El funeral de Jimmy Zizmo se celebró trece días después con la autorización del obispo de Chicago. La familia estuvo casi dos semanas sin salir de casa, contagiada por la muerte, recibiendo al ocasional visitante que se presentaba para darles el pésame. Paños negros cubrían los espejos. Crespones de luto colgaban de las puertas. Habida cuenta de que no deben darse muestras de vanidad en presencia de la muerte, Lefty dejó de afeitarse y el día del funeral tenía una barba poblada.
El fracaso de la policía en encontrar el cuerpo era el motivo del retraso. Al día siguiente del suceso, dos agentes fueron a inspeccionar la escena. El hielo había vuelto a cerrarse por la noche, y habían caído unos centímetros de nieve. Los agentes caminaron penosamente de un lado para otro, en busca de huellas de neumáticos, pero al cabo de media hora lo dejaron. Aceptaron la historia de Lefty de que Zizmo había ido a pescar en el hielo y que probablemente había bebido. Un agente aseguró a Lefty que los cadáveres solían aparecer en primavera, asombrosamente conservados gracias a las heladas aguas.
La familia se puso de luto. El padre Stylianopoulos informó del asunto al obispo, que accedió a la petición de dar a Zizmo un funeral ortodoxo, siempre que se celebrara un sepelio como era debido en caso de que más adelante se encontrara el cadáver. Lefty se ocupó de los trámites del funeral. Escogió el ataúd, eligió la sepultura, encargó una lápida y pagó la esquela que se publicaría en los periódicos. En aquella época, los inmigrantes griegos ya empezaban a utilizar las empresas de pompas fúnebres, pero Surmelina insistió en que el velatorio se celebrase en casa. Durante más de una semana acudieron visitantes para sumarse al duelo en la penumbra de la sala, cargada de un fuerte olor a flores y con las persianas echadas. Eran los misteriosos socios comerciales de Zizmo, así como gente de los bares clandestinos a los que abastecía y unas cuantas amistades de Lina. Tras dar el pésame a la viuda, cruzaban el salón y se detenían frente al ataúd abierto. Dentro, apoyada en un cojín, había una fotografía enmarcada de Jimmy Zizmo. Estaba representado en escorzo, mirando hacia el celestial destello de los focos del estudio. Además, Surmelina había cortado la cinta que unía sus coronas nupciales para colocar la de su marido dentro del ataúd.
La angustia de Surmelina ante la muerte de su marido excedía con mucho el afecto que había sentido por él en vida. Durante dos días se pasó diez horas seguidas lamentándose frente al ataúd vacío de Jimmy Zizmo, recitando las miroloyia. Con el mejor histrionismo del pueblo, Surmelina entonó agudas arias en las que lamentaba la muerte de su marido y lo castigaba por haber muerto. Cuando terminaba con Zizmo, la emprendía con Dios por habérselo llevado tan pronto y se lamentaba de la suerte de su hija recién nacida.
—¡La culpa es tuya! —exclamaba—. ¡Sólo tuya! ¿Qué razón había para que murieras? ¡Me has dejado viuda! ¡Has dejado a tu hija en la calle!
Atendía a la niña mientras se lamentaba y de cuando en cuando la alzaba en el aire para que Zizmo y Dios vieran lo que habían hecho. Los inmigrantes de más edad, al oír la rabia de Lina, se encontraron volviendo a su infancia en Grecia, al recuerdo de los funerales de sus abuelos o padres, y todo el mundo convino en que tales muestras de dolor garantizarían la paz eterna al alma de Jimmy Zizmo.
De conformidad con la ley de la Iglesia, el funeral se celebró un día entre semana. El padre Stylianopoulos, con una alta kalimafkio en la cabeza y un amplio pectoral, llegó a la casa a las diez de la mañana. Después de rezar una oración, Surmelina le llevó una vela encendida en una bandeja. El pope la apagó de un soplido y, cuando el humo ascendió y se dispersó, partió la vela en dos. Después se formó el cortejo en la calle para ir a la iglesia. Lefty había alquilado una limusina y abrió la puerta para que subieran su mujer y su prima. Cuando subió él, hizo un breve ademán al hombre que había querido quedarse el último, bloqueando la entrada para que el espíritu de Zizmo no volviera a entrar en la casa. Se llamaba Peter Tatakis, el futuro quiropráctico. Siguiendo la tradición, tío Pete guardó la puerta durante más de dos horas, hasta que concluyeron las exequias en la iglesia.
La ceremonia comprendió toda la liturgia funeraria, con la única salvedad de la última parte, cuando se pide a la congregación que den el último beso al fallecido. En cambio, Surmelina pasó frente al ataúd y besó la corona nupcial, seguida por Desdémona y Lefty. La iglesia de la Asunción, que por aquel entonces se reunía en un pequeño establecimiento comercial de la calle Hart, no se había llenado ni en una cuarta parte. Jimmy y Lina no habían sido parroquianos asiduos. La mayoría de los asistentes eran viudas ancianas para quienes los funerales suponían un motivo de entretenimiento. Al fin, los portadores del féretro sacaron el ataúd a la calle para la fotografía funeraria. Los asistentes se agruparon alrededor, con la sencilla iglesia de la calle Hart al fondo. El padre Stylianopoulos ocupó su posición a la cabecera del féretro. Volvieron a abrir el ataúd para que se viera la foto de Jimmy Zizmo apoyada en el satén plisado. Ondearon banderas sobre el féretro, la griega a un lado, la estadounidense al otro. Nadie sonrió al destellar el flash. A continuación, el cortejo fúnebre prosiguió hacia Van Dyke, al cementerio de Forest Lawn, donde el féretro se depositó en un almacén hasta la primavera. Aún cabía la posibilidad de que el cadáver se materializase con el deshielo.
Pese a la celebración de los ritos necesarios, la familia era consciente de que el alma de Jimmy Zizmo no descansaba en paz. Al morir, las almas de los ortodoxos no vuelan derechas al cielo. Prefieren quedarse en la tierra y molestar a los vivos. Durante los cuarenta días siguientes, siempre que mi abuela no sabía dónde había puesto su libro de sueños o su sarta de cuentas, echaba la culpa al espíritu de Zizmo. Rondaba por la casa, apagando la lamparilla de noche y robando el jabón del baño. Cuando el periodo de luto tocó a su fin, Desdémona y Surmelina hicieron kolyvo. Era como una tarta nupcial, compuesta de tres pisos cegadoramente blancos. El superior estaba rodeado de una valla, en la que crecían abetos hechos de gelatina verde. Había un estanque de gelatina azul, y el nombre de Zizmo estaba deletreado con peladillas plateadas. Al cuadragésimo día del funeral se celebró otra ceremonia en la iglesia, después de la cual todo el mundo regresó a la calle Hurlbut. Se congregaron en torno al kolyvo, espolvoreado con el finísimo azúcar de la otra vida y mezclado con las semillas inmortales de la granada. En cuanto terminaron de comerse el pastel, todos lo notaron: el alma de Jimmy Zizmo dejó la tierra y entró en el cielo, donde ya no podría molestarlos más. En el punto álgido de la celebración, Surmelina provocó un escándalo al volver de su habitación llevando un vestido de vivo color naranja.
—Pero ¿qué haces? —musitó Desdémona—. Una viuda va de luto toda la vida.
—Cuarenta días son suficientes —contestó Lina, que siguió comiendo.
Sólo entonces pudieron bautizar a los niños. Al sábado siguiente, Desdémona, presa de emociones contradictorias, observó cómo los padrinos sostenían a los niños sobre la pila bautismal de la Asunción. Al entrar en la iglesia, mi abuela había sentido un gran orgullo. La gente se apiñaba a su alrededor, tratando de echar una mirada a su hijito, que tenía el milagroso don de hacer que incluso la mujer más vieja se convirtiera de nuevo en una joven madre. Durante el rito propiamente dicho, el padre Stylianopoulos cortó a Milton un mechón de cabellos y lo dejó caer al agua. Ungió la frente del niño con el signo de la cruz. Sumergió a la criatura en la pila. Pero mientras Milton quedaba limpio de pecado original, Desdémona seguía siendo consciente de su propia iniquidad. En silencio, repitió sus votos de no volver a tener más hijos.
—Lina —empezó a decir unos días después, ruborizándose.
—¿Qué?
—Nada.
—¿Cómo que nada? Será algo. ¿Qué?
—Me gustaría saber. ¿Cómo se hace… si una no quiere…? —Y concluyó bruscamente—: ¿Cómo evitas quedarte embarazada?
Lina rió con voz queda.
—Eso es algo por lo que no tengo que preocuparme más.
—Pero ¿sabes cómo? ¿Hay alguna manera?
—Mi madre siempre decía que cuando estás dando el pecho no te puedes quedar embarazada. No sé si es cierto, pero eso es lo que decía.
—Pero, y después, ¿qué?
—Muy sencillo. No te acuestes con tu marido.
De momento, eso era posible. Desde el nacimiento del niño, mis abuelos habían hecho un paréntesis en sus relaciones sexuales. Desdémona se pasaba la mitad de la noche levantada, dando el pecho a Milton. Siempre estaba agotada. Además, en el parto se le había desgarrado el perineo y aún estaba cicatrizando. Cortésmente, Lefty evitaba mostrar toda actitud amorosa, pero al cabo del segundo mes empezó a invadir el lado de la cama de su mujer. Desdémona lo contenía cuanto podía.
—Es muy pronto —le dijo—. No vamos a tener más niños.
—¿Por qué no? Milton necesita un hermano.
—Me haces daño.
—Tendré cuidado. Ven aquí.
—No; esta noche no, por favor.
—¿Cómo? ¿Es que te estás volviendo como Surmelina? ¿Te basta con una vez al año?
—Calla. Vas a despertar al niño.
—Me importa un comino si despierto al niño.
—No grites. Venga. Vale. Estoy dispuesta.
Pero cinco minutos después:
—¿Qué te pasa?
—Nada.
—¿Cómo que nada? Es como estar con una estatua.
—¡Ay, Lefty!
Y estalló en sollozos.
Lefty la consoló y le pidió disculpas, pero al darse la vuelta para dormir se sintió confinado en la soledad de la paternidad. Con el nacimiento de su hijo, Eleuterio Stephanides percibió su futuro y la continua mengua que sufriría a ojos de su esposa, y mientras hundía el rostro en la almohada comprendió la queja de tantos padres del mundo que vivían como huéspedes en su propia casa. Sintió unos enloquecidos celos hacia su hijo, cuyos gritos eran lo único que Desdémona parecía oír, cuyo cuerpo diminuto era el único destinatario de atenciones y caricias, y quien con prepotencia había sustituido a su propio padre en los afectos de Desdémona mediante un subterfugio aparentemente sobrenatural: un dios que tomaba la forma de un cochinillo con el fin de mamar del pecho de una mujer. Durante las semanas y meses siguientes, desde la Siberia de su lado de la cama, Lefty observaba cómo florecía aquella relación amorosa entre madre e hijo. Veía cómo su mujer apretujaba su rostro contra el del niño para arrullarlo; lo maravillaba su completa falta de asco ante los procesos fisiológicos del niño, la ternura con que le limpiaba y salpicaba el trasero con polvos de talco, friccionándoselo con movimientos circulares e incluso una vez, para estupefacción de Lefty, separándole las diminutas nalgas para untarle con vaselina el capullito de rosa de en medio.
A partir de entonces, la relación de mis abuelos empezó a cambiar. Hasta el nacimiento de Milton, Lefty y Desdémona habían disfrutado de un matrimonio insólitamente unido e igualitario para la época. Pero en cuanto se sintió relegado, Lefty respondió con la tradición. Dejó de llamar kukla a su mujer, que significa «muñeca», y empezó a llamarla kiria, «señora». Restableció la segregación sexual en la casa, reservando la sala para sus compañeros masculinos y desterrando a Desdémona a la cocina. Empezó a dar órdenes. «La cena, kiria». O bien: «¡Traiga las copas, kiria!». En ese aspecto obraba como sus contemporáneos, y nadie notó nada fuera de lo normal salvo Surmelina. Pero ni siquiera ella era capaz de liberarse completamente de las cadenas del pueblo, y cuando Lefty invitaba a casa a sus amigos para fumar puros y entonar canciones kléfticas, se retiraba a su habitación. Confinado en el aislamiento de la paternidad, Lefty Stephanides se dedicó a buscar un medio más seguro de ganarse la vida. Escribió a la editorial Atlantis de Nueva York, ofreciéndole sus servicios como traductor, pero sólo recibió una carta en la que se le agradecía su interés y un catálogo. Se lo dio a Desdémona, que encargó otro libro de los sueños. Con su traje azul de protestante, Lefty visitó las universidades e institutos de la región para tantear personalmente la posibilidad de que le contrataran como profesor de griego. Pero había pocos puestos, y todos estaban ocupados. Mi abuelo carecía del necesario título de estudios clásicos, ni siquiera era licenciado universitario. Si bien había aprendido a hablar inglés con soltura —y cierta extravagancia—, su dominio escrito de la lengua era, en el mejor de los casos, mediocre. Con una mujer y un hijo que mantener, era impensable que volviera a la escuela. Pese a todos los obstáculos o quizá a causa de ellos, durante los cuarenta días del periodo de luto, Lefty se había preparado un sitio para estudiar en el salón, donde reanudó su actividad intelectual. Obstinadamente, y por pura evasión, pasaba horas traduciendo a Homero y Mimnermo al inglés. Utilizaba unos preciosos cuadernos milaneses, muy caros, y escribía con pluma estilográfica y tinta esmeralda. Por la noche iban a su casa otros jóvenes inmigrantes, trayendo consigo whisky de contrabando, y todos bebían y jugaban al backgammon. A veces, bajo la puerta, le llegaba a Desdémona aquel olor dulzón, tan familiar.
Durante el día, si se sentía encerrado, Lefty se calaba bien sobre la frente su nuevo sombrero de ala curva y salía de casa para meditar. Paseaba por el parque de Waterworks, maravillado de que para hacer una depuradora los americanos hubiesen construido un palacio así, que sólo albergaba tuberías y tomas de agua. Bajaba al río y deambulaba entre las embarcaciones en dique seco. Pastores alemanes, encadenados en jardines blanqueados por la escarcha, le gruñían. Miraba los escaparates de las tiendas de cebos, cerradas durante el invierno. En uno de esos paseos vio un edificio de viviendas demolido. Habían tirado la fachada, dejando al descubierto las habitaciones del interior, como una casa de muñecas. Al contemplar las cocinas y baños de blancos azulejos suspendidos en el aire, espacios medio clausurados cuyos vivos colores le recordaban las tumbas de los sultanes, Lefty tuvo una idea.
A la mañana siguiente bajó al sótano y puso manos a la obra. Retiró las sazonadas salchichas de Desdémona que colgaban de las cañerías de la calefacción. Limpió las telarañas y extendió una alfombra sobre el suelo de tierra. Bajó la piel de cebra de Jimmy Zizmo y la clavó con tachuelas en la pared. Frente a la pila construyó una pequeña barra con tablas de desecho, cubriéndola con azulejos recogidos de las basuras: arabescos azules y blancos, ajedrez napolitano y rojos dragones heráldicos. Para sentarse, taburetes de color tierra. Como mesas utilizó rollos de cable, tumbándolos y cubriéndolos con manteles. Tapó las cañerías del techo con sábanas, armando una especie de tienda de campaña. Alquiló una máquina tragaperras a sus antiguos conocidos del contrabando de alcohol y contrató un abastecimiento semanal de cerveza y whisky. Y una oscura noche de febrero de 1924, un viernes, abrió el establecimiento.
El Salón Cebra era un bar de barrio sin hora fija de apertura. Cuando abría, Lefty colocaba una imagen de San Jorge en la ventana de la sala, frente a la calle. Los parroquianos daban la vuelta, llamaban con una clave —un golpe largo y dos cortos seguidos de dos largos— a la puerta del sótano. Luego dejaban atrás la América del trabajo fabril y los capataces tiránicos y entraban en la gruta arcádica del olvido. Mi abuelo había colocado la Victrola en un rincón. Ponía las trenzadas kuluria con sésamo en la barra. Saludaba a la gente con la exuberancia esperada de un extranjero y coqueteaba con las señoras. Detrás de la barra destellaba un policromado escaparate de botellas: azules de ginebra inglesa, granates de burdeos y madeira, pardorrojizas de escocés y bourbon. Al moverse, una lámpara colgada de una cadena salpicaba de luz la piel de cebra y hacía que los clientes se sintieran aún más ebrios de lo que estaban. De cuando en cuando alguien se levantaba del asiento y empezaba a contorsionarse y a chasquear los dedos al ritmo de la extraña música, mientras sus compañeros reían.
En el bar clandestino del sótano, mi abuelo adquirió los atributos del tabernero que sería durante el resto de su vida. Canalizó sus facultades intelectuales en la ciencia de la mixología. Aprendió a atender la avalancha vespertina de parroquianos con estilo de hombre orquesta, sirviendo whiskies con la mano derecha al tiempo que llenaba jarras de cerveza con la izquierda, acercaba posavasos con el codo y bombeaba el barril con el pie. Trabajaba entre catorce y dieciséis horas diarias en aquel cuchitril subterráneo tan suntuosamente decorado, sin dejar de moverse en todo ese tiempo. Cuando no estaba sirviendo copas, ponía más kuluria en las bandejas. Cuando no llevaba rodando un nuevo barril de cerveza, colocaba huevos duros en una cesta de alambre. Se mantenía ocupado físicamente para no darse ocasión de pensar: en la creciente frialdad de su mujer, o en la forma en que los perseguía su propio delito. Lefty soñaba con abrir un casino, pero el Salón Cebra fue lo más cerca que estuvo de conseguirlo. No había juego ni palmeras en macetas, pero sí rebétiko y, muchas noches, hachís. Sólo en 1958, cuando salió de detrás de la barra de otro Salón Cebra, tendría mi abuelo tiempo libre para recordar sus juveniles sueños de juego y ruleta. Luego, tratando de recuperar el tiempo perdido, se arruinaría, hasta acabar silenciando su voz para siempre. Desdémona y Surmelina permanecían arriba, criando a los niños. A efectos prácticos, eso significaba que Desdémona los levantaba de la cuna por la mañana, les daba de comer, les lavaba la cara y les cambiaba los pañales antes de llevárselos a Surmelina, que para entonces recibía visitas, aún con el olor de las lonchas de pepino que se ponía por la noche en los párpados. Al ver a Teodora, Surmelina abría los brazos y exclamaba dulcemente: «Jriso fili!». Arrancaba luego a su hija de oro de los brazos de Desdémona y le cubría la cara de besos. Durante el resto de la mañana, bebiendo café, Lina se divertía poniendo rímel en las pestañas a la pequeña Tessie. Cuando subía algún olor, volvía a entregar la niña a Desdémona, diciendo:
—Aquí ha pasado algo.
Surmelina tenía el convencimiento de que los niños no tenían alma hasta que empezaban a hablar. Dejaba que Desdémona se preocupase de los frecuentes cambios de pañales y espasmódicas toses, dolores de oídos y hemorragias de nariz. Pero siempre que tenían invitados a comer el domingo, Surmelina los recibía con la niña emperifollada y prendida al hombro, el perfecto accesorio. A Surmelina se le daban mal las niñas pequeñas, pero era fantástica con las adolescentes. Siempre estaba a tu lado en los primeros enamoramientos y desengaños, los bailes de disfraces y las caídas en estados complejos como la anomia. Y así, en aquellos primeros años, Milton y Teodora crecieron juntos a la tradicional manera de los Stephanides. Al igual que un kelimi había separado antaño a hermano y hermana, una manta de lana hacía ahora lo mismo con los primos segundos. Si una sombra doble se recortaba antaño contra la ladera de una montaña, una similar sombra conjunta se movía ahora por el porche trasero de la casa de Hurlbut.
Crecieron. Al año, compartían el agua del baño. A los dos años, los mismos lápices. A los tres, Milton se sentaba en un avión de juguete mientras Teodora hacía girar la hélice. Pero la Zona Este de Detroit no era ninguna aldea de montaña. Había montones de niños con los que jugar. De manera que cuando cumplieron los cuatro años, Milton renunció a la compañía de su prima, prefiriendo jugar con los niños del barrio. A Teodora no le importó. Para entonces tenía una prima con quien jugar.
Desdémona había hecho todo lo posible para cumplir su promesa de no tener más hijos. Dio el pecho a Milton hasta los tres años. Continuó rechazando las insinuaciones de Lefty. Pero era imposible lograrlo noche tras noche. Había veces en que el complejo que sentía por haberse casado con Lefty entraba en conflicto con la culpa de no satisfacerle. Había veces en que la necesidad de Lefty era tan desesperada, tan penosa, que no podía resistirse a sus deseos. Y había veces en que ella, también, necesitaba consuelo y liberación física. Eso no ocurría más que contadas veces al año, aunque con mayor frecuencia en los meses de verano. De cuando en cuando Desdémona bebía más vino de la cuenta en algún cumpleaños, y entonces también ocurría. Y una tórrida noche de julio de 1927 sucedió de manera destacada, y el resultado fue una hija: Zoë Helen Stephanides, mi tía Zo.
Desde el momento mismo en que supo que estaba embarazada, mi abuela se sintió de nuevo atormentada por el miedo de que el niño naciera con alguna espantosa malformación. En la Iglesia ortodoxa, ni siquiera podían casarse los hijos de los padrinos, porque eso equivalía a un incesto espiritual. ¿Qué era aquello comparado con lo suyo? ¡Esto era mucho peor! Así se rompía Desdémona la cabeza, incapaz de dormir por la noche mientras el nuevo ser crecía en su interior. El haber prometido a la Panayía, la Santísima Virgen, que no tendría más hijos sólo le servía para estar más convencida de que el peso del Juicio Final iba a caer con toda su fuerza sobre su cabeza. Pero una vez más su inquietud no estaba justificada. La siguiente primavera, el 27 de abril de 1928, nació Zoë Stephanides, una niña grande y sana, con la cabeza cuadrada de su abuela, una voz potente y enteramente normal.
Milton mostraba poco interés por su hermanita. Prefería disparar con el tirador con sus amigos. Teodora, en cambio, estaba embelesada con Zoë. Paseaba en brazos a la niña como si fuera una nueva muñeca. Su amistad de toda la vida, que estaría sometida a innumerables tensiones, empezó desde el primer día, con Teodora pretendiendo ser la madre de Zoë.
La llegada de otra niña hizo que la casa de la calle Hurlbut se quedara pequeña. Surmelina decidió mudarse. Encontró trabajo en una floristería y dejó que Lefty y Desdémona se hicieran cargo de la hipoteca de la casa. En el otoño de aquel año, Surmelina y Teodora se instalaron muy cerca de allí, en la Pensión O’Toole, justo detrás de Hurlbut en el Bulevar Cadillac. Por la parte de atrás, las casas estaban una enfrente de otra, de modo que Lina y Teodora podían visitarlos casi a diario.
El jueves 24 de octubre de 1929, caballeros con trajes de corte exquisito empezaron a arrojarse por las ventanas de los rascacielos más famosos de la ciudad de Nueva York. Procedían de Wall Street, y su desesperación suicida parecía hallarse muy lejos de la calle Hurlbut, pero poco a poco la negra nube pasó por toda la nación, moviéndose en dirección contraria al tiempo meteorológico, hasta que llegó al Medio Oeste. La Depresión se dio a conocer a Lefty mediante un número creciente de taburetes vacíos. Después de casi seis años de funcionar a plena capacidad, empezaron temporadas de poco movimiento, noches en que el local sólo se llenaba en dos terceras partes, o a medias. Nada disuadía a los estoicos alcohólicos de su obligación. Pese a la conspiración de la banca mundial (desenmascarada por el padre Coughlin en la radio), aquellos incondicionales se presentaban para cumplir con su deber siempre que San Jorge galopaba en la ventana. Pero los bebedores sociales y los padres de familia dejaron de aparecer. Hacia marzo de 1930, sólo la mitad de parroquianos llamaban a la puerta del sótano con la clave secreta del dactílico espondaico. El negocio se recuperó un poco durante el verano.
—No te apures —dijo Lefty a Desdémona—. El presidente Hoover se está ocupando de todo. Ya ha pasado lo peor.
Se las arreglaron mal que bien durante el año y medio siguiente, pero en 1932 sólo acudieron unos cuantos clientes cada día. Lefty concedió más crédito, invitó a copas, pero todo fue inútil. Pronto se encontró sin dinero para pagar las remesas de alcohol. Un día aparecieron dos hombres y se llevaron la máquina tragaperras por falta de pago.
—Fue horroroso. ¡Horroroso! —seguía exclamando Desdémona cincuenta años después, al describir aquellos años.
Durante toda mi niñez, la mínima referencia a la Depresión hacía que la yiayiá sucumbiera a un acceso de quejas y golpes de pecho. (Incluso cuando se hablaba, como ocurrió una vez, de una «depresión» psicótica). Se dejaba caer, desmadejada, en su butaca, se cogía la cara con ambas manos, como en El grito de Munch, y luego exclamaba:
—Mana! ¡La Depresión! ¡Una cosa tremenda, increíble! Todo el mundo está sin trabajo. Recuerdo las marchas del hambre, toda la gente manifestándose por la calle, un millón de personas, una tras otra, para ir donde el señor Henry Ford y decirle que abra la fábrica. Entonces una noche hay en el callejón un ruido espantoso. La gente que está matando ratas, zas, zas, zas, con palos, para comérselas. ¡Ay, Dios mío! Y Lefty no trabaja en la fábrica, entonces. Sólo tiene, ya sabéis, el bar clandestino, donde va la gente a beber. Pero en la Depresión estamos en medio de otra mala época, la economía está fatal y nadie tiene dinero para beber. No tiene qué comer, ¿cómo va a beber? Así que pronto, el papú y la yiayiá están sin dinero. Y entonces —mano al corazón—, entonces me hacen ir a trabajar para esos mavri. ¡Negros! ¡Ay, Dios mío!
Ocurrió de la siguiente manera. Una noche, mi abuelo se metió en la cama y descubrió que mi abuela no estaba sola. Milton, ya con ocho años cumplidos, estaba acurrucado junto a ella. Al otro lado tenía a Zoë, de sólo cuatro. Lefty, agotado de tanto trabajar, contempló el espectáculo. Le encantaba la visión de sus hijos dormidos. Pese a los problemas de su matrimonio, jamás podría culpar de ellos a sus hijos. Pero al mismo tiempo, rara vez los veía. Para ganar suficiente dinero, tenía que trabajar en el bar dieciséis horas seguidas, a veces hasta dieciocho. Trabajaba los siete días de la semana. A fin de mantener a su familia, vivía en un exilio permanente. Por la mañana, cuando estaba en casa, los niños lo trataban como a un pariente cercano, como a un tío, quizá, pero no como a un padre.
Y luego estaba el problema de las señoras que acudían al bar. Sirviendo copas día y noche, en un sótano en penumbra, se presentaban muchas ocasiones de conocer a mujeres que iban a beber con amigos o incluso solas. En 1932 mi abuelo tenía treinta años. Ahora era más corpulento, había adquirido madurez; era simpático y encantador, siempre iba bien vestido y seguía estando en excelente forma. Arriba, a su cónyuge le asustaban las relaciones sexuales, pero abajo, en el Salón Cebra, las mujeres le lanzaban miradas atrevidas y procaces. Ahora, mientras mi abuelo contemplaba las tres siluetas dormidas, en su cabeza coexistían todas esas cosas a la vez: amor por sus hijos, amor por su esposa, insatisfacción conyugal y excitación juvenil por las señoras del bar. Pero no estaba soltero. Se inclinó para ver de cerca a Zoë. Aún tenía el pelo húmedo del baño, con un olor profundamente agradable. Saboreaba los placeres de la paternidad al tiempo que seguía siendo un hombre independiente. Lefty sabía que todas aquellas cosas que tenía en la cabeza no eran coherentes. De manera que, tras contemplar la belleza de sus hijos, los cogió en brazos y los llevó a su cuarto. Volvió y se acostó junto a su mujer dormida. Empezó a acariciarla, pasándole la mano bajo el camisón.
—¡Qué estás haciendo!
—¿Qué crees que estoy haciendo?
—Estoy durmiendo.
—Y yo te estoy despertando.
—Vergüenza debería darte.
Mi abuela lo rechazó de un empujón. Y Lefty cedió. Se apartó furioso de su lado. Hubo un largo silencio antes de que hablara.
—No me das nada. Trabajo todo el tiempo y tú no me das nada.
—¿Y crees que yo no trabajo? Tengo que cuidar de dos hijos.
—Si fueras una esposa normal, valdría la pena trabajar todo el tiempo.
—Si fueras un marido normal, me ayudarías con los niños.
—¿Cómo voy a ayudarte? Ni siquiera sabes lo que significa ganar dinero en este país. ¿Crees que me divierto mucho ahí abajo?
—Pones música, bebes. Oigo la música desde la cocina.
—Es mi trabajo. Por eso viene la gente. Si no vinieran, no podríamos pagar las facturas. Y toda esa responsabilidad pesa sobre mis hombros. Eso es lo que no entiendes. Trabajo día y noche y cuando me voy a acostar resulta que no puedo dormir. ¡No hay sitio!
—Milton tenía una pesadilla.
—Yo tengo una pesadilla todos los días.
Encendió la luz y, al resplandor, Desdémona vio el rostro de su marido fruncido con una malicia que no había visto antes. Ya no era el rostro de Lefty, no era el de su hermano ni el de su marido. Era la cara de otro, de un extraño con el que estaba viviendo.
Y esa cara nueva y terrible le dio un ultimátum:
—Mañana por la mañana —soltó Lefty— sales a buscar trabajo.
Al día siguiente, cuando Lina llegó a almorzar, Desdémona le pidió que le leyera el periódico.
—¿Cómo voy a trabajar? Si ni siquiera sé inglés.
—Sabes un poco.
—Tendríamos que habernos ido a Grecia. En Grecia, los maridos no hacen que las mujeres salgan a buscar trabajo.
—No te preocupes —dijo Lina con el periódico de papel reciclado en la mano—. No hay nada.
En 1932, los anuncios por palabras del Detroit Times, que podían llegar a una población de cuatro millones de personas, sólo ocupaban una columna. Surmelina entornó los ojos, buscando algo apropiado.
—Camarera —leyó.
—No.
—¿Por qué no?
—Los hombres me dirían cosas.
—¿Y no te gusta?
—Lee —cortó Desdémona.
—Curtir y teñir —dijo Lina.
—¿Qué es eso? —inquirió mi abuela, frunciendo el ceño.
—No sé.
—¿Como teñir la ropa?
—Puede.
—Sigue.
—Cigarrera —continuó Lina.
—No me gusta el humo.
—Criada.
—Lina, por favor. ¿Puedo ser yo criada de alguien?
—Experta en seda.
—¿Cómo has dicho?
—Experta en seda. Es todo lo que dice. Y una dirección.
—¿Experta en seda? Yo soy experta en seda. Lo sé todo.
—Entonces, enhorabuena. Ya tienes trabajo. A menos que te lo hayan quitado cuando llegues allí.
Una hora después, vestida para buscar trabajo, mi abuela salió a regañadientes de la casa. Surmelina había intentado convencerla de que pidiera prestado un vestido con mucho escote.
—Así nadie se dará cuenta de la clase de inglés que hablas —aseguró.
Pero Desdémona se dirigió al tranvía con uno de sus vestidos corrientes, gris con lunares marrones. Los zapatos, el sombrero y el bolso que llevaba eran de un color pardo que casi hacía juego.
Aunque preferible al automóvil, el tranvía tampoco atraía mucho a Desdémona. Le costaba trabajo distinguir las líneas. Los irregulares tranvías, como propulsados por fantasmas, siempre torcían en el sitio más inesperado, llevándola a barrios desconocidos de la ciudad.
—¿Centro? —preguntó al cobrador del primer tranvía que paró.
El tranviario asintió con la cabeza. Ella subió, bajó uno de los asientos plegables y sacó del bolso la dirección que le había escrito Lina. Cuando pasó el cobrador, se lo enseñó.
—¿La calle Hastings? ¿Ahí es adonde va?
—Sí. La calle Hastings.
—Siga hasta Gratiot. Allí coja el tranvía que va al centro y bájese en la parada de Hastings.
Al oír la palabra Gratiot, Desdémona sintió alivio. Lefty y ella cogían esa línea para ir al barrio griego. Ahora todo tenía sentido. O sea, que no hacían seda en Detroit, ¿verdad?, preguntó en tono triunfal a su marido ausente. Se ve que estás muy enterado. El tranvía cobró velocidad. Pasaron frente a las tiendas de la Avenida Mack, muchas de las cuales estaban cerradas, con los escaparates cubiertos de pintura jabonosa. Desdémona apretó la cara contra el cristal, pero ahora, como estaba sola, tenía que decir a Lefty unas cuantas palabras más. Si la policía no me hubiera quitado los gusanos en la isla Ellis, podría haber puesto en el patio un cobertizo para criarlos. Y no tendría que buscar trabajo. Podríamos haber ganado mucho dinero. Te lo dije. La ropa que los inmigrantes llevaban en los transatlánticos, aún elegante en aquellos días, mostraba sin embargo signos de desgaste por el uso: sombreros sin limpiar durante meses, bajos de faldas y puños de camisas deshilachados, corbatas y solapas manchadas de salsa. En el bordillo de la acera, un hombre enarbolaba un letrero pintado a mano: TRABAJO-eS-LO-QUE-QUiERO-Y-NO-CARiDAD-QUiÉN-ME-AYuDARÁ-A-ENCONTRAR-TRABAJO. 7 AÑOS-EN-DETROIT. SIN-DINERo. DESPEDIDO. CON-LAS-MEJORES-RECOMENDACIONES. Mira ese pobrecillo. ¡Mana! Parece un refugiado. Esta ciudad es como Esmirna. ¿En qué se diferencia? El tranvía avanzaba laboriosamente, alejándose de los sitios que le servían de referencia, la verdulería, el cine, las bocas de riego y los quioscos de periódicos. Su mirada de pueblo, capaz de distinguir a primera vista árboles de arbustos, se ponía vidriosa ante la señalización del camino, las letras sin sentido del alfabeto latino arremolinándose unas con otras y las desgarradas vallas publicitarias mostrando rostros americanos con la piel a tiras, rostros sin ojos, sin boca, o sin nada aparte de la nariz. Cuando reconoció la franja diagonal de Gratiot, se levantó y, con voz resonante, gritó en inglés:
—¡Hijoputa!
No tenía idea de lo que significaba aquella palabra. Se la había oído a Surmelina, que la empleaba cuando el conductor se pasaba de la parada. Como de costumbre, surtió el efecto deseado. El conductor frenó rápidamente y los pasajeros se echaron presurosos a un lado para dejarla salir. Parecieron sorprendidos cuando les dio las gracias, sonriente.
Cuando subió al tranvía en Gratiot, dijo al cobrador.
—Por favor, quiero la calle Hastings.
—¿Hastings? ¿Está segura?
Le enseñó la dirección y, más alto, repitió:
—La calle Hastings.
—Muy bien. Se la indicaré.
El tranvía se dirigió al barrio griego. Desdémona observó su reflejo en la ventanilla y se colocó el sombrero. Había engordado con los embarazos, sobre todo de cintura, pero seguía teniendo un pelo y una piel bonitos y aún era una mujer atractiva. Después de mirarse se dedicó a contemplar el panorama. ¿Qué más debió de ver mi abuela en las calles de Detroit en 1932? Debió de ver hombres con gorras de paño vendiendo manzanas en las esquinas. Debió de ver a las cigarreras saliendo de las fábricas sin ventanas a respirar aire fresco, la cara permanentemente salpicada de manchas marrones por el polvo de tabaco. Debió de ver a obreros repartiendo panfletos sindicales con agentes de la Pinkerton pegados a sus talones. En los callejones, debió de ver a matones dando una paliza a los que distribuían panfletos. Debió de ver a policías, a pie y a caballo, el sesenta por ciento de los cuales era miembro de la Orden Protestante de la Legión Negra, donde todos eran blancos que empleaban métodos particulares para eliminar a negros, comunistas y católicos. («Pero vamos, Cal», oigo la voz de mi madre, «¿es que no se te ocurre nada bueno que decir?»). Vale, muy bien. En 1932 se conocía a Detroit como la «Ciudad de los Árboles». Entonces tenía más árboles por kilómetro cuadrado que cualquier otra ciudad del país. Para hacer compras, estaban Kern’s y Hudson’s. En la Avenida Wooodward, los magnates de la industria automovilística habían construido el precioso Instituto de Bellas Artes de Detroit, donde, en aquel preciso momento, mientras Desdémona iba en tranvía a su entrevista para pedir trabajo, un pintor mexicano llamado Diego Rivera trabajaba en un encargo: un mural que describiera la nueva mitología del mundo del automóvil. Sentado en una silla plegable, en lo alto de un andamio, trazaba el esbozo de la gran obra: en los paneles superiores, las cuatro razas humanas sobre la cadena de montaje del río Rouge, donde, armonizados por el esfuerzo, se afanaban los obreros. En varios paneles más pequeños se mostraban la «célula embrionaria» (un niño envuelto en las hojas de un bulbo), la maravilla y el horror de la medicina, la fruta y los cereales autóctonos de Michigan; y más allá, en una esquina, aparecía el mismísimo Henry Ford, de cara gris y expresión reprimida, examinando los libros.
El tranvía pasó por McDougal, Jos. Campau y Chene, para luego, con un leve estremecimiento, cruzar la calle Hastings. En ese momento, hasta el último de los pasajeros, todos ellos blancos, realizaron un gesto ritual. Los hombres se tantearon la cartera, las mujeres abrieron y cerraron el bolso. El conductor tiró de la palanca que cerraba la puerta trasera. Desdémona, observando todo eso, miró a la calle y vio que el tranvía había entrado en el gueto del Barrio Negro.
No había barrera, ni valla. El tranvía ni siquiera se detuvo un instante al cruzar la frontera invisible, pero en el trecho ocupado por una manzana el mundo había cambiado. La luz pareció entibiarse, volverse gris, como filtrándose a través de varias capas de ropa tendida. La penumbra de porches y apartamentos sin electricidad rezumaba hasta la calle, y el nubarrón de miseria que se cernía sobre el barrio desviaba la atención hacia el suelo, hacia la nitidez de olvidados objetos sin sombra: ladrillos que se desmoronaban en la entrada de una casa, montones de basura y huesos de jamón, llantas usadas, cohetes pisoteados de la última feria, un zapato perdido tiempo atrás. El ruinoso silencio sólo duró un momento antes de que todos los callejones y portales del Barrio Negro reventaran de gente. ¡Cuántos niños hay! ¡Fíjate! De pronto había niños que corrían junto al tranvía, saludando con la mano y gritando. Saltaban frente a los raíles, jugando a ver quién era más gallito. Otros se subían al parachoques de atrás. Desdémona se llevó una mano a la garganta. ¿Por qué tienen tantos hijos? ¿Qué le pasa a esta gente? Las madres deberían ocuparse más de sus hijos pequeños. Alguien tiene que decírselo. Ahora, en los callejones, veía a hombres que se lavaban en grifos abiertos. En la segunda planta de muchas casas, mujeres a medio vestir exhibían las caderas por los balcones. Sobrecogida, atemorizada, Desdémona miraba las caras asomadas a las ventanas, los cuerpos que llenaban las calles, casi medio millón de personas apretujadas en veinticinco manzanas. Ya en la Primera Guerra Mundial, cuando E. I. Weiss, gerente de la empresa automovilística Packard, trajo, según su propio informe, el primer «cargamento de negros» a la ciudad, las autoridades pensaron instalarlos desde el principio en el vecindario que ahora se denominaba Barrio Negro. Se aglomeraba allí gente de todas las profesiones, obreros de fundición, abogados, criadas y carpinteros, médicos y matones, pero como estamos en 1932, sobre todo parados. Y, sin embargo, venían más cada año, cada mes, a buscar trabajo en el norte. Dormían hasta en el último sofá de cada casa. Construían chabolas en los patios. Acampaban en las azoteas. (Aquel estado de cosas no podía durar, desde luego. Con el paso de los años, el Barrio Negro, pese a todos los esfuerzos de los blancos por evitarlo —y debido a las implacables leyes de miseria y racismo— se iría extendiendo poco a poco, calle por calle, barrio por barrio, hasta que aquello que llamaban gueto se convirtió en la ciudad misma, y en el decenio de 1970, en la Detroit sin régimen fiscal, en la Detroit de la fuga de blancos, en la Detroit de la administración de Coleman Young, capital del crimen, los negros pudieron finalmente irse a vivir a donde más les apeteciera…).
Pero ahora, en 1932, sucedían cosas raras. El tranvía redujo la marcha. Estaba parando en pleno Barrio Negro y —¡hecho insólito!— abriendo las puertas. Los pasajeros se removieron inquietos. El cobrador dio unos golpecitos en el hombro a Desdémona.
—Aquí es, señora. Hastings.
—¿La calle Hastings?
No le creía. Le mostró de nuevo la dirección. El cobrador señaló la puerta.
—¿Fábrica de seda, aquí? —preguntó al tranviario.
—Ni idea de lo que hay aquí. No es mi barrio.
Así que mi abuela se apeó en la calle Hastings. El tranvía se alejó, con los viajeros blancos volviéndose a mirarla: una mujer arrojada por la borda. Echó a andar. Agarrando fuertemente el bolso, se apresuró por Hastings como si supiera adónde iba. Miraba al frente, sin pestañear. Unas niñas saltaban a la comba en la acera. En la ventana de un tercer piso, un hombre desgarró un papel y gritó:
—De ahora en adelante, cartero, me mandas el correo a París.
Los porches estaban llenos de muebles de salón, de butacas y sofás viejos, con gente que jugaba a las damas, que hablaba agitando las manos y soltando carcajadas. Siempre riéndose, estos mavri. Riéndose a más y mejor, como si todo les hiciera gracia. A ver, ¿qué es tan gracioso? Y qué es. … ¡ay, Dios mío!, un hombre haciendo sus necesidades en plena calle. Miraré a otro lado. Pasó frente al jardín de un artista de la quincalla: las Siete Maravillas del Mundo hechas con chapas de botellas. Un viejo borracho con un sombrero de vivos colores se movía a cámara lenta, enseñando las desdentadas fauces y extendiendo la mano para que le dieran alguna moneda. ¿Y qué otra cosa pueden hacer? No tienen instalaciones sanitarias. Ni alcantarillado, qué miseria, qué horror. Igual que en la partida. ¿Nos pusieron los turcos instalaciones sanitarias? Pasó frente a una barbería donde había hombres alisándose el pelo, con gorros de ducha como las mujeres. Desde la otra acera, unos jóvenes le gritaban cosas:
—¡Chica, tienes tantas curvas que vas a causar un accidente!
—¡Tienes que ser una rosquilla, nena, porque se me hace la boca agua!
Estallaban carcajadas a su espalda mientras ella apretaba el paso. Adentrándose más y más en el barrio, pasando calles cuyos nombres no conocía, el olor a comida desconocida ahora, pescado del cercano río, codillo de cerdo, sémola de maíz, mortadela frita, judías de careta. Pero también muchas casas donde no se guisaba nada, donde nadie reía ni hablaba siquiera, habitaciones oscuras llenas de rostros cansados y perros buscando comida. Fue en un porche así donde alguien le dirigió finalmente la palabra. Una mujer, gracias a Dios.
—¿Se ha perdido?
Desdémona observó el rostro suave, moldeado.
—Busco una fábrica. Una fábrica de seda.
—Por aquí no hay fábricas. Y si las hubo, están cerradas.
Desdémona le mostró la dirección.
La señora señaló a la acera de enfrente.
—Ahí la tiene.
¿Y qué vio Desdémona al volverse? ¿Un edificio de ladrillo conocido hasta hacía poco como McPherson Hall? ¿Un local alquilado para reuniones políticas, bodas o experiencias conducidas por la ocasional clarividente itinerante? ¿Se fijó en los detalles decorativos de la entrada, en las vasijas romanas que derramaban frutas de granito, en el arlequín de mármol? ¿O se centraron en cambio sus ojos en los dos jóvenes negros plantados frente al portal? ¿Observó sus trajes impecables, uno de ese azul claro con que se pintan las partes acuosas del globo terráqueo, y otro del pálido espliego de esas pastillas para la garganta? Sin duda debió de notar su actitud marcial, el intenso brillo de sus zapatos, sus corbatas de colores chillones. Debió de percibir el contraste entre la seguridad en sí mismos de aquellos jóvenes y el aire de opresión que se respiraba en el barrio, pero fueran cuales fuesen sus impresiones, se quedó paralizada al fijarse, de pronto, en algo que le produjo una compleja reacción.
Llevaban gorro. Un fez. El gorro blando, colorado y chato de los antiguos opresores de mis abuelos. Se llamaba así por la ciudad de Marruecos de donde procedía el tinte color sangre. Aquellos gorros (en la cabeza de los soldados) habían expulsado a mis abuelos de Turquía, manchando la tierra de color pardo rojizo. Y ahí estaban otra vez, en Detroit, en la cabeza de dos apuestos jóvenes negros. (Y el fez volverá a aparecer otra vez en mi historia, el día de un funeral, pero como ese tipo de coincidencias sólo puede darse en la vida real, el episodio me parece demasiado bueno para revelarlo ahora).
Con cierta vacilación, Desdémona cruzó la calle. Dijo a los jóvenes que iba por lo del anuncio. Uno de ellos asintió con la cabeza.
—Tiene que dar la vuelta por la parte de atrás —dijo.
Cortésmente, la condujo por un callejón haciéndola entrar en el bien barrido patio. En aquel momento, como obedeciendo a una discreta señal, la puerta trasera se abrió de par en par y Desdémona se llevó un nuevo susto. Ante ella surgieron dos mujeres con chador. Podían pasar por devotas musulmanas de Bursa, salvo por el color de su vestimenta. No era negra. Sino blanca. El chador les llegaba de la barbilla a los tobillos. Se cubrían el pelo con un pañuelo. No llevaban velo, pero al acercarse Desdémona vio que iban calzadas con zapatos de cordones.
Fez, chador y ahora esto: una mezquita. Dentro, el antiguo McPherson Hall presentaba una nueva decoración con arreglo a criterios árabes. Las encargadas condujeron a Desdémona por un corredor de azulejos geométricos. La hicieron pasar frente a colgaduras con orlas que no dejaban entrar la luz. No se oía un ruido, salvo el rumor de las faldas de las mujeres y, a lo lejos, lo que parecía una voz hablando o rezando. Finalmente, la hicieron pasar a un despacho donde una mujer estaba colgando un cuadro.
—Soy la hermana Wanda —anunció la mujer, sin volverse—. Capitana en jefe de la Mezquita Número Uno.
Llevaba un chador completamente distinto, con cordones y charreteras. El cuadro que estaba colgando mostraba un platillo volante sobre los rascacielos de Nueva York. Lanzaba rayos.
—¿Viene por lo del trabajo?
—Sí. Soy trabajadora de la seda. Tengo mucha experiencia. Criar los gusanos. Montar el criadero, tejer la…
La hermana Wanda se volvió de pronto hacia ella.
—Tenemos un problema. ¿De dónde es usted?
—Soy griega.
—Griega, ¿eh? Los griegos son blancos, ¿no? ¿Ha nacido en Grecia?
—No. En Turquía. Somos de Turquía. Mi marido y yo, los dos.
—¡Turquía! ¿Y por qué no lo ha dicho? Turquía es un país musulmán. ¿Es usted musulmana?
—No, griega. Iglesia griega.
—Pero ha nacido en Turquía.
—Ne.
—¿Cómo?
—Sí.
—¿Y su familia también es de Turquía?
—Sí.
—De manera que probablemente tendrá usted algo de mezcla, ¿eh? No será blanca del todo.
Desdémona titubeó.
—Mire, estoy viendo el modo en que podemos arreglarlo —prosiguió la hermana Wanda—. El pastor Fard, que ha venido de la ciudad santa de La Meca, siempre nos está inculcando la importancia de que confiemos en nuestros propios recursos. Él ya no se fía del hombre blanco. Tenemos que obrar por nuestra cuenta, ¿comprende usted? —Bajó la voz—. El problema es que no se ha presentado nadie que valga la pena por el anuncio. Viene gente que dice que sabe hacer seda, pero no tienen ni idea. Sólo espera que los contraten y luego los despidan. Con un día de paga en el bolsillo —Entornó los ojos y concluyó—: ¿Es eso lo que pretende usted?
—No. Yo sólo quiero que me contraten. Nada de despido.
—Pero ¿qué es usted? ¿Griega, turca, o qué?
Desdémona volvió a titubear. Pensó en sus hijos. Se imaginó volviendo a casa sin comida. Y luego tragó saliva.
—Todo el mundo tiene mezcla. Griegos o turcos, da igual. Es lo mismo.
—Eso es lo que quería oír —dijo la hermana Wanda, con una amplia sonrisa—. El pastor Fard también tiene mezcla. Permítame decirle lo que necesitamos.
La condujo por un corredor largo, revestido con paneles de madera, la hizo pasar por una centralita de teléfonos y luego entraron en otro pasillo oscuro. Al fondo, unas cortinas oscuras impedían ver el vestíbulo principal. Dos jóvenes guardianes se erguían en posición de firmes.
—Usted sólo viene a trabajar aquí, y no necesita saber muchas cosas. Nunca atraviese esas cortinas, jamás. Ahí está el templo principal, donde el pastor Fard pronuncia sus sermones. Usted no saldrá de este recinto, de las dependencias de las mujeres. Será mejor que se cubra la cabeza, además. Con ese sombrero se le ven las orejas, lo que podría inducir a tentación.
Instintivamente, Desdémona se tocó las orejas, volviéndose a mirar a los guardianes.
Mantenían una expresión impasible. Se volvió de nuevo, siguiendo a la capitana en jefe.
—Voy a enseñarle el tinglado que hemos montado —anunció la hermana Wanda—. Tenemos de todo. Lo único que necesitamos es, ya sabe, un poco de conocimientos técnicos.
Empezó a subir una escalera. Desdémona la siguió.
(Es una escalera larga, de tres tramos, y la hermana Wanda no anda bien de las rodillas, de manera que tardan cierto tiempo en llegar a la tercera planta. Vamos a dejarlas ahí, subiendo, mientras explico en el lío en que se había metido mi abuela).
«Hacia el verano de 1930, un vendedor ambulante, afable pero un tanto misterioso, apareció en el gueto negro de Detroit». (Es una cita de Los musulmanes negros de Estados Unidos, de C. Eric Lincoln). «Se creía que era un árabe, aunque su identidad racial y nacional siguen sin poder documentarse. Había llamado a las puertas de los afroamericanos, ávidos de cultura y deseosos de adquirir las sedas y artefactos que, según sus afirmaciones, utilizaban los negros en su patria, al otro lado del océano… Los clientes tenían tal afán por saber cosas de su propio pasado y del país de donde procedían que el vendedor pronto empezó a organizar reuniones de casa en casa por toda la comunidad.
»Al principio, “el Profeta”, tal como se le llegó a conocer, limitaba sus enseñanzas a la narración de sus experiencias en tierras extranjeras, la prevención contra ciertos alimentos y determinadas sugerencias para mejorar la salud de sus oyentes. Era amable, simpático, sencillo y paciente».
«Tras despertar el interés de sus anfitriones» (nos trasladamos ahora a Un hombre original, de Claude Andrew Clegg I), «[El vendedor] lanzaba un discursito sobre la historia y el futuro de los afroamericanos. La táctica daba buenos resultados, y logró afinarla hasta el punto de que empezaron a celebrarse reuniones de negros curiosos en domicilios particulares. Más adelante alquiló edificios públicos para practicar la oración, y empezó a cobrar forma una estructura organizativa para su “Nación Islámica” en una Detroit plagada de miseria».
Ese vendedor tenía muchos nombres. Unas veces se llamaba a sí mismo Farrad Mahoma, o F. Mahoma Alí. Otras, se refería a sí mismo como Fred Dodd, Profesor Ford, Wallace Ford, W. D. Ford, Walli Farrad, Wardel Fard o W. D. Fard. Tenía otros tantos orígenes. Unos aseguraban que era un jamaicano negro de padre sirio musulmán. Otro rumor afirmaba que era un árabe palestino que había provocado disturbios raciales en India, Sudáfrica y Londres antes de instalarse en Detroit. Circulaba una historia según la cual era hijo de una familia rica de los Quraysh, la tribu del mismísimo profeta Mahoma, mientras que los archivos del FBI declaraban que Fard había nacido en Nueva Zelanda o en Portland, Oregón, de padres hawaianos o británicos y polinesios.
Una cosa está clara: en 1932, Fard fundó la Mezquita Número Uno en Detroit. Y Desdémona estaba subiendo ahora la escalera de la parte de atrás de ese templo.
—Vendemos las sedas en el templo, directamente —explicaba la hermana Wanda—. Hacemos aquí la ropa, nosotros mismos, según patrones que dibuja el pastor Fard. Basándose en el atuendo que llevaban nuestros antepasados en África. Antes nos limitábamos a encargar la tela y la cosíamos nosotros. Pero ahora, con la Depresión, cada vez es más difícil conseguir las telas. Así que el pastor Fard tuvo una de sus revelaciones. Se me acercó una mañana y me dijo: «Tenemos que dominar el fin y los medios de la sericicultura». Así habla él. Vaya elocuencia. Con dos palabras convencería a un perro de que se bajase de un camión de carne.
Mientras subían, Desdémona empezaba a comprender las cosas. Los extravagantes trajes de los jóvenes de la entrada. La decoración del interior.
—Aquí damos las clases de formación profesional —dijo la hermana Wanda, llegando al descansillo y abriendo una puerta. Desdémona subió el último escalón y las vio.
Eran veintitrés adolescentes, con chador de colores vivos y pañuelos en la cabeza, que cosían ropa. Ni siquiera alzaron la vista de la tarea cuando la capitana en jefe entró con la desconocida. Con la cabeza inclinada, un abanico de alfileres en la boca, zapatos de lazada tan invisibles como los pedales que movían, no interrumpieron su productividad.
—Éste será nuestro «Curso de formación profesional y cultura general para niñas musulmanas». ¿Ve usted lo buenas y recatadas que son? «Islam» significa sumisión. ¿Lo sabía? Pero volviendo al motivo por el que he puesto el anuncio. Nos estamos quedando sin tela. Parece que todo el mundo está en quiebra.
Condujo a Desdémona al otro extremo de la estancia. Frente a una caja de madera abierta, llena de mugre.
—Así que lo que hicimos fue encargar estos gusanos de seda a una empresa. Ya sabe, por correo. Nos van a enviar más. El problema es que no parece que les guste mucho Detroit. Y no se lo reprocho. Se nos siguen muriendo. ¡Y de qué manera! ¡Menuda peste! ¡Por Cristo bendito!, —se contuvo—. No es más que una expresión. Me crié en la fe del Santificado. Oiga, ¿cómo me ha dicho que se llama?
—Desdémona.
—Oye, Des, antes de ser capitana en jefe, fui peluquera y manicura. No una paleta, ¿entiendes? ¿Que te parezco algo torpe? Pues ayúdame. ¿Qué les gusta a estos gusanos? ¿Cómo hacemos que sedifiquen, por decirlo así?
—Con mucho trabajo.
—No importa.
—Cuesta dinero.
—Tenemos de sobra.
Desdémona cogió un gusano reseco y arrugado, apenas vivo. Empezó a susurrarle cosas en griego.
—Escuchad, pequeñas hermanas —dijo la hermana Wanda.
Como una sola, las veintitrés chicas dejaron de coser, cruzaron las manos sobre las rodillas, alzaron la vista y prestaron atención.
—Ésta es la nueva señora que va a enseñarnos a hacer seda. Es mulata, como el pastor Fard, y va a devolvernos el conocimiento del arte perdido de nuestro pueblo. Para que podamos hacerlo nosotros mismos.
Veintitrés pares de ojos cayeron sobre Desdémona, que se armó de valor. Tradujo al inglés lo que quería decir y se lo repasó dos veces antes de hablar.
—Para hacer buena seda —declaró entonces, dando su lección inaugural del «Curso de formación profesional y cultura general para niñas musulmanas»—, hay que ser pura.
—Eso intentamos, Des. Alá sea loado. Eso intentamos.