LA CASAMENTERA

Cuando este relato salga a la luz, quizá me convierta en el hermafrodita más famoso de la historia. Otros me han precedido. Alexina Barbin fue a un internado femenino en Francia antes de convertirse en Abel. Dejó una autobiografía, que Michel Foucault descubrió en los archivos del Ministerio de Sanidad francés. (Sus memorias, que se interrumpían poco antes de su suicidio, dejan mucho que desear, y al acabar de leerlas hace unos años fue cuando se me ocurrió escribir las mías). Gottlieb Göttlich, nacido en 1798, vivió con el nombre de Marie Rosine hasta los treinta y tres años. Un día, Marie fue al médico a causa de unos dolores abdominales. El médico la examinó para ver si tenía una hernia y, en su lugar, se encontró con testículos que no habían bajado. A partir de entonces, Marie se vistió con ropa masculina, se puso el nombre de Gottlieb y ganó una fortuna viajando por Europa, exhibiéndose ante profesionales de la medicina.

En cuanto a los médicos se refiere, yo soy aún mejor que Gottlieb. En la medida en que las hormonas fetales afectan a la química cerebral y la histología, yo poseo un cerebro masculino. Pero me educaron en sentido femenino. Si hubiera que concebir un experimento para evaluar las respectivas influencias de la naturaleza y la educación, no podría encontrarse nada mejor que mi vida. Cuando me examinaron en la clínica hace más de dos décadas, el doctor Luce me sometió a una batería de tests. Me hicieron el test de retención visual de Benton y el test de Gestalt visual-motora de Bender. Me midieron el cociente de inteligencia verbal, además de muchas otras cosas. Luce analizó incluso el estilo de mi prosa para ver si escribía de manera lineal, masculina, o de forma circular, femenina.

Lo único que sé es lo siguiente: pese a mi androgenizado cerebro, en la historia que voy a contar hay una innata circularidad femenina. Es una historia genética. Yo soy la última cláusula de una oración periódica cuya primera frase se escribió hace mucho tiempo, en otra lengua, y hay que leerla desde el principio para llegar al final, que es mi nacimiento.

De manera que, ahora que he nacido, voy a rebobinar la película para que la mantilla de color rosa salga volando, la cuna desaparezca de la habitación mientras el cordón umbilical vuelve a anudarse, y yo lanzo un grito en el momento en que me introduzco de nuevo entre las piernas de mi madre. Que se pone muy gorda otra vez. Luego retrocedo un poco más, hasta cuando la cuchara deja de balancearse y el termómetro vuelve a su estuche de terciopelo. El Sputnik traza su rastro hacia atrás hasta la plataforma de lanzamiento y la polio asuela el país. Hay una breve toma de mi padre cuando era clarinetista a los veintiún años, tocando una melodía de Artie Shaw al teléfono, y luego está en la iglesia, a los ocho años, escandalizado por el precio de las velas; y después mi abuelo está pagando por primera vez en una caja registradora con billetes de dólares americanos en 1931. Más atrás aún no estamos en territorio americano; nos encontramos en pleno océano, mientras la banda sonora suena rara al revés. Aparece un vapor, y en la cubierta un bote salvavidas se balancea de forma extraña, pero entonces el buque atraca, de popa, y de nuevo estamos en tierra firme, donde la película sigue rebobinándose hasta el principio…

A finales de verano de 1922, mi abuela, Desdémona Stephanides, no adivinaba nacimientos sino muertes y, en concreto, la suya. Estaba en su criadero de gusanos de seda, casi en la cima del Monte Olimpo de Asia Menor, cuando, sin previo aviso, le dio un vuelco el corazón. Fue una nítida sensación: notó que el corazón se le paraba y se hacía una bola. Entonces, al ponerse tensa, empezó a latirle aceleradamente, golpeándole contra las costillas. Dejó escapar un leve grito, sorprendida. Sus veinte mil gusanos de seda, sensibles a la emoción humana, dejaron de hilar capullos. Entornando los ojos en la penumbra, mi abuela bajó la cabeza para ver que las faldas de su vestido empezaban a ondear de manera ostensible; y en ese instante, mientras comprendía la insurrección que se operaba en su interior, Desdémona se convirtió en lo que seguiría siendo durante el resto de su vida: una persona enferma encerrada en un cuerpo sano. Con todo, incapaz de creer en su propia capacidad de supervivencia, pese a su ya calmado corazón, salió del criadero para echar una última mirada al mundo que sólo abandonaría al cabo de cincuenta y ocho años.

La vista era impresionante. A trescientos metros a sus pies la antigua capital otomana de Bursa se extendía como un tablero de backgammon por el verde fieltro del valle: rombos de tejas rojas encajando en rombos de cal. Aquí y allá, las tumbas de los sultanes se amontonaban como brillantes fichas. En 1922, el tráfico automovilístico no producía atascos en las calles. Los remontes de las estaciones de esquí no se abrían paso entre los pinares de la montaña. No había fábricas metalúrgicas y textiles rodeando la ciudad, llenando el aire de niebla tóxica. Bursa tenía —al menos a trescientos metros de altura— el mismo aspecto que había tenido durante los seis últimos siglos, una ciudad santa, necrópolis de los otomanos y centro del comercio de la seda, con las tranquilas e inclinadas calles repletas de alminares y cipreses. Las tejas de la Mezquita Verde se habían vuelto azules con el tiempo, pero eso era todo. Desdémona Stephanides, sin embargo, como lejana espectadora de la partida, miraba el tablero y veía lo que se les escapaba a los jugadores.

Psicoanalizando las palpitaciones de mi abuela: eran la manifestación del dolor. Sus padres habían muerto, asesinados en la reciente guerra contra los turcos. El ejército griego, alentado por las naciones aliadas, había invadido Turquía en 1919, reclamando el antiguo territorio griego de Asia Menor. Tras vivir muchos años en la montaña apartada de todo, la gente de Bitinio, el pueblo de mi abuela, había salido a la luz amparada por la Megali Idea, la Gran Idea, el sueño de una Grecia más grande. Ahora eran tropas griegas quienes ocupaban Bursa. La bandera griega ondeaba sobre el antiguo palacio otomano. Los turcos y su dirigente, Mustafá Kemal, se habían retirado a Angora, al este. Por primera vez en su vida, los griegos de Asia Menor estaban libres de la dominación turca. A los giaours («perros infieles») ya no se les prohibía llevar ropa de colores vivos, ni montar a caballo ni usar sillas de montar. Nunca más, como había ocurrido en los últimos siglos, llegarían cada año al pueblo los funcionarios otomanos para llevarse a los muchachos más fuertes a que sirvieran en los jenízaros. Ahora, cuando los habitantes del pueblo llevaban seda al mercado de Bursa, eran griegos libres en una ciudad griega libre.

Pero Desdémona, que lloraba la pérdida de sus padres, seguía siendo prisionera del pasado. De manera que se quedaba en la montaña y, mirando la ciudad emancipada que se extendía a sus pies, se sentía estafada por su incapacidad de ser feliz como todos los demás. Años después, en su viudedad, cuando pasó diez años en la cama haciendo grandes y vigorosos esfuerzos por morir, acabaría reconociendo que aquellos dos años de entreguerras de medio siglo atrás habían sido la única época buena de su vida; pero para entonces todos sus conocidos habían muerto y eso sólo podía decírselo a la televisión.

Desdémona había pasado casi una hora trabajando en el criadero de gusanos, en un intento de olvidar sus presentimientos. Había salido por la puerta trasera de la casa, bajo el emparrado de dulce aroma, y descendiendo los bancales del patio llegó al pequeño chamizo con techo de paja. El acre olor a larvas no la molestó al entrar. El criadero de gusanos de seda era el hediondo oasis personal de mi abuela. A todo su alrededor, como en una bóveda celeste, suaves y blancos gusanos de seda colgaban de ramitas de morera atadas entre sí. Desdémona observó cómo hilaban los capullos, cabeceando como al compás de una música. Al mirarlos se olvidaba del mundo exterior, de sus mudanzas y convulsiones, de su nueva y terrible música (que va a sonar dentro de un momento). En cambio escuchó la voz de su madre, Eufrosine Stephanides, que resonaba años atrás en aquel mismo criadero, dilucidando los misterios de los gusanos de seda.

—Para producir buena seda, tienes que ser pura —solía decir a su hija—. Los gusanos de seda lo saben todo. Siempre se sabe en lo que anda cualquiera por el aspecto que tiene su seda. —Y seguidamente, Eufrosine daba ejemplos—: María Pulos, que se remanga las faldas en cuanto ve a un hombre. ¿Has visto sus capullos? Una vergüenza para cualquiera. Deberías fijarte la próxima vez.

Con sólo once o doce años Desdémona se lo creía todo, de manera que ahora, que ya era una joven de veintiuno, seguía sin poner abiertamente en duda los cuentos morales de su madre, y examinaba las constelaciones de capullos en busca de signos de su propia impureza (¡los sueños que estaba teniendo!). Y buscaba otra cosa, además, porque su madre mantenía asimismo que los gusanos de seda reaccionaban ante las atrocidades de la historia. Después de una matanza, sobrevenida incluso en una aldea que estuviera a setenta kilómetros de distancia, los filamentos de los gusanos se volvían del color de la sangre.

—Los he visto tan ensangrentados como los pies de Jristós —proseguía Eufrosina, y su hija, años después, al recordarlo, entornaba los ojos en la penumbra para ver si alguno de los capullos había enrojecido.

Sacó una bandeja y la agitó; luego sacó otra; y justo entonces fue cuando sintió que se le detenía el corazón, que se le hacía una bola y empezaba a golpearle las costillas. Dejó caer la bandeja, vio que las faldas del largo vestido ondeaban movidas por una fuerza interior, y comprendió que su corazón funcionaba según instrucciones propias, que ya no era dueña de su propio corazón ni, en realidad, de nada en el mundo.

De manera que mi yiayiá, padeciendo la primera de sus enfermedades imaginarias, se quedó mirando Bursa, como si esperase una confirmación visible de su invisible temor. Y entonces llegó desde el interior de la casa, en forma de sonido: su hermano Eleuterio («Lefty») Stephanides se había puesto a cantar. En un inglés mal pronunciado, sin sentido:

«Por la mañana, por la tarde, qué bien los pasamos, ¿no?», cantaba Lefty, de pie frente al espejo de su habitación, como hacía todas las tardes hacia esa hora, echándose una porción de brillantina (que olía a limones verdes) en la palma de la mano y pasándosela por el pelo, recientemente cortado a lo Valentino. Y proseguía: «Entretanto, entre medias, qué bien lo pasamos, ¿no?». La letra tampoco le decía nada a él, pero la melodía le bastaba. Aquella música le sugería la frivolidad de la era del jazz, con sus cócteles de ginebra y chicas que vendían cigarrillos; en sintonía con ella llevaba el pelo lacio y brillante, que se peinaba hacia atrás con mucho estilo…, mientras que, en el patio, Desdémona reaccionaba de otra manera a su canción. Cuando le oía cantar así, ella pensaba únicamente en los bares de mala fama que su hermano frecuentaba allá abajo, en la ciudad, aquellos antros donde fumaban hachís y tocaban rebétiko y música americana y donde había mujeres de vida alegre que cantaban…, al tiempo que Lefty se ponía su nuevo traje de rayas y doblegaba el pañuelo del bolsillo de la chaqueta que hacía juego con su corbata roja… Y ella tenía una sensación rara en su interior, en el estómago sobre todo, agitado por complejas emociones, tristeza, rabia y otra cosa que era incapaz de definir y que le dolía más que todo lo demás… «El alquiler sin pagar, cariño, y sin coche», cantaba Lefty con aquella melodiosa voz de tenor que yo heredaría más tarde; y bajo la superficie de la música Desdémona volvía ahora a escuchar la voz de su madre, las últimas palabras que Eufrosine Stephanides pronunció antes de morir a consecuencia de un balazo: «Cuida de Lefty. Prométemelo. ¡Encuéntrale una mujer!»… y Desdémona, a través de las lágrimas, contestando: «Te lo prometo. ¡Lo prometo!»…, todas esas voces hablando a la vez en la cabeza de Desdémona mientras cruzaba el patio para entrar en la casa. Pasó por la pequeña cocina, donde estaba haciendo la cena (para uno), y se dirigió con paso resuelto a la habitación que compartía con su hermano. Lefty seguía cantando: «No nos sobra el dinero, pero ¡ay!, cariño…», ajustándose los gemelos, haciéndose la raya en el pelo y, al levantar entonces la cabeza, vio a su hermana, prosiguió, pianísimo ahora: «… qué bien lo pasamos, ¿verdad?», y guardó silencio.

Por un momento, el espejo retuvo las dos caras. A los veintiún años, mucho antes de la dentadura postiza mal ajustada y de la autoimpuesta invalidez, mi abuela era una auténtica belleza. Llevaba el pelo negro en largas trenzas recogidas con horquillas bajo el pañuelo. No eran trenzas delicadas como las de una niña pequeña, sino sólidas, de mujer, dotadas de una fuerza viva, como la cola del castor. Años, estaciones y diversas condiciones atmosféricas se habían prendido en las trenzas; y cuando se las soltaba por la noche, le caían hasta la cintura. En aquel momento, las trenzas también iban sujetas con cintas de seda negra, lo que las hacía más imponentes en caso de que alguien las viera, lo que no solía ocurrir. Lo que estaba a la vista para el consumo general era el rostro de Desdémona: los ojos grandes, melancólicos, la tez pálida, como alumbrada con velas. Debo asimismo mencionar, con la inevitable punzada de quien fue chica de pecho plano, la voluptuosa figura de Desdémona. Tenía un cuerpo que era un continuo bochorno para ella. Se le anunciaba siempre de una forma que merecía su desaprobación. En la iglesia cuando se arrodillaba, en el patio cuando sacudía las alfombras, bajo el melocotonero cuando cogía la fruta, las perfecciones femeninas de Desdémona escapaban al control de su apagada y restrictiva vestimenta. Bajo la agitación del cuerpo, la cara enmarcada en el pañuelo permanecía aparte, con aire un tanto escandalizado por lo que se traían entre manos sus pechos y caderas.

Eleuterio era más alto, más esbelto. En las fotografías de la época se parece a los personajes del hampa que él idolatraba, los ladrones y tahúres de fino bigote que atestaban los bares de Atenas y Constantinopla. De nariz aquilina y mirada penetrante, su rostro tenía aspecto de ave rapaz. Cuando sonreía, sin embargo, se apreciaba la dulzura de sus ojos, lo que ponía de manifiesto el hecho de que Lefty no era un gángster sino el hijo consentido y libresco de una familia acomodada.

Aquel domingo por la tarde de 1922, Desdémona no miraba a la cara de su hermano. Sus ojos se centraron en cambio en el traje, en el pelo lustroso, en los pantalones de rayas, mientras trataba de comprender lo que le había ocurrido en los últimos meses.

Lefty era un año menor que Desdémona, y ella siempre se preguntaba cómo podía haber pasado sin él los doce primeros meses de su vida. Porque hasta donde le alcanzaba la memoria, su hermano siempre había estado al otro lado de la manta de pelo de cabra que separaba sus respectivas camas. Tras el kelimi hacía funciones de marionetas, moviendo las manos dentro de los avispados y chepudos karaguiozis que siempre burlaban a los turcos. En la oscuridad inventaba pareados y cantaba canciones, pero cantaba sólo para él, y ése era uno de los motivos por los que ella aborrecía aquella nueva música americana. Desdémona siempre había querido a su hermano como sólo una hermana que se cría en la montaña puede querer a un hermano: él era la única diversión, su mejor amigo y confidente, el compañero con quien descubría cuevas y atajos. En la infancia, la simpatía emocional que sentía por Lefty era tan absoluta que a veces olvidaba que eran seres diferentes. De niños habían recorrido a gatas los bancales de la montaña como una criatura de cuatro patas y dos cabezas. Desdémona estaba acostumbrada a ver cómo su doble sombra siamesa saltaba por la tarde sobre la fachada encalada de la casa, y cada vez que se encontraba con su propia sombra solitaria era como si la hubieran cercenado por la mitad.

La paz pareció cambiarlo todo. Lefty aprovechaba las nuevas libertades. Durante el último mes había ido a Bursa un total de diecinueve veces. En tres ocasiones se había quedado toda la noche en la Pensión del Capullo, frente a la mezquita del sultán Uhan. Salió una mañana vestido con dulamas, chaleco, pantalones bombachos, calcetines hasta la rodilla y calzado con botas, para volver a la tarde del día siguiente con un traje de rayas, un pañuelo de seda remetido en el cuello de la camisa como un cantante de ópera y un bombín negro en la cabeza. Había otras novedades. Empezó a aprender francés con un manual de conversación de color ciruela. Había adquirido ademanes afectados, metiéndose las manos en los bolsillos y haciendo sonar la calderilla, por ejemplo, o quitándose la gorra para saludar. Cuando lavaba la ropa, Desdémona encontraba trozos de papel en los bolsillos de Lefty, cubiertos de operaciones matemáticas. Su ropa olía a humo y, en ocasiones, a algo acre y dulzón.

Ahora, en el espejo, sus caras juntas no podían ocultar el hecho de su separación, cada vez mayor. Y mi abuela, cuyos nubarrones constitucionales habían desembocado en una tormenta cardiaca de tomo y lomo, miró a su hermano, que en otro tiempo había confundido con su propia sombra, y notó que había algo raro.

—¿Adónde vas con ese traje?

—¿Adónde crees que voy? Al Koza Han. A vender capullos.

—Fuiste ayer.

—Es la temporada.

Con un peine de carey se hizo la raya del pelo a la derecha, aplicándose brillantina en un ricito rebelde que se negaba a alisarse.

Desdémona se acercó más. Cogió la brillantina y la olió. No era el olor de su ropa.

—¿Qué más haces allí?

—Nada.

—A veces te quedas toda la noche.

—Está muy lejos. Voy andando y, cuando llegó, ya es muy tarde.

—¿Qué es lo que fumas en esos bares?

—Lo que pongan en el narguile. Hacer preguntas no es de buena educación.

—Si madre y padre supieran que estás bebiendo y fumando así… —advirtió, sin terminar la frase.

—Pero no lo saben, ¿verdad? Así que estoy a salvo.

La ligereza de su tono no era muy convincente. Lefty se comportaba como si ya hubiera superado la muerte de sus padres, pero a Desdémona no la engañaba. Sonrió tristemente a su hermano y, sin comentario alguno, alzó el puño. Automáticamente, sin dejar de admirarse en el espejo, Lefty hizo lo mismo. Contaron:

—Uno, dos, tres… ¡ya!

—Piedra aplasta serpiente. Yo gano —dijo Desdémona—. Así que cuéntamelo.

—¿Contarte qué?

—Cuéntame lo que hay en Bursa que es tan interesante.

Lefty volvió a echarse el pelo hacia delante y se hizo la raya a la izquierda. Movió la cabeza de un lado a otro en el espejo.

—¿Cómo te gusta más? ¿A la derecha o a la izquierda?

—Vamos a ver.

Desdémona alzó la mano, la acercó delicadamente a la cabeza de su hermano… y le despeinó.

—¡Oye!

—¿Qué es lo que buscas en Bursa?

—Déjame en paz.

—¡Dímelo!

—¿Quieres saberlo? —exclamó Lefty, furioso ya con su hermana—. ¿Qué crees tú que busco? —inquirió con violencia contenida—. Busco una mujer.

Desdémona se agarró el vientre con fuerza, se dio palmaditas en el corazón. Retrocedió dos pasos y, desde aquella posición estratégica, examinó de nuevo a su hermano. La idea de que Lefty, que compartía sus ojos y sus cejas, que dormía en la cama contigua a la suya, pudiera estar poseído por tal deseo nunca se le había pasado por la cabeza. Aunque maduro físicamente, el cuerpo de Desdémona seguía siendo algo ajeno a su dueña. Por la noche, en su habitación, a veces había visto a su hermano dormido apretándose contra el colchón de cuerdas como si estuviera enfadado con él. De niña lo había sorprendido en el criadero de gusanos de seda, frotándose inocentemente contra un pilar de madera. Pero nada de eso le había causado impresión alguna.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó a Lefty, con ocho o nueve años por entonces, que agarrado al pilar movía las rodillas de arriba abajo.

—Quiero tener esa sensación —contestó él con voz firme y resuelta.

—¿Qué sensación?

—Ya sabes —gruñendo, resoplando, subiendo y bajando las rodillas—. Esa sensación.

Pero ella no sabía. Pasarían años antes de que, cortando pepinos, se apoyara contra la esquina de la mesa y, sin darse cuenta, se inclinara un poco más, para luego adoptar diariamente esa postura, la esquina de la mesa ajustada entre las piernas. Ahora, cuando preparaba la comida a su hermano, a veces renovaba su vieja amistad con la mesa del comedor, pero sin ser consciente de ello. Era su cuerpo quien lo hacía, con la astucia y el silencio de los cuerpos en todas partes.

Las excursiones de su hermano a la ciudad eran diferentes. Al parecer, Lefty sabía lo que buscaba; estaba en plena comunicación con su propio cuerpo. Su mente y su cuerpo se habían convertido en una sola entidad, fundido en una sola idea, centrados en una sola obsesión, y por primera vez en la vida Desdémona se veía incapaz de entender aquella idea y sólo sabía que, fuera la que fuese, nada tenía que ver con ella.

Eso la puso furiosa. Además de un tanto celosa, como es de suponer. ¿Acaso no era Lefty su mejor amigo? ¿Es que no se lo habían contado siempre todo? ¿No se lo hacía todo ella: guisar, coser y tener la casa como su madre la había tenido siempre? ¿Acaso no se había encargado ella sola de los gusanos de seda para que él, su hermanito listo, pudiera ir a clase con el cura para aprender griego antiguo? ¿No había sido ella quien dijo: «Tú ocúpate de los libros, que yo me ocuparé del criadero. Lo único que tienes que hacer es ir al mercado a vender los capullos»? ¿Y acaso se había quejado cuando él empezó a entretenerse allá abajo, en la ciudad? ¿Había mencionado ella los trozos de papel, sus ojos enrojecidos o el olor acre y dulzón de su ropa? Desdémona tenía la sospecha de que su fantasioso hermano fumaba hachís. Sabía que donde había música de rebétiko había hachís; pero también era consciente de que Lefty estaba tratando de superar la muerte de sus padres de la única forma que podía, de que intentaba olvidar su pena en una nube de humo de hachís mientras escuchaba la música más triste del mundo. Como entendía todo eso, no le había dicho nada. Pero ahora vio que su hermano trataba de escapar a su dolor de un modo que ella no esperaba; y ya no estaba dispuesta a callarse.

—¿Que buscas una mujer? —inquirió Desdémona en tono de incredulidad—. ¿Qué clase de mujer? ¿Una turca?

Lefty no dijo nada. Tras su estallido siguió peinándose.

—A lo mejor lo que quieres es una odalisca. ¿Es eso? ¿Te crees que no sé que existen esas mujeres de mala vida, esas putanas? Pues sí, lo sé. No soy tan tonta. ¿Te gusta que una chica regordeta agite el vientre delante de tus narices? ¿Con una joya en medio de su redonda tripa? ¿Buscas una de ésas? Deja que te diga una cosa. ¿Sabes por qué las turcas esas se tapan la cara? ¿Crees que es por motivos religiosos? No. ¡Es porque, si no, nadie sería capaz de mirarlas! —Y a continuación gritó—: ¡Vergüenza debería darte, Eleuterio! ¿Qué es lo que te pasa? ¿Por qué no te buscas una chica del pueblo?

Fue en ese momento cuando Lefty, que se estaba cepillando la chaqueta, recordó a su hermana un hecho que ella estaba pasando por alto.

—A lo mejor no te has dado cuenta —le dijo—, pero en este pueblo no hay chicas.

Y en realidad, de eso se trataba, sobre todo. Bitinio nunca había sido un pueblo grande, pero en 1922 era más pequeño que nunca. La gente había empezado a marcharse en 1913, cuando la plaga de filoxera acabó con la producción de pasas. El éxodo prosiguió durante las guerras de los Balcanes. Surmelina, prima de Lefty y Desdémona, se había ido a Norteamérica y ahora vivía en una ciudad llamada Detroit. Construido a lo largo de una suave pendiente de la montaña, Bitinio no era uno de esos sitios precarios, desperdigados en las alturas, sino una agrupación elegante, o al menos armoniosa, de casas de estuco pintadas de amarillo. Entre ellas había dos magníficas mansiones con çikma, ventanales cerrados que sobresalían por encima de la calle. Las más modestas, que eran mayoría, se componían por lo general de una sola habitación donde también estaba la cocina. Y luego había algunas, como la de Lefty y Desdémona, con un salón enteramente cubierto de muebles, dos habitaciones, cocina y un retrete en el patio con inodoro europeo. En Bitinio no había tiendas, ni oficina de correos ni banco, sólo una iglesia y una taberna. Para comprar había que ir a Bursa, primero a pie y luego en un tranvía tirado por caballos.

En 1922 el pueblo no tenía más de cien habitantes. Algo menos de la mitad eran mujeres. De cuarenta y siete mujeres, veintiuna, eran ancianas. Otras veinte, amas de casa de mediana edad. Había tres madres jóvenes, cada una con una niña pequeña. Otra era la hermana de Lefty. Lo que dejaba dos muchachas casaderas a quienes Desdémona se apresuró ahora a nombrar.

—¿Cómo que no hay chicas aquí? ¿Qué me dices de Lucía Kafkalis? Es simpática. ¿O Victoria Pappas?

—Lucía huele mal. Con suerte se baña una vez al año. El día de su santo. ¿Y Victoria? —Se pasó un dedo por encima del labio superior—. Victoria tiene un bigote más grande que el mío. No tengo ganas de compartir la maquinilla de afeitar con mi mujer. —Dicho esto, dejó el cepillo y se puso la chaqueta—. No me esperes —avisó, y salió de la habitación.

—¡Vete! —gritó Desdémona tras él—. Ya ves lo que me importa. Pero acuérdate: ¡cuando tu mujer turca se quite el velo, no vuelvas corriendo al pueblo!

Pero Lefty ya se había ido. Sus pasos se perdieron en la distancia. Desdémona volvió a sentir en la sangre el misterioso veneno. No hizo caso.

—¡No me gusta cenar sola! —gritó, aunque no la oía nadie.

El viento del valle había empezado a soplar, como todas las tardes, y entraba por las ventanas abiertas de la casa. Hacía sonar el pasador de su arcón del ajuar y una especie de rosario que había sobre la tapa. Desdémona cogió la sarta de cuentas y empezó a pasarlas una a una entre los dedos, igual que había hecho su padre, y su abuelo y su bisabuelo antes de ella, realizando una precisa, concentrada y minuciosa ceremonia hereditaria para calmar los nervios. A medida que las cuentas chocaban unas con otras, Desdémona se iba entregando a ellas. ¿Qué le pasaba a Dios? ¿Por qué se llevó a sus padres y la dejó a ella para que se preocupara por su hermano? ¿Qué debía hacer ella con él? «¡Fumando, bebiendo, y ahora algo peor! ¿Y de dónde saca el dinero para todas sus locuras? ¡De mis capullos!, ¿de dónde si no?». Cada cuenta que se deslizaba entre sus dedos era otro resentimiento registrado y liberado. Desdémona, con sus ojos tristes, su rostro de muchacha obligada a crecer muy deprisa, manipulando su sarta de cuentas, atribulada, como todas las mujeres Stephanides antes y después de ella (hasta llegar a mí, si es que puedo incluirme).

Se dirigió a la ventana y asomó la cabeza, escuchando el viento que hacía susurrar los pinos y el abedul. Seguía pasando las cuentas que, poco a poco, iban surtiendo efecto. Se sentía mejor. Decidió continuar con su vida normal. Lefty no volvería aquella noche. ¿A quién le importaba? ¿Quién lo necesitaba, de todas formas? Para ella sería más fácil si no volviera nunca más. Pero se lo debía a su madre, tenía que vigilarlo para que no cogiera alguna enfermedad vergonzosa o, peor aún, se escapara con alguna turca. Las cuentas continuaban deslizándose, una tras otra, entre las manos de Desdémona. Pero ya no inventariaba sus penas. En cambio, las cuentas llevaban a su mente imágenes de una revista oculta en el viejo escritorio de su padre. Una cuenta era un peinado. La siguiente, unas bragas de seda. La otra, un sujetador negro. Mi abuela había empezado a hacer de casamentera.

Lefty, mientras tanto, cargado con un saco de capullos, iba bajando la montaña. Al llegar a la ciudad, recorrió Kapali Carsi Caddesi, torció por Borsa Sokak y no tardó mucho en cruzar el arco de entrada al jardín del Koza Han. Dentro, en torno a la fuente azulada, centenares de rígidos sacos, henchidos de capullos, se erguían hasta la altura de la cintura. Vendiendo o comprando, había grupos de hombres por todas partes. Llevaban gritando desde las diez de la mañana, cuando sonó la campana de apertura, y tenían la voz ronca.

—¡Excelente calidad! ¡A buen precio!

Lefty se abrió paso por los angostos pasadizos que se abrían entre los capullos, llevando a cuestas su propio saco. Nunca había tenido interés alguno en el medio de vida familiar. No era capaz de evaluar los capullos oliéndolos o tocándolos, como hacía su hermana. El único motivo por el que se ocupaba de llevar los capullos era porque a las mujeres no se les permitía la entrada en el mercado. Los empujones, los encontronazos de los porteadores y los sacos que había que esquivar lo ponían nervioso. Pensó en lo estupendo que sería si todo el mundo dejara de moverse un momento, si todos se quedaran quietos para admirar la luminosidad de los capullos a la luz del atardecer; aunque, desde luego, nadie lo hacía. Seguían gritando, tirándose capullos a la cara, mintiendo y regateando. Al padre de Lefty le había encantado la temporada de mercado en el Koza Han, pero el espíritu mercantil no se había transmitido a su hijo.

Cerca de los soportales Lefty vio a un comerciante que conocía. Le presentó el saco. El comerciante metió bien la mano y sacó un capullo. Lo echó a un cuenco lleno de agua y lo examinó. Luego lo metió en una copa de vino.

—Necesito que hagan seda de doble trenzado. Y éstos no son lo bastante fuertes.

Lefty no lo creyó. La seda de Desdémona siempre era la mejor. Era consciente de que debía gritar, parecer ofendido, hacer como que se llevaba la mercancía a otra parte. Pero había salido tarde de casa; la campana de cierre estaba a punto de sonar. Su padre siempre le había dicho que no llevara capullos a última hora porque entonces tendría que venderlos a precio reducido. Bajo el traje nuevo, se le puso la piel de gallina. Quería que se acabase la transacción. Sentía bochorno: vergüenza por la raza humana, por la preocupación por el dinero, la afición a la estafa. Sin protestar, aceptó el precio del comerciante. En cuanto concluyó el trato se apresuró a salir del Koza Han para dedicarse al verdadero asunto que lo llevaba a la ciudad.

No era lo que Desdémona pensaba. Hay que fijarse bien: Lefty, ladeándose el bombín con cierto estilo, baja por ciertas calles de Bursa. Pasa frente a un quiosco de café, pero no entra. El dueño lo saluda y, para responderle, Lefty se limita a agitar la mano. En la siguiente calle pasa frente a una ventana detrás de cuyos postigos se oyen voces femeninas que le llaman, pero él no hace caso y continúa por los sinuosos callejones, dejando atrás restaurantes y fruterías hasta llegar a una avenida donde entra en una iglesia. Más concretamente: una antigua mezquita, con el alminar derribado y las inscripciones coránicas cubiertas con yeso para servir de lienzo a los santos cristianos que, incluso en ese momento, están pintando en el interior. Lefty entrega una moneda a la anciana que vende velas, enciende una, la coloca bien derecha entre la arena. Se sienta en un banco de la parte de atrás. Y de la misma manera que rezará mí madre años después pidiendo consejo acerca de mi concepción, Lefty Stephanides, mi tío abuelo (entre otras cosas), levanta la cabeza hacia el Cristo Pantocrátor que aún no han acabado de pintar en el techo. Su oración empieza del modo acostumbrado, con las palabras que ha aprendido de niño: Kyrie eleison, Kyrie eleison, no soy digno de entrar en Tu humilde morada, pero pronto cambia de tono, se hace más personal: No sé por qué me siento así, no es natural…, para volverse luego un tanto acusatorio Tú me has hecho así, yo no pedí pensar cosas como. … y desalentarse en la petición final: Dame fuerzas, Jristós, no me dejes ser así, si ella llega a enterarse…, los ojos firmemente cerrados, las manos doblando el ala del bombín, las palabras subiendo lentamente con el incienso hacia un Cristo inacabado.

Rezó durante cinco minutos. Luego salió a la calle, volvió a cubrirse con el sombrero e hizo sonar la calderilla en los bolsillos. Volvió a subir por las mismas calles y, esta vez (desahogado de su preocupación), se detuvo en todos los sitios frente a los que se había resistido al bajar. Hizo una parada en un quiosco para tomarse un café y fumar. Entró en un bar y pidió una copa de ouzo.

—Eh, Valentino —le gritaron unos jugadores de backgammon—. ¿Echas una partida?

Dejó que le engatusaran, sólo una, que perdió. Luego tuvo que apostar doble o nada. (Los cálculos que Desdémona había encontrado en los bolsillos del pantalón de Lefty eran deudas de juego). Pasaron las horas. El ouzo seguía fluyendo. Llegaron los músicos y empezó el rebétiko. Eran canciones de deseo carnal, de muerte, de cárcel y vida en la calle. «Al fumadero de hachís de la playa, adonde voy todos los días», cantaba Lefty, siguiendo el compás, «cada mañana, bien temprano, para olvidar las penas; me encuentro con dos odaliscas, sentadas en la arena; completamente colocadas, las pobres, pero qué divinas eran». Mientras, iban llenando el narguile. Hacia medianoche, Lefty salió flotando a la calle.

Un callejón desciende, gira, acaba sin salida. Se abre una puerta. Un rostro sonríe, acogedor. De buenas a primeras, Lefty se encuentra en un sofá junto a tres soldados griegos, mirando a siete mujeres regordetas y perfumadas, repartidas en dos sofás frente a ellos. (Un fonógrafo toca la canción de moda que suena en todas partes: «Cada mañana, cada mañana…»). Y ahora ya ha olvidado completamente su oración, porque Lefty (cuando la madama dice: «La que más te guste, corazón») pasea la mirada por la circasiana rubia de ojos azules, la armenia que come un melocotón con aire insinuante y la mongola del flequillo; sus ojos siguen buscando y se detienen en una chica al extremo del sofá más apartado, una muchacha muy callada, de ojos tristes, piel perfecta y trenzas negras. («Hay una vaina para cada daga», dice en turco la madama, y ríen las putas). Inconsciente de los efectos de su atractivo, Lefty se pone en pie, se estira la chaqueta, extiende la mano hacia la muchacha elegida… y sólo cuando ella lo conduce escaleras arriba, le dice una voz en su cabeza que esa chica es lo más parecido a…, y tiene un perfil igualito que…, pero ahora han llegado a la habitación con sus sábanas usadas, su lámpara de aceite de color sanguinolento, su olor a agua de rosas y pies sucios. En la intoxicación de sus jóvenes sentidos, Lefty no presta atención a las crecientes similitudes que la muchacha revela al desnudarse. Su mirada absorbe los amplios pechos, la delgada cintura, el pelo que cae en cascada sobre el coxis indefenso; pero Lefty no establece relación alguna. La muchacha le prepara un narguile. Pronto empieza a flotar, dejando de oír la voz en su cabeza. En el dulce sueño de hachís de las horas siguientes, pierde la noción de quién es y con quién está. Los miembros de la prostituta se convierten en los de otra mujer. Pronuncia un nombre varias veces, pero está demasiado colocado para darse cuenta. Sólo después, al despedirlo, la muchacha lo devuelve a la realidad.

—A propósito, me llamo Irini. Aquí no hay ninguna Desdémona.

A la mañana siguiente se despertó en la Pensión del Capullo, lleno de remordimientos. Salió de la ciudad y volvió a subir la montaña, hacia Bitinio. De sus bolsillos (vacíos) no salía ruido alguno. Con resaca y algo de fiebre, Lefty se dijo que su hermana tenía razón: ya era hora de que se casase. Se casaría con Lucía, o con Victoria. Tendría hijos, dejaría de ir a Bursa y cambiaría poco a poco; se haría mayor; todo lo que ahora sentía se iría apagando hasta desaparecer en la memoria. Asintió con la cabeza; se ajustó el sombrero.

En Bitinio, Desdémona daba a las dos principiantes clases de educación social para señoritas. Mientras Lefty seguía durmiendo en la Pensión del Capullo, ella recibió en su casa a Lucía Kafkalis y Victoria Pappas. Las chicas eran aún más jóvenes que ella, y seguían viviendo en casa de sus padres. Consideraban a Desdémona como dueña de su propia casa. Celosas de su belleza, la observaban con admiración; halagadas por sus atenciones, le hacían confidencias; y cuando ella empezó a aconsejarlas sobre su aspecto físico, la escucharon con sumo interés. Dijo a Lucía que se lavase más a menudo, y sugirió que se aplicara vinagre bajo los brazos para evitar la transpiración. Envió a Victoria a casa de una turca, especialista en la eliminación del vello superfluo. A la semana siguiente, Desdémona enseñó a las chicas todo lo que había aprendido de la única revista de moda que había visto en la vida, un desencuadernado catálogo titulado Lingerie Parisienne que se contaba entre las pertenencias de su padre. Contenía treinta y dos páginas de fotografías de modelos en sujetador, corsé, liguero y medias. Por la noche, cuando todos dormían, su padre lo sacaba del último cajón de su escritorio. Ahora Desdémona estudiaba el catálogo en secreto, memorizando las fotografías a fin de recrearlas después.

Dijo a Lucía y Victoria que fuesen a su casa todas las tardes. Siguiendo sus instrucciones, aparecían moviendo las caderas bajo el emparrado donde Lefty solía leer. Llevaban un vestido diferente cada vez. También cambiaban de peinado, manera de andar, joyas y ademanes. Bajo la dirección de Desdémona las dos sosas muchachas parecieron multiplicarse, formando una pequeña ciudad de mujeres, cada una con su risa peculiar, su joya personal, su canción favorita en los labios. Al cabo de dos semanas, Desdémona fue una tarde al emparrado y preguntó a su hermano:

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué no has bajado a Bursa? Creía que ya habías encontrado una turca guapa para casarte. Pero acuérdate de mirar debajo del velo, no vaya a tener bigote como Victoria.

—Qué curioso que lo menciones —repuso Lefty—. ¿Te has dado cuenta? Vicky ya no tiene bigote. ¿Y sabes otra cosa? —preguntó poniéndose de pie, sonriente—. Lucía empieza a oler estupendamente. Cada vez que viene, huelo a flores.

Estaba mintiendo, por supuesto. Para él, ninguna de las dos chicas tenía un aspecto más atractivo ni olía mejor que antes. Su entusiasmo sólo era un modo de rendirse a lo inevitable: un matrimonio arreglado, vida hogareña, hijos; el desastre absoluto.

—Tenías razón —concluyó, acercándose a Desdémona—. Las chicas más guapas del mundo están aquí mismo, en este pueblo.

—¿En serio? —dijo ella, mirándolo tímidamente a los ojos.

—A veces no te das cuenta de lo que tienes delante de las narices.

Se quedaron quietos, mirándose, mientras Desdémona notaba de nuevo aquella extraña sensación en el estómago. Y para explicar esa sensación no tengo más remedio que contar otra historia. En su discurso presidencial del congreso anual de la Sociedad para el Estudio Científico de la Sexualidad de 1968 (celebrado ese año en Mazatlán entre numerosas y sugerentes piñatas), el doctor Luce introdujo el concepto de «perifescencia». El término no significa nada en sí mismo; Luce lo inventó para evitar toda asociación etimológica. El estado de perifescencia, sin embargo, es bien conocido. Denota los primeros síntomas de la vinculación afectiva de una pareja humana. Causa vértigos, euforia, cosquilleos en la cavidad torácica. Perifescencia es la parte enloquecida, romántica, de estar enamorado. (Y según explicó Luce, puede durar hasta dos años, como máximo). Los antiguos habrían explicado la sensación de Desdémona como la acción de Eros. En la actualidad, el dictamen de los expertos lo reduciría al ámbito de la química cerebral y de la evolución. No obstante, debo insistir: Desdémona sintió la perifescencia como una cálida laguna que le fluía del vientre y le anegaba el pecho. Se le subió como un ardiente licor de menta finlandés de noventa grados. Tras el eficiente bombeo de dos glándulas en el cuello, se le encendió el rostro. Y el calor entonces cambió de signo y empezó a extenderse a sitios a los que una chica como ella no permitía acercamientos, con lo que Desdémona bajó los ojos y dio media vuelta. Se dirigió a la ventana, dejando la perifescencia a su espalda, mientras la brisa del valle le refrescaba el ánimo.

—Hablaré con los padres de las chicas —anunció, tratando de adoptar el tono de su madre—. Luego tendrás que ir a cortejarlas.

A la noche siguiente, hubo media luna, como en la futura bandera turca. Abajo, en Bursa, las tropas griegas, en busca de comida y jarana, tiroteaban otra mezquita. En Angora, Mustafá Kemal hacía que los periódicos publicasen la noticia de que iba a dar una fiesta en Chankaya, cuando en realidad se dirigía a su cuartel general del frente. En compañía de sus hombres, bebió el último raki que tomaría hasta después de la batalla. Al amparo de la noche, las tropas turcas se movilizaron; pero no al norte, hacia Eskisehir, como todo el mundo esperaba, sino al sur, a la ciudad poderosamente fortificada de Afyon. En Eskisehir, las tropas turcas encendieron fogatas para exagerar su número. Una pequeña fuerza de diversión hizo un fingido movimiento en dirección norte, hacia Bursa. Y, entre aquellos despliegues, Lefty Stephanides, llevando dos ramilletes de flores, salió por la puerta de su casa y se dirigió a la calle donde vivía Victoria Pappas.

Era un acontecimiento de la misma importancia que un nacimiento o una muerte. Hasta el último de los casi cien habitantes de Bitinio estaba al corriente de las inminentes visitas de Lefty, y las viudas viejas, las mujeres casadas y las madres jóvenes, así como los ancianos, esperaban a ver con cuál de las dos muchachas se quedaría. Debido a la escasez de población, casi habían desaparecido los antiguos rituales de noviazgo. Esa falta de posibilidad romántica había creado una especie de círculo vicioso. Nadie a quien querer: falta de amor. Falta de amor: falta de niños. Falta de niños: nadie a quien querer.

Victoria Pappas estaba erguida con medio cuerpo a la luz y otro medio a la sombra, exactamente de la misma manera que en la fotografía de la página ocho de la Lingerie Parisienne. Desdémona (regidora, directora y, a la vez, encargada de vestuario) había recogido el pelo a Victoria, cubriéndole la frente con tirabuzones y advirtiéndole de que su prominente apéndice nasal debía permanecer en la sombra. Perfumada, depilada, saturada de emolientes, sombreados los ojos con kohl, Victoria dejó que Lefty la examinara de arriba abajo. Sintió el calor de su mirada, notó su jadeante respiración, percibió sus dos intentos de hablar —dos inaudibles gemidos procedentes de una garganta reseca— y, oyendo luego que sus pasos se aproximaban aún más, se dio la vuelta, adoptando la expresión que Desdémona le había enseñado; pero estaba tan concentrada en el esfuerzo de hacer con los labios el mohín de la modelo de lencería francesa, que no se dio cuenta de que los pasos no se acercaban sino retrocedían; y al volverse vio que Lefty Stephanides, el único soltero aceptable del pueblo, se iba alejando…

… Mientras, en casa, Desdémona abría el arcón de su ajuar. Buscó en el interior y sacó su corsé. Su madre se lo había regalado años atrás, en previsión de su noche de bodas.

—Espero que te lo pongas algún día —le dijo.

Ahora, frente al espejo de la habitación, Desdémona se probaba la extraña y complicada prenda. Abajo con los calcetines hasta la rodilla, con la ropa interior de color gris. Fuera con la falda que le llegaba más arriba de la cintura, con la larga blusa de cuello alto. Sacudiendo la cabeza, se quitó el pañuelo y se deshizo las trenzas, con lo que el pelo le cayó sobre los hombros desnudos. El corsé era de seda blanca. Al ponérselo, Desdémona se sintió como si hilara su propio capullo, esperando la metamorfosis.

Pero cuando volvió a mirar al espejo, vio su imagen. Era inútil. Nunca se casaría. Lefty volvería aquella noche tras haber elegido mujer, que luego llevaría a casa para que viviera con ellos. Desdémona se quedaría como estaba, pasando la sarta de cuentas y haciéndose aún mayor de lo que ya se sentía. Aulló un perro. Alguien del pueblo dio una patada a un montón de astillas y soltó una maldición. Y mi abuela lloraba en silencio porque iba a pasarse el resto de la vida haciendo inventario de sus penas, que nunca desaparecían…

… Y entretanto Lucía Kafkalis adoptaba exactamente la postura que le habían indicado, medio dentro y medio fuera de la luz, llevando un sombrero blanco con cerezas de cristal en la banda, una mantilla sobre los hombros desnudos, un escotado vestido, verde y luminoso, y tacones altos, con los que no se movía por miedo a caerse. Su madre, una mujer gruesa, entró andando como un pato, sonriendo y gritando.

—¡Ahí viene! ¡Ni siquiera un minuto ha podido estar con Victoria…!

… Ya percibía el olor a vinagre. Lefty acababa de cruzar el bajo umbral de la casa de los Kafkalis.

—Os dejamos solos —anunció el padre de Lucía, dándole la bienvenida—. Para que os vayáis conociendo.

La habitación estaba en penumbra. Lefty se volvió… y dejó caer el otro ramillete.

Lo que Desdémona no había previsto: su hermano también había estudiado minuciosamente las páginas de la Lingerie Parisienne. En realidad, lo estuvo haciendo desde los doce a los catorce años, cuando descubrió el auténtico botín: diez fotografías del tamaño de una postal, escondidas en una maleta vieja, que mostraban a «Sermin en los Aposentos del Placer», en las cuales una muchacha de veinticinco años y cuerpo en forma de pera asumía con aire aburrido una variedad de posturas sobre los cojines con borlas de un serrallo escenificado. La encontró en el compartimiento de los artículos de tocador, como al frotar la lámpara de un genio. Sermin salió girando hacia arriba envuelta en una nube de polvo luminoso: sin nada salvo un par de zapatillas de las mil y una noches y una cinta en torno a la cintura (destello); echada lánguidamente sobre una piel de tigre, acariciando una cimitarra (destello); y sentada con los pechos al aire ante un tablero de backgammon. Aquellas diez fotografías en tonos sepia era lo que había despertado la fascinación de Lefty por la ciudad. Pero nunca había olvidado del todo sus primeros amores de la Lingerie Parisienne. Podía invocarlas en su imaginación a voluntad. Al ver a Victoria Pappas en la pose de la página ocho, Lefty quedó impresionado por la distancia que separaba a su vecina del ideal de su adolescencia. Trató de imaginarse casado con Victoria, viviendo con ella, pero en el centro de todas las imágenes que se le pasaban por la cabeza se abría un enorme vacío, la ausencia de la persona que más quería y que conocía mejor que ninguna otra. De modo que había huido de Victoria Pappas para seguir calle abajo y encontrarse con Lucía Kafkalis, igual de decepcionante, incapaz de estar a la altura de la página veintidós…

… Y entonces ocurre algo. Desdémona, sollozando, se quita el corsé, lo dobla de nuevo y vuelve a guardarlo en el arcón del ajuar. Se deja caer sobre la cama, la de Lefty, para seguir llorando. La almohada huele a brillantina y, entre lágrimas, aspira su olor…

… hasta que, drogada por los opiáceos del llanto, se queda dormida. Tiene un sueño que se le repite últimamente. En el sueño todo es como antes. Lefty y ella vuelven a ser niños (salvo que tienen cuerpo de adultos). Están acostados en la misma cama (salvo que ahora es la cama de sus padres). Mueven piernas y brazos mientras duermen (y es sumamente agradable, cómo agitan los miembros, y la cama está húmeda…), pero al cabo de un momento Desdémona se despierta, como de costumbre. Le arde la cara. Tiene una sensación rara en el estómago, muy adentro, y ahora casi puede definirla…

… mientras yo, sentado en mi butaca de relajación, sigo las teorías de E. O. Wilson. ¿Fue amor o instinto de reproducción? ¿Casualidad o destino? ¿Delito u obra de la naturaleza? Puede que, para garantizar su existencia, el gen contuviese un mecanismo que impidiera su control, lo que explicaría las lágrimas de Desdémona y la afición de Lefty por las prostitutas; no obedecería al cariño ni la simpatía emocional, sino a su necesidad de manifestarse en el mundo, urdiendo para ello un preciso juego amoroso. Pero yo no puedo explicarlo mejor de lo que podrían haberlo hecho Desdémona y Lefty, del mismo modo que cualquiera de nosotros, al enamorarse, es incapaz de separar las hormonas de los sentimientos, por divinos que éstos sean, y tal vez aludo a la cuestión de Dios movido por algún reflejo altruista encaminado a preservar la especie; no estoy seguro. Trato de volver mentalmente a una época anterior a la genética, antes de que todo el mundo adquiriese la costumbre de explicar cualquier cosa con un: «Está en los genes». Un tiempo anterior a nuestra actual libertad… ¡y mucho más libre!

Desdémona no tenía idea de lo que estaba pasando. No contemplaba sus entrañas como un vasto código lleno de números, de secuencias infinitas entre las cuales hay alguna que puede contener un error. Ahora sabemos que andamos con ese mapa por ahí. Que dicta nuestro destino incluso cuando no hacemos nada, parados en la esquina de la calle. Nos pinta en la cara las mismas arrugas y manchas de vejez que tenían nuestros padres. Nos hace moquear de manera idiosincrásica, reconocible, familiar. Genes profundamente arraigados controlan los músculos del ojo, de modo que dos hermanas parpadean de la misma forma, y a hermanos gemelos se les cae la baba al mismo tiempo. A veces, cuando estoy inquieto, me veo palpándome el cartílago de la nariz de la misma manera que mi hermano. Nuestras gargantas y laringes, formadas bajo las mismas instrucciones, comprimen el aire de cierta manera para que salga con los mismos tonos y decibelios. Y eso se puede extrapolar hacia atrás en el tiempo, de modo que cuando yo hablo, Desdémona hable también. Ella es quien escribe ahora estas palabras. Desdémona, que no sabe absolutamente nada del ejército que tiene en su interior, ejecutando un millón de órdenes, ni del soldado que desobedeció, ausentándose sin permiso…

… escapando como Lefty de Lucía Kafkalis y volviendo con su hermana. Desdémona oyó sus pasos apresurados mientras se ajustaba de nuevo la falda. Arrojó el corsé al arcón del ajuar y se enjugó las lágrimas con el pañuelo. Al verlo entrar por la puerta, esbozó una sonrisa.

—Bueno, ¿por cuál te has decidido?

Lefty no contestó, observando a su hermana. No había compartido habitación con su hermana durante toda la vida para no saber cuándo había estado llorando. Estaba despeinada, con el pelo tapándole casi toda la cara, pero los ojos que se alzaron para mirarlo le resultaban tan familiares como los suyos propios.

—A ninguna —dijo al fin.

Al oír aquello Desdémona sintió una inmensa felicidad. Sin embargo, replicó:

—Pero ¿qué es lo que te pasa? Tienes que decidirte.

—Esas chicas parecen un par de putas.

—¡Lefty!

—Es verdad.

—¿No quieres casarte con ninguna?

—No.

—Pues tienes que hacerlo —afirmó, esgrimiendo el puño—. Si gano, te casas con Lucía.

Lefty, incapaz de rechazar una apuesta, alzó el puño a su vez.

—¡Una, dos, tres…, ya!

—El hacha parte la piedra —sentenció Lefty—. Gano yo.

—Otra vez —exigió Desdémona—. Ahora, si gano yo, te casas con Vicky. Una, dos, tres…

—La culebra se traga el hacha. ¡Otra vez gano! Adiós a Vicky.

—Entonces, ¿con quién vas a casarte?

—Pues no sé. —Lefty la tomó de las manos y la miró fijamente—. Contigo, a lo mejor.

—Soy tu hermana, qué lástima.

—No eres sólo mi hermana. También eres mi prima tercera. Los primos terceros se pueden casar.

—Estás loco, Lefty.

—Así será más fácil. No tendremos que reformar la casa.

Entre bromas y veras, Desdémona y Lefty se abrazaron. Al principio se limitaron a abrazarse como es debido, pero al cabo de diez segundos el abrazo cambió de signo; ciertas posiciones de las manos y presiones de los dedos no coincidían con las habituales demostraciones del cariño fraterno, todo lo cual empezó a conformar un lenguaje propio que anunciaba un nuevo mensaje en la silenciosa habitación. Lefty se puso a bailar un vals con Desdémona, al estilo europeo; dando vueltas, la condujo fuera, cruzando el patio hasta el criadero de gusanos de seda y volviendo hacia el emparrado, mientras ella reía y se tapaba la boca con la mano.

—Qué bien bailas, primo —dijo, y su corazón saltó de nuevo, haciéndola creer que se iba a morir allí mismo, entre los brazos de Lefty.

Pero no se murió, claro está; siguieron bailando. Y no olvidemos dónde estaban bailando: en Bitinio, un pueblo de montaña donde era corriente el matrimonio entre primos y todo el mundo estaba emparentado de una manera o de otra; así que, mientras bailaban, empezaron a estrecharse con más fuerza, dejando las bromas aparte, y entonces bailaron apretados, como el hombre y la mujer, en circunstancias solitarias y apremiantes, suelen hacer en ocasiones.

Y en medio de todo eso, antes de que se pronuncien palabras directas y de que se tomen decisiones (antes de que el ardor las tome por ellos), justo entonces, en pleno vals, oyeron explosiones a lo lejos, y al mirar abajo para ver lo que pasaba, vieron que el ejército griego se batía en retirada.