que logró amortiguar el ruido, oyó que seguían llamando. Poco después se abrió la puerta de entrada y, finalmente, oyó unos pasos que subían las escaleras y entraban en su habitación.

—¿Tía Des? —dijo Tessie.

Desdémona no se movió.

—Tengo algo que decirte —prosiguió Tessie—. Quería que fueses la primera en saberlo.

La figura tendida permaneció inerte. Sin embargo, la actitud alerta que reflejaba el cuerpo de Desdémona reveló a Tessie que estaba despierta y escuchando. Tessie respiró hondo y anunció:

—Voy a anular la boda.

Hubo un silencio. Poco a poco, Desdémona se quitó la almohada de la cara. Alargó el brazo hacia la mesilla, cogió las gafas, se las puso y se incorporó en la cama.

—¿No quieres casarte con Mickey?

—No.

—Mickey es griego, un buen chico.

—Lo sé. Pero no lo quiero. Quiero a Milton.

Tessie esperaba de Desdémona una reacción escandalizada u ofendida pero, para su sorpresa, mi abuela apenas pareció darse cuenta de la confesión.

—Tú no lo sabes, pero Milton me pidió en matrimonio hace tiempo. Le dije que no. Pero ahora voy a escribirle y a decirle que sí.

—Puedes escribirle lo que quieras, cariño mu —repuso Desdémona, con un leve encogimiento de hombros—, y Miltie no se enterará.

—No es ilegal ni nada parecido. Si hasta hay matrimonios de primos hermanos. Nosotros sólo somos primos segundos. Milton fue a enterarse de todos los requisitos.

Desdémona volvió a encogerse de hombros. Agotada por la preocupación, abandonada por San Cristóbal, dejó de luchar contra una eventualidad que, en principio, no estaba prevista por el destino.

—Si Miltie y tú queréis casaros, tenéis mi bendición —dijo al fin.

Tras haber dado su consentimiento, volvió a hundirse en las almohadas y en el dolor de la existencia.

—Y quiera Dios que nunca tengáis un hijo que muera en alta mar.

En mi familia, las viandas funerarias siempre han abastecido la mesa nupcial. Mi abuela había consentido en casarse con mi abuelo porque no pensaba sobrevivir hasta el día de la boda. Y mi abuela bendijo el matrimonio de mis padres, después de conspirar enérgicamente contra él, precisamente porque no creía que Milton siguiera vivo a la semana siguiente.

En el mar, mi padre tampoco lo creía. De pie en la proa del buque transporte, con la vista fija en el agua, contemplaba la proximidad de su fin. No se sentía impulsado a rezar ni a arreglar sus cuentas con Dios. Percibía el infinito que se abría ante él, pero no lo alentaba con deseos humanos. El infinito era tan vasto y frío como el océano que se extendía en torno al buque, y en todo aquel vacío lo que Milton sentía más agudamente era el zumbido que oía en su propia mente. Más allá, al otro lado del agua, estaba la bala que acabaría con su vida. Quizá ya estaría cargada en el fusil japonés del que saldría disparada; tal vez siguiese aún en alguna cartuchera. Tenía veintiún años, piel grasa, nuez prominente. Se le ocurrió que había sido un idiota yendo a la guerra a causa de una chica, pero entonces retiró eso último, porque no se trataba de una chica cualquiera; sino de Teodora. En cuanto su rostro surgió en la imaginación de Milton, un marinero le dio unos toquecitos en la espalda.

—¿A quién conoces en Washington?

Entregó a mi padre una orden de traslado, de ejecución inmediata. Tenía que presentarse en la Academia Naval de Annapolis. En el examen de admisión, Milton había sacado noventa y ocho puntos.

Todo drama griego necesita un deus ex machina. El mío aparece en la forma de la silla de contramaestre que recogió a mi padre en la cubierta del buque de transporte y lo llevó velozmente por el aire hasta depositarlo en la cubierta de un destructor con rumbo al continente americano. Desde San Francisco, viajó en un cómodo autocar hasta Annapolis, donde lo enrolaron como cadete.

—Te dije que San Cristóbal te sacaría de la guerra —exultó Desdémona cuando llamó a casa para comunicar la noticia.

—Ya lo creo que me ha sacado.

—Ahora tienes que arreglar la iglesia.

—¿Qué?

—La iglesia. Tienes que arreglarla.

—Claro, claro —dijo el cadete Stephanides, de la Academia Naval, y quizá tuviera intención de hacerlo.

Daba gracias por estar vivo, por estar de nuevo en posesión de su futuro. Pero con un pretexto u otro, Milton iría aplazando su viaje a Bitinio. Al cabo de un año, se había casado; luego, fue padre. Acabó la guerra. Se licenció en Annapolis y sirvió en la guerra de Corea. Finalmente volvió a Detroit y se ocupó del negocio familiar. De cuando en cuando, Desdémona recordaba a su hijo la obligación pendiente con San Cristóbal, pero mi padre siempre encontraba una excusa para no ir. Su falta de decisión tendría consecuencias desastrosas, si es que puede darse crédito a esas cosas, en las que, cuando se me altera la antigua sangre griega, yo sí creo.

Mis padres se casaron en junio de 1946. En una muestra de generosidad, Michael Antoniou asistió a la boda. Ya ordenado sacerdote, presentaba un aspecto digno y benevolente, pero en el banquete, al cabo de dos horas dio claras muestras de que estaba destrozado. Bebió demasiado champán en la comida y, cuando la orquesta empezó a tocar, buscó a la chica más atractiva después de la novia: la dama de honor, Zoë Stephanides.

Para mirarlo, Zoë inclinó la cabeza: unos treinta centímetros. Él la sacó a bailar y, sin saber cómo, se vio cruzando la pista de baile.

—Tessie me hablaba mucho de ti en sus cartas —dijo el padre Michael Antoniou.

—Nada malo, espero.

—Todo lo contrario. Me contaba lo buena cristiana que eres.

Su larga sotana le ocultaba los menudos pies, con lo que a Zoë le costaba trabajo seguirle. Cerca de ellos, Tessie bailaba con Milton, ataviado con su blanco uniforme de la Marina. Cuando las dos parejas se cruzaron, Zoë fulminó cómicamente con la mirada a Tessie articulando, para que le leyera los labios, las siguientes palabras: «Te voy a matar». Pero entonces Milton hizo girar a Tessie y los dos rivales se encontraron cara a cara.

—Ah, hola, Mike —dijo Milton, en tono cordial.

—Ahora soy el padre Mike —repuso el pretendiente vencido.

—Te han ascendido, ¿eh? Enhorabuena. Supongo que puedo confiarte a mi hermana.

Se alejó, bailando con Tessie, que volvió la cabeza en silenciosa disculpa. Zoë, que sabía lo exasperante que podía ser su hermano, sintió lástima por el padre Mike. Le sugirió que tomaran un poco de tarta nupcial.