Así fue como mi abuela empezó a trabajar en la Nación Islámica. Como haría una asistenta de Grosse Pointe, entraba y salía por la puerta de atrás. En vez de sombrero, llevaba un pañuelo en la cabeza para cubrirse las irresistibles orejas. Nunca levantaba la voz más allá de un susurro. Nunca hacía preguntas ni se quejaba. Al haberse criado en un país gobernado por otros, todo lo encontraba natural. El fez, la alfombra para orar, la media luna: era un poco como volver a casa.
Para los residentes del Barrio Negro era como viajar a otro planeta. La puerta principal del templo, al contrario de lo que solía ocurrir en la mayoría de los edificios del país, permitía la entrada a los negros y la prohibía a los blancos. Los antiguos cuadros del vestíbulo —escenas de matanzas de indios, paisajes donde resplandecía la doctrina del destino manifiesto— se habían trasladado al sótano. En su lugar había estampas de la historia de África: un príncipe y una princesa paseando junto a un río cristalino; un cónclave de eruditos negros debatiendo en un foro al aire libre.
La gente iba a la Mezquita Número Uno a escuchar los sermones de Fard. Y a comprar también. En el antiguo guardarropa, la hermana Wanda exponía las prendas que, según aseguraba el profeta, eran de «la misma clase que los negros utilizan en la patria de Oriente». A la luz de las lámparas hacía ondear las iridiscentes telas mientras los conversos se acercaban a pagar. Las mujeres cambiaban los uniformes de la sumisión por los chador blancos de la emancipación. Los hombres sustituían el mono de la opresión por la seda de la dignidad. La caja registradora del templo se llenaba a rebosar. En años de escasez, la Mezquita hacía su agosto. Ford estaba cerrando fábricas pero, en el 3408 de la calle Hastings, Fard se encontraba en plena actividad.
Desde el tercer piso, mi abuela apenas reparaba en eso. Se pasaba la mañana dando clase en el aula y la tarde en la Sala de la Seda, donde se almacenaban las telas sin cortar. Un día se llevó a clase la caja de gusanos de seda para hablar de ella a las alumnas. La pasó por el aula, contando la historia de sus viajes, de sus orígenes, explicando que su abuelo la había labrado en madera de olivo y que había logrado salvarse del incendio de una ciudad, y todo ello sin decir nada peyorativo sobre los correligionarios de las alumnas. En realidad, las muchachas se mostraron tan amables y comprensivas que Desdémona recordó la época en que griegos y turcos se llevaban bien.
No obstante: los negros seguían constituyendo una novedad para mi yiayiá. La chocaron varios descubrimientos:
—Los mavri —informó a su marido— tienen la palma de las manos blanca, igual que nosotros.
O bien:
—Los mavri no tienen cicatrices, sólo bultos. ¿Y sabes cómo se afeitan los hombres? ¡Con unos polvos! Lo he visto en un escaparate.
En las calles del Barrio Negro, Desdémona se horrorizaba al ver cómo vivía la gente.
—Nadie limpia. Tienen los porches llenos de basura, y ni siquiera barren. Horroroso.
Pero en el templo las cosas eran diferentes. Los hombres trabajaban mucho y no bebían. Las chicas eran pulcras y recatadas.
—Ese señor Fard está haciendo buenas cosas —anunció un domingo durante la comida.
—Por favor —repuso Surmelina, desechando la afirmación—, nos dejamos el velo en Turquía.
—A estas chicas americanas —replicó Desdémona, moviendo la cabeza— no les vendría mal llevar velo.
El Profeta mismo permanecía velado para ella. Fard era como un dios: aunque presente en todas partes, no se le veía en sitio alguno. Su resplandor persistía en la mirada de la gente que salía de sus sermones. Se expresaba en sus normas dietéticas, que recomendaban los alimentos autóctonos africanos —ñame, mandioca— y prohibía el consumo de cerdo. De cuando en cuando Desdémona veía el coche de Fard —un Chrysler cupé último modelo— aparcado frente al templo. Siempre parecía que lo acababan de lavar y dar brillo, con su destellante radiador cromado. Pero nunca veía a Fard al volante.
—¿Y cómo vas a verlo, si es Dios? —inquirió Lefty, divertido, una noche a la hora de acostarse.
Desdémona se quedó sonriendo, como si le hiciera cosquillas su primera paga escondida en el colchón.
—No me queda más remedio que tener una visión —repuso.
El primer proyecto de Desdémona en la Mezquita Número Uno fue convertir el excusado exterior en un criadero. Apelando al Fruto del Islam, como se denominaba el brazo militar de la Nación, se hizo a un lado mientras los jóvenes sacaban el inodoro del desvencijado chamizo. Cubrieron con tierra la fosa séptica y quitaron de las paredes viejos calendarios con chicas ligeras de ropa, apartando la vista mientras echaban las ofensivas fotos a la basura. Montaron anaqueles e hicieron perforaciones en el tejado para que hubiese ventilación. Pese a todos los esfuerzos desplegados, el mal olor persistía.
—Esperad —advirtió Desdémona—. Comparado con los gusanos de seda, esto no es nada.
Arriba, el «Curso de formación profesional y cultura general para niñas musulmanas» entretejía comederos. Desdémona intentaba salvar la primera hornada de gusanos. Los mantenía al calor de bombillas eléctricas y les cantaba canciones griegas, pero los gusanos no se dejaban engañar. Al salir de sus negros cascarones, notaban el aire seco del cobertizo y el sol falso de las bombillas, y empezaban a encogerse.
—Hay más en camino —observó la hermana Wanda, quitando importancia a aquel contratiempo—. No tardarán mucho.
Pasaron los días. Desdémona llegó a acostumbrarse a la blanca palma de las manos afroamericanas. Se habituó a utilizar la puerta de atrás y a no hablar hasta que le dirigieran la palabra. Cuando no daba clase a las chicas, se quedaba en la Sala de la Seda.
La Sala de la Seda: conviene describirla. (Tantas cosas pasaban en aquella estancia de cuatro metros de ancho por seis de largo: hablaba Dios, se explicaba la Creación, mi abuela renunciaba a su raza, y eso sólo para empezar). Era una habitación angosta, de techo bajo, con una mesa de cortar en un extremo. Contra las paredes se apilaban rollos de seda. Su esplendor se extendía del suelo al techo, de tal modo que la estancia parecía un joyero. El tejido cada vez iba siendo más difícil de encontrar, pero habían hecho un buen acopio de telas.
A veces las sedas parecían bailar. Agitadas por corrientes de aire de origen misterioso, las telas aleteaban y volaban por la habitación. Desdémona se veía obligada a atraparlas y volverlas a enrollar.
Y un día, en medio de un fantasmal pas de deux —una seda verde guiando y Desdémona retrocediendo— oyó una voz.
—NACÍ EN LA CIUDAD SANTA DE LA MECA, EL 17 DE FEBRERO DE 1877.
Al principio creyó que había entrado alguien en la habitación. Pero cuando se dio la vuelta, no vio a nadie.
—MI PADRE SE LLAMABA ALFONSO, Y ERA UN HOMBRE DE PIEL VIOLÁCEA DE LA TRIBU DE SHABAZZ. MI MADRE SE LLAMABA BABY GEE. ERA CAUCASIANA, UN DEMONIO.
¿Un qué? Desdémona no alcanzaba a oír bien. Ni a determinar la ubicación de la voz. Ahora parecía venir del suelo.
—MI PADRE LA CONOCIÓ EN LAS MONTAÑAS DEL ORIENTE ASIÁTICO. VIO POTENCIAL EN ELLA. LA CONDUJO POR LA SENDA DE LA RECTITUD HASTA QUE SE CONVIRTIÓ EN UNA SANTA MUSULMANA.
Lo que intrigaba a Desdémona no era lo que decía la voz: no percibía las palabras. Era el sonido de la voz, un bajo profundo que le hacía vibrar el esternón. Soltó la seda flotante. Se quitó el pañuelo de la cabeza para oír mejor. Y cuando la voz volvió a oírse, empezó a cambiar de sitio los rollos de tela para ver de dónde salía.
—¿POR QUÉ SE CASÓ MI PADRE CON UN DEMONIO CAUCASIANO? PORQUE SABÍA QUE SU HIJO ESTABA DESTINADO A PROPAGAR LA PALABRA DE DIOS POR LA TRIBU PERDIDA DE SHABAZZ.
Tres, cuatro, cinco rollos y allí estaba: una rejilla de la calefacción. Y la voz subía de tono ahora.
—POR CONSIGUIENTE, PENSÓ QUE YO, SU HIJO, DEBÍA TENER UN COLOR DE PIEL QUE ME PERMITIERA TRATAR TANTO CON BLANCOS COMO CON NEGROS DE MANERA JUSTA Y RECTA. ASÍ QUE AQUÍ ME TENÉIS, MULATO COMO MUSA, MI ANTECESOR, QUE LLEVÓ LOS MANDAMIENTOS A LOS JUDÍOS.
Desde las entrañas del edificio subía la voz del Profeta. Tenía su origen en el salón de actos, tres pisos más abajo. Se filtraba por la trampilla del escenario donde antaño, en las convenciones de tabaqueros, surgía de pronto una chica anunciando los puros Rondega, llevando una vitola por toda vestimenta. Resonaba por el pasillo que conducía a los bastidores, donde entraba por un conducto de la calefacción y circulaba por el edificio, cada vez más distorsionada por el eco, hasta brotar acaloradamente por la rejilla ante la cual se arrodillaba ahora Desdémona.
—MI FORMACIÓN, ASÍ COMO LA SANGRE REAL QUE CORRE POR MIS VENAS, PODRÍA HABERME INDUCIDO A OCUPAR ALGUNA POSICIÓN INFLUYENTE. PERO OÍ LLORAR A MI TÍO, HERMANOS. OÍ LLORAR A MI TÍO DE AMÉRICA.
Desdémona distinguía ahora un leve acento. Aguardó, pero después sólo hubo silencio. Le saltó a la cara un olor a caldera. Se inclinó más, escuchando. Pero la voz que oyó fue la de la hermana Wanda, en la escalera.
—¡Yuhuu! ¡Des! Te estamos esperando.
Y se apartó rápidamente de la rejilla.
Mi abuela era la única persona blanca que jamás había oído pronunciar un sermón a W. D. Fard. Pero, debido a las malas condiciones acústicas del conducto de la calefacción y a su imperfecto inglés, junto al hecho de que estaba continuamente alzando la cabeza para ver si venía alguien, entendió menos de la mitad de sus palabras. Desdémona era consciente de que le estaba prohibido escuchar los sermones de Fard. Lo último que deseaba era poner en peligro su nuevo trabajo. Pero no tenía otro sitio donde estar.
Todos los días, a la una, la rejilla empezaba a vibrar. Al principio oía cómo iba entrando la gente en el salón de actos. Después seguían unos cánticos. Ponía más rollos de tela frente a la rendija para amortiguar el sonido. Trasladaba la silla al otro extremo de la Sala de la Seda. Pero no servía de nada.
—QUIZÁ RECORDÉIS NUESTRO ÚLTIMO SERMÓN, CUANDO OS CONTABA EL DESTIERRO DE LA LUNA.
—No —dijo Desdémona—. Yo, no.
—HACE SESENTA BILLONES DE AÑOS, UN CIENTÍFICO DIVINO HIZO UN HOYO EN LA TIERRA ATRAVESÁNDOLA DE PARTE A PARTE. LLENÓ EL HOYO DE DINAMITA Y LA HIZO ESTALLAR, PARTIENDO LA TIERRA EN DOS. EL MÁS PEQUEÑO DE LOS DOS PEDAZOS FUE LA LUNA. ¿LO RECORDÁIS?
Mi abuela se tapó las orejas con las manos; en su rostro había una expresión de rechazo. Pero se le escapó una pregunta entre los labios:
—¿Que alguien partió la tierra? ¿Quién?
—HOY QUIERO HABLAROS DE OTRO CIENTÍFICO DIVINO. UN CIENTÍFICO MALIGNO QUE SE LLAMABA YACUB.
Y ahora separó los dedos, dejando que la voz penetrara en sus oídos…
—YACUB VIVIÓ HACE OCHO MIL CUATROCIENTOS AÑOS DEL ACTUAL CICLO HISTÓRICO DE VEINTICINCO MIL AÑOS. POSEÍA AQUEL YACUB UN CRÁNEO INSÓLITAMENTE GRANDE. ERA UN HOMBRE LISTO. UNO DE LOS PRINCIPALES ERUDITOS DE LA NACIÓN ISLÁMICA. FUE QUIEN DESCUBRIÓ LOS SECRETOS DEL MAGNETISMO, A LOS SEIS AÑOS DE EDAD. ESTABA JUGANDO CON DOS TROZOS DE HIERRO CUANDO LOS JUNTÓ Y DESCUBRIÓ UNA FÓRMULA CIENTÍFICA: EL MAGNETISMO.
Como un imán, la voz atrajo irresistiblemente a Desdémona. Ahora la obligaba a ponerse las manos en los costados. A inclinarse hacia delante en la silla…
—PERO YACUB NO QUEDÓ SATISFECHO CON EL MAGNETISMO. CON AQUEL CRÁNEO ENORME SE LE OCURRIERON OTRAS IDEAS MAGNÍFICAS. Y ASÍ, YACUB PENSÓ UN DÍA QUE SI PUDIERA CREAR UNA RAZA COMPLETAMENTE DISTINTA DE LOS HOMBRES ORIGINARIOS, GENÉTICAMENTE DIFERENTE, ESA RAZA PODRÍA LLEGARA DOMINAR LA NACIÓN NEGRA MEDIANTE LA TRAMPOLOGÍA.
… Y cuando el inclinarse no le sirvió de nada, se levantó y se acercó. Fue al otro lado de la habitación y, apartando los rollos de seda, se arrodilló frente a la rejilla mientras Fard proseguía su explicación:
—TODO HOMBRE NEGRO ESTÁ HECHO DE DOS GÉRMENES: UNO NEGRO Y OTRO DE COLOR CAFÉ. Y ASÍ YACUB CONVENCIÓ A CINCUENTA Y NUEVE MIL NOVECIENTOS NOVENTA Y NUEVE MUSULMANES DE QUE EMIGRARAN A LA ISLA DE PELAN. LA ISLA DE PELAN ESTÁ EN EL EGEO. HOY LA ENCONTRARÉIS EN LOS MAPAS DE EUROPA, CON NOMBRE FALSO. A ESA ISLA LLEVÓ YACUB A SUS CINCUENTA Y NUEVE MIL NOVECIENTOS NOVENTA Y NUEVE MUSULMANES. Y ALLÍ EMPEZÓ CON SUS CHANCHULLOS.
Desdémona oía otras cosas ahora. Los pasos de Fard, que caminaba de un lado a otro del escenario. El chirrido de las sillas cuando los oyentes se inclinaban hacia delante para no perderse una palabra.
—EN SUS LABORATORIOS DE PELAN, YACUB IMPEDÍA QUE LOS NEGROS SE REPRODUJERAN. SI UNA MUJER NEGRA DABA A LUZ, MATABAN AL NIÑO. YACUB SÓLO PERMITÍA VIVIR A LOS NIÑOS DE COLOR CAFÉ. ÚNICAMENTE DEJABA APAREARSE A LA GENTE DE PIEL BRONCEADA.
—Horroroso —observó Desdémona, desde el tercer piso—. Malísimo, ese tal Yacub.
—¿HABÉIS OÍDO HABLAR DE LA TEORÍA DE LA SELECCIÓN NATURAL DE DARWIN? AQUELLO ERA SELECCIÓN ANTINATURAL. CON SUS TRAMPAS CIENTÍFICAS, YACUB PRODUJO LOS PRIMEROS AMARILLOS Y PIELES ROJAS. PERO NO SE QUEDÓ AHÍ. PROPICIÓ EL APAREAMIENTO DE AQUELLOS SERES DE PIEL CLARA, RESULTADO DE SUS EXPERIMENTOS INICIALES. A LO LARGO DE MUCHÍSIMOS AÑOS, MODIFICÓ GENÉTICAMENTE AL NEGRO, GENERACIÓN TRAS GENERACIÓN, HACIÉNDOLE CADA VEZ MÁS PÁLIDO Y MÁS DÉBIL, DILUYENDO SU RECTITUD Y SU MORALIDAD, CONDUCIÉNDOLO POR LOS CAMINOS DEL MAL. Y ENTONCES, HERMANOS, LLEGÓ EL DÍA EN QUE YACUB CULMINÓ SU TRABAJO. ¿Y CUÁL FUE EL PRODUCTO DE SUS PERVERSOS TEJEMANEJES? YA OS LO HE DICHO ANTES: LO IGUAL SÓLO NACE DE LO IGUAL. ¡YACUB HABÍA CREADO AL HOMBRE BLANCO! HIJO DE LA MENTIRA. FRUTO DEL CRIMEN. RAZA DE DIABLOS CON OJOS AZULES.
Fuera, el «Curso de formación profesional y cultura general para niñas musulmanas» montaba estantes para los gusanos de seda. Las alumnas trabajaban en silencio, fantaseando sobre diversas cosas. Ruby James pensaba en lo guapo que estaba John 2X aquella mañana, preguntándose si llegarían a casarse algún día. Darlene Wood se sentía un poco molesta porque todos los hermanos se habían liberado de su nombre de esclavos pero el pastor Fard aún no se había ocupado de las chicas, de manera que allí estaba ella, llamándose todavía Darlene Wood. Lily Hale pensaba casi exclusivamente en los tirabuzones que había ocultado bajo el pañuelo y en que aquella noche asomaría la cabeza por la ventana de su cuarto fingiendo ver el tiempo que hacía para que la viera su vecino, Lubbock T. Hass. Betty Smith: Loado sea Alá. Loado sea Alá. Loado sea Alá. A Millie Little le apetecía un chicle.
Mientras arriba, la cara ardiendo del calor que salía a borbotones por el conducto, Desdémona se resistía a aquel nuevo giro de la historia.
—Conque diablos, ¿eh? ¿Todos los blancos? —bufó, incorporándose y sacudiéndose el polvo—. Ya es suficiente. No voy a seguir escuchando más a ese loco. Yo trabajo. Y me pagan. Ya está bien.
Pero a la mañana siguiente, estaba de vuelta en el templo. A la una en punto, la voz empezó a hablar y mi abuela le prestó de nuevo atención.
—HAGAMOS AHORA UNA COMPARACIÓN FISIOLÓGICA ENTRE LA RAZA BLANCA Y LOS HOMBRES ORIGINARIOS. DESDE EL PUNTO DE VISTA ANATÓMICO, LOS HUESOS DE LOS BLANCOS SON MÁS FRÁGILES. LA SANGRE DE LOS BLANCOS ES MÁS FINA. LOS BLANCOS POSEEN APROXIMADAMENTE LA TERCERA PARTE DE LA FUERZA FÍSICA DE LOS NEGROS. ¿QUIÉN SE ATREVE A NEGARLO? ¿QUÉ DICEN LAS PRUEBAS QUE VEIS CON VUESTROS PROPIOS OJOS?
Discutió con la voz. Se burló de las aseveraciones de Fard. Pero fueron pasando los días y mi abuela, tras apilar diligentemente la seda en el suelo, se arrodillaba sobre ella frente al conducto de la calefacción. Se inclinaba hacia delante, con la oreja pegada a la rejilla, la frente casi tocando el suelo.
—No es más que un charlatán —decía—. Que se llena los bolsillos con el dinero de la gente.
Pero seguía sin moverse. Al cabo de un momento, los conductos de la calefacción vibraban con las últimas revelaciones.
¿Qué le estaba ocurriendo? ¿Acaso Desdémona, siempre tan receptiva a una profunda voz sacerdotal, estaba cayendo bajo la influencia de la incorpórea palabra de Fard? ¿O es que, después de diez años en aquella ciudad, se estaba convirtiendo en una habitante más de Detroit, en el sentido de que todo lo veía en términos de blanco o negro?
Cabe una última posibilidad. ¿Podría el sentimiento de culpa de mi abuela —aquel incurable virus, aquel pavor húmedo y palúdico que anegaba sus entrañas casi estacionalmente— haberla hecho receptiva a la atracción de Fard? Asolada por la sensación de pecado, ¿sintió que tenían peso las acusaciones de Fard? ¿Tomó a pecho sus denuncias raciales?
—¿No crees que los niños tienen algo malo? —preguntó a Lefty.
—A los niños no les pasa nada malo. Están perfectamente.
—¿Cómo lo sabes?
—No hay más que mirarlos.
—¿Y qué nos pasa a nosotros? ¿Cómo pudimos hacer lo que hicimos?
—A nosotros no nos pasa nada.
—No, Lefty. Nosotros —rompió a llorar— no somos buenas personas.
—Los niños están estupendamente. Somos felices. Todo eso ya es cosa del pasado.
Pero Desdémona se arrojó sobre la cama.
—¿Por qué te haría caso? —sollozaba—. ¡Por qué no me tiraría al agua como todo el mundo!
Mi abuelo intentó abrazarla, pero ella lo rechazó con el hombro.
—¡No me toques!
—Por favor, Des…
—¡Ojalá me hubiera muerto en el incendio! ¡Te lo juro! ¡Ojalá me hubiera muerto en Esmirna!
Empezó a vigilar estrechamente a los niños. Hasta entonces, aparte de algún susto —a los cinco años Milton casi se muere de una inflamación del mastoides—, ambos habían gozado de buena salud. Cuando se cortaban, la hemorragia se detenía. Milton sacaba buenas notas en el colegio; Zoë, por encima de la media. Pero a Desdémona no la tranquilizaba nada de eso. Seguía esperando que sobreviniera algo, una enfermedad, una malformación, temiendo que el castigo por su crimen se le impusiera de la manera más terrible: no en su propia alma, sino en el cuerpo de sus hijos.
Puedo ver cómo cambió la casa en los meses conducentes a 1933. Un frío que traspasaba los muros de ladrillo pardo, que penetraba en las habitaciones y apagaba la lamparilla de noche que dejaban encendida en el vestíbulo. Un viento helado que agitaba las páginas del libro de los sueños de Desdémona, cuyas interpretaciones consultaba cada vez con más frecuencia. Porque tenía pesadillas continuas sobre gérmenes de niños que burbujeaban, que se escindían. Sobre criaturas horribles que nacían de una pálida espuma. Ahora evitaba toda relación sexual, incluso en verano, aun después de tres copas de vino en algún cumpleaños. Al cabo de un tiempo, Lefty dejó de insistir. Mis abuelos, inseparables en otro tiempo, se distanciaron. Por la mañana, cuando Desdémona partía hacia la Mezquita Número Uno, Lefty estaba dormido, tras haber trabajado toda la noche en el bar clandestino. Y antes de que ella volviera a casa, él ya había desaparecido de nuevo.
Siguiendo ese viento frío, que continuó soplando a lo largo del veranillo de San Martín de 1932, me deslicé por la escalera hasta el sótano y encontré a mi abuelo, una mañana, guardando fotografías en bolsas de papel marrón. Excluido del cariño de su mujer, Lefty Stephanides se concentró en el trabajo. Su negocio, sin embargo, había experimentado algunos cambios. Respondiendo a la disminución del número de parroquianos del bar, mi abuelo se había diversificado.
Es martes, poco más de las ocho de la mañana. Desdémona se ha marchado a trabajar. Y en la ventana del salón, una mano quita la estatuilla de San Jorge. Junto a la acera se detiene un viejo Daimler. Lefty sale de casa y, apresuradamente, sube al asiento trasero.
Los socios de la nueva actividad comercial de mi abuelo: en el asiento delantero va Mabel Reese, de Kentucky; veintiséis años, colorete en las mejillas, la cabeza despidiendo cierto olor a chamusquina por las tenacillas de rizarse el pelo.
—En Paducah —está diciendo al conductor— hay un sordo que tiene una cámara. Se dedica a pasear por la orilla del río, tomando fotografías. Saca las cosas más demenciales.
—Y yo también —repuso el conductor—. Pero las mías valen dinero.
Maurice Plantagenet, con su cámara Kodak descansando en su estuche sobre el asiento trasero, al lado de Lefty, sonríe a Mabel y pone el coche en movimiento por la Avenida Jefferson. Plantagenet ha descubierto que aquellos años prebélicos no son propicios para sus inclinaciones artísticas. Mientras se dirigen a Belle Isle, se lanza a una disquisición sobre la historia de la fotografía, hablando de Nicéphore Niepce, su inventor, y de Daguerre, que fue quien se llevó los laureles. Describe la primera fotografía tomada a un ser humano, una escena parisiense hecha con una exposición tan larga que no se distingue a ninguno de los acelerados peatones, salvo a uno alto que se ha detenido a que le limpien los zapatos.
—Yo quiero figurar en los libros de historia. Pero no creo que éste sea el mejor camino, precisamente.
En Belle Isle, Plantagenet conduce el Daimler por la Avenida Central. No se dirige al Muelle sino que tuerce por un camino de tierra sin salida. Detiene el coche y se bajan todos. Plantagenet sitúa la cámara bajo una luz conveniente mientras Lefty se ocupa del automóvil. Con el pañuelo saca brillo a los radios de los tapacubos y a los faros; con el pie quita barro del estribo. Limpia las ventanillas y el parabrisas.
—El maestro está preparado —anuncia Plantagenet…
Mabel Reese se quita el abrigo. Debajo sólo lleva el corsé y el liguero.
—¿Dónde quieres que me ponga?
—Inclínate sobre el capó.
—¿Así?
—Sí. Muy bien. Apoya la cara en el capó. Ahora, ábrete un poco de piernas.
—¿Así?
—Sí. Ahora, tuerce un poco la cabeza y mira a la cámara. Vale, sonríeme. Como si fuese tu novio.
Lo mismo ocurría todas las semanas. Plantagenet sacaba las fotografías. Mi abuelo suministraba las modelos. Las chicas no eran difíciles de encontrar. Iban todas las noches al bar. Necesitaban dinero como todo el mundo. Plantagenet vendía las fotos a un distribuidor del centro de la ciudad y daba a Lefty un porcentaje de los ingresos. La fórmula era sencilla: chicas en lencería apoyadas en automóviles. Muchachas ligeras de ropa, hechas un ovillo en el asiento de atrás, enseñando los pechos en el delantero o agachadas cambiando una rueda. Normalmente había una sola chica, pero a veces llevaban dos. Plantagenet buscaba las armonías: entre la curva de las nalgas y la del guardabarros; entre los pliegues del corsé y la tapicería; entre el liguero y la correa del ventilador. Era idea de mi abuelo. Recordando el viejo tesoro escondido de su padre, «Sermin en los Aposentos del Placer», tuvo la visión de actualizar un antiguo ideal. Los días del harén habían concluido. ¡Bienvenida fuese la época del asiento trasero! Los automóviles eran los nuevos aposentos del placer. Convertían al hombre corriente en el sultán de la carretera. Las fotografías de Plantagenet sugerían meriendas campestres en lugares apartados. Las chicas dormitaban o se inclinaban sobre el maletero buscando una herramienta para quitar las ruedas. En plena Depresión, cuando no había dinero para comer, algunos lo encontraban para el erotismo automovilístico de Plantagenet. Las fotografías proporcionaban a Lefty unos ingresos fijos. De hecho empezó a ahorrar, lo que más adelante le brindó una nueva oportunidad.
De cuando en cuando, encuentro alguna obra de Plantagenet en tiendas de viejo o en libros de fotografía, normalmente asignada de manera errónea a los años veinte debido al Daimler. Vendidas por veinticinco centavos durante la Depresión, llegan ahora a más de seiscientos dólares. La obra «artística» de Plantagenet se ha olvidado por completo, pero sus estudios eróticos de mujeres y automóviles siguen siendo populares. Entró en los libros de historia en su día libre, creyendo que se estaba poniendo en una situación comprometida. Rebuscando entre los cajones, miro a esas mujeres, su complicada ropa interior, su desigual sonrisa. Observo los rostros que mi abuelo contemplaba años atrás y me pregunto: ¿Por qué Lefty dejó de mirar a su hermana y empezó a mirar a otras, a rubias de labios finos, a novias de gánsteres con traseros provocativos? ¿Era su interés por aquellas modelos meramente pecuniario? ¿Era el viento frío que soplaba por la casa lo que le impulsaba a buscar calor en otra parte? ¿O es que se le había contagiado la culpa, y para no pensar en lo que había hecho buscaba la compañía de aquellas Mabel, Lucy y Dolores?
Incapaz de dar respuesta a esas preguntas, vuelvo ahora a la Mezquita Número Uno, donde los nuevos conversos consultan la brújula. En forma de lágrima, blancas con números negros, las brújulas tienen dibujada en el centro la piedra de la Kaaba. Aún confusos sobre los exactos preceptos de la nueva fe, los fieles no rezan en las horas prescritas. Pero al menos tienen brújulas, compradas a la misma buena hermana que vende la ropa. Los conversos dan media vuelta, paso a paso, hasta que las agujas de la brújula apuntan al 34, número que identifica a Detroit. Consultan la flecha del borde para determinar la dirección de La Meca.
—PASEMOS AHORA A LA CRANEOMETRÍA. ¿QUÉ ES LA CRANEOMETRÍA? LA MEDICIÓN CIENTÍFICA DEL CEREBRO, LO QUE EL CUERPO MÉDICO LLAMA «MATERIA GRIS». EL CEREBRO DE UN HOMBRE BLANCO NORMAL Y CORRIENTE PESA CIENTO SETENTA GRAMOS. EL CEREBRO DE UN HOMBRE NEGRO NORMAL Y CORRIENTE PESA DOSCIENTOS DOCE GRAMOS.
Fard carece del ardor de un predicador baptista, pero para su auditorio de cristianos desafectos (y una creyente ortodoxa) eso es más bien una ventaja. Están hartos de la vibrante oratoria, de los gritos y las frentes sudorosas, de los ásperos jadeos. Están cansados de la religión de esclavos, mediante la cual el Hombre Blanco convence al Negro de que la servidumbre es sagrada.
—PERO HAY ALGO EN LO CUAL LA RAZA BLANCA SUPERA A LOS HOMBRES ORIGINARIOS. POR SU DESTINO, Y POR SU PROPIA PROGRAMACIÓN GENÉTICA, LA RAZA BLANCA DESCUELLA EN TRAMPOLOGÍA. ¿ACASO TENGO QUE DECÍROSLO? ESO LO SABÉIS DE SOBRA. USANDO LA TRAMPOLOGÍA, LOS EUROPEOS TRAJERON A LOS HOMBRES ORIGINARIOS DE LA MECA Y OTRAS PARTES DEL ORIENTE ASIÁTICO. EN 1555, UN TRATANTE DE ESCLAVOS LLAMADO JOHN HAWKINS TRAJO A LOS PRIMEROS MIEMBROS DE LA TRIBU DE SHABAZZ A LAS COSTAS DE ESTE PAÍS, EN 1555. ¿Y CÓMO SE LLAMABA EL BARCO? JESÚS. ESTO VIENE EN LOS LIBROS DE HISTORIA. PODÉIS IR A LA BIBLIOTECA PÚBLICA Y CONSULTARLO.
»¿QUÉ PASÓ CON LA PRIMERA GENERACIÓN DE HOMBRES ORIGINARIOS EN AMÉRICA? EL HOMBRE BLANCO LA ASESINÓ. CON TRAMPOLOGÍA. LA ELIMINÓ PARA QUE SU PROGENIE CRECIERA SIN SABER NADA DE SU PROPIA GENTE, DE SU LUGAR DE PROCEDENCIA. Y VOSOTROS SOIS SUS DESCENDIENTES, LOS VASTAGOS DE AQUELLOS POBRES HUÉRFANOS, ESO ES LO QUE SOIS. TODOS LOS QUE ESTÁIS EN ESTA SALA Y TODOS ESOS A QUIENES LLAMAN NEGROS Y VIVEN EN TODOS LOS GUETOS DE AMÉRICA. YO HE VENIDO AQUÍ A DECIROS QUIÉNES SOIS. SOIS LOS MIEMBROS PERDIDOS DE LA TRIBU DE SHABAZZ.
Y caminar por el Barrio Negro no servía de nada. Desdémona comprendía ahora por qué había tanta basura en las calles: los servicios municipales no la recogían. Los dueños de los apartamentos, blancos, dejaban que los edificios se deteriorasen mientras ellos seguían subiendo el alquiler. Un día, Desdémona vio en una tienda que el empleado blanco se negaba a coger las monedas que le tendía una clienta negra. «Deje el dinero en el mostrador», le dijo. ¡No quería tocar la mano de la señora! Y en aquella época cargada de culpa, con la cabeza llena de las teorías de Fard, mi abuela empezó a ver que el Profeta tenía razón. Por toda la ciudad había demonios de ojos azules. Los griegos también tenían un antiguo refrán: «Con barba pelirroja y ojos azules se disfraza el diablo». Mi abuela tenía los ojos castaños, pero eso no la tranquilizaba. Nadie era más diablo que ella. Y no podía hacer nada para remediar las cosas. Pero sí podía ocuparse de que no volvieran a ocurrir más. Fue a ver al doctor Philobosian.
—Es una medida muy radical, Desdémona —le advirtió el doctor.
—Quiero estar segura.
—Pero todavía eres joven.
—No, doctor Phil, no lo soy —repuso mi abuela con un hilo de voz—. Tengo ocho mil cuatrocientos años.
El 21 de noviembre de 1932, el Detroit Times publicó en primera plana los siguientes titulares: «Sacrificio humano en el altar». El artículo decía: «Tras llevar a cabo una redada, la policía está interrogando a un centenar de seguidores de un dirigente religioso negro, acusado de celebrar un sacrificio humano en un altar rudimentario que había construido en su domicilio. El presunto rey de la Orden del Islam es Robert Harris, de cuarenta y cuatro años, con domicilio en el 1429 de la Avenida Dubois. La víctima, a quien Harris admite haber golpeado con un eje de dirección, clavándole luego una daga de plata en el corazón, se llamaba James J. Smith, de cuarenta años, negro que Harris tenía de inquilino en su casa». El tal Harris, que llegó a ser conocido como el «asesino del vudú», había merodeado por la Mezquita Número Uno. Cabe la posibilidad de que hubiera leído la «Primera y segunda lección perdida de los musulmanes», incluido el siguiente pasaje: «TODOS LOS MUSULMANES DEBERÁN MATAR AL DIABLO, PORQUE SABEN QUE ES UNA SERPIENTE Y QUE, SI SE LE DEJA CON VIDA, ACABARÁ MORDIENDO A LOS DEMÁS». Harris adaptó luego sus prioridades. Había buscado a un demonio (blanco) pero, como era difícil que uno de ellos entrara en el barrio, se conformó con el diablo que tenía más a mano.
Tres días después, detuvieron a Fard. Durante el interrogatorio, insistió en que jamás había ordenado a nadie que sacrificara a un ser humano. Afirmó que era el «ser supremo en la tierra». (Al menos eso es lo que dijo en el primer interrogatorio. La segunda vez que lo detuvieron, meses después, «admitió», según la policía, que la Nación Islámica no era más que un tinglado. Él mismo había inventado las profecías y la cosmología para «ganar todo el dinero posible»). Fuera cual fuese la verdad del asunto, el resultado final fue el siguiente: a cambio de que retirasen los cargos, Fard consintió en marcharse para siempre de Detroit.
Y así llegamos a marzo de 1933. Y a Desdémona, que se despide del «Curso de formación profesional y cultura general para niñas musulmanas». Los pañuelos enmarcan rostros surcados de lágrimas. Las chicas desfilan una tras otra, besando a Desdémona en ambas mejillas. (Mi abuela las echará de menos. Les ha tomado mucho cariño).
—Mi madre me decía que en malos tiempos no se pueden criar gusanos —les dice—. No hacen buena seda. Los capullos salen malos.
Las chicas aceptan esa verdad y examinan los gusanos recién salidos del cascarón en busca de señales de desesperación.
En la Sala de la Seda, todos los estantes se encuentran vacíos. Fard Mahoma ha transferido el mando a un nuevo dirigente. El hermano Karriem, antes Elijah Poole, es ahora Elijah Mahoma, Pastor Supremo de la Nación Islámica. Elijah Mahoma tiene una visión distinta del futuro económico de la Nación. De ahora en adelante, se dedicaría al sector inmobiliario, no al textil.
Y ahora Desdémona está bajando la escalera, para salir del edificio. Llega a la planta baja y se vuelve para echar una mirada al vestíbulo. Por primera vez, el Fruto del Islam no monta guardia en la entrada principal. Las cortinas están abiertas. Desdémona es consciente de que debe continuar hacia la puerta trasera, pero ya no tiene nada que perder, de manera que se acerca a las grandes puertas y, empujándolas, entra en el sancta sanctórum.
Durante los primeros quince segundos, permanece inmóvil, mientras la idea que tenía de aquella sala se va ajustando a la realidad. Había imaginado altas cúpulas, suntuosas alfombras, pero no es más que un simple auditorio. Un pequeño escenario en un extremo, sillas plegables bien apiladas junto a las paredes. Lo asimila todo en silencio. Y entonces, una vez más, oye la voz:
—Hola, Desdémona.
En el escenario vacío, el Profeta, el Mahdi, Fard Mahoma, aparece detrás del estrado. Apenas es algo más que una silueta, esbelto y elegante, con un sombrero de fieltro que le ensombrece los rasgos.
—No tendrías que estar aquí —continúa el Profeta—. Pero supongo que ya da lo mismo.
Desdémona, con el corazón en la garganta, apenas logra preguntar:
—¿Cómo sabes mi nombre?
—¿Acaso no te has enterado? Yo lo sé todo.
Al salir por el conducto de la calefacción, la profunda voz de Fard Mahoma había reverberado en su plexo solar. Ahora, de cerca, vibra en todo su cuerpo. Un rumor sordo se extiende por sus brazos hasta producirle un hormigueo en los dedos.
—¿Cómo está Lefty?
La pregunta conmociona a Desdémona de arriba abajo. Se queda muda. Se le ocurren muchas cosas a la vez, la primera es que cómo puede saber Fard el nombre de su marido, ¿se lo habrá dicho la hermana Wanda…? Y la segunda, que, si es verdad que lo sabe todo, entonces todo lo demás también debe de ser cierto, lo de los diablos de ojos azules, los científicos malignos y la Madre Avión, que vendrá de Japón para destruir el mundo y llevarse a los musulmanes. La atenaza el terror, pero al mismo tiempo recuerda algo y se pregunta dónde ha oído antes esa voz…
Ahora Fard Mahoma sale de detrás del estrado. Cruza el escenario y baja a la sala. Se acerca a Desdémona sin dejar de exhibir su omnisciencia.
—¿Todavía sigue con el bar? Eso tiene los días contados. Será mejor que busque otra cosa.
Con el sombrero ladeado, la chaqueta del traje impecablemente abotonada, los rasgos en la sombra, el Mahdi se aproxima a ella. Desdémona quiere escapar, pero no puede.
—¿Y cómo están los niños? —pregunta Fard—. Milton ya debe de tener cerca de ocho años, ¿no?
Sólo está a tres metros de ella. Mientras el corazón de Desdémona late frenéticamente, Fard Mahoma se quita el sombrero para descubrir sus facciones. Y el Profeta sonríe.
Seguro que ya lo han adivinado. Exacto: Jimmy Zizmo.
—Mana!
—Hola, Desdémona.
—¡Tú!
—Quién si no.
—Creíamos que habías muerto, Jimmy —dice ella, mirándolo con ojos como platos—. En el coche. En el lago.
—Jimmy murió.
—Pero tú eres Jimmy. —Tras decir esas palabras, Desdémona se da cuenta de las repercusiones y empieza a reprenderlo—, ¿por qué abandonaste a tu mujer y a tu hija? ¿Qué es lo que te pasa?
—Mi única responsabilidad es para con mi pueblo.
—¿Qué pueblo? ¿Los mavri?
—El Pueblo Originario.
Desdémona no sabe si habla en serio o en broma.
—¿Por qué no te gustan los blancos? ¿Por qué los llamas diablos?
—A las pruebas me remito. Esta ciudad. Este país. ¿Es que no lo ves?
—En todos los sitios hay diablos.
—Sobre todo en esa casa de Hurlbut.
Hay una pausa, después de la cual Desdémona pregunta, cautelosamente:
—¿Qué quieres decir?
Fard, o Zizmo, sonríe de nuevo.
—Mucho de lo que estaba oculto se me ha revelado.
—¿Qué estaba oculto?
—Mi presunta esposa, Surmelina, es una mujer, por decirlo así, de apetitos antinaturales. ¿Y Lefty y tú? ¿Creíais que me habíais engañado?
—Por favor, Jimmy.
—No me llames así. Ése no es mi nombre.
—¿Qué pretendes decir? Eres mi cuñado.
—¡Tú no me conoces! ¡Nunca me has visto! —grita el Profeta que, serenándose, prosigue—: Nunca has sabido quién soy ni de dónde vengo.
Y, con eso, el Mahdi pasa frente a mi abuela, cruza el vestíbulo y las dobles puertas y no volvemos a verlo más.
Esto último no podía saberlo Desdémona. Pero está bien documentado. Primero Fard Mahoma estrechó la mano de los miembros del Fruto del Islam. Los jóvenes trataron de contener las lágrimas mientras él les decía adiós. Luego se mezcló con la multitud que pasaba frente a la Mezquita Número Uno dirigiéndose hacia su Chrysler cupé, estacionado junto a la acera. Puso un pie en el estribo. Después, hasta el último de los presentes insistiría en que el Mahdi lo había mirado directamente a los ojos. Las mujeres lloraban abiertamente, rogándole que no se marchara. Fard Mahoma se quitó el sombrero y se lo llevó al pecho. Bajó la vista afablemente y dijo:
—No os preocupéis. Estoy con vosotros.
Alzó el sombrero en un gesto que abarcó a toda la vecindad, al gueto de viviendas miserables, calles sin asfaltar y desconsolada ropa sucia.
—Volveré con vosotros en un futuro próximo para sacaros de este infierno.
Luego Fard Mahoma subió al Chrysler, giró la llave de contacto y, con una última y tranquilizadora sonrisa, se alejó.
Nunca volvió a verse a Fard Mahoma en Detroit. Desapareció sobrenaturalmente, como duodécimo imán de los shiíes. Una información lo sitúa en un transatlántico con destino a Londres en 1934. Según informó la prensa de Chicago en 1959, W. D. Fard era un «agente nazi nacido en Turquía» que acabó trabajando para Hitler durante la Segunda Guerra Mundial. Según otra teoría, la policía o el FBI urdieron una trama para matarlo. Vaya usted a saber. Fard Mahoma, mi abuelo materno, volvió a la nada de donde había salido.
En cuanto a Desdémona, su encuentro con Fard pudo contribuir a la drástica decisión que tomó por aquellos días. No mucho después de la desaparición del Profeta, mi abuela se sometió a un tratamiento médico bastante novedoso. Un cirujano le practicó dos incisiones bajo el ombligo. Estirando el tejido y los músculos para ponerle al descubierto las trompas de Falopio, hizo una ligadura en cada una, y ya no hubo más niños.