EL CRISOL CULTURAL DE HENRY FORD

Quien construye una fábrica, levanta un templo.

CALVIN COOLIDGE

Detroit siempre ha tenido ruedas. Mucho antes de los Tres Grandes y del sobrenombre de «Ciudad del Motor»; antes de las fábricas de coches, de los buques de carga y de las noches rosadas por las sustancias químicas, antes de que una pareja se acariciase en un Thunderbird o se besuquease en un Model T; antes del día en que el joven Henry Ford derribara la pared de su taller porque, al concebir su «cuadricicleta», había pensado en todo menos en la manera de sacar el puñetero cacharro de allí; y casi un siglo antes de la fría noche de marzo de 1896, cuando Charles King timoneó su carruaje sin caballos por la Avenida Woodward (donde el motor de dos tiempos dejó puntualmente de funcionar); mucho, mucho antes, cuando la ciudad no era más que un trozo de tierra robado a los indios y situado en el estrecho del que toma su nombre, un fuerte cuya conquista dejó rendidos a ingleses y franceses y que terminó cayendo en manos americanas; por aquel entonces, antes de los coches y las intersecciones de las autopistas, Detroit ya tenía ruedas.

Tengo nueve años y voy cogida de la rolliza y sudorosa mano de mi padre. Estamos frente a una ventana del último piso del Hotel Pontchartrain. Hemos venido al centro para nuestra comida anual. Llevo minifalda y leotardos de color fucsia. Colgado al hombro con una larga correa, un bolso de charol.

Hay como manchas en los cristales empañados. Estamos a mucha altura sobre la ciudad. Dentro de un momento voy a pedir langostinos rebozados con salsa rosa.

El motivo por el que a mi padre le suda la mano: tiene miedo a las alturas. Hace dos días, cuando se ofreció a llevarme a donde yo quisiera, grité con mi voz aflautada:

—¡Al último piso del Pontch!

En lo más alto de la ciudad, entre los empresarios y los traficantes de influencias, allí era donde yo quería estar. Y Milton cumplió su promesa. Pese a sus desenfrenadas palpitaciones consintió en que el maître nos diera una mesa frente a la ventana; de modo que aquí estamos ahora —cuando un camarero de esmoquin retira la silla para que me siente—, y mi padre, demasiado asustado para sentarse, empieza a darme una lección de historia.

¿Qué razón hay para estudiar historia? ¿Comprender el presente o evitarlo? Milton, con la tez aceitunada un tanto pálida, sólo dice:

—Mira. ¿Ves la rueda?

Y ahora guiño los ojos. Ajena, a los nueve años, a la perspectiva de las patas de gallo, miro con los ojos entornados hacia las calles del centro que indica mi padre (aunque él no las mira). Y allí la veo: una plaza como un tapacubos, con Bagley, Washington, Woodward, Broadway y Madison saliendo en forma radial.

Eso es todo lo que queda del famoso Plan Woodward, trazado en 1807 por el juez del mismo nombre, gran bebedor. (Dos años antes, en 1805, la ciudad había ardido hasta los cimientos: en el espacio de tres horas, las casas de madera y las granjas del asentamiento fundado por Cadillac en 1701 quedaron reducidas a cenizas. Y en 1969, gracias a mi buena vista, soy capaz de leer las señales de aquel incendio en la bandera de la ciudad que ondea en el parque Grand Circus, a setecientos metros de distancia: Speramus meliora; resurget cineribus. «Esperamos mejores cosas; resurgirá de sus cenizas.»).

El juez Woodward concibió la nueva Detroit como una Arcadia urbana de hexágonos entrelazados. Cada rueda tenía que ser independiente y estar unida a todas las demás, en consonancia con el federalismo de la nueva nación, pero también debía presentar una simetría clásica, de acuerdo con la estética jeffersoniana. Aquel sueño nunca se hizo del todo realidad. La planificación es para las grandes urbes del mundo, para Londres, París y Roma, para ciudades consagradas, en cierto modo, a la cultura. Detroit, en cambio, era una ciudad norteamericana y por tanto consagrada al dinero, de manera que la concepción dio paso a la conveniencia. A partir de 1818, la ciudad se extendió a lo largo del río, almacén tras almacén, fábrica tras fábrica. Las ruedas del juez Woodward terminaron aplastadas, cercenadas por la mitad, reducidas a los rectángulos habituales.

O visto de otro modo (desde el restaurante del último piso de un gran edificio): las ruedas no han desaparecido, sólo han cambiado de forma. En 1900, Detroit era la principal fabricante de carruajes y carros. En 1922, cuando llegaron mis abuelos, Detroit también hacía otras cosas capaces de dar vueltas: motores navales, bicicletas, puros confeccionados a mano. Y sí, finalmente, coches.

Todo eso se veía desde el tren. Aproximándose por la orilla del río Detroit, Lefty y Desdémona veían cómo iba tomando forma su nuevo hogar. Observaron cómo las tierras de labor daban paso a terrenos vallados y calles adoquinadas. El cielo se oscureció de humo. Empezaron a pasar edificios a toda velocidad, almacenes de ladrillo pintados de un pragmático blanco: WRIGHT Y KAY… J. H. BLACK E HIJOS… FABRICA DE ESTUFAS DETROIT. Por el río se arrastraban barcazas achaparradas, del color del alquitrán, y la gente llenaba de pronto las calles, trabajadores con el mono sucio, empleados con los pulgares en los tirantes, y letreros de pensiones y casas de comidas: Servimos cerveza sin alcohol Stroh… Aquí se sentirá en su casa… Comidas a 15 centavos…

… Mientras aquel nuevo panorama les inundaba los sentidos, mis abuelos pugnaban por asimilar las imágenes del día anterior. La isla Ellis, irguiéndose en el agua como el Palacio del Dogo. La consigna, con equipajes amontonados hasta el techo. Apiñados como si fueran ganado, los hicieron subir por una escalera hasta la Sala de Registro. Con sus respectivos números del manifiesto del Giulia prendidos con alfileres, pasaron frente a una hilera de inspectores sanitarios que les examinaron ojos y oídos, les friccionaron el cuero cabelludo y les volvieron los párpados del revés con unas pinzas. Uno de los médicos, al detectar una inflamación bajo los párpados del doctor Philobosian, interrumpió el reconocimiento y le trazó una X con tiza en la chaqueta. Lo sacaron de la fila. Mis abuelos no lo habían vuelto a ver.

—Debe de haber cogido algo en el barco —aventuró Desdémona—. O a lo mejor tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar.

Entretanto, la tiza siguió haciendo marcas a su alrededor. Trazó una E y una b en el vientre de una embarazada. Garabateó Cr sobre el corazón enfermo de un anciano. Diagnosticó conjuntivitis con Cj, tiña fávica con Tf, y tracoma con Tr. Pero, por mucha experiencia que tuvieran, los ojos de los médicos fueron incapaces de descubrir una mutación regresiva oculta en un quinto cromosoma. Los dedos no podían tocarla. Las pinzas no podían sacarla a la luz…

Ahora, en el tren, mis abuelos no llevaban prendida una etiqueta con números de un manifiesto, sino indicaciones de su destino. «Al revisor. Se ruega indique al portador de la presente el lugar donde debe transbordar y donde debe apearse, pues dicha persona no habla inglés. El destino del portador es Detroit, estación Grand Trunk». Se sentaron uno junto a otro en asientos sin reserva. Frente a la ventanilla, Lefty miraba el paisaje entusiasmado. Desdémona no apartaba la vista de su caja de gusanos de seda, las mejillas encendidas de la vergüenza y la rabia que sentía desde hacía treinta y seis horas.

—Ésta es la última vez que alguien me corta el pelo —afirmó.

—Pero si estás muy bien —repuso Lefty, sin mirarla—. Pareces una amerikanida.

—No quiero parecer una amerikanida.

En la zona de las concesiones comerciales de la isla Ellis, Lefty había convencido a Desdémona para que entrara en un puesto de la Asociación Cristiana de Jóvenes. Ella entró en la tienda de campaña con chal y pañuelo en la cabeza, y salió quince minutos después con un vestido de cintura baja y un sombrero flexible en forma de orinal. La rabia le inflamó la cara bajo los polvos que acababa de ponerse. Como parte de la transformación, las señoras de la Asociación habían cortado a Desdémona las trenzas de inmigrante.

Con aire obsesivo, de la forma en que alguien se manosea un desgarrón en el bolsillo, se llevó ahora la mano bajo el sombrero para tocarse el despojado cuero cabelludo por trigésima o cuadragésima vez.

—Es la última vez que me cortan el pelo —volvió a repetir.

(Y cumplió su palabra. A partir de aquel día, Desdémona se dejó crecer el pelo como Lady Godiva, sujetándoselo con una redecilla y lavándoselo todos los viernes; y sólo se lo cortó después de la muerte de Lefty, para dárselo a Sophie Sassoon, quien lo vendió por doscientos cincuenta dólares a una peluquera que lo utilizó para confeccionar cinco pelucas, una de las cuales, según afirmaba, fue adquirida más adelante por Betty Ford después de la Casa Blanca y la desintoxicación, de manera que una vez todos tuvimos ocasión, en el funeral de Richard Nixon, de ver el pelo de mi abuela adornando la cabeza de la mujer del ex presidente).

Pero había otro motivo para la desdicha de mi abuela. Abrió la caja de gusanos de seda, que llevaba sobre las piernas. Dentro llevaba sus dos trenzas, aún sujetas con las cintas de luto, pero aparte de eso, la caja estaba vacía. Tras llevar consigo durante todo el camino desde Bitinio los huevos de gusanos de seda, se había visto obligada a tirarlos en la isla Ellis. Los huevos de gusanos de seda figuraban en la lista de parásitos. Lefty siguió pegado a la ventanilla. Desde Hoboken venía admirando las maravillas que ofrecía el panorama: tranvías eléctricos que subían las colinas de Albany transportando personas de rostro rubicundo; fábricas que resplandecían como volcanes al pasar por Buffalo de noche. Una vez, despertándose cuando el tren atravesaba una ciudad al amanecer, Lefty vio un banco con un pórtico de columnas y creyó estar de nuevo en Atenas, frente al Partenón.

Ahora el río Detroit quedaba rápidamente atrás y la ciudad surgía ante ellos. Lefty miraba los automóviles estacionados junto a la acera como escarabajos gigantescos. Por todas partes afloraban chimeneas, cañones bombardeando la atmósfera. Las había altas y plateadas, de ladrillo rojo, en formación militar o en solitario, meditabundas, soltando el humo con parsimonia: un bosque de chimeneas que empañaba el sol y que, de pronto, lo oscureció por completo. Todo se fundió en negro; habían entrado en la estación.

La estación Grand Trunk, actualmente ruina de monumentales dimensiones, representaba entonces la aspiración de la ciudad por superar a Nueva York. Su base era un colosal museo neoclásico de mármol, con columnas de orden corintio, entablamento labrado y todo lo demás. Sobre aquel templo se elevaba un edificio de oficinas de trece pisos. Lefty, que había venido observando todas las formas en que Grecia había ido pasando a Estados Unidos, llegaba ahora a donde la transmisión se había detenido. En otras palabras: el futuro. Se apeó para encontrarse con él. Desdémona, que no tenía más remedio, lo siguió.

¡Pero hay que ver, qué tiempos aquéllos! ¡La Grand Trunk! Teléfonos que sonaban en cien compañías de transportes, sonido que seguía resultando relativamente novedoso; mercancías que se enviaban al este y al oeste; el trasiego de viajeros, que tomaban un café en el Palm Court o se detenían a que les limpiaran los zapatos, las agudas punteras del banquero, el empeine reforzado del mecánico, el calzado ligero del traficante de ron. La Grand Trunk, con sus techos abovedados, sus alicatados de Guastavino, sus arañas de cristal, sus suelos de piedra de cantera galesa. Había una barbería de seis sillones que momificaba a las autoridades municipales con toallas calientes; y bañeras de alquiler; y ascensores iluminados por traslúcidas lámparas de mármol de figura ovoide.

Dejando a Desdémona detrás de una columna, Lefty buscó entre el gentío de la estación a la prima que iba a recibirlos al tren. Surmelina Zizmo, de soltera Pappasdiamandopulis, era prima de mis abuelos y, por tanto, tía abuela mía. La recuerdo como una mujer mayor, muy original. Surmelina, la del cigarrillo de precaria ceniza. Surmelina, la de la bañera de agua azul añil. Surmelina, la de los almuerzos en la Sociedad Teosófica. Llevaba guantes de satén hasta el codo y malcrió a un largo linaje de malolientes teckel de ojos manchados de lágrimas. Su casa estaba plagada de banquetas para los pies, que daban a los animales de cortas patas, fácil acceso a butacas y sofás. En 1922, sin embargo, Surmelina no tenía más que veintiocho años. Distinguirla entre la multitud de la Grand Trunk me resulta tan difícil como identificar a los invitados en el álbum de boda de mis padres, donde todos los rostros llevan el disfraz de la juventud. El problema de Lefty era diferente. Caminó de un lado a otro por el recinto, buscando a la prima con la que había crecido, una chica de nariz afilada con la boca sonriente de una máscara de comedia. El sol entraba sesgadamente por los lucernarios del techo. Entornó los ojos, examinando a las mujeres que pasaban hasta que, finalmente, ella lo llamó.

—Estoy aquí, primo. ¿No me reconoces? Soy yo, la irresistible.

—¿Eres tú, Lina?

—Ya no estoy en el pueblo.

En los cinco años desde que salió de Turquía, Surmelina se las había arreglado para borrar de su aspecto todo lo que podía identificarla como griega, desde el pelo, teñido de castaño oscuro y peinado ahora en una especie de permanente, pasando por su acento, que había emigrado al oeste lo suficiente para sonar vagamente «europeo», sus lecturas (Colier’s, Harper’s), hasta sus platos favoritos (langosta a la termidor, mantequilla de cacahuete) e incluso la ropa. Llevaba un vestido verde, corto, con flecos en el bajo. Unos zapatos a juego de satén verde con la puntera cubierta de lentejuelas y finas correas en los tobillos. Los hombros cubiertos con una boa de plumas negras y la cabeza con un casquete del que pendían colgantes de ónice sobre las cejas depiladas.

Durante unos segundos dejó que Lefty admirase plenamente su elegante apariencia americana, pero como seguía siendo la misma (bajo el casquete), el entusiasmo griego pronto se apoderó de ella. Abrió los brazos de par en par.

—Hola, primo. Dame un beso.

Se abrazaron. Lina le hundió en el cuello la mejilla con colorete. Luego lo apartó para mirarlo bien y, desternillándose de risa, le tapó la nariz con la mano.

—Sigues siendo el mismo. Reconocería esa nariz en cualquier parte. —Sus carcajadas concluyeron con una espasmódica sacudida de hombros, y entonces pasó al otro asunto—. Bueno, ¿dónde está? ¿Dónde has metido a la novia? En el telegrama no me decías ni cómo se llama. ¿Qué pasa? ¿Se ha escondido?

—Está… en el servicio.

—Debe de ser una belleza. Te has casado enseguida. ¿Qué hiciste primero, presentarte o proponerle matrimonio?

—Creo que le propuse matrimonio.

—¿Cómo es?

—Pues… se parece a ti.

—Ah, seguro que no es tan espléndida, corazón.

Surmelina se llevó la boquilla a los labios e inhaló, examinando a la multitud.

—¡Pobre Desdémona! Su hermano se enamora y la deja en Nueva York. ¿Cómo está?

—Estupendamente.

—¿Por qué no ha venido contigo? No estará celosa de tu mujer, ¿verdad?

—No, ni mucho menos.

—Leímos lo del incendio —dijo ella, apretándole el brazo—. ¡Qué horror! Estuve muy preocupada hasta que recibí tu carta. Empezaron los turcos. Estoy segura. Claro que mi marido no es de la misma opinión.

—¿Ah, no?

—¿Me permites una sugerencia, ya que vais a vivir con nosotros? No hables de política con mi marido.

—De acuerdo.

—¿Y el pueblo? —inquirió Surmelina.

—Todo el mundo se ha marchado del jorió. Ya no queda nada.

—Si no odiara ese sitio, a lo mejor derramaría unas lagrimitas.

—Tengo que explicarte algo, Lina…

Pero Surmelina miraba a otra parte, tamborileando el suelo con el pie.

—A lo mejor se ha caído por la taza…

—… Algo sobre Desdémona y yo…

—¿Qué?

—… Mi mujer… Desdémona…

—¿Ves como tenía razón? No se llevan bien, ¿verdad?

—No… Desdémona… y mi mujer…

—¿Sí?

—Son la misma persona.

Lefty dio la señal y Desdémona salió de detrás de la columna.

—Hola, Lina —dijo mi abuela—. Nos hemos casado. No se lo digas a nadie.

Y así fue como se reveló el secreto, por penúltima vez. Bruscamente, de labios de mi abuela, bajo el resonante techo de la Grand Trunk, dirigida a los oídos de Surmelina, tapados por el casquete.

La confesión flotó un momento en el aire, antes de alejarse con el humo que ascendía de la boquilla. Desdémona cogió del brazo a su marido.

Mis abuelos tenían muchos motivos para creer que Surmelina mantendría el secreto. Se había marchado a Estados Unidos arrastrando un secreto, un asunto que nuestra familia mantuvo silenciado hasta 1979, año en que murió Surmelina y en que, como todos los secretos, perdió póstumamente su razón de ser, de manera que la gente empezó a hablar sin tapujos de las «amigas de Surmelina». Un secreto guardado, en otras palabras, únicamente por la definición más laxa, de modo que ahora —cuando yo mismo me dispongo a filtrar la información— sólo siento una leve punzada de culpabilidad filial.

El secreto de Surmelina (tal como lo expresaba tía Zo): «Lina era una de esas a las que llaman con el nombre de la isla».

De muchacha, en el jorió, habían sorprendido a Surmelina en circunstancias comprometedoras con varias amigas.

—No muchas —me contó ella, años más tarde—. Dos o tres. La gente piensa que si te gustan las chicas, te gustan todas. Yo siempre fui bastante exigente. Y eso que no había mucho donde elegir. —Durante un tiempo luchó contra su predisposición—, iba a la iglesia. No servía de nada. En aquella época era el mejor sitio para encontrar amigas. ¡En la iglesia! Todas rezando para ser diferentes.

Cuando a Surmelina la pillaron no con otra chica sino con una mujer hecha y derecha, madre de dos hijos, estalló el escándalo. Sus padres intentaron casarla, pero no hubo interesados. Ya era bastante difícil encontrar marido en Bitinio, para que la novia tuviera además el inconveniente de ser anormal.

Su padre hizo entonces lo que los padres de las griegas incasables hacían en aquella época: escribió a América. Estados Unidos era pródigo en dólares, buenos bateadores, abrigos de pieles de mapache, sortijas de brillantes… e inmigrantes solteros y solitarios. Con una fotografía de la futura novia y una dote considerable, su padre le encontró uno.

Jimmy Zizmo (abreviado de Zisimopoulos) había llegado a Estados Unidos en 1907, a los treinta años. La familia no sabía nada de él, salvo que era un implacable negociante. En una serie de cartas enviadas al padre de Surmelina, Zizmo había convenido el importe de la dote en el lenguaje formal de un abogado, llegando incluso a pedir un cheque bancario antes del día de la boda. La fotografía que Surmelina recibió mostraba a un hombre alto, de buena presencia y mostacho viril, que empuñaba una pistola en una mano y una botella de alcohol en la otra. Sin embargo, cuando dos meses después se apeó del tren en la estación Grand Trunk, el hombre de corta estatura que la saludó iba bien afeitado y tenía la expresión avinagrada y la tez oscura de un labriego. Tales discrepancias habrían decepcionado a una novia normal, pero a Surmelina la traían sin cuidado.

Surmelina escribía a menudo, describiendo su nueva vida en América, pero centrándose sobre todo en las nuevas modas o en su Aeriola Júnior, la radio que se pasaba horas oyendo todos los días, sin quitarse los auriculares ni dejar de manipular el dial, interrumpiéndose de vez en cuando para limpiar el polvo que se acumulaba en el cristal. Nunca mencionaba nada relacionado con lo que Desdémona aludía como «la cama», de modo que sus primos se veían obligados a leer sus misivas entre líneas, tratando de ver, en la descripción de una excursión dominguera a Belle Isle, si el marido parecía contento o insatisfecho al volante; o de inferir, en un pasaje sobre el último peinado de Surmelina —algo llamado «garaje de piojos»—, si Zizmo tenía autorización para despeinarla alguna vez.

Aquella misma Surmelina, repleta de secretos particulares, examinó ahora a los nuevos iniciados en las artes de la ocultación.

—¿Casado? ¿Que sois matrimonio y dormís juntos, quieres decir?

—Sí —logró contestar Lefty.

Surmelina se dio cuenta de la ceniza por primera vez, y la sacudió.

—Vaya suerte la mía. En cuanto salgo del pueblo, la cosa se pone interesante.

Pero Desdémona no podía permitir tal ironía. Cogiendo de las manos a Surmelina, rogó:

—Tienes que prometernos que no se lo vas a decir a nadie. Viviremos como si tal cosa y, cuando nos muramos, nos lo llevaremos a la tumba.

—No se lo diré a nadie.

—La gente no tiene ni que saber que soy tu prima.

—No lo sabrá.

—Y tu marido, ¿qué?

—Él cree que he venido a recoger a mi primo y a su mujer.

—¿No le dirás nada?

—Eso será fácil —rió Lina—. Nunca me escucha.

Surmelina insistió en que un mozo les llevara el equipaje al coche, un Packard. Le dio una propina y se sentó en el asiento del conductor, llamando la atención. En 1922, una mujer al volante seguía siendo objeto de escándalo. Tras dejar la boquilla sobre el salpicadero, tiró del estárter, esperó los cinco segundos de rigor y pulsó el botón de arranque. La chapa del capó empezó a agitarse. Los asientos de cuero se pusieron a vibrar y Desdémona se agarró al brazo de su marido. En el asiento delantero, Surmelina se quitó los zapatos de tacón con correas de satén para conducir descalza. Puso el coche en marcha y, sin preocuparse del tráfico, fue dando bandazos por la Avenida Michigan en dirección a la plaza Cadillac. Mis abuelos miraban con ojos vidriosos aquella frenética actividad: tranvías estruendosos, campanadas, el tráfico monocromático virando bruscamente a uno y otro lado. Por aquel entonces, el centro de Detroit estaba repleto de hombres de negocios y gente que iba de compras. Frente a Hudson’s, los grandes almacenes, había una cola de diez en fondo, empujando para introducirse en las modernas puertas giratorias. Lina iba señalando los lugares más destacados: Café Frontenac… Family Theatre… Y los enormes letreros eléctricos: Ralston… Wait & Bond Blackstone… Puro Suave, 10c. Sobre sus cabezas, un niño de diez metros de altura untaba Mantequilla Meadow Gold en una rebanada de pan de tres metros. En la entrada de un edificio había una hilera de gigantescas lámparas de petróleo para promocionar una liquidación que concluía el 31 de octubre. Todo era barullo y agitación, y Desdémona, recostada en el respaldo del asiento de atrás, empezó a padecer la angustia que a lo largo de los años le inducirían los adelantos modernos, sobre todo los automóviles, pero también las tostadoras, los aspersores del césped y las escaleras mecánicas; mientras Lefty sonreía, sacudiendo la cabeza. Se erguían rascacielos por todas partes, y grandes cines y hoteles. En los años veinte se construyeron casi todas las grandes edificaciones de Detroit, el Penobscot Building y el segundo Buhl Building, con sus dibujos de colores semejantes a un cinturón indio, el nuevo Union Trust Building, la Torre Cadillac, el Fisher Building con su tejado dorado. Para mis abuelos, Detroit era como un gran Koza Han en temporada de gusanos de seda. Pero no veían a los trabajadores que dormían en la calle debido a la escasez de viviendas, ni el gueto un poco más al este, un barrio de unas treinta manzanas limitado por las calles Leland, Macomb, Hastings y Brush donde se hacinaba la ingente población de afroamericanos de la ciudad, a los que no se permitía vivir en otra parte. No veían, en una palabra, el germen de la descomposición de la ciudad —su segunda destrucción— porque también formaban parte de ella, como toda aquella gente que venía de todos los rincones del planeta a ganar los cinco dólares al día prometidos por Henry Ford.

La Zona Este de Detroit era un tranquilo vecindario de casas unifamiliares, a la sombra de olmos catedralicios. La casa de la calle Hurlbut a la que los condujo Lina era una modesta construcción de dos plantas y ladrillo rojo. Mis abuelas la miraron desde el coche con la boca abierta, incapaces de moverse, hasta que de pronto se abrió la puerta principal y apareció alguien en el umbral.

Jimmy Zizmo era tantas cosas que no sé por dónde empezar. Herborista aficionado; antisufragista; aficionado a la caza mayor; ex presidiario; camello y abstemio: elijan lo que les parezca. Tenía cuarenta y cinco años, casi el doble que su mujer. De pie en la penumbra del porche, llevaba un traje barato y una camisa de cuello puntiagudo que había perdido casi todo el almidón. Su crespo pelo negro le daba el descuidado aspecto del solterón que durante tantos años había sido, impresión que acentuaba su rostro, arrugado como una cama deshecha. Sus cejas, sin embargo, describían un arco tan seductor como las de una bailarina hindú, y tenía unas pestañas tan espesas que bien podría pensarse que se ponía rímel. Pero mi abuela no reparó en nada de eso. Otra cosa le llamaba la atención.

—¿Es árabe? —preguntó Desdémona en cuanto se quedó a solas con su prima en la cocina—. ¿Por eso no hablabas de él en las cartas?

—No es árabe. Es del Mar Negro.

—Ésta es la sala —explicaba entretanto Zizmo a Lefty, enseñándole la casa.

—¡Del Ponto! —exclamó Desdémona, horrorizada, al tiempo que observaba la nevera—. No será musulmán, ¿verdad?

—No todos los del Ponto son conversos —se burló Lina—, ¿qué te crees, que en cuanto un griego se baña en el Mar Negro ya se vuelve musulmán?

—Pero tiene sangre turca, ¿no? —Desdémona bajó la voz—, ¿por eso es tan negro?

—Ni lo sé ni me importa.

—Os podéis quedar el tiempo que queráis —Zizmo conducía ahora a Lefty a la planta alta—, pero hay unas cuantas normas que deben seguirse en esta casa. En primer lugar, soy vegetariano. Si tu mujer quiere guisar carne, tiene que utilizar cacharros y platos diferentes. Y, además, nada de whisky. ¿Tú bebes?

—Alguna que otra vez.

—Nada de beber. Si quieres una copa, te vas a un bar clandestino. No quiero líos con la policía. Y ahora, el alquiler. ¿Acabáis de casaros?

—Sí.

—¿Qué dote has recibido?

—¿Dote?

—Sí. ¿Cuánto?

—Pero ¿tú sabías que era tan viejo? —musitó Desdémona en la planta baja mientras examinaba el horno.

—Por lo menos no es mi hermano.

—¡Calla! No lo digas ni en broma.

—No hay dote —contestó Lefty—, nos conocimos en el barco.

—¿Que no hay dote? —Zizmo se detuvo en la escalera y, asombrado, se volvió a mirar a Lefty—, ¿por qué te has casado, entonces?

—Nos enamoramos —declaró Lefty.

Nunca se lo había dicho a un extraño, y se sintió contento y asustado a la vez.

—Si no te pagan, no te casas. Por eso es por lo que yo he esperado tanto tiempo —explicó Zizmo que, guiñando un ojo, concluyó—: Me reservaba para quien pagara bien.

—Lina dijo algo de que ahora tenías negocio propio —aventuró Lefty con súbito interés, siguiendo a Zizmo al cuarto de baño—, ¿a qué te dedicas?

—¿Yo? Soy importador.

—No sé de qué —contestó Surmelina en la cocina—. Importador. Lo único que sé es que trae dinero a casa.

—Pero ¿cómo puedes casarte con alguien del que no sabes nada?

—Para salir del país, Des, me habría casado con un lisiado.

—Yo tengo cierta experiencia en el sector de la importación —afirmó Lefty, logrando meter baza mientras Zizmo explicaba la instalación de fontanería—. Allí, en Bursa. En la industria de la seda.

—Tu parte del alquiler asciende a veinte dólares —concluyó Zizmo, sin captar la insinuación. Tiró de la cadena, soltando un torrente de agua.

—Pues si me preguntan a mí —continuaba Lina en la planta baja—, en lo que a maridos respecta, cuanto más viejos mejor. —Abrió la puerta de la despensa—. Si es joven, tu marido andará a todas horas detrás de ti. Sería demasiada tensión.

—Vergüenza debería darte, Lina.

Pero Desdémona, a pesar suyo, se estaba riendo. Era maravilloso volver a ver a su prima mayor, una parte de Bitinio aún intacta. La oscuridad de la despensa, llena de higos, almendras, nueces, jalvá y albaricoques secos, también hizo que se sintiera mejor.

—Pero ¿de dónde voy a sacar el alquiler? —soltó bruscamente Lefty, por fin, mientras bajaban las escaleras—. No me queda dinero. ¿Dónde puedo encontrar trabajo?

—Ningún problema —aseguró Zizmo, agitando la mano—. Hablaré con unas personas.

Volvieron a cruzar la sala. Zizmo se detuvo y bajó significativamente la vista.

—No me has dicho nada de mi alfombra de piel de cebra.

—Es muy bonita.

—Me la traje de África. La maté yo mismo, de un disparo.

—¿Has estado en África?

—Yo he estado en todas partes.

Como en todas las casas de la ciudad, se apretaron un poco para hacerse sitio. Desdémona y Lefty dormían justo encima de la habitación de Zizmo y Lina, y las primeras noches mi abuela se levantaba de la cama para poner la oreja en el suelo.

—Nada —anunciaba—. Ya te lo decía yo.

—Vuelve a la cama —la reprendía Lefty—. Eso es asunto suyo.

—¿Qué asunto? Eso es lo que te estoy diciendo. No tienen ningún asunto.

Mientras que en la habitación de abajo, Zizmo hablaba de los nuevos inquilinos del piso de arriba.

—¡Qué romántico es ese individuo! Conoce a una chica en el barco y se casa con ella. Sin dote.

—Hay gente que se casa por amor.

—El matrimonio es para el gobierno de la casa y para tener hijos. Lo que me recuerda…

—Esta noche, no, Jimmy, por favor.

—Entonces, ¿cuándo? Llevamos cinco años casados y no tenemos hijos. Siempre me vienes con que si no te encuentras bien, que si estás cansada, que si esto o lo otro. ¿Tomas el aceite de castor?

—Sí.

—¿Y el magnesio?

—Sí.

—Bien. Hay que reducir la bilis. Si la madre tiene demasiada bilis, el niño saldrá sin energía y será desobediente.

—Buenas noches, kirie.

—Buenas noches, kiria.

Antes de que terminara la semana, todas las preguntas de mis abuelos sobre el matrimonio de Surmelina quedaron contestadas. Debido a su edad, Jimmy Zizmo trataba a su joven esposa más como a una hija que como a una mujer. Siempre le estaba diciendo lo que debía y lo que no debía hacer, gritando por el precio y el escote de sus vestidos, ordenándole que se fuera a la cama, que se levantara, que hablara, que guardara silencio. Se negaba a darle las llaves del coche hasta que ella le engatusaba con besos y caricias. Su curanderismo alimentario lo llevaba incluso a controlar la regularidad con que Lina iba al retrete, como si fuera su médico, y algunas de sus mayores peleas resultaban de los interrogatorios sobre sus deposiciones. En cuanto a relaciones sexuales, las habían mantenido, pero no recientemente. Durante los últimos cinco meses, Lina se había quejado de dolencias imaginarias, prefiriendo las infusiones de hierbas de su marido a sus atenciones amatorias. Zizmo, por su parte, albergaba creencias vagamente yóguicas sobre los beneficios mentales de la retención seminal, de manera que estaba dispuesto a esperar a que su mujer recobrase la vitalidad perdida. En la casa imperaba la misma segregación sexual que en la patrida, los hombres en la sala y las mujeres en la cocina. Dos ámbitos con diferentes preocupaciones, tareas, e incluso —como dirían los biólogos evolucionistas— patrones de pensamiento. Lefty y Desdémona, acostumbrados a vivir en su propia casa, se veían obligados a adaptarse a las nuevas costumbres de su casero. Además, mi abuelo necesitaba trabajo.

En aquella época había muchas fábricas de coches donde trabajar. Estaban la Chalmers, Metzger, Brush, Columbia y Flanders. Y también la Hupp, Paige, Hudson, Krit, Saxon, Liberty, Rickenbacker y Dodge. Jimmy Zizmo, sin embargo, tenía conocidos en la Ford.

—Soy proveedor —anunció.

—¿De qué?

—De combustibles varios.

Estaban otra vez en el Packard, vibrando sobre estrechos neumáticos. Caía una niebla ligera. Lefty atisbaba con ojos entornados por el empañado parabrisas. Poco a poco, a medida que se aproximaban a la Avenida Michigan, empezó a distinguir vagamente un monolito que se erguía a lo lejos, un edificio semejante al órgano de una catedral gigantesca, con los tubos encaramándose hacia el cielo.

Había también un olor: el mismo que años más tarde flotaba desde el río hasta llegar a mi cama o a la portería del campo de hockey. Como mi nariz, igual de picuda, en esos momentos, el apéndice nasal de mi abuelo se puso en guardia. Sus aletas se agitaron. Lefty aspiró el aire. AI principio el olor era reconocible, pertenecía al reino orgánico de los huevos podridos y el estiércol. Pero al cabo de unos segundos las propiedades químicas del olor le abrasaron los orificios nasales, que se tapó con el pañuelo.

—No te preocupes —rió Zizmo—. Ya te acostumbrarás.

—No. No me acostumbraré.

—¿Quieres saber el truco?

—¿Cuál es?

—No respires.

Al llegar a la fábrica, Zizmo lo condujo al departamento de personal.

—¿Cuánto tiempo lleva viviendo en Detroit? —preguntó el jefe.

—Seis meses.

—¿Puede demostrarlo?

Zizmo intervino entonces en voz baja:

—Podría dejarle en su casa los documentos correspondientes.

El jefe de personal miró a uno y otro lado.

—¿Log Cabin, añejo?

—Lo mejor de lo mejor.

El jefe frunció los labios, examinando a mi abuelo.

—¿Qué tal habla inglés?

—No tan bien como yo. Pero aprende deprisa.

—Tiene que hacer el curso y aprobar el examen. Si no, no entra.

—Trato hecho. Y ahora, si me escribe las señas de su casa, podremos fijar una fecha de entrega. ¿Le viene bien el lunes por la tarde, a eso de las ocho y media?

—Llamen a la puerta de atrás.

El breve paso de mi abuelo por la fábrica Ford fue la única vez que un Stephanides trabajó en la industria automovilística. En lugar de coches, nos convertimos en fabricantes de hamburguesas variadas y ensaladas griegas, en industriales de spanakópita y emparedados de queso fundido, en tecnócratas del arroz con leche y pastel de plátano con crema. Nuestra cadena de montaje era la parrilla; nuestra maquinaria pesada, el grifo de refrescos. Sin embargo, aquellas veinticinco semanas bastaron para tejer una relación personal con el colosal e impresionante complejo que veíamos desde la autopista, con aquel controlado Vesubio de rampas, tubos, escaleras, pasarelas, fuego y humo, conocido, como una plaga o un monarca, exclusivamente por un color: «el Rouge».

Antes de acudir a su primera jornada de trabajo, Lefty se presentó en la cocina luciendo su mono nuevo. Extendió los brazos enfundados en las mangas de franela, chasqueó los dedos y se puso a bailar con botas de trabajo, mientras Desdémona reía y cerraba la puerta de la cocina para no despertar a Lina. Lefty desayunó ciruelas pasas y yogur, leyendo un periódico griego de unos días atrás. Desdémona le envolvió el almuerzo, compuesto de feta, aceitunas y pan, en un novedoso envase americano: una bolsa de papel marrón. En la puerta de atrás, cuando Lefty se volvió para darle un beso, ella dio un paso atrás, temerosa de que pudieran verlos. Pero entonces recordó que ahora estaban casados. Vivían en un sitio llamado Michigan, donde parecía que los pájaros sólo eran de un color, y donde nadie los conocía. Desdémona volvió a dar un paso adelante para recibir los labios de su marido.

Su primer beso al aire libre americano, en el porche trasero, junto a un cerezo del que se caían las hojas. Una breve bengala de felicidad ascendió en su interior y estalló, dejando caer una lluvia de chispas mientras Lefty daba la vuelta a la casa y desaparecía.

El buen humor acompañó a mi abuelo durante el camino al tranvía. En la parada ya esperaban otros obreros, fumando y bromeando con aire distendido. Lefty observó las tarteras metálicas, y avergonzado por su bolsa de papel, se la puso a la espalda para que no la vieran. Primero sintió el tranvía como un murmullo en la suela de las botas. Luego lo vio recortándose sobre el sol naciente, como el mismísimo carro de Apolo, sólo que electrificado. Dentro, los viajeros se habían agrupado según su lengua materna. Los rostros lavados para el trabajo aún tenían hollín, muy negro, en las orejas. El tranvía arrancó de nuevo. Pronto se disipó el buen humor, y callaron las diversas lenguas. Cerca del centro subieron unos cuantos negros que se quedaron fuera, en los estribos, agarrados al techo.

Y entonces apareció el Rouge, recortado sobre el cielo, alzándose sobre el humo que producía. Al principio lo único visible era la parte alta de las ocho chimeneas principales. Cada una generaba su propia nube oscura. Las volutas ascendían en el aire para fundirse en una densa cortina que pendía sobre el paisaje, haciendo correr una sombra junto a los rieles del tranvía; y Lefty comprendió que el silencio de los viajeros reconocía aquella sombra, su inevitable proximidad cada mañana. Cuando estuvieron más cerca, los hombres volvieron la espalda, de modo que sólo Lefty vio cómo la luz desaparecía del cielo mientras la sombra envolvía el tranvía y los rostros de los viajeros se volvían grises y uno de los mavri que iban en los estribos lanzaba un escupitajo de sangre a la calle. Luego el olor empezó a invadir el interior del tranvía, primero el soportable a huevos y estiércol, después el insoportable a residuos químicos. Lefty miró a los demás viajeros para ver su reacción, pero no debían de haberlo notado, porque seguían respirando. Se abrieron las puertas y salieron todos en fila. Entre la nube de humo, Lefty vio que de otros tranvías salían más obreros, cientos y cientos de siluetas grises que caminaban lenta y pesadamente por el patio adoquinado hacia la verja de la fábrica. A su lado pasaban camiones, y Lefty se dejó llevar por la corriente del siguiente turno, cincuenta, sesenta, setenta mil hombres fumando apresuradamente el último cigarrillo o rematando una conversación, porque al acercarse a la fábrica habían empezado a hablar otra vez, no porque tuviesen algo que decir sino porque más allá de la verja estaba prohibido utilizar la lengua materna. La construcción principal, una fortaleza de ladrillo oscuro, tenía siete pisos de altura; las chimeneas, diecisiete. Del edificio salían dos tolvas coronadas por torres de enfriamiento. Luego había plataformas de observación y refinerías adyacentes, salpicadas de chimeneas menos impresionantes. Era como un bosquecillo, como si las ocho chimeneas principales del Rouge hubieran lanzado semillas al viento, y ahora diez, veinte o cincuenta troncos más pequeños brotaran en el yermo que rodeaba la fábrica. Lefty vio la vía férrea, los enormes silos a lo largo del río, el monumental especiero de carbón, coque y mineral de hierro, y las pasarelas que se extendían en lo alto como arañas gigantescas. Antes de ser engullido por la puerta, alcanzó a ver un carguero y un poco del río que los exploradores franceses llamaron Rouge por su color rojizo, mucho antes de que el agua se volviera anaranjada por los residuos o, alguna que otra vez, por las llamas.

Hecho histórico: la gente dejó de ser humana en 1913. El año en que Henry Ford hizo que los vehículos avanzaran sobre rodillos y que sus operarios fuesen tan rápidos como la cadena de montaje. Al principio, los obreros se rebelaron. Se despidieron a manadas, incapaces de hacer que su cuerpo se acostumbrara al nuevo ritmo de los tiempos. Desde entonces, sin embargo, las siguientes generaciones se han ido adaptando: todos estamos familiarizados con la automatización y así somos capaces de manipular palancas de mando, de conectarnos a ordenadores remotos y realizar movimientos repetitivos de mil clases.

Pero en 1922 ser un autómata constituía una novedad.

En el recinto de la fábrica, tardaron diecisiete minutos en poner a mi abuelo al corriente de su tarea. Una parte de aquel nuevo y genial modo de producción consistía en su división del trabajo en actividades no cualificadas. De esa manera se podía contratar a cualquiera. Y despedirlo en cualquier momento. El capataz enseñó a Lefty a coger un rodamiento de la cinta transportadora, pulirlo en el torno y volver a dejarlo. Consultando un cronómetro, midió la capacidad del nuevo empleado. Luego, con un movimiento de cabeza, condujo a Lefty a su puesto en la cadena. A su izquierda tenía a un hombre llamado Wierzbicki; a su derecha, a un tal O’Malley. Por un momento son tres hombres que esperan juntos. Luego suena el silbato.

Cada catorce segundos, Wierzbicki pesca un cojinete, Stephanides lo pule y O’Malley lo encaja en un árbol de levas. Este último se aleja por una cinta transportadora que, entre nubes de polvo metálico y nieblas ácidas, serpentea en torno a la fábrica, hasta que otro obrero, cincuenta metros más adelante, alza la mano y coge el árbol de levas para montarlo en el bloque del motor (veinte segundos). Al mismo tiempo, en cintas adyacentes, otros hombres van cogiendo otras piezas —carburador, distribuidor, colector de admisión— para montarlas en el bloque del motor. Por encima de las cabezas inclinadas, enormes ejes agitan sus puños propulsados a vapor. Nadie dice una palabra. Wierzbicki pesca un cojinete, Stephanides lo pule y O’Malley lo encaja en un árbol de levas. El árbol de levas da vueltas por la planta hasta que una mano lo coge y lo monta en el bloque del motor, que va adquiriendo un aspecto cada vez más extraño, lleno de tubos y aspas, revestido ya con el plumaje del ventilador. Wierzbicki pesca un cojinete, Stephanides lo pule y O’Malley lo encaja en un árbol de levas. Mientras otros obreros atornillan el filtro del aire (diecisiete segundos), acoplan el motor de arranque (veintiséis segundos) y ponen el volante. Momento en el cual el motor está acabado y el último obrero lo despide a toda velocidad…

Sólo que no es el último. Abajo hay otros operarios que tiran del motor, mientras el chasis avanza a su encuentro. Esos hombres unen el motor con la transmisión (veinticinco segundos). Wierzbicki pesca un cojinete, Stephanides lo pule y O’Malley lo encaja en un árbol de levas. Por delante, mi abuelo sólo ve el cojinete, sus manos que lo sacan de la cinta, lo pulen y lo vuelven a poner justo cuando aparece otro. Por detrás, la cinta transportadora que avanza sobre su cabeza se extiende hasta los obreros que troquelan los cojinetes e introducen lingotes en los hornos; llega hasta la fundición, donde trabajan los negros, cubiertos los ojos con gafas especiales para protegerse de la luz y el calor infernal. Lanzan mineral de hierro al alto horno y con unos grandes cucharones vierten acero derretido en moldes machos. Y lo hacen con la cadencia justa: a más velocidad, los moldes estallan; a menos, el acero se endurece. No pueden detenerse ni a quitarse de los brazos las ardientes esquirlas de metal. A veces se las quita el capataz; y a veces, no. La fundición es el lugar más recóndito del Rouge, su núcleo de lava, pero la cadena va más lejos. Se extiende hasta las montañas de carbón y de coque; llega al agua, donde amarran los buques para descargar el mineral, y en ese punto la cadena se hace río y se aleja serpenteando hacia los bosques del norte hasta llegar a su nacimiento, que es la tierra misma, la arenisca y la piedra caliza; y entonces la cadena vuelve de nuevo, en sustratos, al río, a los buques de carga y por último a las grúas, palas y hornos donde se transforma en acero fundido y se vierte en moldes para, al enfriarse y endurecerse, pasar a ser piezas de automóvil: las marchas, los árboles de transmisión, los depósitos de gasolina del Model T de 1922. Wierzbicki pesca un cojinete, Stephanides lo pule y O’Malley lo encaja en un árbol de levas. En lo alto y detrás, en diversos ángulos, los obreros llenan de arena unos machos o introducen vaciados en la cuba. La cadena no es una sola línea, sino muchas, que se entrecruzan y toman rumbos diferentes. Otros obreros troquelan piezas (cincuenta segundos), las terminan (cuarenta y dos segundos) y las sueldan (un minuto y diez segundos). Wierzbicki pesca un cojinete, Stephanides lo pule y O’Malley lo encaja en un árbol de levas. El árbol de levas sobrevuela la fábrica hasta que un obrero lo coge y lo monta en el bloque del motor, que ya se va complicando con aspas de ventilador, tubos y bujías. Y entonces el motor está terminado. Un obrero lo deja caer sobre un chasis que avanza sobre rodillos a su encuentro, al tiempo que otros tres trabajadores sacan del horno una carrocería, en cuyo negro brillo pueden verse la cara, reconociéndose por un momento, antes de que la dejen caer sobre el chasis que avanza a su encuentro montando en rodillos. Un obrero salta al asiento delantero (tres segundos), da la vuelta a la llave de contacto (dos segundos) y se aleja con el automóvil.

De día, ni palabra; de noche, miles. Todas las tardes, al salir de la fábrica, mi exhausto abuelo se dirigía pesadamente a un edificio adyacente que albergaba la Academia de Inglés Ford. Se sentaba frente a un pupitre con el cuaderno de ejercicios abierto frente a él. El pupitre parecía vibrar a lo largo del suelo a los 1,9 kilómetros por hora de la cadena. Alzó la vista para mirar el alfabeto inglés que había en un friso de las paredes del aula. En torno a él se sentaban en fila otros hombres con idénticos cuadernos. El pelo rígido de sudor seco, los ojos enrojecidos del polvo metálico, las manos en carne viva, recitaban con la obediencia de niños de coro:

—Los empleados deben lavarse en casa con abundante agua y jabón.

—En la limpieza se ve si alguien vive decentemente.

—No escupir en el suelo dentro de casa.

—Impedir que haya moscas en casa.

—La gente más avanzada es la más limpia.

A veces las clases de inglés proseguían durante el trabajo. Una semana, después de un sermón del capataz sobre el incremento de la productividad, Lefty aceleró sus movimientos, puliendo un cojinete cada doce segundos en lugar de cada catorce. Al volver de los servicios, se encontró con la palabra «RATA» escrita en un lado del torno. Habían cortado la correa. Cuando encontró una correa nueva en el cubo de material, sonó la sirena. La cadena se había detenido.

—¡Pero qué coño te pasa! —le gritó el capataz—. Cada vez que interrumpimos la cadena, perdemos dinero. Si vuelve a ocurrir, te vas a la calle. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—¡Muy bien! ¡Adelante!

Y la cadena se puso de nuevo en marcha. Cuando el capataz se hubo alejado, O’Malley miró a uno y otro lado y se inclinó para musitar:

—No trates de convertirte en el rey de la velocidad, ¿entiendes? Si no, todos tenemos que trabajar más deprisa.

Desdémona se quedaba en casa y se dedicaba a cocinar. Sin gusanos de seda que cuidar, ni moreras que esquilmar ni cabras que ordeñar, mi abuela pasaba el tiempo cocinando. Mientras Lefty pulía cojinetes sin parar, Desdémona hacía pastitsio, musaka y galactobúriko. Ponía una capa de harina sobre la mesa de la cocina y, sirviéndose de un palo de escoba lavado con lejía, hacía láminas muy finas de pasta. Las láminas salían una tras otra de su cadena de montaje. Llenaban la cocina. Cubrían el salón, cuyo mobiliario había tapado con sábanas. Desdémona se dirigía al principio y al final de la cadena, añadiendo nueces, mantequilla, miel, espinacas, queso, agregando más capas de pasta, luego más mantequilla, antes de fraguar en el horno el ensamblado mejunje. En el Rouge, los obreros se derrumbaban por el calor y la fatiga, mientras en Hurlbut mi abuela trabajaba dos turnos seguidos. Se levantaba temprano para hacer el desayuno y preparar el almuerzo a su marido, luego ponía en adobo una pierna de cordero con vino y ajo. Por la tarde hacía salchichas, sazonándolas con hinojo y colgándolas en el sótano, sobre las tuberías de la calefacción. A las tres de la tarde empezaba a preparar la cena, y sólo cuando la tenía ya en el fuego se permitía un descanso, sentándose a la mesa de la cocina para consultar en su libro el significado del sueño que había tenido la noche anterior. En ningún momento había menos de tres cazuelas hirviendo a fuego lento en el fogón. De vez en cuando, Jimmy Zizmo invitaba a casa a alguno de sus socios, hombres grandotes, de cabezas gruesas como jamones, embutidas en sombreros de fieltro. Desdémona les servía de comer a cualquier hora del día. Y luego se marchaban de nuevo, al centro de la ciudad. Entonces, Desdémona lo recogía y lo limpiaba todo.

Lo único que se negaba a hacer era la compra. Las tiendas americanas la desconcertaban. Encontraba deprimentes los productos alimenticios. Incluso muchos años después, al ver un Krogers McIntosh en la cocina de nuestra casa de las afueras, lo cogía en el aire y lo ridiculizaba, diciendo:

—Esto y nada es lo mismo. Nosotros se lo damos a las cabras.

Entrar en una tienda del barrio era echar de menos el sabor de los melocotones, los higos, las castañas de Bursa. Ya en los primeros meses en Estados Unidos, Desdémona padecía «la añoranza que no tiene cura». De manera que, tras trabajar en la fábrica y asistir a clase de inglés, Lefty se encargaba de comprar la pierna de cordero y las verduras, las especias y la miel.

Y así vivieron… un mes…, tres…, cinco meses. Soportaron su primer invierno en Michigan. Una noche de enero, poco después de la una de la madrugada, Desdémona Stephanides duerme con el odiado sombrero de la Asociación Cristiana de Jóvenes para abrigarse del viento que se filtra por las tenues paredes. Un radiador suspira, estrepitoso. A la luz de una vela, Lefty acaba los deberes de la academia, el cuaderno en las rodillas, el lapicero en la mano. Y en la pared: crujidos. Alza la vista y ve el brillo de unos ojos rojos que lo miran desde un agujero del zócalo. Escribe R-A-T-A antes de arrojar el lápiz contra el bicho. Desdémona sigue durmiendo. Lefty se cepilla el pelo. Dice, en inglés: «Hola, cariño». El nuevo país y su lengua han contribuido a dejar el pasado un poco más atrás. Cada noche que pasa, la figura que duerme cerca de él es cada vez menos su hermana y cada vez más su mujer. La ley de prescripción entra en vigor. Día a día, el recuerdo del delito se va disipando. (Pero lo que las personas olvidan, lo recuerdan las células. El cuerpo, ese elefante…).

Llegó la primavera de 1923. A mi abuelo, acostumbrado a las variopintas conjugaciones de los verbos del griego antiguo, el inglés, pese a toda su incoherencia, le pareció una lengua relativamente fácil de dominar. Una vez que ingirió una buena ración de vocabulario, empezó a degustar los ingredientes familiares, el aliño griego en las raíces, prefijos y sufijos. La Academia de Inglés Ford iba a montar un espectáculo para la ceremonia de entrega de títulos. Al ser un alumno aventajado, Lefty fue invitado a participar.

—¿Qué clase de espectáculo? —preguntó Desdémona.

—No te lo puedo decir. Es una sorpresa. Pero tienes que hacerme ropa.

—¿De qué tipo?

—De la que llevamos en la patrida.

Era un miércoles por la noche. Lefty y Zizmo estaban en la sala cuando de pronto, entró Lina a escuchar «La hora de Ronnie Ronnette». Zizmo le lanzó una mirada de desaprobación, pero ella se ocultó detrás de sus auriculares.

—Se cree una de esas amerikanides —dijo Zizmo a Lefty—. Fíjate, ¿ves? Hasta cruza las piernas.

—Estamos en América —observó Lefty—, ahora todos somos amerikani.

—Esto no es América —replicó Zizmo—. Estamos en mi casa. Aquí no vivimos como amerikani. Tu mujer lo entiende. ¿La ves en la sala enseñando las piernas y escuchando la radio?

Llamaron a la puerta. Zizmo, que tenía una inexplicable aversión a las visitas que se presentaban sin avisar, se puso en pie de un salto y metió la mano bajo la chaqueta. Con un gesto, indicó a Lefty que no se moviera. Lina, notando algo, se quitó los auriculares. Volvieron a llamar.

—Si fueran a matarte, kirie, ¿crees que llamarían a la puerta?

—¿A quién van a matar? —exclamó Desdémona, que acudió corriendo de la cocina.

—Sólo es una forma de hablar —repuso Lina, que sabía más del negocio de importación de su marido de lo que dejaba entrever. Se dirigió majestuosamente a la puerta y abrió.

Sobre el felpudo había dos hombres. Llevaban traje gris, corbata de rayas, zapatos negros. Las patillas, cortas. En la mano, maletines iguales. Al quitarse el sombrero, mostraron idéntico pelo castaño, con una pulcra raya en medio. Zizmo sacó la mano de debajo de la chaqueta.

—Somos del Departamento Social de la Ford —anunció el alto—. ¿Está en casa el señor Stephanides?

—Dígame —contestó Lefty.

—Permítame explicarle por qué estamos aquí, señor Stephanides.

—La dirección teme —prosiguió el bajito sin interrupción— que, para algunas personas, cinco dólares al día podría constituir un tremendo obstáculo en el camino de la rectitud y la decencia, convirtiéndolas finalmente en una amenaza para la sociedad en general.

—Así que el señor Ford estableció —tomó de nuevo la palabra el alto— que no se entregase el dinero a nadie que no fuese capaz de emplear ese dinero con prudencia y conocimiento de causa.

—Además de que —otra vez el bajito—, cuando un obrero parece cumplir los requisitos del programa pero luego muestra ciertas debilidades, es competencia de la compañía quitarle su parte de las ganancias hasta que pueda rehabilitarse. ¿Podemos pasar?

Una vez dentro, se separaron. El alto sacó una libreta de la cartera.

—Voy a hacerle unas preguntas, si no le importa. ¿Bebe usted, señor Stephanides?

—No, no bebe —contestó Zizmo por él.

—¿Y usted quién es, si me permite la pregunta?

—Me llamo Zizmo.

—¿Es usted un inquilino?

—Soy el dueño de la casa.

—Entonces, el señor y la señora Stephanides son los inquilinos, ¿no es así?

—Así es.

—Eso no está bien. Nada bien —comentó el alto—. Animamos a nuestros empleados a que suscriban hipotecas.

—En eso está —aseguró Zizmo.

Entretanto, el bajito había ido a la cocina. Levantaba la tapa de las cacerolas, abría la puerta del horno, escudriñaba el cubo de la basura. Desdémona estuvo a punto de protestar, pero se contuvo tras una mirada de Lina. (Y hay que ver cómo agita Desdémona la nariz. Desde hace cuarenta y ocho horas, su sentido del olfato se ha agudizado de manera increíble. La comida le huele de manera rara; el feta, a calcetines sucios; las aceitunas, a cagarrutas de cabra).

—¿Con cuánta frecuencia se baña usted, señor Stephanides? —preguntó el alto.

—Todos los días, señor.

—¿Con cuánta frecuencia se lava los dientes?

—Todos los días, señor.

—¿Con qué?

—Con bicarbonato.

Ahora el bajito subía la escalera. Invadió la alcoba de mis abuelos e inspeccionó las sábanas. Fue al baño y examinó la taza del retrete.

—A partir de ahora láveselos con esto —ordenó el alto—. Es un dentífrico. Aquí tiene un cepillo nuevo.

Desconcertado, mi abuelo los cogió.

—Somos de Bursa —protestó—. Es una ciudad grande.

—Cepíllese a partir del borde de las encías. Hacia arriba en las de abajo y hacia abajo en las de arriba. Dos minutos por la mañana y otros dos por la noche. A ver. Pruebe.

—Somos gente civilizada.

—¿Debo entender que se niega a recibir instrucción higiénica?

—Oiga —intervino Zizmo—, cuando los griegos construyeron el Partenón y los egipcios levantaron las pirámides, los anglosajones seguían vistiéndose con pieles de animales.

El alto lanzó a Zizmo una larga mirada y anotó algo en la libreta.

—¿Así? —preguntó mi abuelo.

Con una mueca espantosa, movió el cepillo hacia arriba y hacia abajo en la boca seca.

—Eso es. Muy bien.

El bajito, terminada su inspección en el piso de arriba, apareció de nuevo. Abrió la libreta y empezó:

—Punto uno: cubo de basura en cocina, sin tapa. Punto dos: mosca doméstica en mesa cocina. Punto tres: demasiado ajo en comida; los ajos son indigestos.

(Y ahora Desdémona localiza al culpable: el pelo del bajito. Su olor a brillantina le da náuseas).

—Son muy amables en tomarse la molestia de venir para interesarse por la salud de su empleado —dijo Zizmo—. No es bueno que nadie se ponga enfermo, ¿verdad? Podría frenar la producción.

—Haré como si no lo hubiera oído —repuso el alto—. Habida cuenta de que no es usted oficialmente un empleado de la Compañía de Automoción Ford. De todos modos —añadió, volviéndose hacia mi abuelo—, debo comunicarle, señor Stephanides, que en mi informe haré una observación sobre sus relaciones sociales. Voy a recomendar que la señora Stephanides y usted se instalen en casa propia en cuanto sea financieramente viable.

—¿A qué se dedica usted, señor, si me permite preguntarle? —quiso saber el bajito.

—A los transportes —contestó Zizmo.

—Son muy amables por haber venido a visitarnos, caballeros —terció Lina—, pero, si nos disculpan, estábamos a punto de sentarnos a cenar. Esta noche debemos ir a la iglesia. Y Lefty, claro está, tiene que acostarse antes de la nueve. Le gusta levantarse descansado por la mañana.

—De acuerdo. Muy bien.

Al unísono, se pusieron el sombrero y se marcharon.

Y así llegamos a las semanas anteriores al espectáculo de la entrega de títulos. A Desdémona, que confeccionaba un chaleco de palikari, bordándolo con hilo rojo, blanco y azul.

A Lefty, saliendo de trabajar un viernes por la tarde y cruzando Miller Road para recibir la paga en el camión blindado. A Lefty otra vez, la noche del espectáculo, cogiendo el tranvía hasta la plaza Cadillac y entrando en la tienda de ropa Gold’s. Jimmy Zizmo se reúne allí con él para ayudarle a elegir un traje.

—Casi es verano. ¿Qué te parece algo de color crema? ¿Con una corbata amarilla de seda?

—No. Nos lo dijo el profesor de inglés. Azul o gris, exclusivamente.

—¿Quieren convertirte al protestantismo? ¡Resiste!

—Me llevaré uno azul, gracias —replica Lefty en su mejor inglés.

(Y ahí, también, parece que el dueño le debe a Zizmo un favor. Les hace un veinte por ciento de descuento).

Entretanto, en Hurlbut, el padre Stylianopoulos, párroco de la iglesia ortodoxa griega de la Asunción, acude finalmente para bendecir la casa. Desdémona lo observa nerviosa mientras el pope apura la copa de Metaxa que ella le ha ofrecido. Cuando Lefty y ella se hicieron miembros de su congregación, el anciano sacerdote preguntó, por pura formalidad, si se habían casado por el rito ortodoxo. Desdémona contestó afirmativamente. La habían educado en la creencia de que los curas sabían si se les decía o no la verdad, pero el padre Stylianopoulos se limitó a asentir con la cabeza y a escribir el nombre de ambos en el registro parroquial. Ahora el cura deja la copa. Se pone en pie y recita la bendición, asperjando agua bendita en el umbral. Antes de que acabe, sin embargo, la nariz de Desdémona empieza de nuevo a obrar por cuenta propia. Huele lo que el pope ha comido para almorzar. Percibe el efluvio de sus axilas mientras hace la señal de la cruz. Al despedirlo en la puerta, Desdémona contiene la respiración.

—Gracias, padre, gracias.

Stylianopoulos se va por donde ha venido, pero es inútil. En cuanto vuelve a inhalar, Desdémona huele el abono de los macizos de la casa de al lado y el repollo que tiene hirviendo la señora Czeslawski, aparte de un frasco de mostaza que, podría jurarlo, han abierto en alguna parte: todos esos olores confluyendo caprichosamente en ella, mientras se pone una mano sobre el vientre.

Justo entonces la puerta de la habitación se abre de par en par. Sale Surmelina. Lleva una mejilla cubierta de polvos y colorete; la otra, sin nada, tiene un aspecto verdoso.

—¿Hueles algo? —pregunta.

—Sí. Huelo todo.

—Ay, Dios mío.

—¿Qué ocurre?

—Nunca creí que esto pudiera pasarme a mí. A ti, puede. Pero no a mí.

Y ahora nos encontramos en el arsenal de la Brigada Ligera de Detroit, aquella misma tarde, a las siete. Un auditorio de dos mil espectadores se acomoda en las butacas mientras las luces de la sala se van apagando. Destacados personajes del mundo empresarial se saludan con apretones de mano. Jimmy Zizmo, con un traje nuevo de color crema y una corbata amarilla, cruza las piernas y empieza a mover un pie. Lina y Desdémona se cogen de la mano, unidas por un vínculo misterioso.

Se abre el telón y se oyen murmullos de asombro y aplausos dispersos. Un bastidor pintado muestra un buque de línea, dos enormes chimeneas y una sección de cubierta con su barandilla. Una pasarela se extiende en el otro punto iluminado del escenario; un gigantesco caldero gris que lleva grabadas las palabras: ACADEMIA DE INGLÉS FORD, CRISOL DE CULTURAS. Empieza a sonar una melodía tradicional europea. De pronto, un personaje solitario aparece en la pasarela. Vestido con atuendo balcánico, chaleco, amplios pantalones bombachos y botas altas de cuero, el inmigrante lleva sus pertenencias en un envoltorio atado a un palo. Mira temeroso a su alrededor, y luego baja y se introduce en el caldero.

—Vaya propaganda —murmura Zizmo en su butaca.

Lina le manda callar.

Ahora SIRIA baja al caldero. Luego lo hacen ITALIA, POLONIA, NORUEGA, PALESTINA. Y, finalmente, GRECIA.

—¡Mirad, es Lefty!

Con chaleco bordado de palikari, pukámiso de manga ancha y falda plisada, fustanela, mi abuelo cruza la pasarela. Se detiene un momento a mirar al auditorio, pero los brillantes focos le ciegan. No ve a mi abuela, rebosante con su secreto, que tiene los ojos fijos en él. ALEMANIA da unos golpecitos en el hombro a Lefty.

Macht schnel… Disculpa. Date prisa.

En primera fila, Henry Ford mueve la cabeza en señal de aprobación, disfrutando del espectáculo. La señora Ford quiere decirle algo al oído, pero él se lo impide con un gesto. Sus azules ojos de gaviota recorren rápidamente el rostro de los profesores de inglés, que van apareciendo uno tras otro en escena. Llevan largos cucharones, que introducen en el caldero. Los focos lanzan luz roja, que parpadea mientras los profesores remueven las cucharas. Sobre el escenario se alza una nube de vapor.

Dentro del caldero, los hombres, apelotonados, se quitan el atuendo de inmigrantes, poniéndose traje de calle. Hay brazos que se entremezclan, pies que pisan otros pies.

—Perdone, discúlpeme —se excusa Lefty, sintiéndose completamente norteamericano mientras se pone la chaqueta y los pantalones azules de lana. En su boca: treinta y dos dientes cepillados al estilo americano. Las axilas: generosamente rociadas con desodorante norteamericano. Y ahora los cucharones descienden desde lo alto, los inmigrantes giran rápidamente de un lado a otro…

… mientras dos hombres, uno alto y otro bajo, se dirigen a los bastidores con una hoja de papel en la mano…

… y entre el auditorio mi abuela tiene una expresión de asombro en el rostro…

… y el caldero empieza a hervir. Las luces rojas se hacen más intensas. La orquesta acomete el «Yankee Doodle». Uno a uno, los titulados de la Academia de Inglés Ford van saliendo del caldero. Vestidos de azul y gris, saltan al escenario, ondeando banderas estadounidenses entre aplausos estruendosos.

Apenas baja el telón, aparecen los agentes del Departamento Social.

—He aprobado el examen final —les informó mi abuelo—. ¡Noventa y tres por ciento! Y hoy voy a abrir una cuenta de ahorro.

—Qué bien —dijo el alto.

—Pero lamentablemente, es demasiado tarde —repuso el bajito.

Sacó un papelito del bolsillo, de un color rosa bien conocido en Detroit.

—Hemos hecho comprobaciones sobre su casero. El tal Jimmy Zizmo. Tiene antecedentes penales.

—Yo no sé nada de eso —protestó mi abuelo—. Seguro que es un error. Es buena persona. Trabaja mucho.

—Lo siento, señor Stephanides. Pero comprenderá usted que el señor Ford no puede tener obreros con esas amistades. No es preciso que se presente el lunes en la fábrica.

Mientras mi abuelo pugnaba por asimilar la noticia, el bajito hurgó en la herida.

—Espero que esto le sirva de lección. Si anda usted con malas compañías fracasará. Parece usted buena persona, señor Stephanides. De verdad. Le deseamos que tenga más suerte en el futuro.

Minutos después, Lefty salió a reunirse con su mujer. Se sorprendió cuando, delante de todo el mundo, lo abrazó, resistiéndose a soltarlo.

—¿Te ha gustado el espectáculo?

—No es eso.

—¿Qué es?

Desdémona miró a su marido a los ojos. Pero fue Surmelina quien lo explicó todo.

—¿Sabes una cosa? —dijo, hablando en cristiano—. Que tu mujer y yo estamos preñadas.