SERENATA DE CLARINETE

Concertamos nuestra cita. Recogí a Julie en su estudio de Kreuzberg. Quise ver su trabajo, pero no me lo permitió. De modo que fuimos a cenar a un restaurante llamado Austria.

Austria es como un pabellón de caza. Las paredes están cubiertas de cuernos de ciervo, unos cincuenta o sesenta. Resultan cómicos en su pequeñez, como si fueran de animales que se pudieran matar con las manos. Entre paneles de madera, hay un ambiente de penumbra, cálido y confortable. A quien no le gustara, no me caería bien.

A Julie le gustó.

—Como no me has enseñado tu trabajo —le dije cuando nos sentamos—, ¿podrías decirme al menos de qué se trata?

—Fotografía.

—A lo mejor no quieres decirme de qué clase.

—Primero vamos a tomar una copa.

Julie Kikuchi tiene treinta y seis años. Aparenta veintiséis. Es de corta estatura sin ser menuda. Es irreverente sin ser grosera. Antes era terapeuta, pero lo dejó. Tiene artrosis en la mano derecha, de un accidente que sufrió en un ascensor. Le duele si trabaja mucho tiempo seguido con la cámara.

—Necesito un ayudante —me confesó—. O una mano nueva.

No tiene las uñas especialmente limpias. En realidad, son las uñas más sucias que he visto nunca en una persona tan encantadora y que huele tan maravillosamente bien.

Sus pechos me producen el mismo efecto que a cualquiera que tenga mis niveles de testosterona.

Le traduje el menú y pedimos. Llegaron las bandejas de ternera hervida, los cuencos de salsa y lombarda, los knödels del tamaño de pelotas de béisbol. Hablamos de Berlín, y de lo distintos que son los países europeos. Julie me contó una historia de cuando se quedó encerrada con su novio en el parque Güel de Barcelona al terminarse la hora de visita. Ya está, pensé. Se ha convocado al primer ex novio. Pronto vendrán los demás. Formarán en fila en torno a la mesa, exponiendo sus defectos, descubriendo sus adicciones, sus corazones traicioneros. Después seré yo el convocado para presentar mi propia y desastrosa galería. Y eso es precisamente lo que suele fallar durante la primera cita. Me faltan datos suficientes. Mi lista no abulta lo suficiente para un hombre de mi edad. Las mujeres lo notan y en sus ojos aparece una extraña e inquisitiva mirada. Y en ese momento empiezo a apartarme de ellas, antes de que sirvan el postre…

Pero eso no pasó con Julie. El novio apareció en Barcelona y luego desapareció. Nadie vino después. No porque no hubiera alguno, seguramente. Sino porque Julie no anda a la caza de marido. Así que no tenía que hacerme la entrevista previa.

Me gusta Julie Kikuchi. Me gusta mucho.

De manera que me hago las preguntas habituales. ¿Qué es lo que quiere…? ¿Cómo respondería si…? ¿Debo decírselo? No. Demasiado pronto. Ni siquiera nos hemos besado. Y ahora mismo, tengo otro idilio de que ocuparme. He de concentrarme en otro noviazgo.

Empezamos en una tarde de verano de 1944. Teodora Zizmo, a quien todos llaman Tessie, se está pintando las uñas de los pies. Se encuentra en la Pensión O’Toole, sentada en un sofá, los pies apoyados en un cojín, una almohadilla de algodón entre cada dedo. La habitación está llena de flores mustias y de las diversas cosas que su madre va dejando por ahí: productos de belleza destapados, pañuelos desechados, libros de teosofía y una caja de bombones, también sin tapa, llena de envoltorios vacíos y unas cuantas chocolatinas rellenas con marcas de dientes. El lugar que ocupa Tessie está más arreglado. Plumas y lapiceros, colocados verticalmente dentro de unas tazas. Entre sujeta libros de bronce —bustos en miniatura de Shakespeare—, se ven las novelas que compra en almonedas domésticas.

Los pies de veinte años de Tessie Zizmo: talla treinta y siete, pálidos, de venas azules, las uñas rojas extendidas como soles en la cola de un pavo real. Las estudia con severidad, de la primera a la última, cuando un mosquito, atraído por la loción que le perfuma las piernas, aterriza en el dedo gordo y se le queda pegado en la uña.

—¡Vaya, hombre! —exclama Tessie—. Puñeteros mosquitos.

Tras quitarse el mosquito, prosigue la operación, poniéndose más esmalte.

Aquella noche, en plena Segunda Guerra Mundial, está a punto de iniciarse una serenata. Ya faltan pocos minutos. Si escuchan atentamente, oirán el ruido de una ventana que se abre, una lengüeta nueva que se introduce en un instrumento de viento. La música que lo empezó todo y de la que, bien podría decirse, dependía toda mi existencia va a sonar dentro de poco. Pero antes de que la melodía suene a todo volumen, permítanme que les informe de lo sucedido durante los últimos once años.

En primer lugar, la Prohibición ha terminado. En 1933, previa ratificación por todos los estados, la Vigésima Primera Enmienda revocó la Decimoctava. En el Congreso de la Legión Americana, celebrado en Detroit, Julius Stroh quitó el tapón de un barril dorado de cerveza Stroh Bohemia. El presidente Roosevelt se fotografió bebiendo un cóctel en la Casa Blanca. Y en la calle Hurlbut, mi abuelo, Lefty Stephanides, descolgó de la pared la piel de cebra, desmanteló el bar clandestino que atendía en el sótano y, una vez más, emergió a la atmósfera superior.

Con el dinero que había ahorrado del erotismo automovilístico, pagó la entrada de un edificio de la calle Pingree, a poca distancia del Bulevar West Grand. El Salón Cebra de superficie era un bar restaurante que servía carnes a la parrilla, situado en un ajetreado barrio comercial. Las tiendas de los alrededores seguían existiendo cuando yo era niña. Las recuerdo vagamente: la óptica de A. A. Laurie, con su letrero de neón en forma de gafas; la tienda de confecciones New Yorker, en cuyo escaparate vi por primera vez maniquíes desnudos bailando un tango escandaloso. Luego estaba la carnicería Value Meats, la pescadería Fresh Fish y la barbería Fine-Cut. En la esquina estaba nuestro local, un estrecho edificio de una sola planta con una cabeza de cebra proyectándose sobre la acera. Por la noche, una luz roja intermitente delineaba el hocico, el cuello y las orejas.

La clientela se componía principalmente de obreros de las fábricas de coches. Venían después de acabar su jornada. Y también, con bastante frecuencia, antes de empezarla. Lefty abría el bar a las ocho de la mañana, y a las ocho y media los taburetes estaban ocupados por hombres que se embotaban los sentidos antes de plantarse frente a la cadena de montaje. Mientras llenaba jarras de cerveza, Lefty se enteraba de lo que ocurría en la ciudad. En 1935, sus parroquianos celebraron la creación del Sindicato Obrero Unificado de la industria automovilística. Dos años después, maldijeron a los guardias armados de la Ford, que habían apaleado a su dirigente, Wallter Reuther, en la «Batalla del Paso Elevado». Mi abuelo no tomaba partido en aquellas discusiones. Su trabajo era escuchar, asentir con la cabeza, servir otra copa, sonreír. No dijo nada en 1943, cuando la conversación subió de tono en el bar. Un domingo de agosto, estallaron peleas entre negros y blancos en Belle Isle.

—Un negro ha violado a una mujer blanca —explicó un cliente—. Ahora la van a pagar todos esos negros, ya lo veréis.

El lunes por la mañana se produjeron desórdenes callejeros. Pero cuando un grupo de parroquianos entró en el bar alardeando de haber matado a golpes a un negro, mi abuelo se negó a servirles.

—¿Por qué no te vuelves a tu país? —gritó uno de ellos, indignado.

—Éste es mi país —replicó Lefty, que para demostrarlo hizo algo muy americano: metió la mano debajo del mostrador y sacó una pistola.

Esos conflictos son ya cosa del pasado —mientras Tessie se pinta las uñas de los pies—, y se ven eclipsados por un conflicto mucho mayor. En 1944, en todas las fábricas de coches de Detroit han instalado la maquinaria necesaria para otro tipo de producción. En Willow Run, de la cadena En 1944, en todas las fábricas de coches de Detroit han instalado la maquinaria necesaria para otro tipo de producción. En Willow Run, de la cadena de montaje salen B-52 en lugar de sedanes Ford. En la Chrysler, fabrican carros de combate. Los industriales han encontrado por fin el remedio contra el estancamiento de la economía: la guerra. La Ciudad del Motor, a la que todavía no se ha apodado Motown, se convierte durante un tiempo en el «Arsenal de la Democracia». Y en la pensión del Bulevar Cadillac, Tessie Zizmo se pinta las uñas de los pies mientras escucha el clarinete.

«Begin the Beguine», el gran éxito de Artie Shaw, flota en el húmedo ambiente. Paraliza a las ardillas, que en los cables del teléfono inclinan la cabeza para oír mejor. Arranca un susurro a las hojas de los manzanos, haciendo girar el gallo de una veleta. Con su movido ritmo y su ondulante melodía, «Begin the Beguine» sobrevuela el césped, los jardines, las mesas y los bancos, las mecedoras de los porches y las cercas estranguladas por zarzamoras; salta la valla del jardín de la Pensión O’Toole, bailando sobre las actividades recreativas de los inquilinos, principalmente masculinos —una pista de bolos en el césped, unos mazos de croquet olvidados—, y luego la canción trepa por la descuidada hiedra que cubre la fachada de ladrillo, pasa por las ventanas donde algunos solteros dormitan, se rascan la barba o, en el caso del señor Danelikov, formulan problemas de ajedrez; y sigue subiendo, la mejor y más apreciada melodía de Artie Shaw, grabada en 1939, que aún se oye por la radio en toda la ciudad, una música tan fresca y alegre que parece garantizar la pureza de la causa estadounidense y el triunfo final de los aliados; pero ahí está, por fin, entrando por la ventana de Teodora, mientras ella se abanica los dedos de los pies para secarse el esmalte de las uñas. Y, al oírla, mi madre se vuelve hacia la ventana y sonríe.

El origen de la música era nada menos que un Orfeo engominado que vivía justo detrás de ella. Milton Stephanides, de veinte años, estudiante, de pie frente a la ventana de su cuarto, tocaba habilidosamente el clarinete. Llevaba un uniforme caqui de los boy scouts. Barbilla levantada, codos fuera, marcando el ritmo con la pierna derecha, desgranaba su canción de amor en el atardecer de verano con un ardor que ya se había apagado completamente cuando, veinticinco años después, encontré ese instrumento de madera obstruido por la pelusa en el desván de casa. Milton había sido tercer clarinete en la orquesta del Instituto Southeastern. En los conciertos del instituto interpretaba a Schubert, Beethoven y Mozart, pero ahora que había terminado el bachillerato, era libre de tocar lo que le apeteciera, y lo que más le gustaba era el swing. Imitaba el estilo de Artie Shaw. Copiaba la postura llena de vivacidad de Shaw, que se inclinaba hacia atrás como impulsado por la fuerza de su propia música. Ahora, en la ventana, describía con el instrumento los círculos precisos y caligráficos de Shaw. Miraba a lo largo de la reluciente madera negra, apuntando a la casa de la que le separaban dos jardines, y sobre todo al rostro tímido, pálido, miope y emocionado que se veía por la ventana del tercer piso. Tres ramas y el tendido del teléfono obstaculizaban su campo visual, pero alcanzaba a ver su larga melena negra, que brillaba igual que su clarinete.

Ella no agitó la mano. No dio señal alguna —aparte de sonreír— de que le había oído. En los jardines del vecindario, la gente siguió con lo que estaba haciendo, ajena a la serenata. Unos regaban el césped, otros llenaban el comedero de los pájaros; los niños cazaban mariposas. Cuando Milton concluyó la canción, se quitó el instrumento de la boca y se apoyó en la ventana, sonriendo. Y luego empezó otra vez, desde el principio.

Abajo, atendiendo a unas visitas, Desdémona oyó el clarinete de su hijo y, como orquestando una armonía, dejó escapar un largo suspiro. Gus y Georgia Vasilakis, con su hija Gaia, llevaban cuarenta y cinco minutos sentados en la sala de estar. Era domingo. En la mesa de centro, un plato de gelatina rosa reflejaba la luz de las chispeantes copas de vino que bebían los adultos. Gaia hacía durar un vaso de ginger ale Vernor, que ya se había entibiado. En la mesa también había una lata abierta de galletas de mantequilla.

—¿Y a ti qué te parece eso, Gaia? —dijo su padre, tomándole el pelo—. Milton tiene los pies planos. ¿Crees que eso nos agua los planes?

—Papáaa… —repuso Gaia, avergonzada.

—Mejor tener los pies planos que volver a casa con los pies por delante —intervino Lefty.

—Eso es verdad —convino Georgia Vasilakis—. Tenéis suerte de que no hayan admitido a Milton. A mí no me parece ningún deshonor. No sé lo que haría si me mandaran un hijo a la guerra.

De cuando en cuando, a lo largo de la conversación, Desdémona daba unas palmaditas en la rodilla a Gaia Vasilakis y decía:

—Miltie va a venir pronto. No tardará.

Lo llevaba diciendo desde que llegaron sus invitados. Lo repetía todos los domingos desde hacía mes y medio, y no sólo a Gaia Vasilakis. Se lo había dicho a Jeanie Diamond, que había ido el domingo anterior con sus padres, y también a Vicky Logathetis, que los había visitado dos semanas atrás.

Desdémona acababa de cumplir cuarenta y tres años y, al estilo de las mujeres de su generación, era prácticamente una anciana. El gris se había infiltrado en su pelo. Había empezado a llevar gafas sin montura que le agrandaban un tanto los ojos, dándole un aire de consternación mayor del que ya tenía. Su tendencia a la preocupación (últimamente agravada por la música swing que sonaba allá arriba) había causado la vuelta de su taquicardia. Y ahora las palpitaciones eran cosa de todos los días. En la inquietud del momento, sin embargo, Desdémona era de una frenética actividad, siempre guisando, limpiando, adorando a sus hijos y a los hijos de los demás, siempre gritando a pleno pulmón, llena de ruido y de vida.

Pese a las gafas graduadas, mi abuela veía el mundo desenfocado. Desdémona no entendía por qué había estallado la guerra. En Esmirna, Japón había sido el único país en enviar barcos para rescatar a los refugiados. Mi abuela mantenía hacia los japoneses un eterno sentimiento de gratitud. Cuando alguien sacaba en la conversación el ataque sorpresa a Pearl Harbor, ella argumentaba:

—No me hables de una isla perdida en medio del océano. ¿Es que este país no es bastante grande que tiene que tener también todas las islas?

Daba igual el sexo de la Estatua de la Libertad. En todas partes era lo mismo: los hombres con sus guerras. Afortunadamente, el ejército había rechazado a Milton. En vez de a la guerra, iba a una escuela nocturna y por el día echaba una mano en el bar. El único uniforme que llevaba era el de los boy scouts, organización en la que era jefe de patrulla. De vez en cuando llevaba a sus exploradores de acampada, al norte.

Al cabo de otros cinco minutos, Milton seguía sin aparecer. Desdémona se disculpó y subió la escalera. Se detuvo frente a la habitación de su hijo, frunciendo el ceño ante la música que salía del interior. Y luego, sin llamar, entró.

Frente a la ventana, el clarinete erecto, Milton tocaba, ajeno a todo. Sus caderas oscilaban de manera indecorosa y los labios le brillaban tanto como el pelo. Desdémona cruzó la habitación con aire resuelto y cerró la ventana de golpe.

—Vamos, Miltie —ordenó—. Gaia está abajo.

—Estoy practicando.

—Practica después.

Con los ojos entornados, miró hacia la Pensión O’Toole, al otro lado del jardín. En el tercer piso creyó ver una cabeza que se escondía rápidamente detrás de la ventana, pero no estaba segura.

—¿Por qué siempre tocas en la ventana?

—Porque tengo calor.

—¿Calor, de qué? —preguntó Desdémona, alarmada.

—De tocar.

—Venga —bufó ella—, Gaia te ha traído galletas.

Mi abuela ya llevaba un tiempo sospechando de la creciente intimidad entre Milton y Tessie. Notaba la atención que Milton dedicaba a la muchacha siempre que Surmelina y ella iban a cenar. De pequeños, Zoë siempre había sido la mejor amiga y compañera de juegos de Tessie. Pero ahora era Milton con quien Tessie se sentaba en el balancín del porche para columpiarse.

—¿Por qué ya no vas con Tessie? —había preguntado Desdémona a Zoë.

—Está ocupada —respondió Zoë, con cierto resentimiento.

Eso fue lo que reprodujo la taquicardia a mi abuela. Después de todo lo que había hecho para reparar su delito, después de haber convertido su matrimonio en un páramo glacial y permitido que un cirujano le ligara las trompas de Falopio, aún no había logrado desprenderse de la consanguinidad. De manera que, horrorizada, mi abuela reanudó una actividad en la cual ya había probado antes sus capacidades, con resultado no muy alentador. Desdémona estaba haciendo otra vez de casamentera.

De domingo en domingo, como en la casa de Bitinio, un desfile de muchachas en edad de merecer pasaba por la calle Hurlbut. La única diferencia era que no se trataba de las dos mismas chicas multiplicadas una y otra vez. En Detroit, Desdémona tenía un amplio surtido donde elegir. Había muchachas con voces chillonas o de contralto, mozas regordetas y delgaditas, chicas aniñadas que llevaban relicarios con algún mechón de pelo y otras que ya eran viejas antes de tiempo y trabajaban de secretarias en empresas de seguros. Estaba Sophie Georgopoulos, que tenía unos andares extraños desde que puso los pies sobre unas brasas, durante una excursión al campo, y estaba Mathilda Livanos, con el supremo aburrimiento de las chicas guapas, que no había mostrado interés alguno por Milton y ni siquiera se había lavado el pelo. Semana tras semana, iban a aquella casa animadas u obligadas por sus padres, y semana tras semana Milton Stephanides se disculpaba para subir a su habitación y tocar el clarinete asomado a la ventana.

Ahora, con Desdémona detrás de él, conduciéndolo al redil, bajó a ver a Gaia Vasilakis. Sentada entre sus padres en el sofá de color espuma de mar, excesivamente relleno, había una chica grande, que llevaba un vestido de crinolina blanco con dobladillo de volantes y mangas abombadas. Sus cortos calcetines blancos también tenían volantes. A Milton le recordaron el pañito de encaje que cubría la tapa del cubo de la basura del baño.

—Vaya, qué cantidad de medallas tiene Milton —observó Gus Vasilakis.

—Para ser Águila de los boy scouts sólo le falta una —informó Lefty.

—¿Y cuál es?

—Natación —contestó Milton—. No sé nadar ni con flotador.

—A mí tampoco se me da muy bien nadar —dijo Gaia, sonriendo.

—Toma una galleta, Miltie —le instó Desdémona.

Milton miró la lata y cogió una galleta.

—Las ha hecho Gaia —insistió Desdémona—. ¿Te gustan?

Milton masticó con aire meditabundo. Al cabo de un momento, levantó el brazo e hizo el saludo de los boy scouts.

—No puedo decir mentiras —afirmó—. Las galletas están asquerosas.

¿Hay algo tan increíble como la historia de amor de los propios padres? ¿Algo tan difícil de entender como el hecho de que esos dos jugadores que estaban para el arrastre, siempre en la lista de lesionados, se encontraran una vez en la alineación para el partido de copa? Resulta imposible imaginar a mi padre, cuyo entusiasmo sólo se despertaba, que yo supiera, con la baja de los tipos de interés, víctima de las agudas pasiones de la carne, propias de la adolescencia. Milton tumbado en la cama, soñando con mi madre de la misma manera con que yo soñaría más tarde con el Oscuro Objeto.

Milton escribiendo cartas de amor e incluso —después de leer en la escuela nocturna «A su tímida amada» de Marvel— poemas de amor. Milton mezclando la metafísica de la era isabelina con la rima fácil de Edgar Bergen:

Sorprendes, Tessie Zizmo, tanto

como un nuevo y mecánico aparato

que un directivo de la General Electrica un amigo regala.

La Exposición Universal de ti podría hacer gala…

Incluso mirando atrás con ojos de hija indulgente, tengo que admitirlo: mi padre nunca fue guapo. A los dieciocho años tenía una alarmante delgadez de tísico. La cara salpicada de manchas. Bajo los melancólicos ojos, la piel ya se le estaba ensombreciendo, formando bolsas. Mentón débil, nariz excesivamente desarrollada, pelo engominado tan denso y reluciente que parecía un postre de gelatina. Milton, sin embargo, no era consciente de ninguna de aquellas deficiencias físicas. Poseía una imperturbable confianza en sí mismo que le protegía como un caparazón de los embates del mundo.

El atractivo físico de Teodora saltaba más a la vista. Había heredado la belleza de Surmelina a menor escala. Sólo medía un metro sesenta de estatura, de cintura estrecha y poco pecho, con un largo cuello de cisne que soportaba una bonita cabeza en forma de corazón. Si Surmelina siempre había sido una norteamericana de tipo europeo, una especie de Marlene Dietrich, Tessie era la hija plenamente americanizada que la Dietrich pudo haber tenido. Presentaba unos rasgos típicos, incluso un tanto rústicos, que se reflejaban hasta en la ligera grieta que se le veía entre los dientes y en la nariz respingona. El parecido familiar suele saltarse una generación. Yo parezco más griego que mi madre. En cierto modo, Tessie era un poco del Sur, y se había refinado mucho. Decía cosas como «caray» y «recórcholis». Como Lina trabajaba todo el día en la floristería, cuando era pequeña la dejaba al cuidado de una serie de mujeres mayores, muchas de ellas procedentes de Kentucky y de ascendencia escocesa o irlandesa, con lo que se le pegó una especie de acento nasal. En comparación con los rasgos fuertes y masculinos de Zoë, Tessie tenía una apariencia típicamente americana, y en parte eso fue seguramente lo que atrajo a mi padre.

El salario que Surmelina recibía en la floristería no era muy elevado. Madre e hija se vieron obligadas a hacer economías. En tiendas de segunda mano, Surmelina solía buscar conjuntos propios de coristas de Las Vegas. Tessie elegía ropa cómoda y práctica. En la Pensión O’Toole remendaba faldas de lana y lavaba blusas a mano; depilaba jerséis y lustraba zapatos. Pero a esas prendas nunca se les quitaba el tenue olor a ropavejero. (Se quedaba pegado al cuerpo, como comprobé años más tarde, cuando me eché a la carretera). Aquel olor se conjugaba con el hecho de ser huérfana de padre, y con el de criarse en la pobreza.

Jimmy Zizmo: lo único que quedaba de él estaba en el cuerpo de Tessie. Como él, era de constitución delicada y, aunque sedoso, tenía el pelo negro como el suyo. Si no se lo lavaba lo suficiente se le ponía grasiento y, al oler la almohada, pensaba: «A lo mejor es así como olía mi padre». En invierno le salían úlceras en la boca (contra las que Zizmo tomaba vitamina C). Pero Tessie tenía la piel muy blanca y se quemaba enseguida al sol.

Desde que Milton era capaz de recordar, Tessie había ido a su casa llevando los rígidos y clericales atuendos que su madre encontraba tan divertidos.

—Fíjate en la pareja que hacemos —decía Lina—. Igual que la comida china. Agridulce.

A Tessie no le gustaba que Lina dijera esas cosas. Ella no creía que tuviese nada de agria; sólo era como se debía ser. Y deseaba que su madre también se comportara más como era debido. Cuando bebía una copa de más, era ella quien la llevaba a casa, la desnudaba y la acostaba. Como Lina era una exhibicionista, Tessie se había convertido en mirona. Como Lina era escandalosa, Tessie se había hecho discreta. Y también tocaba un instrumento: el acordeón. Lo tenía guardado en su estuche, bajo la cama. Lo sacaba de cuando en cuando, metiéndose las correas por los hombros para que el enorme instrumento, de extenso teclado, no se le cayera al suelo. Casi abultaba tanto como ella, y lo tocaba diligentemente y bastante mal, siempre con un saborcillo de tristeza carnavalesca.

De niños, Milton y Tessie habían compartido la misma habitación y la bañera, pero de aquello hacía mucho tiempo. Hasta hacía poco, Milton sólo consideraba a Tessie como su prima repipi. Siempre que alguno de sus amigos manifestaba algún interés por ella, Milton le aconsejaba que abandonara la idea.

—No es un dulce que se deshaga en la boca —decía, al estilo de Artie Shaw—. Sino un hueso duro de roer.

Y entonces un día volvió Milton a casa con unas lengüetas que acababa de comprar en la tienda de música. Colgó el abrigo en la percha del vestíbulo, sacó las lengüetas e hizo una bola con la bolsa de papel. Se dirigió a la sala de estar y ensayó una canasta de las que deciden un partido. La bola de papel cruzó la estancia, chocó contra el borde de la papelera y cayó fuera, momento en el cual oyó una voz:

—Será mejor que sigas dedicándote a la música.

Milton miró a ver quién era. Y lo vio. Pero quien había hablado no era la misma que había sido.

Teodora estaba tumbada en el sofá, leyendo. Llevaba un vestido de primavera, estampado con flores rojas. Iba descalza, y entonces fue cuando Milton lo vio: las uñas de los pies pintadas de rojo. A Milton jamás se le habría pasado por la cabeza que su prima era de aquellas chicas que se pintaban las uñas de los pies. El esmalte encarnado le daba aire de mujer, mientras que el resto de su persona —los brazos pálidos y delgados, el cuello frágil— seguía siendo tan infantil como siempre.

—Estoy vigilando el asado —explicó ella.

—¿Dónde está mi madre?

—Ha salido.

—¿Que ha salido? Si nunca sale.

—Pues hoy sí.

—¿Dónde está mi hermana?

—Haciendo un recado. —Tessie observó el estuche que llevaba su primo—. ¿Ése es tu clarinete?

—Sí.

—Toca algo para mí.

Milton dejó el estuche en el sofá. Al abrirlo y sacar el clarinete, se dio cuenta de que Tessie iba sin medias. Insertó la boquilla e hizo ejercicios de calentamiento, pasando los dedos sobre las teclas del instrumento. Y entonces, movido por un impulso irresistible, se inclinó, puso el extremo del clarinete sobre la rodilla desnuda de Tessie y tocó una nota larga.

Ella dio un grito, apartando la pierna.

—Eso era un re bemol —informó Milton—. ¿Quieres oír un re sostenido?

Tessie tenía la mano sobre la rodilla, que todavía le zumbaba. La vibración del clarinete le produjo un escalofrío que le había subido por el muslo. Tenía una sensación extraña, como si estuviera a punto de soltar una carcajada, pero no rió. Miraba fijamente a su primo, pensando: ¿Es que te vas a quedar mirándolo como una tonta? Todavía tiene granos en la cara, pero se considera irresistible. ¿Por qué se lo tiene tan creído?

—Vale —contestó al fin.

—Muy bien —dijo Milton—. Re sostenido. Ahí va.

Aquel primer día fue en las rodillas. El siguiente domingo, Milton se acercó a Tessie por detrás, le apoyó el clarinete en el cogote y sopló. El sonido salió amortiguado. Se le alborotaron mechones de pelo. Tessie gritó, pero no muy fuerte.

—Eso es —dijo Milton, aún de pie a su espalda.

Y así empezó todo. Tocó «Begin the Beguine» apoyándole el clarinete en la clavícula. Le tocó «Moonface» en las suaves mejillas. Poniéndoselo justo sobre las uñas de los pies, pintadas de rojo, que tanto le habían embelesado, tocó «It Goes to Your Feet». Con un sigilo que no reconocían, Milton y Tessie se retiraban a lugares apartados de la casa y allí, levantándose un poco la falda, quitándose un calcetín o, una vez, cuando no había nadie en casa, alzándose la blusa para dejar al descubierto la parte baja de la espalda, Tessie dejaba que Milton le apoyara el clarinete en la piel y le llenara el cuerpo de música. Al principio sólo le hacía cosquillas. Pero al cabo del tiempo las notas fueron calando más adentro. Sentía que las vibraciones le atravesaban los músculos, emitiendo ondas y llegándole a los huesos y los órganos vitales, que empezaban a cascabelear y canturrear.

Milton tocaba el clarinete con los mismos dedos con que hacía el saludo de los boy scouts, pero sus pensamientos estaban lejos de ser saludables. Jadeando, inclinado sobre Tessie con temblorosa concentración, movía el clarinete en círculos, como un encantador de serpientes. Y Tessie era una cobra, hipnotizada, domesticada, embelesada por el sonido. Finalmente, una tarde que se quedaron solos, Tessie, su recatada prima, se tumbó de espaldas. Se puso un brazo sobre la cara.

—¿Dónde toco? —inquirió Milton en un susurro, la boca demasiado seca para tocar nada.

Tessie se desabrochó un botón de la blusa y, con voz estrangulada, dijo:

—En el estómago.

—No sé ninguna canción que hable del estómago —aventuró Milton.

—En las costillas, entonces.

—No sé canciones sobre costillas.

—¿El esternón?

—Nadie ha escrito nunca una canción sobre el esternón, Tess.

Se desabrochó más botones, cerrando los ojos. Y en apenas un murmullo:

—¿Y ahí?

—Ésa me la sé —aseguró Milton.

Cuando no tenía ocasión de tocar sobre la piel de Tessie, Milton abría la ventana de su habitación y le daba una serenata a distancia. A veces llamaba a la pensión y preguntaba a la señora O’Toole si podía hablar con Teodora.

—Un momento —contestaba la señora O’Toole, que gritaba hacia las escaleras—: ¡Teléfono para Zizmo!

Milton oía el ruido de pies que bajaban corriendo la escalera y luego la voz de Tessie, que preguntaba quién era. Y él empezaba a tocar el clarinete en el teléfono.

(Años después, mi madre recordaba la época en que la cortejaba un clarinete.

—Tu padre no tocaba muy bien. Dos o tres canciones, y se acabó.

—Pero ¿qué dices? —protestaba Milton—, tenía todo un repertorio.

Y empezaba a silbar «Begin the Beguine», haciendo trinos en la melodía para evocar el vibrato del clarinete y moviendo los dedos en el aire como si tocara.

—¿Por qué ya no me das más serenatas? —le preguntaba Tessie.

Pero Milton pensaba en otra cosa.

—¿Qué pasó con aquel clarinete mío?

Y entonces, Tessie:

—¿Cómo voy a saberlo? ¿Esperas que sepa adónde va a parar todo?

—¿Está en el sótano?

—¡A lo mejor lo he tirado a la basura!

—¿Que lo has tirado? ¿Y por qué coño lo has tirado?

—¿Qué pretendes hacer, Milt? ¿Practicar? Porque entonces eras incapaz de tocar el puñetero instrumento).

Todas las serenatas de amor tienen un final. Pero en 1944, la música no podía parar. En el mes de julio, cuando el teléfono sonaba en la Pensión O’Toole, a veces se oía por el auricular otra especie de canción de amor: «Kirie eleison, Kirie eleison». Una voz suave, casi tan femenina como la de Tessie, susurrando amorosamente a unas manzanas de distancia. Y luego, Michael Antoniou preguntaba:

—¿Qué te ha parecido?

—Sensacional —decía mi madre.

—¿De verdad?

—Igual que en la iglesia. Casi me lo he creído.

Lo que me lleva al enredo final de aquel año rebosante de conspiraciones. Preocupada por lo que iba habiendo entre Milton y Tessie, mi abuela no sólo trataba de casar a Milton con otra. Aquel verano también había elegido marido para Tessie.

Michael Antoniou —el padre Mike, como se le llamaría en nuestra familia— era por aquella época seminarista en la Escuela de Teología Ortodoxa Griega de la Santa Cruz en Pomfret, Connecticut. De vuelta a casa para pasar el verano, había estado prestando mucha atención a Tessie Zizmo. En 1933, la iglesia de la Ascensión ya no estaba en el local comercial que había ocupado en la calle Hart. Ahora la parroquia tenía una iglesia como era debido, en Vernor Highway, a poca distancia de Beniteau. De ladrillo amarillento, tenía tres cúpulas de color gris perla, en forma de gorros, y un sótano para reuniones. A la hora del café, Michael Antoniou le contaba a Tessie cómo era la vida en el seminario, instruyéndola sobre los aspectos menos conocidos de la ortodoxia griega. Le habló de los monjes del Monte Atos, sin perras ni gatas, ni serpientes hembra.

—Un régimen algo estricto para mi gusto —explicó Michael Antoniou, sonriendo de manera significativa a Tessie—. Yo sólo quiero ser un cura de parroquia. Casado y con hijos.

A mi madre no la sorprendía que mostrase interés por ella. Como era de corta estatura, estaba habituada a que los bajitos la sacaran a bailar. No le hacía gracia que se fijaran en ella por su virtud ni por su estatura, pero Michael Antoniou era insistente. Y quizá no fuese tras ella porque era la única chica más baja que él. Puede que respondiera a la necesidad que manifestaban los ojos de Tessie, a su desesperado anhelo de creer que existía algo en vez de nada.

Desdémona aprovechó la oportunidad.

—Mickey es griego, buen chico —aseguró a Tessie—. ¡Y va a ser cura!

Y a Michael Antoniou:

—Tessie es pequeña pero fuerte. ¿Con cuántos platos calculas que puede cargar, padre Mike?

—Todavía no soy padre, señora Stephanides.

—Dime cuántos, por favor. ¿Seis? ¿Nada más que seis? —Y levantando ahora las dos manos abiertas—: ¡Diez! Tessie es capaz de cargar con diez platos. Nunca rompe nada.

Empezó a invitar a Michael Antoniou a comer los domingos. La presencia del seminarista inhibía a Tessie, que ya no se escapaba al piso de arriba en busca de clases particulares de swing. Milton, resentido por el cambio de situación, lanzaba pullas desde el otro lado de la mesa del comedor.

—Supongo que aquí, en América, debe de ser mucho más difícil ser cura.

—¿A qué te refieres? —preguntó Michael Antoniou.

—Pues a que en el país de nuestros antepasados la gente no tiene mucha cultura —repuso Milton—, todos creen lo que les cuentan los curas. Aquí es distinto. La gente puede ir a la universidad y aprender a pensar por sí misma.

—La Iglesia no pretende que sus fieles no piensen —replicó Michael, sin ofenderse—. Lo que pasa es que cree que no adelantarán mucho pensando. Donde termina el pensamiento, empieza la revelación.

Jrisóstomos! —exclamó Desdémona—. Eres un pico de oro, padre Mike.

—Yo diría que donde termina el pensamiento, empieza la estupidez —insistió Milton.

—La gente no puede vivir sin historias, Milt —repuso el padre Michael Antoniou en tono amable y comprensivo—. ¿Qué es lo primero que dice un niño cuando aprende a hablar? «Cuéntame un cuento». Así es como entendemos quiénes somos, de dónde venimos. ¿Son sólo cuentos, Milt? No sólo eso. Las historias lo son todo. ¿Y cuál es la historia que cuenta la Iglesia? La respuesta es muy fácil. La historia más grandiosa jamás contada.

Mi madre, que escuchaba el debate, no pudo dejar de percibir el marcado contraste entre los dos pretendientes. Por un lado, la fe; por el otro, escepticismo. Por un lado, amabilidad; por el otro, hostilidad. Un joven de corta estatura, había que reconocerlo, pero de aspecto agradable, contra un muchacho escuálido, lleno de granos y con unas ojeras como las de un lobo hambriento. Michael Antoniou ni siquiera había intentado besar a Tessie, mientras que Milton la había pervertido con un instrumento de viento. Como lenguas de fuego le pasaban el re bemol y el la sostenido por las corvas, por el cuello, justo por debajo del ombligo…, la lista la llenaba de vergüenza. Aquel mismo día, por la tarde, Milton fue a su encuentro.

—Tengo una canción nueva para ti, Tess. Me la acabo de aprender hoy mismo.

—Márchate —le dijo Tessie.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Es… Es que… —Trató de pensar en el dictamen más condenatorio—. ¡No está bien!

—Eso no es lo que dijiste la semana pasada.

Milton movía el clarinete, ajustando la lengüeta y guiñando un ojo, hasta que Tessie, finalmente, estalló:

—¡No quiero hacerlo más! ¿Entiendes? ¡Déjame en paz!

Durante el resto del verano, Michael Antoniou fue todos los sábados a la Pensión O’Toole a recoger a Tessie. Le cogía el bolso y, mientras paseaban, lo hacía oscilar por la correa como si fuese un incensario.

—Hay que hacerlo como es debido —le dijo—. Si no lo agitas con el suficiente impulso, la cadena se tuerce y se caen las brasas.

Caminando por la calle, mi madre trataba de no hacer caso de la vergüenza que le daba que la vieran en público con un hombre que iba agitando su bolso. En la heladería del drugstore vio cómo se remetía una servilleta por el cuello de la camisa antes de comerse el helado. En vez de zamparse la guinda, como habría hecho Milton, siempre se la daba a ella. Y luego, al acompañarla a casa, le apretaba la mano mirándola sinceramente a los ojos.

—Gracias por otra tarde deliciosa. Nos veremos mañana, en la iglesia.

Dicho lo cual se marchaba, con las manos enlazadas a la espalda. Ejercitándose en caminar como un cura.

Y cuando lo perdía de vista, Tessie entraba en casa y subía las escaleras hasta su habitación. Se tumbaba en el sofá a leer. Una tarde, incapaz de concentrarse, dejó de leer y se puso el libro abierto sobre la cara. En aquel preciso momento, fuera, empezó a sonar un clarinete. Tessie escuchó durante un rato, sin moverse. Finalmente, alzó la mano para quitarse el libro de la cara. Pero no llegó a su destino. La mano ondeó en el aire, como dirigiendo la música, y luego, sensatamente, con desesperada resignación, cerró de golpe la ventana.

—¡Bravo! —gritó Desdémona por teléfono unos días después. Y, apretándose el auricular contra el pecho, explicó—: ¡Mickey Antoniou acaba de declararse a Tessie! ¡Se han comprometido! Se casarán en cuanto Mickey acabe el seminario.

—No pareces muy entusiasmado —dijo Zoë a su hermano.

—¿Por qué no cierras el pico?

—No te enfades conmigo —dijo ella, ajena al futuro—. Yo no voy a casarme con él. Primero tendrían que matarme.

—Si quiere casarse con un cura —sentenció Milton—, pues que se case. Que se vaya a hacer puñetas.

Con la cara colorada, se levantó de la mesa y salió disparado escaleras arriba.

Pero ¿por qué hizo mi madre semejante cosa? Nunca logró explicarlo. Los motivos que llevan al matrimonio no están siempre muy claros para los protagonistas. De manera que sólo puedo hacer conjeturas. Lo que buscaba mi madre, que se crió sin padre, a lo mejor era un sustitutivo. Puede que casarse con un cura fuese una de las innumerables cosas que mi madre hizo para creer en Dios. Es posible, también, que la decisión de Tessie obedeciese simplemente a consideraciones de orden práctico. Una vez preguntó a Milton lo que pensaba hacer en la vida.

—A lo mejor me quedo con el bar de mi padre.

Encima de las demás diferencias, estaba ésa: camarero, cura.

Imposible imaginar que mi padre llorase a causa de una decepción amorosa. Imposible pensar que se negara a comer. Imposible, también, creer que llamara una y otra vez a la pensión hasta que, finalmente, la señora O’Toole le dijo:

—Mira, cariño. No quiere hablar contigo. ¿Lo entiendes?

—Sí —contestó Milton, tragando saliva—. Lo entiendo.

—El mar está lleno de peces.

Imposible suponer cualquiera de esas cosas, pero eso fue exactamente lo que pasó.

Puede que la metáfora marítima de la señora O’Toole le diera una idea. Una semana después del compromiso de Tessie, un caluroso martes por la mañana, Milton guardó para siempre el clarinete y se dirigió a la plaza Cadillac para cambiar su uniforme de los boy scouts por otro diferente.

—Bueno, ya está hecho —anunció a su padres aquella noche durante la cena—. Me he alistado.

—¡En el ejército! —exclamó Desdémona, horrorizada—. ¿Por qué, cariño?

—La guerra casi ha terminado —observó Lefty—. Hitler está acabado.

—Yo de Hitler no sé nada. Es de Hirohito de quien me tengo que preocupar. Me he alistado en la Marina. No en el ejército.

—¿Y tus pies? —gritó Desdémona.

—No me han preguntado por los pies.

Mi abuelo, que había pasado por lo de las serenatas lo mismo que pasaba por todo, consciente de su importancia pero escéptico sobre la conveniencia de intervenir, fulminó a su hijo con la mirada.

—Eres muy estúpido, ¿sabes, jovencito? ¿Crees que se trata de algún juego?

—No, padre.

—Es una guerra. ¿Crees que es divertida una guerra? ¿Una especie de broma que puedes gastar a tus padres?

—No, padre.

—Ya verás la clase de broma que es.

—¡La Marina! —siguió gimiendo Desdémona—. ¿Y si se hunde tu barco?

—Preferiría que no lo hubieses hecho, Milton —dijo Lefty, moviendo la cabeza de un lado a otro—. Vas a dar a tu madre tantas preocupaciones, que se va a poner enferma.

—No me pasará nada —aseguró Milton.

Mirando a su hijo, Lefty contempló una penosa escena: se vio a sí mismo veinte años atrás, lleno de un optimismo arrogante y estúpido. Sintiendo que un estilete de miedo lo atravesaba de parte a parte, no pudo hacer otra cosa que responder airadamente.

—Muy bien, vale. Vete a la Marina. Pero ¿sabe usted lo que se le ha olvidado, señor Águila Scout? —señaló al pecho de Milton y concluyó—: Se te ha olvidado que nunca has ganado una medalla de natación.