MINOTAUROS

Y en eso sí que yo nunca tendré nada que ver. Como muchos hermafroditas, pero desde luego no todos, no puedo tener hijos. Ésa es una de las razones por las que no me he casado. Uno de los motivos, aparte de la vergüenza, por los que resolví entrar en el cuerpo diplomático. No quería quedarme toda la vida en el mismo sitio. Cuando empecé mi vida masculina, mi madre y yo nos marchamos de Michigan, y desde entonces no he parado de ir de un sitio a otro. Dentro de un par de años me destinarán a otra parte y me iré de Berlín. Sentiré marcharme. Esta ciudad, anteriormente dividida, me recuerda a mí mismo. Mi lucha por la unificación, la Einheit. Oriundo de una ciudad aún dividida por el odio racial, aquí, en Berlín, me siento lleno de esperanza.

Una palabra sobre la vergüenza. No la apruebo. Trato de superarla lo mejor que puedo. El movimiento intersexual tiende a poner fin a la cirugía que se ocupa de la reconfiguración genital en la infancia. El primer paso de esa lucha consiste en convencer al mundo —y a los endocrinólogos pediatras en particular— de que los hermafroditas no poseen unos genitales morbosos. Uno de cada dos mil niños nace con genitales ambiguos. En Estados Unidos, con doscientos setenta y cinco millones de habitantes, eso arroja una cifra de ciento treinta y siete mil intersexuales.

Pero los hermafroditas somos personas como todo el mundo. Y da la casualidad de que a mí no me interesa la política. No me gustan los grupos. Aunque soy miembro de la Sociedad Intersexual de Norteamérica, nunca he participado en manifestación alguna. Vivo mi vida y me lamo mis propias heridas. No es la mejor manera de vivir. Pero yo soy así.

¿El hermafrodita más famoso de la historia? ¿Yo? Es halagador pensarlo, pero disto mucho de serlo. Voy de tapadillo en el trabajo, y sólo me descubro ante unos pocos amigos. En las recepciones, cuando me encuentro al lado del antiguo embajador (también natural de Detroit), hablamos de los Tiger. Aquí, en Berlín, sólo unas cuantas personas conocen mi secreto. Ahora se lo cuento a más gente que antes, aunque no soy en absoluto coherente. Algunas noches se lo cuento a alguien que acabo de conocer. En otras ocasiones guardo un definitivo silencio.

Eso se aplica especialmente a las mujeres por las que me siento atraído. Cuando conozco a alguna que me gusta y a quien parezco gustarle, me retiro. Cuando salgo de noche en Berlín, animado por un buen Rioja, muchas veces olvido mis circunstancias físicas y me doy esperanzas. Me quito el traje a medida. La camisa Thomas Pink, también. Mis condiciones físicas no dejan de impresionar a la chica con la que salgo. (Bajo la armadura de mis trajes cruzados hay músculos esculpidos en el gimnasio). Pero mi última protección, mis amplios y discretos calzoncillos, ésos no me los quito. Nunca. En cambio me voy, poniendo cualquier excusa. Me marcho y no vuelvo a llamarla más. Todo un tío.

Pero enseguida vuelvo a las andadas. Lo intento otra vez, qué le vamos a hacer. Esta mañana he vuelto a ver a mi ciclista. Esta vez he averiguado su nombre: Julie. Julie Kikuchi. Criada al norte de California, licenciada en la Escuela de Artes Gráficas de Rhode Island, reside temporalmente en Berlín como becaria de la Künstlerhaus Bethanien. Y lo que ahora importa más: es la chica con la que voy a salir el viernes por la noche.

Como es la primera vez, no pasará nada. No hay razón para mencionar mis peculiaridades, mis vagabundeos por el laberinto durante todos estos años, ocultándome de todo. Y del amor también.

La fertilización simultánea ocurrió a primera hora de la madrugada del 24 de marzo de 1923 en habitaciones separadas, verticales, después de una salida nocturna al teatro. Mi abuelo, sin saber que iban a despedirlo pronto, había despilfarrado el dinero en cuatro entradas para El Minotauro, que representaban en el Family. Al principio, Desdémona se negó a ir. No tenía buen concepto del teatro en general, y en particular del vodevil, pero al final, incapaz de resistirse al tema helénico, se puso medias nuevas, un vestido negro y un abrigo, cruzó con los demás la acera cubierta de hielo y subió al aterrador Packard.

Cuando se abrió el telón en el Teatro Family, mi familia esperaba que le contaran la historia entera. Que Minos, rey de Creta, se negó a sacrificar un toro blanco a Poseidón. Que Poseidón, enfurecido, hizo que Pasífae, la mujer de Minos, se enamorase perdidamente del toro. Que el fruto de esa unión, Asterio, nació con cabeza de toro y cuerpo humano. Y luego Dédalo, el laberinto, etc. En cuanto se encendieron las candilejas, sin embargo, se hizo evidente el tono no tradicional del montaje. Porque en escena, corriendo y brincando, proliferaban las coristas. Con túnicas transparentes, brazos y espalda al aire, bailaban sin cesar, recitando estrofas que no armonizaban con el inquietante silbido de los pífanos. Apareció el Minotauro, un actor con una cabeza de toro hecha de cartón. Carente de todo sentido de la psicología clásica, el actor interpretaba su personaje medio humano como si fuera un simple monstruo de película. Un gruñido, un redoble de tambores: las coristas gritaron y huyeron. El Minotauro las persiguió y, como es natural, las fue alcanzando una por una, y mientras las devoraba con gran derramamiento de sangre, arrastraba sus pálidos e indefensos cuerpos a las más recónditas profundidades del laberinto. Y luego bajó el telón.

En la fila dieciocho, mi abuela expresó su opinión crítica.

—Es como los cuadros del museo —afirmó—. Sólo una excusa para sacar gente desnuda.

Insistió en que se marcharan antes del segundo acto. En casa, a la hora de acostarse, los cuatro asistentes al teatro se dedicaron a sus quehaceres nocturnos. Desdémona se lavó las medias, encendió la lamparilla de noche en el vestíbulo. Zizmo bebió un vaso de zumo de papaya, que solía recomendar como beneficioso para la digestión. Lefty colgó el traje con mucho cuidado, pasando firmemente los dedos por la raya de los pantalones, mientras Surmelina se quitaba el maquillaje con crema limpiadora y se iba a la cama. Los cuatro, girando cada uno en sus órbitas particulares, pretendían que la obra no les había producido efecto alguno. Pero ahora Jimmy Zizmo apagaba la luz de la alcoba. ¡Y cuando se metió en su cama individual la encontró ocupada! Surmelina, soñando con las coristas, había echado a andar dormida por la decorativa alfombra. Murmurando versos, se encaramó sobre el sustitutivo esposo. («¿Lo ves?», dijo Zizmo en la oscuridad. «Se te ha quitado la bilis. Gracias al aceite de ricino.»). Arriba, Desdémona podría haber oído algo a través del piso si no hubiera estado fingiendo que dormía. Contra su voluntad, la obra también la había excitado. Los muslos del Minotauro, bestiales y musculosos. Las insinuantes víctimas, despatarradas por el suelo. Avergonzada, no dio señales de su excitación. Apagó la lámpara. Dio las buenas noches a su marido. Bostezó (teatralmente) y se volvió de espaldas. Mientras Lefty se acercaba sigilosamente por detrás.

Paralícese la acción. Una noche trascendental, aquélla, para todos los interesados. Me gustaría dejar constancia de las posturas (Lefty, de espaldas; Lina, boca arriba), las circunstancias (amnistía nocturna) y la causa directa (una obra de teatro sobre un monstruo híbrido). Se supone que los padres transmiten rasgos físicos a los hijos, pero estoy convencido de que también traspasan otras cosas: motivos, perspectivas, incluso destinos. ¿Acaso no me acercaría furtivamente yo a una chica que fingiera estar dormida? ¿No influiría en eso alguna obra de teatro, alguien que muriese en escena?

Dejando a un lado las cuestiones genealógicas, vuelvo a los hechos biológicos. Como estudiantes que comparten cuarto en la residencia, Desdémona y Lina tenían sincronizados sus respectivos ciclos menstruales. Aquella noche se cumplía el decimocuarto día. No hubo termómetros que verificaran ese dato, pero unas semanas después lo hicieron los síntomas de náuseas e hipersensible olfato.

—Quien llamó a esto náuseas matinales tuvo que ser un hombre —declaró Lina—. Por casualidad pasó una mañana en casa y lo notó.

Las náuseas no tenían horario fijo; carecían de reloj. Ambas sentían mareos por la tarde, en plena noche. El embarazo era un buque en plena tormenta del que no podían desembarcar. De modo que se amarraban al palo mayor de la cama y aguantaban el temporal. Todo lo que las rozaba, sábanas, almohadas, el aire mismo, se ponía a dar vueltas a su alrededor. El aliento de sus maridos les resultaba insoportable, y cuando estaban demasiado mareadas para moverse, agitaban los brazos, indicando a los hombres que no se acercaran.

El embarazo daba una lección de humildad a los maridos. Tras una primera oleada de orgullo masculino, pronto reconocieron el papel secundario que la naturaleza les había asignado en el drama de la reproducción, y se refugiaron calladamente en una perpleja reserva, catalizadores de un estallido que eran incapaces de explicarse. Mientras sus mujeres sufrían admirablemente en las habitaciones, Zizmo y Lefty se retiraban a la sala a escuchar música, o cogían el coche y se iban a un café del barrio griego, donde nadie se molestaba por el olor que despidieran. Jugaban al backgammon y discutían de política, y nadie hablaba de mujeres porque allí eran todos solteros, pese a los años que tuviesen o a la cantidad de hijos que hubieran dado a una mujer que prefería la compañía de su progenie a la del marido. La conversación siempre versaba sobre lo mismo: los turcos y su brutalidad, Venizelos y sus errores, el rey Constantino y su vuelta; y el crimen del incendio de Esmirna, todavía sin vengar.

—¿Y acaso le importa a alguien? ¡No!

—Es lo que Bérenger dijo a Clemenceau: «Quien sea dueño del petróleo dominará el mundo».

—¡Esos cabrones de turcos! ¡Asesinos y violadores!

—¡Primero profanan Áyia Sofía y ahora destruyen Esmirna!

Pero entonces intervino Zizmo:

—Dejad de quejaros de una vez. La guerra fue culpa de los griegos.

—¡Cómo!

—¿Quién invadió a quién? —inquirió Zizmo.

—Los turcos fueron los invasores. En mil cuatrocientos cincuenta y tres.

—Los griegos son incapaces de gobernar siquiera su propio país. ¿Para qué quieren otro?

Y en ese punto hay gente que se pone de pie, apartando bruscamente las sillas.

—¿De qué coño vas, Zizmo? ¡Cabrón del Ponto! ¡Partidario de los turcos!

—Yo soy partidario de la verdad —gritó Zizmo—. No hay pruebas de que fueran los turcos quienes prendieron fuego a la ciudad. Fueron los griegos, para echar la culpa a los turcos.

Lefty se interpuso entre ellos, evitando una pelea. Después de aquello, Zizmo guardó para sí sus opiniones políticas. Se tomaba el café con aire taciturno, leyendo una extraña variedad de revistas o panfletos que conjeturaban sobre los viajes espaciales y las civilizaciones antiguas. Masticaba las cáscaras de limón, recomendando a Lefty que hiciera lo mismo. Se estableció entre ellos esa camaradería fortuita de los hombres que están a la espera de un parto. Y como ocurre a todos los futuros padres, sus pensamientos giraban en torno al dinero.

Mi abuelo no le contó a Jimmy el motivo de su despido de la Ford, pero Zizmo se hacía una idea de por qué había ocurrido aquello. Y así, unas semanas después, le compensó como pudo.

—Haz como si sólo estuviéramos dando un paseo en coche.

—Vale.

—Si nos paran, no digas nada.

—Vale.

—Vas a tener mejor trabajo que en el Rouge. Créeme. Cinco dólares al día no son nada. Y en éste podrás comer todo el ajo que quieras.

Van en el Packard, pasando frente a las atracciones del Electric Park. Hay niebla, y es tarde; las tres de la mañana un poco pasadas. Para ser francos, el parque de atracciones debe de estar cerrado a esa hora, pero hoy para mis propios fines, el Electric Park está abierto toda la noche, y la niebla se disipa de pronto, de tal modo que al mirar por la ventanilla mi abuelo ve una montaña rusa deslizándose como una centella sobre sus carriles. Sólo un momento de simbolismo barato, y ahora tengo que inclinarme ante las estrictas normas del realismo, lo que equivale a decir: no ven nada. La niebla de primavera se desborda sobre los parapetos del recién inaugurado puente de Belle Isle. Los amarillentos globos de las farolas destellan, aureolados en la bruma.

—Hay mucho tráfico para ser tan tarde —se sorprende Lefty.

—Sí —conviene Zizmo—. Esto está muy frecuentado por la noche.

El puente los va elevando despacio sobre el río hasta depositarlos en la otra orilla. Belle Isle, una isla en forma de paramecio en medio del río Detroit, está a menos de un kilómetro de la costa canadiense. De día, el parque está lleno de excursionistas y paseantes. Sus embarradas orillas están cubiertas de pescadores de caña. Hay tiendas de campaña donde se celebran reuniones de grupos religiosos. Al caer la noche, en cambio, la isla adquiere un ambiente costero de moral relajada. Hay parajes solitarios donde aparcan los amantes. Por el puente circulan coches con fines poco claros. Zizmo conduce entre las sombras, pasa frente a los pabellones octogonales y el monumento al Héroe de la Guerra Civil, y penetra en el bosque donde en otro tiempo montaban los ottawa su campamento de verano. Como un paño, la niebla va limpiando el parabrisas. Los abedules parecen pergaminos bajo el cielo de tinta.

Elemento ausente en la mayoría de los coches fabricados en los años veinte: espejo retrovisor.

—Coge el volante —repite Zizmo mientras vuelve la cabeza para ver si los siguen.

De esa manera, compartiendo la dirección, avanzan zigzagueantes por la Avenida Central y el Muelle, dando tres veces la vuelta a la isla hasta que Zizmo queda satisfecho. En el extremo nororiental, detiene el coche en el arcén, de cara a Canadá.

—¿Por qué nos detenemos?

—Espera y verás.

Zizmo enciende y apaga los faros tres veces seguidas. Sale del coche. Lo mismo hace Lefty. Se quedan quietos en la oscuridad, entre ruidos que suben del río: olas que lamen la orilla, sirenas que hacen sonar los buques de carga. Luego, otro rumor; un zumbido lejano.

—¿Tienes oficina en algún sitio? —pregunta mi abuelo—, ¿un almacén?

—Ésta es mi oficina —contesta Zizmo, abriendo los brazos en el aire. Señala al Packard y añade—: Y ése es mi almacén.

El murmullo se hace cada vez más fuerte; Lefty entorna los ojos para atisbar entre la niebla.

—Una vez trabajé en el ferrocarril. —Zizmo se saca del bolsillo un albaricoque seco y se lo come—. Allá, en el oeste; en Utah. Me deslomé. Pero no tardé en espabilarme.

El zumbido casi llega a su altura; Zizmo abre el maletero. Y ahora, entre la bruma, aparece una lancha fuera borda, una elegante motora con dos hombres a bordo. Apagan el motor mientras la embarcación se desliza entre los juncos. Zizmo entrega un sobre a uno de los hombres, el otro, de un tirón, quita una lona que cubre la popa. Bajo un tenue rayo de luna, pulcramente estibadas, destellan doce cajas de madera.

—Ahora tengo un ferrocarril propio —anunció Zizmo—. Ya podéis descargar.

Así se reveló la exacta naturaleza del importante negocio de Zizmo. No se dedicaba al comercio de albaricoques secos de Siria, de jalvá de Turquía y miel del Líbano. Importaba whisky Hiram Wallker’s de Ontario, cerveza de Quebec y ron de Barbados a través del río San Lorenzo. Abstemio, se ganaba la vida comprando y vendiendo alcohol.

—Si estos amerikani son unos borrachos, ¿qué puedo hacer yo? —se justificaba minutos después, poniendo el coche en marcha.

—¡Tenías que habérmelo dicho! —gritó Lefty, enfurecido—. Si nos cogen, no me darán la ciudadanía. Me devolverán a Grecia.

—¿Qué otra cosa puedes hacer? ¿Tienes un trabajo mejor? Y no lo olvides. Ambos vamos a ser padres.

Así empezó la vida delictiva de mi abuelo. Durante los ocho meses siguientes trabajó en la operación de contrabando de ron que dirigía Zizmo, cumpliendo su extraño horario, levantándose en plena noche y cenando al amanecer. Adoptó la jerga del tráfico ilícito, cuadruplicando su vocabulario de inglés. Aprendió a denominar el alcohol como «pimple», «caldo», «sople» y «biberón», y los establecimientos que servían bebidas como «tascucia», «aguaducho», «cueva» y «tugurio». Sabía dónde se encontraban todos los bares clandestinos de la ciudad, las funerarias que llenaban los cadáveres no con líquido de embalsamar sino con ginebra, las iglesias que ofrecían algo más que vino sacramental, y las barberías donde los tarros de Barbicide contenían ginebra de garrafa. Lefty llegó a conocer bien la ribera del río Detroit, sus escondidos fondeaderos, sus ensenadas secretas. Era capaz de reconocer una lancha policial a quinientos metros de distancia. El tráfico de ron era una actividad peliaguda. La mayor parte del contrabando lo controlaban la Banda Púrpura y la Mafia. Por pura amabilidad, permitían que algunos aficionados realizaran ciertas operaciones: excursiones diurnas a Canadá, salidas a medianoche de embarcaciones pesqueras. Había mujeres que iban a Windsor en transbordador con garrafas de cuatro litros bajo el vestido. Siempre y cuando ese pequeño tráfico no interfiriese en el negocio principal, las bandas lo permitían. Pero Zizmo rebasaba el límite con creces.

Salían seis veces por semana. En el maletero del Packard cabían cuatro cajas de alcohol, y en su espacioso asiento trasero, protegido con cortinillas, ocho más. Zizmo no respetaba ni normas ni territorios.

—En cuanto votaron la Prohibición, fui a la biblioteca y eché un vistazo al mapa —dijo, explicando cómo se había metido en el negocio—. Y allí estaban Michigan y Canadá, casi besándose. De modo que saqué un billete para Detroit. Cuando llegué, no tenía un céntimo. Fui a ver a un casamentero en el barrio griego. ¿Que por qué dejo que Lina conduzca el coche? Porque lo pagó ella.

Sonrió con satisfacción, pero luego prosiguió el hilo de sus pensamientos y sus rasgos se ensombrecieron.

—Pero no me gusta que las mujeres conduzcan. ¡Y ahora pueden votar! ¿Recuerdas la obra que vimos? —rezongó para sí—. Todas las mujeres son iguales. Si se les presenta la ocasión, se ponen a fornicar con un toro.

—Eso es sólo una leyenda, Jimmy —protestó Lefty—, no la puedes tomar al pie de la letra.

—¿Por qué no? —insistió Zizmo—. Las mujeres no son como nosotros. Tienen una naturaleza carnal. Lo mejor que se puede hacer con ellas es encerrarlas en un laberinto.

—¿A qué te refieres?

—Al embarazo —sonrió Zizmo.

Era como un laberinto. Desdémona no hacía más que dar vueltas, poniéndose del lado derecho, del izquierdo, tratando de encontrar una postura cómoda. Sin levantarse de la cama, deambuló por los oscuros corredores del embarazo, tropezando con los huesos de las mujeres que habían pasado por allí antes que ella. Para empezar, su madre, Eufrosine (a quien de pronto empezaba a parecerse), sus abuelas, sus tía abuelas y toda su parentela hasta llegar a la prehistoria y la mismísima Eva, en cuyo vientre se había sembrado la maldición. Desdémona llegó a tener un conocimiento físico de aquellas mujeres, compartiendo sus dolores y suspiros, su miedo y su actitud protectora, su indignación, su esperanza. Como ellas, se puso la mano en el vientre, soportando el mundo; se sintió omnipotente y orgullosa; y entonces sufrió un espasmo en un músculo de la espalda.

Resumiré ahora todo el embarazo en orden cronológico. Desdémona, a las ocho semanas, está tumbada boca arriba, con las mantas hasta las axilas. Por la ventana, la luz parpadea continuamente con el paso del día a la noche. Tiene estremecimientos; se pone de costado, boca abajo; la ropa de cama cambia de aspecto. Una manta de lana aparece y desaparece. Bandejas de comida vuelan a la mesilla, luego dan un salto hacia la cama antes de volver por donde han venido. Pero entre la enloquecida danza de objetos inanimados, lo que resalta son los continuos cambios en el cuerpo de Desdémona. Se le hinchan los pechos. Se le oscurecen los pezones. A las catorce semanas su rostro empieza a redondearse, de tal modo que por primera vez reconozco a la yiayiá de mi infancia. A las veinte semanas, una línea misteriosa empieza a marcarse del ombligo hacia abajo. El vientre se le empieza a hinchar como un globo. A las treinta semanas, tiene la piel más fina, el pelo más denso. La tez, pálida por las náuseas al principio, va ganando color poco a poco hasta que al fin se ve un destello. Cuanto más aumenta de volumen, más estática se vuelve. Deja de ponerse boca abajo. Inmóvil, se va hinchando hacia la cámara. En la ventana, continúa el efecto estroboscópico. A las treinta y seis semanas, se arrebuja entre las sábanas como un gusano de seda. Las mantas suben y bajan, descubriéndole el rostro, exhausto, eufórico, resignado, impaciente. Abre los ojos. Grita.

Lina se venda las piernas para evitar las varices. Preocupada por si le huele el aliento, tiene en la mesilla una lata de pastillas de menta. Se pesa todas las mañanas, mordisqueándose el labio inferior. Le gusta su nueva figura de pechugona, aunque la inquietan las consecuencias. «Nunca tendré los pechos como ahora. Lo sé. Después de esto, se me caerán. Igual que en el National Geographic». El embarazo le daba la sensación de ser un animal. Daba vergüenza estar colonizada de manera tan notoria. Le ardía la cara cuando la inundaban las súbitas oleadas de hormonas. Sudaba; se le corría el maquillaje. Todo el proceso era un vestigio de estadios más primitivos de la evolución. La aproximaba a las formas de vida inferiores. Pensó en las abejas reina, soltando huevos a borbotones. Recordó al collie de los vecinos, cavando un agujero en el patio la primavera pasada.

El único escape era la radio. Se llevaba los cascos a la cama, al sofá, a la bañera. En verano cogía su Aeriola Júnior y se sentaba a la sombra del cerezo. Llenándose la cabeza de música, se escapaba de su cuerpo.

Una mañana de octubre, ya en el tercer trimestre, frente al 3467 de la calle Hurlbut paró un taxi del que se bajó un hombre de figura esbelta. Comprobó la dirección consultando un papel, recogió sus cosas —paraguas y maleta— y pagó al conductor. Se quitó el sombrero y se quedó mirándolo como si tuviera las instrucciones escritas en el ala. Luego volvió a ponérselo y se encaminó hacia el porche.

Desdémona y Lina oyeron que llamaban a la puerta. Se encontraron en el vestíbulo.

Cuando abrieron, el recién llegado paseó la mirada de un vientre a otro.

—Llego justo a tiempo —afirmó.

Era el doctor Philobosian. La mirada clara, bien afeitado, repuesto de su profundo dolor.

—Conservé vuestra dirección.

Lo invitaron a entrar y les contó su historia. En realidad, sí había contraído la tiña fávica en el Giulia. Pero su título de doctor en medicina le salvó de que lo devolvieran a Grecia; en Estados Unidos hacían falta médicos. El doctor Philobosian había pasado un mes en el hospital de la isla Ellis, después de lo cual, con el patrocinio de la Organización del Socorro Armenio, fue admitido en el país. Llevaba ya once meses viviendo en Nueva York, en la parte baja de la Zona Este.

—Puliendo cristales para un optometrista.

Últimamente había logrado recuperar algunos bienes de Turquía y se había dirigido al Medio Oeste.

—Voy a abrir una consulta aquí. En Nueva York ya hay demasiados médicos.

El doctor se quedó a cenar. El delicado estado de las mujeres no las eximía de sus deberes domésticos. Con las piernas hinchadas llevaban los platos de cordero con arroz, okra en salsa de tomate, ensalada griega, arroz con leche. A los postres, Desdémona hizo café griego, sirviéndolo en tazas pequeñas con su capa de espuma marrón, la lakia, por encima.

—Hay una posibilidad entre cien —observó el doctor Philobosian a los maridos sentados—. ¿Estáis seguros de que ocurrió la misma noche?

—Sí —contestó Surmelina que, sin levantarse de la mesa, fumaba un cigarrillo—. Debía de haber luna llena.

—Una mujer suele tardar cinco o seis meses en quedarse embarazada —prosiguió el doctor—. El hecho de que las dos os quedarais la misma noche… ¡Una posibilidad entre cien!

—¿Una entre cien? —repitió Zizmo, mirando a Surmelina, que apartó la vista.

—Una entre cien, y me quedo corto —aseguró el doctor.

—Todo es culpa del Minotauro —bromeó Lefty.

—No hables de esa función —le reprendió Desdémona.

—¿Por qué me miras así? —inquirió Lina.

—¿Es que no te puedo mirar? —preguntó su marido.

Surmelina emitió un furioso bufido y se limpió los labios con la servilleta. Hubo un tenso silencio. El doctor Philobosian, sirviéndose otra copa de vino, empezó a soltar una perorata.

—El parto es un tema fascinante. Las deformidades, por ejemplo. La gente pensaba que eran fruto de la imaginación materna. Durante al acto conyugal, lo que la madre vea o piense puede afectar al hijo. El Damasceno cuenta una historia sobre una mujer que tiene un cuadro de Juan el Bautista en la cabecera de la cama. En su representación tradicional, con los cabellos cubriéndole el cuerpo como una vestidura. En los espasmos de la pasión, los ojos de la pobre mujer se fijan por casualidad en el retrato. Nueve meses después da a luz un niño…, ¡tan peludo como un oso!

El doctor, complacido consigo mismo, soltó una carcajada y bebió un sorbo de vino.

—Esas cosas no pasan, ¿verdad? —quiso saber Desdémona, súbitamente alarmada.

Pero el doctor Philobosian estaba lanzado.

—Hay otra historia sobre una mujer que tocó un sapo mientras mantenía relaciones sexuales. Su hijo nació con los ojos saltones y el cuerpo lleno de verrugas.

—¿Eso lo ha leído en un libro? —preguntó Desdémona, con la voz estrangulada.

—La mayoría de los casos los cita Paré en Sobre monstruos y maravillas. La Iglesia también ha explorado el tema. En su Embriológica Sacra, Cangiamilla recomendaba bautismos intrauterinos: Suponed que estáis preocupadas por si dais a luz un monstruo. Bueno, pues para eso hay remedio. Simplemente, llenáis una jeringa con agua bendita y bautizáis a la criatura antes de que nazca.

—No te preocupes, Desdémona —la animó Lefty al ver su angustiada expresión—. Los médicos ya no creen en esas cosas.

—Por supuesto que no —confirmó el doctor Philobosian—. Todas esas tonterías vienen de la Edad Media. Ahora sabemos que la mayoría de las deformidades de nacimiento resultan de la consaguinidad de los padres.

—¿De qué? —preguntó Desdémona.

—De que los miembros de una misma familia se casen entre sí.

Desdémona se puso blanca.

—Eso causa toda clase de problemas. Imbecilidad. Hemofilia. Fijaos en los Romanov. O en cualquier otra familia real. Anormales, todos ellos.

—No me acuerdo de lo que pensaba aquella noche —dijo Desdémona más tarde, mientras fregaban los cacharros.

—Yo, sí —declaró Lina—, pensaba en la tercera por la derecha. La pelirroja.

—Yo tenía los ojos cerrados.

—Entonces no te preocupes.

Desdémona abrió el grifo al máximo, para que no las oyeran con el ruido del agua.

—Pero ¿y lo otro? ¿Lo de la con… la con…?

—¿La consanguinidad?

—Sí. ¿Cómo se sabe si lo ha pillado el niño?

—Eso no se sabe hasta que ha nacido.

Mana!

—¿Por qué crees que la Iglesia no permite el matrimonio entre hermanos? Hasta los primos carnales deben tener permiso del obispo.

—Creí que era porque…

Como no se le ocurría nada, dejó la frase sin terminar.

—No te preocupes —dijo Lina—. Los médicos exageran. Si el matrimonio entre miembros de la misma familia fuera tan malo, todos habríamos nacido con seis brazos y sin piernas.

Pero Desdémona estaba preocupada. Pensó en Bitinio, tratando de acordarse de cuántos niños habían nacido con alguna anomalía. Melia Salakas había tenido una hija que nació sin un trozo de la cara. Su hermano, Yiorgos, había tenido ocho años de edad durante toda la vida. ¿Existía algún niño con pelo por todo el cuerpo? ¿Niños sapo? Desdémona recordó las historias que contaba su madre sobre nacimientos de extrañas criaturas. De cuando en cuando, las mujeres del pueblo daban a luz niños con ciertas deformidades, Desdémona no se acordaba exactamente: su madre se había expresado en términos vagos. Cada pocas generaciones se daba algún caso, niños que siempre tenían un final trágico: se suicidaban, se escapaban de casa y se convertían en artistas de circo; años después se les veía en Bursa, mendigando o ejerciendo la prostitución. Sola en la cama por la noche, con Lefty trabajando fuera de casa, Desdémona intentaba recordar detalles de aquellas historias, pero las había escuchado mucho tiempo atrás y Eufrosine Stephanides estaba muerta y no había nadie a quien preguntar. Volvió a pensar en la noche en que se quedó embarazada y trató de reconstruir los hechos. Se puso de lado. Colocó una almohada como si fuera Lefty, apretándosela contra la espalda. Paseó la mirada por la habitación. No había cuadros en las paredes. No había tocado ningún sapo.

—¿Qué fue lo que vi? —se preguntó—. Sólo la pared.

Pero no era la única persona atormentada por la preocupación. De forma un tanto imprudente, pero renunciando a toda responsabilidad sobre la veracidad de estas afirmaciones —porque, de todos los actores de mi Epidauro del Medio Oeste, es él quien lleva la máscara más amplia—, intentaré desvelar las emociones de Jimmy Zizmo durante ese último trimestre. ¿Le entusiasmaba el hecho de estar a punto de convertirse en padre? ¿Llevaba a casa raíces nutritivas y hacía tés homeopáticos? No, no lo estaba; no, no las llevaba; no, no los hacía. Después de la noche en que el doctor Philobosian se quedó a cenar con ellos, Jimmy Zizmo empezó a cambiar. Puede que fuese lo que el doctor había dicho sobre los embarazos sincrónicos. Una probabilidad entre cien. Quizá fuese aquella vaga información la causa del creciente mal humor de Zizmo, de las recelosas miradas que dirigía a su mujer embarazada. A lo mejor dudaba de la posibilidad de que un solo acto sexual en un periodo de cinco meses de abstinencia diera como resultado un embarazo en toda regla. ¿Acaso se sentía viejo al observar la juventud de su esposa? ¿O engañado?

A finales del otoño de 1923, mis antepasados vivían con una obsesión por los minotauros. A Desdémona se le aparecían en forma de niños que no dejaban de sangrar, o que estaban cubiertos de pelo. El de Zizmo era el famoso monstruo de ojos verdes. Le miraba fijamente desde la oscuridad del río mientras él esperaba en la orilla un cargamento de alcohol. De un salto se plantaba en medio de la carretera para encararse con él frente al parabrisas del Packard. Se daba la vuelta en la cama cuando él volvía a casa poco antes del amanecer: un monstruo de ojos verdes acostado con su joven e inescrutable esposa. Pero entonces Zizmo parpadeaba y el monstruo desaparecía.

Cuando las mujeres cumplían el octavo mes de embarazo, las primeras nieves empezaron a caer. Lefty y Zizmo llevaban guantes y bufandas mientras esperaban en una orilla de Belle Isle. Pese al aislamiento térmico, sin embargo, Lefty estaba tiritando. El mes pasado habían estado a punto de tener varios encontronazos con la policía. Enloquecido con sus celosas sospechas, Zizmo manifestaba un comportamiento imprevisible, olvidando organizar las citas, fijando los lugares de entrega sin preparación suficiente. Y peor aún, la Banda Púrpura consolidaba su dominio en el contrabando de alcohol. No tardarían mucho en darse de bruces con ella.

Entretanto, en Hurlbut, oscilaba una cuchara. Surmelina, con las piernas vendadas, estaba reclinada sobre su tocador mientras Desdémona realizaba el primero de los muchos pronósticos que conmigo tocarían a su fin.

—Dime que es niña.

—¿Para qué quieres una niña? Las niñas dan muchos problemas. Luego te llenan de preocupaciones cuando salen con chicos. Tienes que darles una dote y encontrarles marido…

—En América no existe la dote, Desdémona.

La cuchara empezó a moverse.

—Si es niño, te mato.

—Con una hija tendrás muchas peleas.

—Con una hija podré hablar.

—A un hijo lo querrás.

La cuchara empezó a describir un arco más amplio.

—Es…, es…

—¿Qué?

—Empieza a ahorrar dinero.

—¿Sí?

—Cierra bien las ventanas.

—¿Lo es? ¿De verdad?

—Prepárate para las peleas.

—¿Quieres decir que es…?

—Sí. Una niña. No hay duda.

—Ah, gracias a Dios.

… Y un vestidor que proceden a limpiar. Con las paredes que pintarán de blanco para transformarlo en habitación de los niños. Dos cunas iguales llegan de Hudson’s. Mi abuela las coloca en el nuevo cuarto de los niños, colgando luego una manta entre ambas por si ella da a luz un varón. En el pasillo, se detiene frente a la lamparilla de noche para rezar al Santísimo:

—No permitas que mi hijo tenga eso que llaman hemofilia, por favor. Lefty y yo no sabíamos lo que hacíamos. Te lo ruego. Prometo que no tendré más hijos. Éste y nada más.

Treinta y tres semanas. Treinta y cuatro. En piscinas intrauterinas, las criaturas realizan saltos mortales dando medias vueltas y cayendo de cabeza. Pero Surmelina y Desdémona, tan sincronizadas en el embarazo, tomaron rumbos diferentes al final. El 17 de diciembre, mientras escuchaba un serial radiofónico, Surmelina se quitó los auriculares y anunció que tenía dolores. Tres horas después, el doctor Philobosian la asistió en el parto: fue una niña, tal como Desdémona había pronosticado. La criatura sólo pesaba un kilo y trescientos gramos, por lo que tuvo que estar una semana en la incubadora.

—¿Lo ves? —dijo Lina a Desdémona, contemplando a la niña a través del cristal—. Lo que me dijo el doctor Phil no era verdad. Fíjate en su pelo. Es morena. No pelirroja.

Jimmy Zizmo fue el siguiente en acercarse a la incubadora. Se quitó el sombrero y se inclinó para ver mejor, entornando los ojos. ¿Hizo algún gesto? ¿Confirmó la tez pálida de la niña sus dudas? ¿O le dio alguna respuesta? ¿Sobre el motivo por el que podría quejarse una esposa de molestias y dolores? ¿O de cómo se curó cuando le convino, sólo para darle pruebas de su paternidad? (Fueran cuales fuesen sus dudas, él era el padre. Simplemente, la tez de Surmelina se había llevado la palma. La genética: una jugada de dados, nada más).

Lo único que sé es lo siguiente: poco después de que Zizmo viera a su hija, trazó su plan definitivo. Una semana después, dijo a Lefty:

—Prepárate. Tenemos que trabajar esta noche.

Y ahora las mansiones que bordean el lago están iluminadas con luces navideñas. En el extenso césped cubierto de nieve de la mansión de los Dodge, llamada Rose Terrace, se yergue un árbol de Navidad de doce metros traído en camión desde la península. En torno al abeto, geniecillos montados en Dodges en miniatura giran a toda velocidad. El coche de Santa Claus lo conduce un reno con gorra de chófer. (Aún no se ha creado a Rodolfo, de manera que el reno tiene el morro negro). Frente a la verja de la mansión, pasa un Packard negro y marrón. El conductor mira al frente. El pasajero fija largamente los ojos en el enorme caserón.

Jimmy Zizmo conduce despacio porque lleva cadenas en las ruedas. Han venido por E. Jefferson, pasando por Electric Park y el puente de Belle Isle. Después han cruzado la Zona Este de Detroit, siguiendo la Avenida Jefferson. (Y ahora nos encontramos en mi futuro barrio: Grosse Pointe. Aquí está la casa de los Stark, donde Clementine Stark y yo haremos «prácticas de beso» el verano anterior al tercer curso. Y ahí, el Colegio para Señoritas Baker e Inglis, en su elevada posición sobre la colina del lago). Mi abuelo es muy consciente de que no han ido a Grosse Pointe a admirar las mansiones. Con preocupación, espera a ver lo que Zizmo se trae entre manos. No muy lejos de Rose Terrace aparece el lago, negro, vacío, completamente helado. Cerca de la orilla, el hielo se amontona en grandes trozos. Zizmo sigue la ribera hasta llegar a un pequeño desvío que en verano sirve para echar botes al agua. Gira y se detiene.

—¿Vamos a ir sobre el hielo? —pregunta mi abuelo.

—Es el camino más fácil a Canadá, en este momento.

—¿Estás seguro de que aguantará?

En respuesta a la pregunta de mi abuelo, Zizmo se limita a abrir su puerta: facilitando la vía de escape. Lefty sigue su ejemplo. Las ruedas delanteras del Packard tocan el hielo. Da la impresión de que toda la superficie congelada del lago se estremece. Entonces se oye un ruido agudo, como cuando se mastica un cubito de hielo. Al cabo de unos segundos, no se oye nada. Caen las ruedas traseras. El hielo aguanta.

Mi abuelo, que no reza desde que salió de Bursa, siente el impulso de empezar de nuevo. El lago St. Clair lo controla la Banda Púrpura. No hay árboles detrás de los que esconderse, ni carreteras secundarias por donde escabullirse. Se muerde el pulgar, justo donde no tiene uña.

Sin luna, como a través de los ojos de un insecto, sólo ven lo que iluminan los faros: cinco metros de superficie granulosa, azulada, surcada por huellas de neumáticos. Torbellinos de nieve se arremolinan frente a ellos. Zizmo limpia con la manga de la camisa el empañado parabrisas.

—Estate atento, a ver si hay manchas negras en el hielo.

—¿Por qué?

—Por ahí es frágil.

No tarda mucho en aparecer la primera. Donde hay bancos de arena, el chapaleo de la corriente afina la capa de hielo. Zizmo la evita. Pronto, sin embargo, surge otra, y tiene que dar un volantazo. Y luego otra. Derecha. Izquierda. Derecha. El Packard serpentea, siguiendo las huellas de otros contrabandistas. De cuando en cuando, un depósito de hielo les corta el paso y tienen que dar marcha atrás, volver por donde han venido. Ahora a la derecha, luego a la izquierda, después hacia atrás, hacia delante, avanzando en la oscuridad sobre la superficie lisa como el mármol. Zizmo conduce inclinado sobre el volante, guiñando los ojos hacia el espacio no alumbrado por los faros. Mi abuelo va agarrado a la puerta abierta, atento al menor crujido del hielo…

… Pero ahora, más fuerte que el ruido del motor, empieza a crecer otro rumor. En la ciudad, aquella misma noche, mi abuela está teniendo una pesadilla. Se encuentra en un bote salvavidas, a bordo del Giulia. El capitán Kodulis se arrodilla entre sus piernas, dispuesto a quitarle el corsé nupcial. Lo desata, lo abre, sin dejar de fumar un cigarrillo de especias. Desdémona, llena de vergüenza al verse súbitamente desnuda, mira hacia abajo para ver lo que tanto fascina al capitán: una gruesa maroma del barco desaparece en sus entrañas. «¡Largad la sonda!», ordena el capitán Kodulis, y en ese momento, con cara de preocupación, aparece Lefty. Coge el extremo de la maroma y empieza a tirar. Y entonces:

Dolor. Dolor en sueños, verdadero pero no real, sólo las neuronas activándose. En lo más hondo de Desdémona, estalla un globo de agua. Un fluido cálido le corre por los muslos mientras el bote se llena de sangre. Lefty da un tirón a la cuerda, luego otro. Desdémona grita, el bote se tambalea, y entonces se oye un ruido seco y siente una especie de mareo, como si la partieran en dos, y allí, al final de la cuerda, está su hijo, un puñado de músculos de color morado, y mira a ver cómo tiene los brazos y no los ve, y mira a ver cómo tiene las piernas y no las ve, y luego la criatura alza la cabecita y ella le mira la cara, sólo una media luna de dientes abriéndose y cerrándose, sin labios, sólo dientes, que chascan al abrirse y cerrarse…

Desdémona se despierta con un sobresalto. Tarda un momento en darse cuenta de que su cama verdadera, en la vida real, está empapada. Ha roto aguas…

… mientras el Packard acelera y los faros, al recibir más fluido de la batería, destellan vivamente sobre el hielo. Ya están en la vía de navegación, equidistante de ambas orillas. Sobre sus cabezas, el firmamento es como un vasto cuenco negro, punteado de fuegos celestiales. No recuerdan el camino por donde han venido, la cantidad de rodeos que han dado, los sitios donde el hielo es peligroso. La superficie helada está llena de garabatos: huellas de neumáticos que van en todas direcciones. Pasan frente a los restos de viejos vehículos, el capó hundido, las puertas acribilladas a balazos. Se ven ejes tirados por el hielo, tapacubos y algunas ruedas de repuesto. Entre la oscuridad y los remolinos de nieve, mi abuelo empieza a ver visiones. Cree que un regimiento de automóviles los va envolviendo. Los coches juegan con ellos, apareciendo ya delante, ya a un lado, ya por detrás, yendo y viniendo tan rápidamente que no está seguro de si ha llegado a verlos. Y ahora hay otro olor dentro del Packard, más fuerte que el cuero y el whisky, un aroma severo, metálico, que se superpone al desodorante de mi abuelo: el miedo. Justo en ese momento, con toda calma, dice Zizmo:

—Una cosa que siempre me ha extrañado: ¿por qué no dices a nadie que Lina es tu prima?

La pregunta, hecha cuando menos se la esperaba, pilló a mi abuelo desprevenido.

—No es ningún secreto.

—¿No? —replica Zizmo—. Nunca te he oído decírselo a nadie.

—En nuestro pueblo, todos somos primos —explica Lefty, tratando de que suene a broma. Y luego añade—: ¿Está muy lejos todavía?

—Al otro lado de la vía de navegación. Todavía estamos en la parte estadounidense.

—¿Cómo vas a encontrarlos por aquí?

—Los encontraremos. ¿Quieres que vaya más deprisa?

Sin esperar respuesta, Zizmo pisa el acelerador.

—Está bien. Ve más despacio.

—Hay otra cosa que siempre he querido saber —prosigue Zizmo, acelerando.

—Con cuidado, Jimmy.

—¿Por qué Lina tuvo que marcharse del pueblo para casarse?

—Vas muy deprisa. No me da tiempo a vigilar el hielo.

—Contéstame.

—¿Por qué se fue? Porque no había nadie que se casara con ella. Quería venir a América.

—¿Es eso lo que quería? —duda Zizmo, mientras vuelve a acelerar.

—Ve más despacio, Jimmy.

Pero Zizmo pisa el pedal a fondo. Y grita:

—¡Eres tú!

—¿De qué estás hablando?

—¡Eres tú! —ruge Zizmo de nuevo, mientras el motor gime y el hielo pasa a toda velocidad bajo el coche.

—¡Quién es! —exige saber—. ¡Dímelo! ¿Quién es?

… Pero antes de que a mi abuelo se le ocurra algo que contestar, otro recuerdo viene precipitadamente por el hielo. Siendo niña, mi padre me lleva al cine un domingo por la noche, al Club de Yates de Detroit. Subimos la escalinata cubierta con una alfombra roja, pasando frente a trofeos de regatas y al retrato al óleo de Gar Wood, el piloto de hidroplanos. En el segundo piso, entramos a la sala. Butacas plegables de madera se agrupan en hileras frente a la pantalla. Apagan ya las luces y el ruidoso proyector se pone en marcha, descubriendo en el aire un haz de motas de polvo.

La única manera que a mi padre se le ocurrió de inculcarme cierto sentido de mi patrimonio cultural fue llevarme a ver versiones dobladas en italiano de los antiguos mitos griegos. De modo que todas las semanas veíamos a Hércules matando al león de Nemea, robando el cinturón de las amazonas («Vaya cinturón, ¿eh, Cal?») o siendo arrojado gratuitamente en pozos de serpientes sin apoyo textual. Pero nuestro preferido era el Minotauro…

… En pantalla aparece un actor con una fea peluca.

—Ése es Teseo —explica Milton—. Lleva en la mano un ovillo de hilo que le ha dado su amiga, ¿lo ves? Y con eso encuentra la salida del Laberinto.

Ahora Teseo entra en el Laberinto. Su antorcha ilumina muros de piedra hechos de cartón. Su camino está salpicado de huesos y calaveras. Manchas de sangre ensombrecen la falsa piedra. Sin apartar los ojos de la pantalla, extiendo la mano. Mi padre se mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y saca un caramelo.

—Ahí llega el Minotauro —murmura al dármelo.

Y yo me estremezco de miedo y placer.

No tenía ninguna trascendencia para mí, en aquel entonces, el triste destino de la criatura. Asterio, aun sin culpa alguna, fue un monstruo de nacimiento. El envenenado fruto de la traición, un objeto de vergüenza que se tiene oculto; yo no entiendo nada de eso a los ocho años. Sólo animo a Teseo…

… mientras mi abuela, en 1923, se dispone a encontrarse con la criatura oculta en sus entrañas. Sujetándose el vientre, se sienta en el asiento trasero del taxi, al tiempo que Lina, delante, dice al conductor que se apresure. Desdémona controla la respiración, como un corredor marcándose el ritmo, y Lina dice:

—Ni siquiera me ha molestado que me despiertes. De todos modos iba a ir al hospital por la mañana. Van a dejar que me lleve a la niña a casa.

Pero Desdémona no la escucha. Abre la maleta, preparada tiempo atrás, y busca su sarta de cuentas tanteando entre el camisón y las zapatillas. Cuarteadas por el calor, ambarinas como la miel solidificada, con ellas ha sobrevivido a matanzas, marchas de refugiados y el incendio de una ciudad, y las va pasando con un ruidito seco en un intento de adelantarse a las contracciones…

… mientras Zizmo acelera el Packard sobre el hielo. La aguja del velocímetro se mueve. El motor ruge. Las cadenas lanzan arcos de nieve pulverizada. El Packard atraviesa las sombras a toda velocidad, patinando en algunos sitios, coleando.

—¿Lo teníais todo planeado, los dos? —grita—. ¿Que Lina se casara con un ciudadano americano para que ella pudiera apadrinarte?

—Pero ¿qué dices? —Mi abuelo intenta razonar—. Cuando Lina y tú os casasteis, yo ni siquiera sabía que iba a venir a Estados Unidos. Ve más despacio, por favor.

—¿Cuál era el plan? ¿Encontrarle marido para luego instalarte en su casa?

La presunción que nunca falla en las películas de Minotauro. El monstruo siempre aparece por donde menos se espera. Del mismo modo, en el lago St. Clair, mi abuelo ha estado atento por si aparecía la Banda Púrpura, cuando en realidad tiene el monstruo a su lado, al volante del coche. El viento que entra por la puerta abierta echa hacia atrás el pelo crespo de Zizmo, que ondea como una melena. Tiene la cabeza gacha, las aletas de la nariz dilatadas. Los ojos le brillan de furia.

—¡Quién es!

—¡Jimmy! ¡Da la vuelta! ¡El hielo! No vas mirando al hielo.

—No pararé hasta que me lo digas.

—No hay nada que decir. Lina es una buena chica. Y contigo se porta como una buena esposa. ¡Lo juro!

Pero el Packard sigue a toda velocidad. Mi abuelo pega la espalda al respaldo del asiento.

—¿Qué me dices de la niña, Jimmy? Piensa en tu hija.

—¿Quién dice que es mía?

—Pues claro que es tuya.

—Nunca debí casarme con esa chica.

Lefty no se detiene a discutir ese aspecto. Sin contestar a más preguntas, se lanza por la puerta abierta, fuera del coche. El viento lo golpea como una fuerza sólida, arrojándolo contra el parachoques trasero. Observa su bufanda, a cámara lenta, que se enrolla en la rueda trasera del Packard. Nota que se tensa como un nudo corredizo, pero entonces se libera de su cuello y el tiempo vuelve a acelerarse mientras Lefty rueda fuera del alcance del coche. Se protege la cara al caer sobre el hielo, patina durante un buen trecho. Cuando vuelve a alzar la vista, ve al Packard que prosigue su marcha. Es imposible saber si Zizmo intenta girar, frenar. Lefty se pone en pie, con nada roto, y observa el coche que continúa su precipitada y enloquecida carrera por la oscuridad…, sesenta metros…, ochenta…, cien…, hasta que de pronto se alza otro estruendo. Por encima del rugido del motor se oye un fuerte estallido, seguido de una vibración que se extiende bajo los pies cuando el Packard avanza sobre una mancha oscura del lago helado.

Igual que el hielo, la vida humana también se rompe. La personalidad. La identidad. Jimmy Zizmo, encogido sobre el volante del Packard, ya está más allá del entendimiento. Justo ahí es donde el rastro se enfría. Hasta aquí puedo llevarte, lector, pero no más lejos. Quizá fue un furioso delirio de celos. O quizá sólo un cálculo de probabilidades. Sopesando una dote contra el gasto que suponía mantener una familia. Adivinando que aquello no podía seguir para siempre, aquel auge de la Prohibición.

Y cabe otra posibilidad: puede que fingiera todo el asunto.

Pero no hay tiempo para tales cavilaciones. Porque el hielo está chirriando. Las ruedas delanteras de Zizmo rompen estruendosamente la superficie. El Packard, con la misma elegancia que un elefante se pone en pie sobre las patas delanteras, se levanta apoyándose sobre el radiador. Hay un momento en que los faros iluminan el hielo y el agua, como en una piscina, pero luego el capó se hunde y, entre una lluvia de chispas, todo se vuelve oscuro.

En el Hospital de Mujeres, Desdémona estuvo seis horas de parto. El doctor Philobosian asistió al alumbramiento de la criatura, cuyo sexo se reconoció de la manera habitual: separándole las piernas y mirando.

—Enhorabuena. Es un niño.

—Sólo tiene pelo en la cabeza —exclamó Desdémona, con gran alivio.

Lefty llegó al hospital poco después. Tras volver a la orilla, un camión lo había traído de vuelta. Ahora estaba frente al cristal de la sala de maternidad, las axilas aún fétidas de miedo, la mejilla derecha magullada y el labio inferior hinchado por la caída en el hielo. Justo aquella mañana, de manera fortuita, la niña de Lina había ganado peso suficiente para que la sacaran de la incubadora. Las enfermeras cogieron en brazos a ambas criaturas. Al niño le pusieron Milcíades, en honor del gran general ateniense, pero le llamarían Milton, como el gran poeta inglés. La niña, que iba a criarse sin padre, se llamó Teodora, como la escandalosa emperatriz de Bizancio a quien tanto admiraba Surmelina. Luego también tendría un nombre americano.

Pero debe mencionarse otra cosa sobre esos niños. Algo imposible de ver a simple vista. Hay que fijarse más. Así. Eso es:

Una mutación por cabeza.