LA RUTA DE LA SEDA

Según cuenta una antigua leyenda china, un día del año 2640 a. C., la princesa Si Ling Chi estaba sentada a la sombra de una morera cuando en la taza de té le cayó un capullo de gusano de seda. Al intentar sacarlo, observó que el capullo empezaba a desenredarse en el líquido caliente. Dio el extremo suelto a su doncella y le dijo que echara a andar. La sirvienta llegó al jardín de palacio, cruzó las puertas, salió de la Ciudad Prohibida y se adentró un kilómetro en la campiña antes de que se acabara el hilo del capullo. (En Occidente, esa leyenda se iría transformando poco a poco a lo largo de tres milenios hasta convertirse en la historia de un físico y una manzana. En cualquier caso, el sentido es el mismo: los grandes descubrimientos, ya sea la gravedad o la seda, caen siempre como fruta madura. Y sus autores son gente que se pasa el tiempo holgazaneando debajo de los árboles).

Yo me siento un poco como aquella princesa china, cuyo descubrimiento otorgó a Desdémona un medio de vida. Como ella, desenredo mi historia, y cuanto más largo sea el hilo, menos queda por contar. Recorriendo el filamento al revés nos encontraremos con que el capullo comienza en un nudo diminuto, en un primer intento de enredo. Y siguiendo hacia atrás el hilo de mi historia en el sitio donde lo dejé, veo al Jean Bart fondeando en Atenas. De nuevo veo a mis abuelos en tierra, haciendo preparativos para otro viaje. Se entregan pasaportes, se aplican vacunas en antebrazos. Otro buque se materializa en el puerto, el Giulia. Suena una sirena.

Y fíjense: desde la cubierta del Giulia se va desenredando otra cosa. Algo multicolor se tiende sobre las aguas del Pireo.

En aquellos días era costumbre que los pasajeros que iban rumbo a Estados Unidos llevaran consigo carretes de hilo. Sus parientes sujetaban un extremo en el puerto. Cuando el Giulia hizo sonar la sirena apartándose del muelle, centenares de hilos se tensaron sobre el agua. El gentío gritaba despedidas, agitaba furiosamente los brazos, levantaba en el aire a niños para que vieran por última vez a alguien que luego no recordarían. Giraban hélices; ondeaban pañuelos, y arriba, en cubierta, los carretes de hilo empezaban a girar. Rojo, amarillo, azul, verde, se iban desenredando hacia el muelle, despacio al principio, una rotación cada diez segundos, luego cada vez más deprisa a medida que el buque cobraba velocidad. Los pasajeros sujetaban el ovillo el mayor tiempo posible, manteniendo la conexión con los rostros que iban desapareciendo en tierra. Pero finalmente, uno por uno, los carretes se fueron acabando. Las líneas de hilo volaban libremente, remontándose en la brisa.

Desde dos sitios distintos de la cubierta del Giulia, Lefty y Desdémona —mis abuelos, ya puedo decirlo, por fin— vieron cómo se alejaba la etérea alfombra. Desdémona se encontraba entre dos colectores de aire semejantes a dos colosales tubas. Lefty haraganeaba por el centro del barco con unos cuantos solteros. Hacía tres horas que no se veían. Por la mañana habían tomado café en un bar cercano al puerto, tras lo cual, como espías profesionales, había cogido cada cual su maleta —Desdémona siempre con su caja de gusanos de seda— y se habían alejado en direcciones diferentes. Mi abuela llevaba documentación falsa. En su pasaporte, concedido por el gobierno griego a condición de que se marchara inmediatamente del país, figuraba el apellido de soltera de su madre, Áristos, en lugar de Stephanides. Presentó el pasaporte junto con su tarjeta de embarque en lo alto de la pasarela del Giulia. Luego se dirigió a popa, tal como habían planeado, para la despedida.

Al salir de la bocana, la sirena volvió a sonar mientras el buque viraba al oeste y cobraba velocidad. Faldas, pañuelos y chaquetas se agitaban al viento. Varios sombreros volaron de las cabezas de sus dueños, entre gritos y carcajadas. En el cielo se mecían los hilos, que formaban una red ya apenas visible. Los pasajeros la siguieron con la mirada hasta el final. Desdémona fue una de las primeras en bajar. Lefty permaneció en cubierta otra media hora.

Durante el primer día de navegación, no cruzaron una sola palabra. Subieron a cubierta a la hora señalada para la comida y se pusieron en colas separadas. Después de comer, Lefty se juntó con los hombres que fumaban apoyados en la baranda mientras Desdémona, la espalda encorvada para protegerse del viento, se sentaba en cubierta con las mujeres y los niños.

—¿Va alguien a recibirte? ¿Tu novio? —le preguntaron las mujeres.

—No. Sólo mi prima, que vive en Detroit.

—¿Viajas solo? —preguntaron los hombres a Lefty.

—Así es. Sin preocupaciones.

Por la noche, bajaron a sus respectivos compartimientos. En literas de algas envueltas en arpillera, con chalecos salvavidas haciendo de almohadas, intentaron dormir, esforzándose en habituarse al cabeceo del barco y soportar los olores. Los pasajeros habían llevado a bordo toda clase de especias y dulces, sardinas en lata, pulpo en salsa de vino, piernas de cordero conservadas con dientes de ajo. En aquellos días podía determinarse la nacionalidad de alguien por el modo en que olía. Tumbada de espaldas, con los ojos cerrados, Desdémona percibía el revelador olor a cebolla de la húngara que estaba a su derecha, y el aroma a carne cruda de la armenia que iba a su izquierda. (Y ellas, a su vez, podían catalogarla como helena por sus efluvios de ajo y yogur). Las molestias que soportaba Lefty eran auditivas además de olfativas. A un lado tenía a un hombre llamado Callas cuyo ronquido era como una sirena a escala reducida; al otro, al doctor Philobosian, que lloraba en sueños. Desde que salieron de Esmirna, el doctor estaba enloquecido de pena. Presa del dolor, enajenado, permanecía encogido en su litera, con profundas ojeras violáceas. Apenas comía. Se negaba a subir a cubierta a respirar aire fresco. En las pocas ocasiones en que lo hizo, amenazó con arrojarse por la borda.

En Atenas, el doctor Philobosian les había dicho que lo dejaran en paz. Se negó a hablar de planes para el futuro y afirmó que no tenía familia en parte alguna.

—Mi familia ha muerto. Asesinaron a todos.

—Pobre hombre —dijo Desdémona—. No quiere vivir.

—Tenemos que ayudarle —insistió Lefty—. Me dio dinero. Me vendó la mano. Nadie más se preocupó por nosotros. Lo llevaremos con nosotros.

Mientras esperaban a que su prima les enviara un giro telegráfico, Lefty trató de consolar al doctor y finalmente le convenció para que fuera con ellos a Detroit.

—Lo más lejos posible —dijo el doctor Philobosian—, quiero ir a un sitio que esté lejos.

Pero ahora, en el barco, sólo hablaba de la muerte.

La travesía podía durar entre doce y catorce días. Lefty y Desdémona lo tenían todo bien planeado. Al segundo día en el mar, justo después de comer, Lefty dio una vuelta por el barco. Sorteó algunos pasajeros de tercera clase, tumbados en cubierta. Pasó frente a la escalera del puente de mando y se metió entre la carga adicional: cajones de aceitunas de Kalamata y aceite de oliva, esponjas de Kos. Siguió adelante, pasando la mano por la lona verde de los botes salvavidas, hasta que se encontró con la cadena que separaba la bodega de la tercera clase. En su época de esplendor, el Giulia había pertenecido a la Línea Austrohúngara. Alardeando de comodidades modernas («lumina eléctrica, ventilatie et confortu cel mai mare»), había hecho una vez al mes, la travesía entre Trieste y Nueva York. Ahora la luz eléctrica únicamente funcionaba en primera clase, y sólo de vez en cuando. Las barandillas de hierro estaban oxidadas. El humo de la chimenea había ennegrecido la bandera griega. El buque olía a bayetas de fregar el suelo y a un historial de vómitos. Lefty aún no se había acostumbrado al movimiento del barco. No dejaba de doblarse sobre la barandilla. Esperó frente a la cadena durante un tiempo prudencial, se dirigió a proa y luego volvió a popa. Desdémona, tal como habían convenido, estaba sola frente a la barandilla. Al pasar, Lefty le sonrió y la saludó con una proa y luego volvió a popa. Desdémona, tal como habían convenido, estaba sola frente a la barandilla. Al pasar, Lefty le sonrió y la saludó con un movimiento de cabeza. Ella le devolvió fríamente el saludo y volvió la vista al mar.

Al tercer día, Lefty dio otro paseo después de comer. Caminó hacia proa, cruzó a babor y se dirigió a popa. Sonrió a Desdémona, volviéndola a saludar con la cabeza. Esta vez, ella contestó con una sonrisa. Al reunirse con sus compañeros fumadores, preguntó si por casualidad alguno sabía cómo se llamaba aquella joven que viajaba sola.

A la cuarta jornada de travesía, Lefty se detuvo y se presentó.

—Hasta ahora vamos teniendo buen tiempo.

—Esperemos que siga así.

—¿Viaja sola?

—Sí.

—Yo también. ¿A qué parte de Estados Unidos se dirige?

—A Detroit.

—¡Qué coincidencia! Yo también voy a Detroit.

Siguieron charlando unos minutos. Luego Desdémona se excusó y bajó a su camarote.

Por el buque se extendieron rápidamente rumores sobre el idilio en ciernes. Para pasar el tiempo, todo el mundo empezó a hablar de aquel joven griego, tan alto y de tan elegante aspecto, que se había enamorado de aquella guapa morena que nunca iba a parte alguna sin su caja de madera labrada.

—Los dos viajan solos —comentaba la gente—. Y los dos tienen parientes en Detroit.

—Yo creo que no hacen buena pareja.

—¿Por qué no?

—Él tiene más clase que ella. No dará resultado.

—Pero bien que le gusta ella.

—¡Está en un barco en medio del océano! ¿Qué otra cosa tiene que hacer?

Al quinto día, Lefty y Desdémona dieron un paseo juntos por cubierta. Al sexto, él le ofreció el brazo y ella lo aceptó.

—¡Los presenté yo! —se ufanaba un pasajero.

—Lleva coletas —observaban desdeñosamente unas chicas de ciudad—. Parece una campesina.

Mi abuelo, en general, era objeto de mayor consideración. Afirmaban que era un rico comerciante en sedas de Esmirna que había perdido su fortuna en el incendio de la ciudad; un hijo del rey Constantino I y de su amante francesa; un espía del káiser en la Gran Guerra. Lefty no desmentía aquellos rumores. Aprovechaba la ocasión de la travesía transatlántica para reinventarse a sí mismo. Se echó una raída manta sobre los hombros y, con gesto teatral, se la ajustaba como si fuera una capa. Consciente de que lo que pasara entonces sería luego verdad, de que más tarde él se convertiría en lo que ahora pareciese ser —es decir, un americano—, esperaba a que Desdémona se presentase en cubierta. Al verla, se colocaba la manta, se despedía de sus compañeros de viaje con un movimiento de cabeza y, con paso lento pero decidido, cruzaba la cubierta para presentarle sus respetos.

—¡Está loco por ella!

—Yo creo que no. Un tipo así, lo que quiere es divertirse. A esa chica más le valdría andarse con cuidado, no sea que tenga que cargar por ahí con algo más que la caja esa.

Mis abuelos disfrutaban con su noviazgo simulado. Cuando podían oírles entablaban conversaciones propias de la primera o segunda salida juntos, forjándose un pasado.

—Y dígame —preguntaba Lefty—, ¿tiene usted hermanos?

—Tenía un hermano —contestaba Desdémona con añoranza—, se fugó con una turca. Mi padre lo repudió.

—Una medida muy severa. Yo creo que el amor rompe todos los tabúes. ¿Usted no?

Y cuando estaban a solas, se decían:

—Creo que está dando resultado. Nadie sospecha nada.

Siempre que Lefty se encontraba con Desdémona en cubierta, hacía como que acababa de conocerla. Se acercaba a ella, hablaba de cosas triviales, hacía un comentario sobre la belleza del crepúsculo y luego, galantemente, pasaba a ensalzar la belleza de su rostro. Desdémona también desempeñaba su papel. Al principio se mostraba distante. Le retiraba el brazo cada vez que él hacía en broma una observación subida de tono. Le dijo que su madre la había prevenido contra hombres como él. Pasaron la travesía representando aquel imaginario devaneo y, poco a poco, empezaron a creérselo. Inventaban recuerdos, improvisaban el futuro. (¿Por qué lo hacían? ¿Por qué se tomaban todas aquellas molestias? ¿No podían haber dicho que ya estaban comprometidos? ¿O que hacía años que habían concertado su matrimonio? Sí, claro que podían haberlo hecho. Pero no era a los demás viajeros a quienes intentaban engañar, sino a sí mismos).

La travesía facilitaba las cosas. Navegar por el océano entre medio millar de absolutos desconocidos transmitía un furtivo anonimato que mis abuelos aprovecharon para recrearse a sí mismos. El espíritu dominante en el Giulia era la transformación individual. Mirando al mar, los cultivadores de tabaco imaginaban ser pilotos de carreras, los tintoreros se veían como magnates de Wall Street, las modistillas como coristas de Ziegfeld Follies. El océano gris se extendía en todas direcciones. Europa y Asia Menor habían muerto a sus espaldas. Frente a ellos se extendía América, con sus nuevos horizontes.

En la octava jornada de travesía, Lefty Stephanides, con gesto grandioso, la rodilla doblada, a plena vista de seiscientos sesenta y tres pasajeros de tercera clase, propuso matrimonio a Desdémona Áristos, sentada en una cornamusa. Las jóvenes contenían el aliento. Los hombres casados daban codazos a los solteros:

—Presta atención, a ver si aprendes algo.

Mi abuela, haciendo gala de aptitudes teatrales afines a su hipocondría, expresó emociones complejas: sorpresa, gozo inicial, dudas, prudencial consideración de un rechazo y luego, entre el aplauso que ya se alzaba, aturdida aceptación.

La ceremonia se celebró en cubierta. En lugar de vestido de novia, Desdémona llevaba sobre la cabeza un chal de seda que le habían prestado. El capitán Kodulis dio a Lefty una corbata salpicada de manchas de grasa.

—Si llevas la chaqueta abrochada nadie lo notará —le aseguró.

A guisa de stefana, mis abuelos llevaban coronas de cuerda entretejida. En el mar no había flores de modo que el kubari, un tal Pelos que hacía las veces de padrino, quitaba la corona de cáñamo al rey y se la ponía a la reina, se la quitaba a la reina y se la ponía al rey para luego volverlas a cambiar.

El novio y la novia ejecutaron la danza de Isaías. Juntas las caderas, cogidos de la mano con los brazos entrelazados, Desdémona y Lefty giraron en torno al capitán, una vez, dos veces y luego otra, hilando juntos el capullo de su vida. Ninguna linealidad patriarcal en esa ceremonia. Los griegos nos casamos en círculo, para que se nos queden grabados los elementos esenciales del matrimonio: para ser feliz hay que encontrar variedad en la repetición; para avanzar hay que volver a donde se ha empezado.

Ahora bien, en el caso de mis abuelos, se trazó un triple círculo: cuando pasearon por cubierta la primera vez, Lefty y Desdémona seguían siendo hermanos. La segunda vez, eran novios. Y la tercera, marido y mujer.

El día que se casaron mis abuelos, el sol se puso justo delante de la proa del buque, señalando el camino a Nueva York. Salió la luna, trazando una línea plateada sobre el mar. En su ronda nocturna por cubierta, el capitán Kodulis bajó del puente de mando y se encaminó a proa. Arreciaba el viento. El Giulia cabeceaba entre las olas. Mientras la cubierta daba bandazos a uno y otro lado, el capitán Kodulis no se tambaleó ni una sola vez, e incluso fue capaz de encender un cigarrillo indonesio, sus preferidos, ladeando la visera trenzada de la gorra para protegerse del viento. Con su uniforme no muy limpio, calzando botas cretenses hasta la rodilla, el capitán Kodulis inspeccionaba luces de navegación, pilas de hamacas, botes salvavidas. El Giulia estaba solo en medio del vasto Atlántico, las escotillas cerradas contra el embate de las olas. La cubierta se encontraba vacía salvo por dos pasajeros de primera clase, hombres de negocios norteamericanos que apuraban la última copa del día con una manta echada sobre las piernas.

—Según me han dicho, Tilden no se limita a jugar al tenis con sus protegidos, si entiendes lo que quiero decir.

—No me digas.

—Beben juntos la copa del amor.

El capitán Kodulis, sin comprender palabra de lo que acababa de oír, saludó con la cabeza al pasar…

En el interior de una lancha de salvamento, Desdémona decía:

—No mires.

Estaba tumbada de espaldas. No los separaba una manta de pelo de cabra, de manera que Lefty se tapó los ojos con las manos sin dejar de mirar entre los dedos. Por un agujerito de la lona se filtraba un rayo de luna que, poco a poco, fue llenando el bote. Lefty había visto desnuda a Desdémona muchas veces, pero siempre en penumbra y nunca a la luz de la luna. Ella jamás se había desnudado así, encorvada y levantando los pies para descalzarse. Lefty siguió mirando y, cuando ella se despojó de la falda y logró sacarse la blusa por la cabeza, se quedó impresionado por la diferencia de aspecto que ofrecía su hermana, a la luz de la luna, dentro de un bote salvavidas. Resplandecía. Irradiaba luz blanca. Pestañeó bajo las manos. La luna prosiguió su ascenso; le cubrió el cuello, le llegó a los ojos y entonces comprendió: Desdémona llevaba corsé. Ésa era la otra cosa que se había traído: la tela blanca en que había envuelto los huevos de los gusanos de seda no era sino su corsé nupcial. Ella pensaba que nunca se lo iba a poner, pero ahí estaba. Las copas del sostén apuntando al techo de lona. Láminas de hueso de ballena le oprimían la cintura. Del faldón del corsé pendían ligueros que no sujetaban nada porque mi abuela no tenía medias. Dentro del bote, el corsé absorbía toda la luz, con el extraño resultado de que el rostro, la cabeza y los brazos de Desdémona habían desaparecido. Parecía una Victoria Alada que, colocada de espaldas, transportaran al museo de algún conquistador. Lo único que le faltaban, eran las alas.

Lefty se quitó los zapatos y los calcetines, originando una lluvia de arenilla. Cuando se quitó la ropa interior, la lancha de salvamento se llenó de olor a moho. Sintió vergüenza por un momento, pero a Desdémona no parecía importarle.

Estaba trastornada por la confusión de sus sentimientos. El corsé, sin duda, hizo que se acordara de su madre, y de pronto tuvo plena conciencia de que aquello no estaba nada bien. Hasta entonces había logrado apartarlo de su mente. En el caos de los últimos días no había tenido ocasión de pensarlo mucho.

Lefty también se sentía confuso. Aunque torturado por los pensamientos sobre Desdémona, se alegraba de la oscuridad que reinaba en el bote, aliviado, sobre todo, por el hecho de que no pudiera verle la cara. Durante meses, Lefty se había acostado con putas que se parecían físicamente a ella, pero ahora le resultaba más fácil imaginar que Desdémona era una extraña.

El corsé parecía poseer manos propias. Una la acariciaba suavemente entre las piernas. Otras dos le sostenían los pechos; una, dos, tres manos que la tocaban y acariciaban. Y con aquella lencería Desdémona se vio a sí misma con ojos nuevos, la estrecha cintura, los redondos muslos; se sentía bella, deseable y, ante todo, distinta. Alzó los pies y apoyó las pantorrillas en el escálamo. Abrió las piernas. Extendió los brazos para recibir a Lefty, que se dio la vuelta, haciéndose rozaduras en el codo y la rodilla, sacando los remos de su sitio, casi lanzando una bengala, hasta que acabó cayendo en su dulzura, derritiéndose. Por primera vez, probó Desdémona el sabor de su boca, y la única cosa propia de una hermana que hizo durante el acto amoroso fue apartarse, una sola vez, para tomar aire y reconvenirle:

—Qué malo eres. Esto ya lo has hecho antes.

Y Lefty sólo pudo repetir:

—Pero así, no; así, no…

Y antes me equivoqué, lo retiro. Bajo Desdémona, batiendo contra las tablas y elevándola en el aire: un par de alas.

—¡Lefty! —Desdémona ahora, jadeante—. Me parece que lo siento.

—¿Qué sientes?

—Ya sabes. Esa sensación.

—Recién casados —dijo en voz alta el capitán Kodulis, viendo cómo se mecía el bote—, ¡ay, quién volviera a ser joven!

Cuando la princesa Si Ling Chi —a quien imagino como la versión imperial de la ciclista que vi en el U-Bahn el otro día; por lo que sea, no puedo dejar de pensar en ella, la sigo buscando todas las mañanas—, cuando la princesa Si Ling Chi descubrió la seda, su país mantuvo el hallazgo en secreto durante tres mil ciento noventa años. Todo intento de sacar de China huevos de gusanos de seda estaba castigado con la pena de muerte. Puede que mi familia no se hubiera dedicado a criar gusanos de seda de no haber sido por el emperador Justiniano, quien, según Procopio, convenció a dos misioneros para que corrieran el riesgo. En el año 550 d. C., aquellos misioneros sacaron de China huevos de gusanos de seda con un método equivalente al condón tragado de nuestros días: un báculo hueco. También se llevaron semillas de morera. En consecuencia, Bizancio se convirtió en un centro de sericultura. En las laderas de Turquía florecieron las moreras. Con sus hojas se alimentaban los gusanos de seda. Mil cuatrocientos años después, los descendientes de aquellos primeros huevos robados llenaban la caja de gusanos de seda que mi abuela llevaba consigo en el Giulia.

Yo también soy descendiente de una operación de contrabando. Sin saberlo, mis abuelos, de camino a Estados Unidos, llevaban un solo gen mutante del quinto cromosoma. No se trataba de una mutación reciente. Según el doctor Luce, ese gen surgió por primera vez en mi árbol genealógico en torno al 1750, en el organismo de una tatarabuela mía a la enésima potencia, llamada Penélope Evangelatos. Ella se lo pasó a su hijo Petras, que a su vez lo transfirió a sus dos hijas, quienes lo transmitieron a tres de sus cinco hijos, y así sucesivamente. Al ser recesivo, tendría que haberse manifestado de manera intermitente. Herencia esporádica, lo denominan los especialistas en genética. Un rasgo que pasa a la clandestinidad durante décadas sólo para reaparecer cuando todo el mundo se ha olvidado del asunto. Eso era lo que pasaba en Bitinio. De vez en cuando nacía un hermafrodita, en apariencia una niña que, al crecer, resultaba ser otra cosa.

Durante las seis noches siguientes, bajo diversas condiciones metereológicas, mis abuelos se reunieron en el bote salvavidas. Por el día, cuando Desdémona se sentaba en cubierta, la idea de que Lefty y ella estaban obrando mal recrudecía su sentimiento de culpa; pero de noche, sintiéndose sola y con ganas de escapar del camarote, volvía sigilosamente al bote salvavidas y a su reciente marido.

Su luna de miel se desarrolló al revés. En vez de ir conociéndose el uno al otro, de familiarizarse con sus respectivos gustos y aversiones, los sitios donde tenían cosquillas, sus manías especiales, Desdémona y Lefty intentaban desfamiliarizarse el uno del otro. En el ambiente de estafa que habían creado a bordo, siguieron tejiendo falsas historias sobre sí mismos, inventándose hermanos con nombres plausibles, primos con lacras morales, cuñados con tics faciales. Se turnaban recitando genealogías homéricas, repletas de falsificaciones y préstamos de la vida real, y a veces se peleaban por alguno de sus tíos preferidos, con lo que acababan negociando como directores de reparto. Poco a poco, a medida que se sucedían las noches, aquellos parientes ficticios empezaron a cristalizarse en su mente. Se interrogaban sobre parentescos confusos, preguntando Lefty:

—¿Con quién está casado Yianis, tu primo segundo?

—Muy fácil —contestaba Desdémona—, con Azina. La coja.

(¿Y me equivoco al pensar que mi obsesión por el parentesco familiar empezó allí mismo, en la lancha de salvamento? ¿Acaso no me interrogaba mi madre sobre tíos y primos a mí también? A mi hermano no le preguntaba porque él siempre andaba ocupado con tractores y palas de nieve, mientras que yo debía rezumar ese femenino pegamento que mantiene unidas a las familias, escribiendo notas de agradecimiento y recordando los santos y cumpleaños de todo el mundo. Mire usted, querido lector, yo he oído la siguiente genealogía de labios de mi madre: «Ésa es tu prima Melia. La hija de Stazis, el cuñado de Lucille, que es la hermana de tío Mike. Stazis el lechero, ese que nunca tiene mucha prisa, ya sabes, ¿no? Melia es su primera chica, que nació en tercer lugar, después de Mike y Johnny, los dos chicos. Tendrías que conocerla. ¡Melia es prima política tuya!»).

Y aquí estoy ahora, consciente de mis deberes, bosquejándolo todo para usted, querido lector, y destilando femenino pegamento, pero también con un dolor sordo en el pecho porque me doy cuenta de que la genealogía no les dice nada. Tessie sabía quién estaba emparentado con quién pero no tenía ni idea de quién era su propio marido, ni del parentesco que tenían sus suegros; todo ello no era más que una ficción creada en el bote salvavidas donde mis abuelos inventaron su propia vida.

Desde el punto de vista sexual, las cosas fueron sencillas para ellos. El doctor Luce, el gran sexólogo, cita asombrosas estadísticas para afirmar que antes de 1950 las parejas casadas no practicaban el sexo oral. Las relaciones sexuales de mis abuelos eran placenteras pero invariables. Por la noche, Desdémona se desnudaba hasta quedarse en corsé, y Lefty manipulaba los broches y corchetes en busca de la combinación secreta que abría las compuertas de la hermética prenda. En cuanto a afrodisíacos, el corsé era todo lo que necesitaban, y para mi abuelo continuó siendo el singular emblema erótico de su vida. El corsé renovó a Desdémona. Como ya he dicho, Lefty ya había visto desnuda a su hermana, pero el corsé tenía el extraño poder de realzar su desnudez; la convertía en una criatura blindada, intimidante, con un mórbido interior que debía conquistarse. Los automáticos hacían un ruidito seco y, entonces, se abría de pronto. Lefty se encaramaba sobre Desdémona (haciéndose rozaduras en las rodillas) y apenas se movía ninguno de los dos; las olas del mar se encargaban de hacerlo todo por ellos.

Su perifescencia existía en paralelo con una vinculación afectiva menos apasionada. El acto sexual podía dar paso, en cualquier momento, a una emoción sosegada. De manera que, tras la cópula, retiraban la lona, se quedaban mirando al cielo nocturno que pasaba sobre sus cabezas y se ponían a charlar de las cosas de la vida.

—A lo mejor me puede dar trabajo el marido de Lina —decía Lefty—. Tiene negocio propio, ¿no es así?

—No sé a qué se dedica. Lina nunca me contesta claramente.

—Cuando ahorremos un poco, podré abrir un casino. Un poco de juego, un bar, quizá un espectáculo. Y por todas partes, palmeras plantadas en macetas.

—Tendrías que ir a la universidad. Hacerte profesor, como querían madre y padre. Y tenemos que construir un criadero de gusanos de seda, no te olvides.

—Olvídate de los gusanos de seda. Yo hablo de ruleta, canciones de rebétiko, copas, baile. Puede que venda un poco de hachís, de paso.

—En Estados Unidos está prohibido fumar hachís.

—¿Cómo lo sabes?

—No es esa clase de país —aseveró Desdémona con certeza.

Pasaron el resto de la luna de miel en cubierta, pensando en cómo arreglárselas para que los dejaran entrar en la isla Ellis. Ya no era tan fácil. En 1894 se había creado una alianza para restringir la inmigración. En el hemiciclo del Senado de Estados Unidos, Henry Cabot Lodge blandió un ejemplar de Sobre el origen de las especies, advirtiendo de que la influencia de pueblos inferiores oriundos de la Europa meridional y oriental amenazaba «el tejido mismo de nuestra raza». La Ley de Inmigración de 1917 prohibió la entrada a Estados Unidos a treinta y tres categorías de indeseables, y así, en 1922, en la cubierta del Giulia, los pasajeros discutían los modos de escapar a la clasificación. En sesiones atestadas de gente, los analfabetos aprendían a fingir que sabían leer, los anarquistas, a negar que habían leído a Proudhon; los enfermos del corazón, a tener vigor; los epilépticos, a negar sus ataques, y los portadores de enfermedades hereditarias, a olvidar mencionarlas. Mis abuelos, ignorantes de su mutación genética, se centraron en impedimentos más ostensibles. Otra categoría de restricción: «personas condenadas por un delito o una falta contra la moral establecida». Y un subconjunto de ese grupo: «Relaciones incestuosas».

Evitaban a los pasajeros que pudieran padecer tracoma o tiña fávica. Huían de todo aquel que tuviera una tos perruna. De cuando en cuando, para tranquilizarse, Lefty sacaba el certificado que declaraba lo siguiente:

SE HA VACUNADO Y

DESPIOJADO

A ELEUTERIO STEPHANIDES,

A QUIEN SE DECLARA LIBRE DE PLAGAS

EN LA FECHA DE HOY,

23 DE SEPTIEMBRE DE 1922.

DESINFECCIÓN MARÍTIMA, EL PIREO

Alfabetizados, casados con una sola persona (aunque hermanos), con manifiesta estabilidad emocional e inclinaciones democráticas, y despiojados de manera autoritaria, mis abuelos no veían obstáculo alguno que les impidiera la entrada. Cumplían el requisito de los veinticinco dólares por persona. Además tenían un fiador: su prima Surmelina. Justo el año anterior, la Ley de Cupos había reducido la cantidad anual de inmigrantes de la Europa meridional y oriental de 783.000 a 155.000. Era casi imposible entrar en el país sin un fiador o sin una impresionante recomendación profesional. Para mejorar sus posibilidades, Lefty dejó su manual de conversación francesa y se puso a memorizar cuatro versículos del Nuevo Testamento en la versión del rey Jacobo. El Giulia rebosaba de citas que ofrecían de primera mano las pruebas sobre la capacidad de leer y escribir en inglés. Según la nacionalidad, se pedía al inmigrante que tradujera un texto específico de las Escrituras. Para los griegos, era el versículo 12 del capítulo 19 del evangelio según San Mateo: «Pues hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos».

—¿Eunucos? —se estremeció Desdémona—. ¿Quién te ha contado eso?

—Es un pasaje de la Biblia.

—¿De qué Biblia? De la Biblia griega, no. Habla con otros y entérate de lo que preguntan en la prueba esa.

Pero Lefty le mostró el texto griego en la parte superior de la cartulina y el inglés en la parte de abajo. Repitió el pasaje palabra por palabra, haciendo que ella lo memorizara, lo entendiera o no.

—¿Es que no tuvimos bastantes eunucos en Turquía, para que ahora tengamos que hablar de ellos en la isla Ellis?

—Los americanos dejan entrar a todo el mundo —bromeó Lefty—. Eunucos incluidos.

—Pues si son tan comprensivos deberían dejarnos hablar griego —rezongó Desdémona.

El verano iba abandonando el océano. Una noche hizo demasiado frío en el bote salvavidas para abrir el corsé. Así que, arropados con mantas, se pusieron a hablar.

—¿Va Surmelina a recibirnos a Nueva York? —preguntó Desdémona.

—No. Tenemos que ir en tren a Detroit.

—¿Por qué no viene a recibirnos?

—Está muy lejos.

—Mejor así. De todos modos no llegaría a tiempo.

El incesante viento marino agitaba la lona. Se formaba escarcha en la borda del bote. Veían la parte superior de la chimenea del Giulia, el humo discernible únicamente como un pedazo de cielo sin estrellas. (Aunque no se percataron de ello, aquella chimenea inclinada, con rayas transversales, los estaba informando sobre su nueva patria; musitaba historias sobre el río Rouge y la fábrica Uniroyal, las Siete Hermanas y los Dos Hermanos, pero ellos no escuchaban, arrugaban la nariz y se encogían aún más en el bote, evitando el humo).

Y si el olor a industria no hubiera insistido en irrumpir en el relato, si Desdémona y Lefty, que se criaron en una montaña perfumada con el aroma de los pinos y que jamás se acostumbrarían al aire contaminado de Detroit, no se hubieran encogido dentro del bote salvavidas, habrían percibido un olor nuevo que flotaba en la fresca brisa marina: un olor húmedo, a barro y corteza mojada. Tierra. Nueva York. América.

—¿Qué vamos a decirle a Surmelina de lo nuestro?

—Ella lo entenderá.

—¿Y no dirá nada?

—Hay unas cuantas cosas de las que no querrá que se entere su marido.

—¿Te refieres a Helena?

—Yo no he dicho nada —dijo Lefty.

Después de lo cual se quedaron dormidos, despertándose a la salida del sol frente a alguien que los miraba fijamente.

—¿Habéis dormido bien? —inquirió el capitán Kodulis—. A lo mejor queréis que os traiga una manta, ¿no?

—Lo siento —se disculpó Lefty—, no volveremos a hacerlo.

—No tendréis ocasión —repuso el capitán y, para demostrar su afirmación, retiró completamente la lona del bote salvavidas.

Desdémona y Lefty se incorporaron. A lo lejos, a la luz de la mañana, se veían los edificios de Nueva York recortados sobre el horizonte. Aquélla no era la forma que debía tener una ciudad —ni cúpulas, ni alminares—, y tardaron un poco en asimilar las altas líneas geométricas. Jirones de niebla flotaban por la bahía. Un millón de ventanas emitían destellos rosados. Más cerca, coronada con sus propios rayos y vestida como una griega clásica, la Estatua de la Libertad les daba la bienvenida.

—¿Qué os parece? —preguntó el capitán Kodulis.

—Yo ya he visto bastantes antorchas para lo que me queda de vida —sentenció Lefty.

Pero Desdémona, por una vez, se mostró más optimista.

—Por lo menos es una mujer —observó—. A lo mejor aquí no andan matándose unos a otros, un día sí y otro también.