UNA PROPOSICIÓN INDECOROSA

Descendiente de griegos de Asia Menor, nacido en Estados Unidos, vivo ahora en Europa. Concretamente, en el barrio de Schöneberg de Berlín. El Servicio Exterior está dividido en dos secciones, el cuerpo diplomático y el departamento cultural. El embajador y sus asesores llevan a cabo la política exterior desde la embajada rodeada de barricadas y recién abierta en Neustädtische Kirchstrasse. Nuestra sección (encargada de recitales, conferencias y conciertos) trabaja en un edificio de original estilo, catalogado como monumento histórico, llamado Amerika Haus.

Esta mañana he cogido el tren para ir a trabajar, como de costumbre. El U-Bahn me lleva silenciosamente en dirección oeste desde el parque KJeist a Berliner Strasse y luego, después del transbordo, al norte, hacia el Zoologischer Garten. Una tras otra, pasan estaciones del antiguo Berlín Occidental. Muchas de ellas fueron reformadas en los años setenta y tienen los colores de las cocinas de los barrios periféricos de mi infancia: aguacate, canela, amarillo girasol. En Spichernstrasse sí se detiene el tren para realizar un cambio de bogies. En el andén, hoy un músico callejero tocaba una lacrimógena melodía eslava con un acordeón. Con los zapatos de puntera relucientes, aún con el pelo húmedo, iba yo hojeando el Frankfurter Allgemeine cuando ella entró en el vagón empujando su inconcebible bicicleta.

Antes era uno capaz de acertar la nacionalidad de una persona con sólo verle la cara. El Servicio de Inmigración acabó con eso.

A continuación, podía adivinarse la nacionalidad de la gente fijándose en su calzado. La globalización acabó con eso. Ya no se ven aquellas crías de foca finlandesas, las platijas alemanas. Sólo Nikes, en pies vascos, holandeses, siberianos.

La ciclista era asiática, al menos genéticamente. Llevaba el pelo descuidado, revuelto. Vestía un chaquetón corto verde oliva y pantalones negros de esquiar, y calzaba unos Camper marrones que parecían zapatillas de jugar a los bolos. La cesta de la bici contenía la funda de una cámara.

Tuve la corazonada de que era norteamericana. Por la bici retro. De color azul turquesa y con muchos cromados, tenía unos guardabarros tan anchos como los de un Chevrolet, neumáticos tan gruesos como los de una carretilla, y no parecía pesar menos de ciento cincuenta kilos. Capricho de expatriada, aquella bici. Estaba a punto de utilizarla como pretexto para entablar conversación, cuando el tren volvió a detenerse. La ciclista alzó la cabeza. El pelo se le apartó de su precioso rostro oculto bajo la capucha y, por un momento, nuestras miradas se encontraron. La placidez de su semblante junto con la suavidad de su piel, le daban un aire como de máscara, con ojos vivos, humanos, bajo el antifaz. Esos ojos se apartaron entonces de los míos mientras ella cogía la bicicleta por el manillar y, empujándola fuera del tren, se encaminaba a los ascensores. El U-Bahn prosiguió su trayecto, pero yo no continué mi lectura. Me quedé en el asiento, en un estado de voluptuosa agitación, de agitada voluptuosidad, hasta llegar a mi parada, donde me apeé tambaleante.

Desabrochándome la chaqueta del traje, saqué un puro del bolsillo interior. De otro bolsillo más pequeño extraje el cortapuros y una caja de cerillas. Aunque todavía no había almorzado, encendí el puro —un Davidoff Grand Cru del número tres— y me quedé allí fumando, tratando de calmarme. Los puros, los trajes de chaqueta cruzada, puede que sean algo excesivo. Soy muy consciente de eso. Pero los necesito. Hacen que me sienta mejor. Puedo permitirme exagerar un poco en compensación por todo lo que he pasado. Con mi traje a la medida y mi camisa de cuadros, me fumé el puro de tamaño medio hasta que se me apagó el fuego en las venas.

Algo que debe entenderse: no soy andrógino en lo más mínimo. El síndrome de deficiencia de 5-alfa reductasa permite una biosíntesis normal y una acción periférica de testosterona, en el útero, neonatalmente, y en la pubertad. En otras palabras, en sociedad actúo como hombre. Voy al servicio de caballeros. Pero no a los urinarios, siempre a los cubículos. En el gimnasio utilizo las duchas de caballeros, aunque discretamente. Poseo todas las características sexuales secundarias de un hombre normal salvo una: la incapacidad de sintetizar dihidrotestosterona me ha hecho inmune a la calvicie. He sido varón más de la mitad de mi vida, con lo que ya todo lo hago con la mayor naturalidad. Cuando Calíope emerge a la superficie, es como un defecto del habla adquirido en la infancia. De pronto ahí está otra vez, dándose un tironcito del pelo o mirándose las uñas. Es un poco como estar poseído. Callie surge en mi interior, llevando mi piel como un vestido amplio. Mete las manitas en las anchas mangas de mis brazos. Introduce los pies de chimpancé por los pantalones de mis piernas. Por la acera noto que sus andares de niña toman el relevo, y el movimiento me devuelve una especie de emoción, una simpatía desolada y efusiva por las niñas que veo volver a casa del colegio. Eso continúa durante unos cuantos pasos. El pelo de Calíope me hace cosquillas en la nuca. Noto la vacilante presión de su mano en el pecho —aquel viejo hábito nervioso suyo—, para ver si hay alguna novedad por ese lado. El enfermizo fluido de la desesperación adolescente que corre por sus venas inunda las mías una vez más. Pero entonces, tan bruscamente como ha aparecido, desaparece, encogiéndose y fundiéndose en mi interior, y cuando me vuelvo a mirar en un escaparate esto es lo que veo: un hombre de cuarenta y un años de pelo ondulado, más bien largo, fino bigote y perilla. Una especie de mosquetero moderno.

Pero basta ya de mí por ahora. Tengo que retomar el hilo y volver a donde las explosiones me interrumpieron ayer. Después de todo, ni Cal ni Calíope habrían venido a este mundo sin lo que sucedió a continuación.

—¡Te lo advertí! —gritó Desdémona a pleno pulmón—. ¡Te dije que todo esto no podía acabar bien! ¿Así es como nos liberan? ¡Sólo los griegos pueden ser tan estúpidos!

A la mañana siguiente del vals, como puede verse, los presentimientos de Desdémona se habían hecho realidad. La Megali Idea había llegado a su fin. Los turcos habían capturado Afyon. El ejército griego, derrotado, huía hacia el mar. En su retirada, prendía fuego a todo lo que se topaba en su camino. Desdémona y Lefty, a la luz del amanecer, estaban en la ladera de la montaña observando la devastación. Una espiral de humo negro se extendía a lo largo de kilómetros por el valle. Todos los pueblos, todos los campos, todos los árboles estaban en llamas.

—No podemos quedarnos aquí —dijo Lefty—. Los turcos querrán vengarse.

—¿Desde cuándo necesitan un motivo?

—Nos marcharemos a América. Podemos vivir con Surmelina.

—En América las cosas no serán muy agradables —insistió Desdémona, sacudiendo la cabeza—. No te creas las cartas de Lina. Exagera.

—Mientras estemos juntos, todo irá bien.

La miró, de la forma que lo había hecho la noche anterior, y Desdémona se ruborizó. Lefty trató de rodearla con el brazo, pero ella lo apartó.

—Mira.

Abajo, el humo se había disipado un poco. Ahora podían ver las carreteras, abarrotadas de refugiados: una riada de carretas, carromatos, búfalos de agua, mulas y gente saliendo apresuradamente de la ciudad.

—¿Dónde podemos coger un barco? ¿En Constantinopla?

—Iremos a Esmirna —contestó Lefty—, todos dicen que por Esmirna es más seguro.

Desdémona guardó silencio un momento, tratando de comprender aquella nueva realidad. En las otras casas retumbaban voces que maldecían a los griegos, a los turcos, mientras la gente empezaba a hacer el equipaje.

—Me llevaré la caja de gusanos de seda —anunció en tono resuelto—. Y huevos. Para ganar dinero.

Lefty la zarandeó del brazo con aire burlón.

—En América no crían gusanos de seda.

—Llevarán ropa, ¿no? ¿O es que van desnudos por ahí? Si llevan ropa, necesitarán seda. Y me la podrán comprar a mí.

—Vale, lo que quieras. Pero date prisa.

Eleuterio y Desdémona Stephanides salieron de Bitinio el 31 de agosto de 1922. Se marcharon a pie, con dos maletas llenas de ropa, artículos de tocador, el libro de cabecera y la sarta de cuentas de Desdémona, y dos textos de griego antiguo de Lefty. Bajo el brazo, Desdémona llevaba también la caja de gusanos de seda con unos centenares de huevos envueltos en una tela blanca. Los trozos de papel que ahora llevaba Lefty en los bolsillos no registraban deudas de juego sino direcciones en Atenas o Astoria. En una sola semana, el centenar de habitantes que más o menos quedaba en Bitinio hizo las maletas y se dirigió a la Grecia continental, la mayoría de camino a Estados Unidos. (Una diáspora que debió de haber impedido mi existencia, pero que no lo hizo).

Antes de marcharse, Desdémona salió al patio y se santiguó al estilo ortodoxo, empezando con el pulgar. Se despidió de todo: del polvoriento olor a podrido del criadero y de las moreras que flanqueaban la pared, de los escalones que ya no volvería a subir y, también, de aquella sensación de vivir por encima del mundo. Entró en el criadero a ver a sus gusanos por última vez. Habían dejado de tejer. Alzó la mano, arrancó un capullo de la rama de una morera y se lo guardó en el bolsillo de la blusa.

El 6 de septiembre de 1922, el general Hajienestis, comandante en jefe de las fuerzas griegas en Asia Menor, se despertó con la impresión de que tenía las piernas de cristal. Le daba miedo levantarse de la cama, así que despidió al barbero, renunciando a su afeitado matinal. Por la tarde se negó a ir a tierra a tomar su habitual refresco de agua de limón en los muelles de Esmirna. En cambio, permaneció tumbado boca arriba, inmóvil y alerta, ordenando a sus ayudantes que no dieran portazos ni pisaran fuerte. Aquél fue uno de los días más lúcidos y productivos del comandante en jefe. Cuando el ejército turco atacó Afyon dos semanas antes, Hajienestis creyó que estaba muerto y que las ondas luminosas que se reflejaban en las paredes de su camarote eran pirotecnia celeste.

A las dos de la tarde, su lugarteniente entró de puntillas en el camarote y, en un murmullo, le dijo:

—Mi general, espero sus órdenes para contraatacar, señor.

—¿Oye cómo rechinan?

—¿Señor?

—Mis piernas. Mis delgadas piernas de cristal.

—Señor, soy consciente de que al general le molestan las piernas, pero con todo respeto, señor —un poco más alto que un murmullo ahora—, creo que no es hora de centrarse en tales cuestiones.

—Considera que es una especie de broma, ¿no es así, teniente? Pero si usted tuviera las piernas de cristal, lo entendería. No puedo ir a tierra. ¡Con eso es precisamente con lo que cuenta Kemal! Que me levante de la cama y se me rompan las piernas en mil pedazos.

—Éstos son los últimos informes, general. —El lugarteniente sostuvo un papel frente a los ojos de Hajienestis—. Se ha avistado a la caballería turca a ciento cincuenta kilómetros al este de Esmirna —leyó—. Los refugiados ya alcanzan la cifra de ciento ochenta mil, lo que significa un aumento de treinta mil con respecto al día de ayer.

—Yo no sabía que la muerte sería algo así, teniente. Me siento próximo a usted. Estoy muerto. He hecho un viaje al Hades, pero aún puedo verlo a usted. Escúcheme. La muerte no es el fin. Eso es lo que he descubierto. Permanecemos, persistimos. Los muertos ven que soy uno de ellos. Están todos a mi alrededor. Usted no los ve, pero ahí están. Madres e hijos, ancianas, todo el mundo. Diga al cocinero que me traiga el almuerzo.

Fuera, el famoso puerto estaba a rebosar de barcos. Amarrados a un largo muelle había buques mercantes junto a barcazas y caiques de madera. Más lejos, estaban anclados los buques de guerra aliados. El hecho de verlos tranquilizaba a los griegos y armenios de Esmirna (y a los miles y miles de refugiados), y siempre que circulaba un rumor —el día anterior un periódico armenio aseguraba que los aliados, deseosos de desagraviar a los turcos victoriosos por su apoyo a la invasión griega, tenían el propósito de entregarles la ciudad—, los ciudadanos miraban los destructores franceses y los acorazados británicos, aún a la vista para proteger los intereses comerciales europeos en Esmirna, y sus miedos se apaciguaban.

Aquella tarde, el doctor Nishan Philobosian se dirigía al puerto en busca precisamente de esa tranquilidad de espíritu. Se despidió de su mujer, Tukhie, y de sus hijas, Rosa y Anita, dándoles un beso; a sus hijos, Karekin y Stepan, les dio una palmada en la espalda al tiempo que, señalando el tablero de ajedrez, ordenaba con fingida gravedad:

—No mováis las piezas.

Cerró con llave la puerta principal, comprobándolo con el hombro, y echó a andar por la calle Suyane, pasando frente a las tiendas cerradas y las ventanas cegadas con tablones del barrio armenio. Se detuvo ante la tahona de Berberian, preguntándose si Carlos Berberian habría sacado a la familia de la ciudad o si se habían ocultado en la planta de arriba como los Philobosian. Ya llevaban cinco días de encierro voluntario, el doctor jugando interminables partidas de ajedrez con sus hijos, Rosa y Anita hojeando un ejemplar de Photoplay que su padre les había traído de una reciente visita al barrio residencial americano de Paradise, Tukhie cocinando día y noche porque comer era lo único que mitigaba la inquietud. En la puerta de la tahona sólo había un letrero que anunciaba PRÓXIMA APERTURA y un retrato —que hizo torcer el gesto a Philobosian— de Kemal, el dirigente turco, con aire resuelto, gorro de astracán y abrigo con cuello de piel, los ojos azules penetrantes bajo los sables cruzados de sus cejas. El doctor Philobosian dio la espalda a aquel rostro y siguió su camino, enumerando todos los argumentos en contra de exhibir un retrato de Kemal. En primer lugar —como había estado repitiendo toda la semana a su mujer—, las potencias europeas no permitirían que los turcos entraran en la ciudad. En segundo lugar, en caso de que lo hicieran, la presencia de los buques de guerra en el puerto evitaría que los turcos se entregaran al pillaje. Incluso durante las matanzas de 1915 los armenios de Esmirna habían estado a salvo. Y, por último —al menos en lo que se refería a su propia familia—, estaba la carta que iba a recoger a su consulta. Razonando de ese modo, prosiguió colina abajo, llegando al barrio europeo. Allí las casas tenían un aspecto más próspero. A cada lado de la calle se erigían mansiones de dos pisos con terrazas llenas de flores y altos muros de cemento armado. Al doctor Philobosian nunca lo habían invitado a alternar en aquellas mansiones, pero con frecuencia hacía visitas para atender a las levantinas que vivían en ellas; muchachas de dieciocho o diecinueve años que lo esperaban en los «palacios de agua» de los patios, reposando lánguidamente en hamacas entre una profusión de árboles frutales; chicas cuya desesperada necesidad de encontrar maridos europeos les daba una escandalosa libertad, causa de la fama de Esmirna de ser sumamente acogedora con los oficiales del ejército, y responsable de los febriles rubores que tales muchachas mostraban en las visitas matinales del doctor Philobosian, así como de la naturaleza de sus dolencias, que iban desde un tobillo torcido en la pista de baile a magulladuras más íntimas algo más arriba. Ante todo lo cual no mostraban recato alguno, abriéndose la bata de seda para decir:

—Está todo rojo, doctor. Haga algo. A las once me esperan en el Casin.

Todas aquellas muchachas ausentes ya, sacadas de la ciudad por sus padres después de los primeros combates, semanas atrás, en París o Londres —donde acababa de empezar la temporada social—, las casas en silencio mientras el doctor Philobosian pasaba frente a ellas, la crisis retrocediendo en su mente al recordar aquellas batas sueltas. Pero entonces dobló la esquina, llegó al puerto y volvió a percibir la gravedad de la situación.

De un extremo a otro del muelle, soldados griegos, exhaustos, cadavéricos, mugrientos, cojeaban hacia el punto de embarque de Chesme, al suroeste de la ciudad, esperando que los evacuaran. Los andrajosos uniformes estaban negros de hollín de los pueblos que habían quemado en la retirada. Sólo una semana antes, los elegantes cafés al aire libre de los muelles estaban repletos de diplomáticos y oficiales de marina; ahora el muelle era un centro de retención. Los primeros refugiados llegaron con alfombras y butacas, gramófonos, lámparas de pie, cómodas, poniéndolo todo frente al puerto, a cielo abierto. Los recién llegados se presentaban únicamente con un saco o una maleta. Entre toda aquella confusión, los estibadores se apresuraban en todas direcciones, cargando los barcos de tabaco, higos, incienso, seda y angora. Se vaciaban los almacenes antes de que llegaran los turcos.

El doctor Philobosian vio a un refugiado que hurgaba en un montón de basura, recogiendo huesos de pollo y mondas de patatas. Incluso de lejos, el ojo clínico del doctor notó la herida que el joven tenía en la mano y la palidez de la desnutrición. Pero cuando el refugiado alzó la cabeza, Philobosian sólo vio una expresión perdida en sus rasgos. No obstante, observando aquella vacuidad, el doctor preguntó:

—¿Está enfermo?

—Hace tres días que no como —contestó el joven.

—Venga conmigo —suspiró el doctor.

Por unos callejones, condujo al refugiado a su consultorio. Lo hizo pasar, sacó gasa, antiséptico y esparadrapo de un armario y le examinó la mano.

La herida se centraba en el pulgar, donde faltaba la uña.

—¿Cómo le ocurrió esto?

—Primero fue la invasión griega —contestó el refugiado—. Luego volvieron los turcos. Entremedias me pillaron la mano.

El doctor Philobosian guardó silencio mientras limpiaba la herida.

—Tendré que pagarle con un cheque, doctor —dijo el refugiado—. Espero que no le importe. En este momento no tengo dinero en efectivo.

El doctor Philobosian se metió la mano en el bolsillo.

—Yo tengo algo. Tenga. Vamos.

El refugiado vaciló sólo un momento.

—Gracias, doctor. Se lo devolveré en cuanto llegue a Estados Unidos. Déme su dirección, por favor.

—Tenga cuidado con lo que beba —advirtió el doctor Philobosian, sin hacer caso de la petición—. Hierva el agua si tiene oportunidad. Si Dios quiere, pronto vendrán algunos barcos.

El refugiado asintió con la cabeza.

—¿Es usted armenio, doctor?

—Sí.

—¿Y no se marcha?

—Esmirna es mi casa.

—Entonces, buena suerte. Y vaya usted con Dios.

—Y usted también.

Y con eso, el doctor Philobosian lo acompañó a la salida. Vio alejarse al refugiado. No tiene cura, pensó. Estará muerto dentro de una semana. Si no es el tifus, será otra cosa. Pero no era asunto suyo. Introduciendo los dedos bajo la cinta de una máquina de escribir, sacó un grueso fajo de billetes. Hurgó entre los cajones hasta que, dentro de su diploma de médico, halló una carta mecanografiada con los caracteres desvaídos: «Por la presente certificamos que el 3 de abril de 1919 Nishan Philobosian, doctor en Medicina, trató de diverticulitis a Mustafá Kemal Pachá, quien encarecidamente recomienda a todas las personas que lean esta carta que otorguen al doctor Philobosian su estima, confianza y protección». El portador de la carta la dobló y se la guardó en el bolsillo. En ese momento, el refugiado está comprando pan en una tahona del puerto. Y entonces, cuando da media vuelta ocultando la hogaza caliente bajo el mugriento traje, el reflejo del sol en la superficie del agua le ilumina la cara y se descubre su identidad: la nariz aquilina, la expresión de ave rapaz, la dulzura que aparece en los ojos castaños.

Por primera vez desde su llegada a Esmirna, Lefty Stephanides sonrió. En sus anteriores incursiones sólo había conseguido un melocotón podrido y seis aceitunas, animando a Desdémona a que los ingierese, huesos y todo, para llenarse el estómago. Ahora, llevando el chureki salpicado de semillas de sésamo, volvió a mezclarse con la multitud. Avanzó bordeando las salas de estar al aire libre (donde familias enteras se sentaban escuchando mudos aparatos de radio) y sorteando cuerpos tendidos que, esperaba, estuvieran durmiendo. Se sentía animado, además, por otras noticias. Justo aquella mañana se había extendido el rumor de que Grecia iba a enviar una flota para evacuar a los refugiados. Lefty echó un vistazo al Egeo. Habiendo vivido veinte años en la montaña, era la primera vez que veía el mar. Al otro lado de aquellas aguas, en algún sitio, estaba América. Y allí, su prima Surmelina. Aspiró la brisa marina, el olor del pan caliente, del antiséptico de su pulgar vendado, y entonces la vio: Desdémona, sentada en la maleta justo donde la había dejado, y se sintió aún más feliz.

Lefty era incapaz de determinar el momento en que había empezado a pensar en su hermana. Al principio sólo había tenido curiosidad por ver cómo eran los pechos de una mujer de verdad. No le importaba que fueran los de su hermana. Intentó olvidar que eran los de su hermana. Tras el kelimi que separaba sus camas, veía la silueta de Desdémona al desnudarse. No era más que un cuerpo; podía ser cualquier mujer, o eso pretendía Lefty.

—¿Qué estás haciendo? —preguntaba Desdémona, quitándose la ropa—. ¿Por qué estás tan callado?

—Estoy leyendo.

—¿Qué lees?

—La Biblia.

—No me digas. Si tú nunca lees la Biblia.

Pronto, cuando las luces se apagaban, se sorprendía imaginando a su hermana. Ella permeaba todas sus fantasías, pero Lefty se resistía. En cambio, bajaba a la ciudad, buscando mujeres desnudas que no fueran de su familia.

Pero desde la noche que bailaron el vals, dejó de resistirse. Por los mensajes de los dedos de Desdémona, porque sus padres estaban muertos y su pueblo destruido, porque nadie sabía quiénes eran en Esmirna, por el aspecto que ahora mismo tenía Desdémona, sentada en la maleta.

¿Y Desdémona? ¿Qué sentía? Miedo, en primer lugar, y tribulación; todo ello intercalado con estallidos de alegría sin precedentes. Ella nunca había apoyado la cabeza en las piernas de un hombre mientras viajaba en una carreta de bueyes. Jamás había dormido como una tortolita, rodeada por los brazos de un hombre, nunca había sentido la erección de un hombre contra su espalda mientras intentaba hablar como si no pasara nada.

—Sólo quedan setenta kilómetros —había dicho Lefty una noche durante su azaroso viaje a Esmirna—, a lo mejor mañana tenemos suerte y nos cogen por el camino. Y cuando lleguemos a Esmirna, embarcaremos para Atenas —su voz tensa, unos tonos más aguda de lo normal—, y en Atenas cogeremos otro barco rumbo a América. ¿Qué te parece? Porque a mí me parece estupendo.

¿Qué estoy haciendo?, pensaba Desdémona. ¡Es mi hermano! Miró a los refugiados del puerto, esperando que la señalaran con el dedo diciendo: «¡Vergüenza debería darte!». Pero sólo vio rostros apáticos, ojos vacíos. Nadie lo sabía. A nadie le importaba. Entonces oyó la excitada voz de su hermano, que le ponía una hogaza de pan frente a la cara.

—Fíjate. Maná del cielo.

Desdémona alzó la cabeza y lo miró. La boca se le llenó de saliva mientras Lefty partía el chureki en dos. Pero su rostro siguió expresando tristeza.

—No veo que venga ningún barco —dijo.

—Ya vendrán. No te preocupes. Come.

Lefty se sentó en la maleta, a su lado. Sus hombros se tocaban. Desdémona se apartó.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—Cada vez que me siento, te apartas.

Miró a Desdémona, confuso, pero luego su expresión se suavizó y la rodeó con el brazo. Ella se puso tensa.

—Vale, como quieras.

Volvió a ponerse en pie.

—¿Adónde vas?

—A buscar más comida.

—No te vayas —rogó Desdémona—. Lo siento. No me gusta quedarme aquí sentada, sola.

Pero Lefty se marchó, furioso. Se alejó del puerto y deambuló por las calles de la ciudad, murmurando para sus adentros. Estaba enfadado con Desdémona por haberle rechazado y consigo mismo por haberse enfadado, porque sabía que ella tenía razón. Pero pronto se le pasó. No era de los que les duraba mucho el enfado. Estaba cansado y medio muerto de hambre, le dolía la garganta y la herida de la mano, pero a pesar de todo eso Lefty tenía veinte años, era la primera vez que salía de casa para hacer un viaje de verdad y estaba muy atento a todas las novedades que se presentaban a sus ojos. Al alejarse del puerto, se tenía la sensación de que no había crisis alguna. Por las calles había tiendas lujosas y bares de buen tono, todavía abiertos. Llegó a la rué de France y se encontró frente al Club Deportivo. Pese a la situación de emergencia, dos cónsules extranjeros jugaban al tenis en las pistas de hierba de la parte de atrás. A la luz declinante, se movían de un lado a otro, golpeando la pelota mientras un niño de piel morena sostenía junto a la pista una bandeja de tónicas con ginebra. Lefty siguió andando. Llegó a una plaza con una fuente y se lavó la cara. Se levantó un poco de aire, trayendo un olor a jazmín desde Bournabat. Y mientras Lefty se detiene a aspirarlo, me gustaría aprovechar la ocasión para resucitar —por puros motivos elegiacos y en un solo párrafo— aquella ciudad que desapareció, de una vez para siempre, en 1922.

Esmirna perdura en nuestros días gracias a unas cuantas canciones de rebétiko y a una estrofa de La tierra baldía:

El señor Eugenides, mercader de Esmirna

sin afeitar, el bolsillo lleno de pasas…

C.i.f. Londres: documentos a la vista,

me invitó en demótico francés,

a almorzar en el Hotel Cannon Street

y a un fin de semana en el Metropole, después.

Todo lo que se necesita saber sobre Esmirna está ahí. El mercader es rico, y Esmirna también lo es. Su proposición era atractiva, como Esmirna, la ciudad más cosmopolita de Oriente Próximo. Entre sus presuntos fundadores se encontraban, primero, las amazonas (lo que va estupendamente con mi tema) y, después, el mismísimo Tántalo. Homero nació allí, igual que Aristóteles Onassis. En Esmirna, Oriente y Occidente, ópera y politakia, violín y dsurna, piano y dauli se fundían con tanta delicadeza como los pétalos de rosa y la miel en las pastelerías de la localidad.

Echó a andar de nuevo y pronto llegó al Casin de Esmirna. Unas palmeras plantadas en macetas flanqueaban la grandiosa entrada, pero las puertas estaban abiertas de par en par. Nadie le impedía el paso. No había nadie a la vista. Siguió una alfombra roja hasta la segunda planta y entró en la sala de juego. La mesa de los dados estaba vacía. Nadie había en torno a la ruleta. En un rincón, sin embargo, había un grupo que jugaba a las cartas. Los jugadores alzaron un momento la cabeza para mirar a Lefty y volvieron a la partida, sin reparar en su mugrienta ropa. Entonces comprendió que no eran miembros habituales del club; sino refugiados como él. Habían entrado por la puerta abierta con la esperanza de ganar dinero que les permitiese comprar un billete para salir de Esmirna. Lefty se acercó a la mesa.

—¿Juegas? —preguntó uno de ellos.

—Juego.

No comprendía las reglas. Nunca había jugado al póquer, sólo al backgammon, y durante la primera media hora perdió una y otra vez. Finalmente, sin embargo, Lefty empezó a distinguir entre el póquer normal de cinco cartas y el descubierto de siete cartas, y poco a poco la balanza de pagos en torno a la mesa empezó a desequilibrarse.

—Tres de éstas —dijo Lefty, mostrando tres ases mientras los demás jugadores se ponían a rezongar.

No le quitaban ojo cuando repartía las cartas, confundiendo su torpeza con la habilidad manual de un tahúr. Lefty empezó a divertirse, y después de ganar una abultada apuesta, gritó:

—¡Ouzo para todos!

Pero cuando no pasó nada, alzó la cabeza y vio lo verdaderamente desierto que estaba el Casin, y aquel vacío le hizo tomar conciencia de lo mucho que se jugaban. Se estaban jugando la vida, y ahora, mientras examinaba a sus compañeros de juego y les veía la frente perlada de sudor y les olía el agrio aliento, Lefty Stephanides, mostrando más comedimiento que cuarenta años más tarde cuando jugaba a la lotería ilegal en Detroit, se puso en pie y anunció:

—Me retiro.

Casi lo matan. Las ganancias abultaban los bolsillos de Lefty, y los jugadores insistían en que no podía marcharse sin darles una oportunidad de recuperarse un poco.

—Puedo retirarme cuando quiera —aseveró, agachándose para rascarse la pierna. Entonces, uno de los jugadores lo agarró de las sucias solapas, y Lefty añadió—: Pero no quiero irme todavía.

Se sentó, rascándose la otra pierna, y a partir de entonces empezó a perder una y otra vez. Cuando no le quedaba dinero, volvió a levantarse y, ofendido y furioso, inquirió:

—¿Me puedo marchar ya?

Los jugadores contestaron, pues claro, márchate, riendo mientras repartían la siguiente mano. Lefty se marchó con aire incómodo, desanimado, y salió del Casin. A la entrada, entre las macetas de palmeras, se agachó a recoger el dinero que se había guardado en los apestosos calcetines.

De vuelta en los muelles, buscó a Desdémona.

—Mira lo que me he encontrado —dijo, enseñando el dinero—. Se le debe de haber caído a alguien. Ahora podemos coger un barco.

Desdémona lanzó un grito y lo abrazó. Le dio un beso en plenos labios. Luego se apartó, ruborizándose, y se volvió hacia el mar.

—Escucha —le dijo—. Los ingleses vuelven a tocar música.

Se refería a la banda del Iron Duke. Todas las noches, mientras los oficiales cenaban, la banda salía a tocar en cubierta. Compases de Vivaldi y Brahms flotaban sobre las aguas. Mientras bebían coñac, el comandante Arthur Maxwel de la Marina de Su Majestad y sus subordinados se pasaban los binoculares para observar la situación en tierra.

—Abarrotado de gente, ¿no?

—Parece la estación Victoria la víspera de Navidad, señor.

—Fíjese en esos pobres desgraciados. Ahí los han dejado, para que se las arreglen por sí solos. Cuando se sepa la noticia de la marcha del comisionado griego, va a ser un verdadero caos.

—¿Evacuaremos nosotros a los refugiados, señor?

—Nuestras órdenes son proteger a los ciudadanos británicos y sus propiedades.

—Pero, señor, si llegan los turcos y se produce una matanza, sin duda…

—Nosotros no podemos hacer nada por remediarlo, Philips. He pasado años en Oriente Próximo. Lo único que he aprendido es que con esta gente no se puede hacer nada. ¡Nada de nada! Los turcos son los mejores. A los armenios los comparo con los judíos. Dejan que desear desde el punto de vista moral e intelectual. En cuanto a los griegos…, bueno, no hay más que mirarlos. Han prendido fuego al país entero y ahora pululan por aquí gritando socorro. Buen puro, ¿eh?

—Buenísimo, señor.

—Tabaco de Esmirna. El mejor del mundo. Se me saltan las lágrimas, Philips, cuando pienso en todo ese tabaco acumulado en esos almacenes de ahí.

—Quizá podamos enviar un destacamento a rescatar el tabaco, señor.

—¿Detecto una nota de sarcasmo en su voz, Philips?

—Leve, señor, muy leve.

—Santo Dios, Philips, no soy una persona sin corazón. Ojalá pudiéramos ayudar a esa gente. Pero no podemos. No es nuestra guerra.

—¿Está seguro de eso, señor?

—¿Qué quiere decir?

—Podríamos haber apoyado a las fuerzas griegas. Teniendo en cuenta que nosotros las mandamos venir.

—¡Se morían de ganas de que lo hiciéramos! Venizelos y su cuadrilla. Me parece que no capta usted la complejidad de la situación. Tenemos intereses aquí, en Turquía. Debemos proceder con la mayor discreción. No podemos permitir que nos enreden en estas luchas bizantinas.

—Entiendo, señor. ¿Más coñac, señor?

—Sí, gracias.

—Pero es una ciudad preciosa, ¿verdad?

—Ya lo creo. ¿No sabe usted lo que Estrabón dijo de Esmirna? La calificó como la ciudad más hermosa de Asia. Eso era en la época de Augusto. Y ha durado todo ese tiempo. Fíjese bien, Philips. Fíjese bien en ella.

El 7 de septiembre de 1922, todos los griegos de Esmirna, incluido Lefty, llevan un fez en la cabeza para hacerse pasar por turcos. En Chesme están evacuando a los últimos soldados griegos. El ejército turco sólo está a cuarenta y cinco kilómetros de la ciudad, y de Atenas no llega barco alguno para evacuar a los refugiados.

Lefty, con su dinero recién adquirido y tocado con un fez, se abre paso entre la multitud de gorros rojos que pulula en el muelle. Cruza los raíles del tranvía y se dirige colina arriba. Encuentra las oficinas de una empresa de buques de línea. Dentro, un empleado examina una lista de pasajeros.

—¡Dos billetes para Atenas! —pide Lefty, sacando sus ganancias.

El empleado no alza la cabeza.

—¿Cubierta o camarote?

—Cubierta.

—Mil quinientos dracmas.

—No. Camarote, no —protesta Lefty—, cubierta está bien.

—Eso es cubierta.

—¿Mil quinientos? No tengo tanto. Ayer costaba quinientos.

—Eso era ayer.

El 8 de septiembre de 1922, el general Hajienestis, en su camarote, se incorpora en la cama, se pasa la mano primero por la pierna derecha y luego por la izquierda, se da en ambas unos golpecitos con los nudillos y se levanta. Sube a cubierta, caminando con gran dignidad, lo mismo que hará más adelante en Atenas cuando se dirija a su ejecución por haber perdido la guerra.

En el muelle, el gobernador civil griego, Arístides Sterghiades, aborda la lancha que va a sacarlo de la ciudad. La multitud lanza abucheos y silbidos, agitando los puños. El general Hajienestis observa la escena con calma. La multitud llena los muelles, ocultando su café favorito. Lo único que alcanza a ver es la marquesina del cine donde, diez días antes, ha visto Le Tango de la Mort. Por un momento —posiblemente sea otra alucinación— le llega el fresco olor a jazmín de Bournabat. Lo aspira. La lancha llega al buque y Sterghiades, lívido, sube a bordo.

Y luego el general Hajienestis da la única orden militar que ha impartido en las últimas semanas:

—Levad anclas. Atrás toda. A toda máquina.

En tierra, Lefty y Desdémona ven cómo se aleja la flota griega. La multitud se acerca al agua, levanta sus cuatrocientas mil manos y lanza un grito. Y luego calla. Ni una sola boca pronuncia sonido alguno mientras llega plenamente a la conciencia el hecho de que su propio país los ha abandonado, de que Esmirna ya no tiene gobierno, de que ya no se interpone nada entre ellos y el avance de los turcos.

(¿He mencionado que, en verano, las calles de Esmirna estaban cubiertas con cestas de pétalos de rosa? ¿Y que cualquier habitante de la ciudad sabía francés, italiano, griego, turco, inglés y holandés? ¿He hablado de los famosos higos, traídos en caravana de camellos y descargados en el suelo, enormes pilas de fruta pastosa amontonada sobre el polvo, que unas mujeres ponían a remojo con agua salada mientras los niños defecaban en cuclillas tras los macizos de plantas? ¿He mencionado el hedor de esas mujeres mezclado con los agradables olores de almendros, mimosas, laureles y melocotoneros, y el hecho de que todo el mundo llevaba máscaras en carnaval y se reunía a comer elaborados platos en la cubierta de las fragatas? Quiero aludir a esas cosas porque ocurrían en una ciudad que no se parecía exactamente a cualquier otra, que no formaba parte de país alguno porque era de todos los países, y porque quien vaya allí ahora verá rascacielos modernos, bulevares amnésicos, enjambres de fábricas que explotan a los trabajadores, un cuartel general de la OTAN, y un letrero que dice: Izmit…)

Cinco coches, adornados con ramas de olivo, entran precipitadamente por las puertas de la ciudad. Pegada a ellos, galopa la caballería. Los coches pasan con gran estrépito frente al mercado cubierto, entre vitoreantes multitudes en el barrio turco, donde en todas las farolas, puertas y ventanas ondean torrentes de paño rojo. La ley otomana dispone que los turcos deben ocupar el terreno más alto de la ciudad, de manera que el convoy, una vez coronada la cima, está bajando de nuevo. Pronto los cinco coches atraviesan barrios desiertos donde la gente ha abandonado las casas o donde se ocultan familias enteras. Anita Philobosian atisba entre los postigos para ver los bonitos vehículos cubiertos de verde que se acercan a la casa, y es un espectáculo tan fascinante que empieza a abrirlos antes de que su madre la aparte de allí…, y hay otras caras pegadas a las rendijas de otras ventanas: ojos armenios, búlgaros y griegos que observan desde escondites y desvanes para examinar al invasor y adivinar sus intenciones; pero los coches van a mucha velocidad y el reflejo del sol en los sables alzados de la caballería ciega la mirada, y enseguida los automóviles desaparecen en el puerto, donde los caballos cargan contra la multitud y los refugiados gritan y se dispersan.

En el asiento trasero del último coche va Mustafá Kemal. El frente le ha adelgazado. Sus ojos azules centellean. Hace dos semanas que no toma una copa. (La «diverticulitis» de que el doctor Philobosian trató al pacha, era una simple tapadera. Kemal, paladín de la occidentalización y del Estado turco secular, seguiría siendo fiel a sus principios hasta el final, muriendo a los cincuenta y siete años de cirrosis hepática).

Y al pasar, se vuelve y mira a la multitud en el momento en que una joven, sentada en una maleta, se pone de pie. Unos ojos azules, penetran en otros, castaños. Dos segundos. Ni siquiera dos. Luego Kemal desvía la mirada; el convoy desaparece.

Y ahora todo es cuestión de viento. Miércoles, 13 de septiembre de 1922, una de la madrugada. Lefty y Desdémona llevan siete noches en la ciudad. Ya no huele a jazmín sino a queroseno. Se han levantado barricadas en torno al barrio armenio. Soldados turcos bloquean las salidas del puerto. Pero el viento sigue soplando en la dirección menos apropiada. Hacia medianoche, sin embargo, cambia. Empieza a soplar por el suroeste, es decir, lejos de las cumbres turcas y hacia el puerto.

En la oscuridad, se reúnen las antorchas. Tres soldados turcos han entrado en una sastrería. Sus hachones encendidos iluminan rollos de telas y trajes colgados en perchas. Y entonces, cuando la luz se expande, puede verse al sastre. Está sentado frente a la máquina de coser, el pie derecho aún sobre el pedal. La luz se hace aún más brillante para revelar su rostro, las desorbitadas cuencas de los ojos, las sanguinolentas manchas donde le han arrancado la barba.

Los incendios se extienden por todo el barrio armenio. Como un millón de luciérnagas vuelan chispas por la ciudad a oscuras, sembrando el lugar donde aterrizan con un germen de fuego. En su casa de la calle Suyane, el doctor Philobosian cuelga una alfombra húmeda sobre el balcón, apresurándose luego a entrar de nuevo en la casa sin luces para cerrar los postigos. Pero el resplandor de las llamas penetra en la estancia, llenándola de rayas luminosas: los ojos de Tukhie, desbordantes de pánico; la frente de Anita, envuelta en una cinta plateada como Clara Bow en Photoplay; el cuello desnudo de Rosa; las cabezas oscuras, abatidas, de Stepan y Karekin.

A la luz del fuego, el doctor Philobosian lee por quinta vez aquella noche:

—«… encarecidamente recomienda… su estima, confianza y protección…». ¿Habéis oído eso? Protección.

En la acera de enfrente, la señora Bidzikian canta las tres primeras notas de la «Reina de la noche», el aria de La flauta mágica. La música resulta tan extraña entre los demás ruidos —de puertas que se derrumban, de gente que grita, de niñas que lloran—, que todos alzan la cabeza. La señora Bidzikian repite el do, el do bemol y el do agudo otras dos veces, como practicando el aria, y luego su voz llega a una nota que ninguno de ellos ha oído jamás, y comprenden que la señora Bidzikian no ha estado cantando un aria en absoluto.

—Rosa, tráeme el maletín.

—No, Nishan —objeta su mujer—. Si te ven salir, sabrán que estamos escondidos.

—No me verán.

Desdémona creyó al principio que las llamas eran luces colgadas sobre el casco de los buques. Pinceladas de color anaranjado destellaron sobre la línea de flotación del Litchfield, de la Marina de los Estados Unidos, y del Pierre Loti, vapor francés. Luego las aguas se iluminaron, como si una población de peces fosforescentes hubiera arribado a puerto.

Lefty tenía la cabeza apoyada en su hombro. Ella miró a ver si se había quedado dormido.

—Lefty, Lefty.

Como no respondía, le dio un beso en la coronilla. Entonces se oyeron las sirenas.

Desdémona no ve un incendio, sino muchos. En la colina hay unos veinte puntos anaranjados. Y tienen una persistencia que no es natural, esos fuegos. En cuanto los bomberos apagan uno, brotan más llamaradas en otra parte. Empiezan en carros de heno y cubos de basura; van siguiendo regueros de queroseno por el centro de las calles; doblan esquinas, entran por puertas echadas abajo. Un fuego penetra en la tahona de Berberian, acabando pronto con las estanterías de pan y los carritos de pasteles. Se abre paso hasta la vivienda y sube la escalera donde, a medio camino, se enfrenta a Berberian en persona, que trata de apagarlo con una manta. Pero las llamas lo esquivan y suben a toda velocidad a la planta alta. Desde allí se extienden sobre una alfombra oriental, salen precipitadamente por el porche trasero, saltan ágilmente a la cuerda en la que hay ropa tendida y, como funámbulas, caminan hacia la casa vecina. Entran por la ventana y se detienen un momento, como sorprendidas de su buena suerte: porque en aquella casa todo está hecho para arder, el sofá de damasco con sus largos flecos, las mesitas auxiliares de caoba y las pantallas de chintz de las lámparas. El calor arranca de la pared láminas de papel pintado; y eso ocurre no sólo en aquel piso sino en diez o quince más, luego en veinte o veinticinco, cada casa prendiendo fuego a la vecina hasta que las llamas envuelven manzanas enteras. Por la ciudad flota un olor a cosas quemadas que no están hechas para arder: betún de zapatos, veneno de ratas, pasta de dientes, cuerdas de piano, bragueros para hernias, cunas de niños, palos de malabarista. Y pelo y piel. Para entonces, pelo y piel. En el puerto, Lefty y Desdémona están de pie junto a todos los demás, el gentío demasiado aturdido para reaccionar, o aún medio dormido, o enfermo de tifus y cólera, o exhausto y más allá de toda preocupación. Y entonces, de pronto, todos los incendios de la ladera forman una gran muralla de fuego que se extiende a todo lo ancho de la ciudad y —ya es inevitable— empieza a descender hacia ellos.

(Y ahora recuerdo otra cosa: mi padre, Milton Stephanides, en bata y zapatillas, agachado para encender la chimenea la mañana de Navidad. Sólo una vez al año la necesidad de eliminar una montaña de papel de envolver y cajas de cartón invalidaba las objeciones de Desdémona contra la utilización de la chimenea. «Mamá», advertía Milton, «voy a quemar esta basura». A lo que Desdémona exclamaba: «Mana!», cogiendo su bastón. Frente a la chimenea, mi padre sacaba una cerilla larga de una caja hexagonal. Pero Desdémona ya se alejaba hacia la seguridad de la cocina, donde había un horno eléctrico. «A vuestra yiayiá no le gusta el fuego», nos explicaba nuestro padre. Y, encendiendo la cerilla, la acercaba al papel cubierto de geniecillos y Papás Noel para prender la chimenea y nosotros, ignorantes niños norteamericanos, nos volvíamos locos arrojando papel, cajas y cintas a las llamas).

El doctor Philobosian salió a la calle, miró a ambos lados, cruzó corriendo y entró en el portal de enfrente. Subió al rellano de la escalera, desde donde se veía la nuca de la señora Bidzikian, sentada en la sala de estar. Se apresuró hacia ella, diciéndole que no se preocupara, que era el doctor Philobosian, su vecino. La señora Bidzikian pareció asentir, pero su cabeza no volvió a alzarse. El doctor Philobosian se arrodilló a su lado. Tocándole el cuello, percibió un pulso débil. Con suavidad, la levantó de la butaca y la tendió en el suelo. Entonces oyó pasos en la escalera. Cruzó corriendo la habitación y se ocultó detrás de las cortinas justo cuando los soldados irrumpían en la habitación.

Saquearon el piso durante quince minutos, llevándose lo que la primera pandilla había dejado. Volcaron cajones y rajaron sofás y prendas de ropa, buscando joyas o dinero escondido. Cuando se marcharon, el doctor Philobosian esperó sus buenos cinco minutos antes de salir de detrás de las cortinas. La señora Bidzikian ya no tenía pulso. Le cubrió la cara con su pañuelo e hizo el signo de la cruz sobre el cadáver. Luego cogió el maletín y bajó la escalera a toda prisa.

El calor precede al fuego. Los higos amontonados en los muelles, no cargados a tiempo, empiezan a cocerse, burbujeando y soltando zumo. El aroma dulzón se mezcla con el olor a humo. Desdémona y Lefty están lo más cerca posible del agua, lo mismo que todos los demás. No hay escapatoria. Los soldados turcos siguen en las barricadas. La gente reza, alza los brazos hacia los barcos, suplicando. Hay reflectores que barren el agua, iluminando a los que nadan, a los que se ahogan.

—Vamos a morir, Lefty.

—No, no moriremos. Vamos a salir de aquí.

Pero Lefty no cree en sus propias palabras. Mientras contempla las llamas, también él está convencido de que van a morir. Y esa certidumbre le impulsa a decir algo que de otro modo jamás habría dicho, que nunca se le habría ocurrido siquiera.

—Vamos a salir de aquí. Y entonces te casarás conmigo.

—No debimos habernos marchado. Teníamos que habernos quedado en Bitinio.

Cuando el fuego se aproxima, se abren las puertas del consulado francés. Una guarnición de infantes de marina forma en dos filas a lo ancho del muelle hasta el agua. Se arría la Tricolor. Por las puertas del consulado aparece gente, hombres con traje de color crema y mujeres con sombreros de paja, que avanzan cogidos del brazo hacia una lancha que los espera. Entre los fusiles cruzados de los infantes de marina, Lefty ve los polvos recién aplicados en el rostro de las mujeres y los puros encendidos en la boca de los hombres. Una mujer lleva en brazos a un pequeño caniche. Otra mujer tropieza, rompiéndose el tacón, y su marido la consuela. Cuando la lancha se aleja, un oficial se dirige a la multitud.

—Sólo los ciudadanos franceses serán evacuados. Empezaremos a tramitar visados inmediatamente.

Cuando oyen que llaman a la puerta, se sobresaltan. Stepan se acerca a la ventana y mira a la calle.

—Debe de ser padre.

—Venga. ¡Ve a abrirle! ¡Rápido! —urge Tukhie.

Karekin baja las escaleras de dos en dos. Se detiene frente a la puerta, se tranquiliza y, con toda calma, descorre el cerrojo. Al principio, cuando abre, no ve nada. Luego hay un tenue silbido, seguido como de un desgarrón. El ruido parece no tener nada que ver con él, hasta que de pronto se le desprende un botón de la camisa y suena al caer al suelo. Karekin baja la vista al tiempo que la boca se le llena de un fluido caliente. Siente que sus pies no tocan el suelo y eso le suscita recuerdos de la infancia, cuando su padre lo levantaba en el aire, y dice:

—Papá, el botón.

Y entonces, lo levantan lo suficiente para que vea la bayoneta de acero que se clava en su esternón. El reflejo del fuego se desliza por el cañón del fusil, el punto de mira y el percutor, hasta el eufórico rostro del soldado.

El fuego se cernía sobre la multitud del puerto. Se había prendido el tejado del consulado estadounidense. Ascendían llamas por la fachada del cine, arrasando la marquesina. La multitud retrocedía lentamente, acuciada por el calor. Pero Lefty, aprovechando la oportunidad, permaneció impertérrito.

—Nadie se enterará —afirmó—. ¿Quién va a saberlo? No queda nadie aparte de nosotros.

—No está bien.

Se derrumbaban los tejados, gritaba la gente, mientras Lefty acercaba los labios al oído de su hermana.

—Prometiste que me encontrarías una griega guapa. Bueno, pues esa chica eres tú.

A un lado, un hombre saltó al agua, con intención de ahogarse; a otro, una mujer daba a luz mientras su marido la tapaba con un abrigo.

Kaimaste! Kaimaste! —gritaba la gente—. ¡Nos quemamos! ¡Nos quemamos!

Desdémona señaló con el dedo a las llamas, a todo.

—Es demasiado tarde, Lefty. Ya no importa.

—Pero ¿y si vivimos? ¿Te casarás conmigo entonces?

Un movimiento de cabeza. Eso fue todo. Y Lefty se alejó corriendo hacia las llamas.

Sobre un rectángulo oscuro, el doble visor esférico de unos binoculares se mueve de un lado a otro, mostrando a los lejanos refugiados. Gritan sin sonido. Extienden los brazos, suplicantes.

—Los van a asar vivos a los pobres desgraciados.

—Permiso para rescatar del agua a una persona, señor.

—Negativo, Philips. En cuanto subamos a uno, tendremos que recogerlos a todos.

—Es una chica, señor.

—¿De qué edad?

—Parece tener unos diez u once años.

El comandante Arthur Maxwel se quita los binoculares de los ojos. Un nudo triangular se le forma en el músculo de la mandíbula y desaparece.

—Échele un vistazo, señor.

—No debemos permitir que nos influyan las emociones, Philips. Aquí está en juego algo más importante.

—Échele un vistazo, señor.

Resoplando por la nariz, el comandante Maxwel mira al capitán Philips. Luego, dándose una palmada en el muslo, se dirige al costado del buque.

El reflector hace un barrido por la superficie del agua, dibujando su propio círculo de visión. Las aguas tienen un aspecto extraño bajo el haz luminoso: un líquido incoloro salpicado de basuras diversas: una naranja reluciente; un sombrero de fieltro con excremento en las alas; trozos de papel, como cartas desgarradas. Y entonces, entre toda aquella materia inerte, aparece, agarrada al cabo del barco, una niña con un vestido rosa que las aguas oscurecen volviéndolo rojo, el cabello pegado a su pequeño cráneo. Al mirar arriba, sus ojos no hacen súplica alguna. Sus agudos pies se agitan de cuando en cuando, como aletas.

Disparos de fusil, efectuados desde la orilla, salpican el agua en torno a la niña. Ella no presta atención.

—Apaguen el reflector.

La luz se apaga y cesa el tiroteo. El comandante Maxwel consulta su reloj.

—Son ahora las veintiuna quince horas. Me voy a mi camarote, Philips. Estaré allí hasta las siete horas. Si durante ese periodo suben algún refugiado a bordo, el hecho no habrá llegado a mi conocimiento. ¿Queda entendido?

—Entendido, señor.

No se le ocurrió al doctor Philobosian que el cadáver de miembros retorcidos que encontró en la calle era el de su hijo pequeño. Sólo observó que la puerta principal estaba abierta. En el vestíbulo, se detuvo a escuchar. Sólo había silencio. Lentamente, sin soltar el maletín, subió la escalera. Ahora estaban encendidas todas las luces. Una deslumbrante claridad inundaba la sala de estar. Tukhie, sentada en el sofá, le esperaba. Tenía la cabeza echada hacia atrás, como si riera, y en aquella postura se le abría la herida y se veían destellos de la tráquea. Stepan estaba desplomado sobre la mesa del comedor, con la mano derecha, que empuñaba la carta de protección, clavada en el tablero con un cuchillo de cortar carne. El doctor Philobosian dio un paso y resbaló, observando luego un reguero de sangre que salía al pasillo. Lo siguió hasta la habitación principal, donde encontró a sus dos hijas. Ambas estaban desnudas, tumbadas de espaldas. Tres de los cuatro pechos habían sido cercenados. Rosa tenía la mano extendida hacia su hermana, como si quisiera colocarle la cinta plateada que le cruzaba la frente.

La fila era larga y avanzaba despacio. Lefty tuvo tiempo de examinar el vocabulario. Repasó la gramática, echando rápidas ojeadas al manual de conversación. Estudió la «Lección 1: El saludo», y cuando llegó al funcionario de la mesa, estaba preparado.

—¿Nombre?

—Eleuterio Stephanides.

—¿Lugar de nacimiento?

—París.

El funcionario alzó la vista.

—Pasaporte.

—¡El fuego lo destruyó todo! ¡He perdido todos mis documentos! —Lefty frunció los labios y expulsó el aire, tal como había visto hacer a los franceses—. Fíjese en lo que llevo puesto. Mis mejores trajes, perdidos.

El funcionario sonrió irónicamente y selló los papeles.

—Pase.

—Mi esposa viene conmigo.

—Supongo que ella también habrá nacido en París.

—Pues claro.

—¿Su nombre?

—Desdémona.

—¿Desdémona Stephanides?

—Eso es. Como yo.

Cuando Lefty volvió con los visados, Desdémona no estaba sola. Había un hombre sentado junto a ella en la maleta.

—Ha intentado tirarse al agua. Lo cogí justo a tiempo.

Aturdido, ensangrentado, con la mano envuelta en un reluciente vendaje, el hombre no dejaba de repetir:

—No sabían leer. ¡Eran analfabetos!

Lefty examinó al hombre para ver por dónde sangraba, pero no encontró herida alguna. Le quitó el vendaje de la mano, una cinta plateada, y la tiró al suelo.

—No podían leer la carta —dijo el hombre, mirando a Lefty, que entonces lo reconoció.

—¿Otra vez usted? —inquirió el funcionario francés.

—Es mi primo —explicó Lefty, en un francés execrable. El funcionario estampilló un visado y se lo entregó.

Una lancha motora los llevó al buque. Lefty no soltaba al doctor Philobosian, que seguía amenazando con arrojarse al agua para ahogarse. Desdémona abrió la caja de gusanos de seda y desenvolvió la tela blanca para ver cómo estaban los huevos. En las horrendas aguas, había cuerpos flotando. Algunos estaban vivos y pedían socorro. Un reflector descubrió a un chico trepando por la cadena del ancla de un acorazado. Los marineros le echaron aceite y el muchacho volvió al agua deslizándose por la cadena.

En la cubierta del Jean Bart, los tres nuevos ciudadanos franceses contemplaban la ciudad en llamas, incendiada de un extremo a otro. El fuego proseguiría a lo largo de tres días, las llamas visibles a setenta kilómetros. En el mar, los marineros confundían la nube de humo con una gigantesca cadena de montañas. En el país al que se dirigían, Estados Unidos de América, el incendio de Esmirna ocupó la primera plana de los periódicos durante uno o dos días, antes de que el caso del asesinato Hall-Mills (el cadáver de Hall, un ministro protestante, fue hallado en el dormitorio de la señorita Mills, atractiva componente del coro) y el inicio del campeonato mundial de béisbol lo relegaran a segundo plano. El coronel Mark Bristol, de la Marina de Estados Unidos, preocupado por el perjuicio que pudieran sufrir las relaciones turcoamericanas, telegrafió un comunicado de prensa donde manifestaba: «Es imposible calcular el número de víctimas debidas a las matanzas, el fuego y las ejecuciones, pero el total probablemente no supera las dos mil». El cónsul estadounidense, George Horton, llegó a una cifra más elevada. De los 400.000 cristianos otomanos que había en Esmirna antes del incendio, faltaban 190.000 el 1 de octubre. Horton dividió por dos ese número y calculó los muertos en 100.000.

Las anclas fueron emergiendo del agua. La cubierta rugió bajo sus pies cuando los motores del destructor dieron marcha atrás. Desdémona y Lefty vieron cómo retrocedía Asia Menor.

Cuando pasaron frente al Iron Duke, la banda militar británica acometió un vals.