Jerusalén, 33 d. C.
Jesús tenía un gesto sombrío. Sabía con toda certeza lo que iba a suceder. Se había granjeado varios enemigos poderosos entre los miembros del sanedrín incluso antes de hacer estragos en el templo al desafiar a los prestamistas. Ahora sus adversarios estaban frenéticos, y los romanos tendrían que tomar cartas en el asunto. Y cuando los romanos intervenían en algo, siempre moría alguien.
En cierto modo, la inevitabilidad de lo que iba a suceder tenía un efecto tranquilizador en él. Sabía que no huiría, sabía que no se arredraría. Ambas opciones le repugnaban. De modo que estaba convencido de que iba a morir. Y no iba a ser una muerte rápida y fácil. Sería una muerte dura. Iba a sufrir. Pero le pidió a Dios que tuviera sentido. Su vida tenía un sentido, su mensaje de amar a Dios y al prójimo tenía un sentido. ¿Acaso iba a convertirse en un mártir más, derrotado por los poderosos y los corruptos y olvidado cuando aquellos que lo conocían murieran? ¿O su esfuerzo serviría para alcanzar un fin más elevado y perdurable? Si no podía hacer nada para modificar su destino, la única tarea que tenía pendiente era mostrarles a sus devotos que estaba en paz y enseñarles cómo debía morir un hombre bueno y recto.
De modo que se sentó entre sus doce discípulos más próximos, los hombres que habían arriesgado la vida para seguirlo a él y sus enseñanzas, y les dirigió una sonrisa, decidido a disfrutar del cálido ambiente de camaradería de un fantástico banquete de Pascua entre amigos.
Se encontraban en la sala superior de una magnífica casa del monte Sión que les había cedido para la velada un hombre adinerado que, tal y como les había dicho Tomás, era amigo de su amigo, José de Arimatea. José, que no era un discípulo acérrimo de las prédicas de Jesús, había mostrado ciertas simpatías por él y había realizado algunos donativos para mantener la causa a flote. La cena, dispuesta ante ellos en una mesa baja, era sencilla pero sana: carne, pescado, pan, aceitunas y un poco de vino.
Comieron en silencio durante casi todo el ágape ya que sus discípulos también conocían el peligro inminente que lo acechaba, pero cualquier atisbo de desesperación que pudiera haberse apoderado del banquete fue relegado al olvido por el afable semblante de Jesús, que parecía estar disfrutando de los pequeños placeres de la amistad y de una buena cena.
Sin embargo, la sala quedó sumida en un silencio sobrecogedor cuando Jesús se puso en pie y les dirigió la palabra.
—Uno de vosotros me ha de traicionar.
Los doce hombres se miraron entre sí y, primero Pedro y luego los demás, lo negaron y proclamaron su devoción con apasionadas expresiones de fervor.
Jesús asintió y sonrió, y zanjó la cuestión cogiendo una hogaza de pan, bendiciéndola y partiéndola en pedazos.
—Tomad y comed este pan pues es mi cuerpo.
Asombrados, los hombres obedecieron y comieron el pedazo de pan.
Entonces Jesús cogió un vaso de vino.
—Tomad esto y divididlo entre vosotros. Esta es mi sangre, la cual es derramada por muchos. Desde esta noche no beberé más de este fruto de la vid hasta aquel día en que lo beba nuevo en el reino de Dios.
Los hombres se pasaron el vaso de uno a otro, y cuando llegó de nuevo a Jesús, Judas se levantó y se acercó a su maestro con un cuenco negro y suave.
—Te pido que tomes el vino de este cáliz —le dijo a Jesús—. Es una vasija sagrada que procede de la tierra antigua de Moisés.
Jesús lo tomó, sintió su calidez y quedó maravillado por el halo que lo rodeaba.
—¿Cómo has encontrado este tesoro? —preguntó.
—Me lo dio un hombre que te amaba.
Jesús sirvió vino en la vasija y le hizo un gesto con el dedo a Judas para que se acercara.
—Sé que eres tú quien me ha de traicionar.
Entonces tomó el cuenco entre las manos y apuró el vino hasta la última gota.
Judas no podía hacer nada para dejar de temblar. Había ido corriendo desde Getsemaní hasta la casa de huéspedes en la que se alojaba Nehor, cerca del templo. El egipcio lo estaba esperando con un compatriota, un joven arrogante llamado Sacmis, que, tal y como le gustaba recordar a la gente, significaba «el poderoso». Mientras Jesús había logrado congregar a un grupo de hombres altruistas y sinceros, Nehor había atraído a una serie de hombres muy distintos, guiados por unos objetivos más abyectos. Sacmis compartía con su maestro un interés por la alquimia y, aunque era un neófito en la materia, se consideraba, junto con Nehor, un Qem, una antigua sociedad que tenía sus orígenes en la época de los faraones.
Nehor ofreció vino a Judas para que se calmara, pero este lo rechazó. Ni siquiera pudo sentarse para contarle el relato del horrible momento en que encabezó el grupo de ancianos, sacerdotes y pretorianos hasta el tranquilo monte de los Olivos, donde dormía Jesús. Los discípulos huyeron y ellos aprehendieron a Jesús bruscamente.
—¿Sabes qué hizo antes de que se lo llevaran? —preguntó Judas—. Me besó. ¿Qué he hecho?
—¿Bebió del cuenco? —preguntó Nehor.
—Sí.
—¿Dónde lo tienes? —preguntó Sacmis. Era un joven musculoso y corpulento; a su lado, Judas parecía un niño.
El discípulo de Jesús lo llevaba en un zurrón colgado del hombro.
—Toma.
Sacmis cogió el zurrón, le echó un vistazo y se lo dio a Nehor.
—Has obrado bien —dijo Nehor.
—No, soy un traidor. Sabe que soy un traidor —objetó Judas, apesadumbrado—. Estoy maldito para siempre.
—Jesús es muy inteligente —replicó Nehor—. Muchísimo. Estoy convencido de que sospecha que su martirio beneficiará a su causa. Es un hombre de principios, y yo también.
—¿Y cuáles son tus principios, Nehor? —le espetó Judas—. Intentaste estrangular a Ana, la ramera. Si no hubieran aparecido Pedro y Mateo, le habrías arrebatado la vida. Por eso te expulsó Jesús de su círculo, y con toda la razón. Ahora te pregunto, Nehor, ¿por qué intentaste cometer asesinato?
—Porque quería eliminar cualquier atisbo de duda. Porque quería poner a prueba los poderes de mi piedra de fuego. Cuando la encontré en el desierto supe que era un objeto extraño y poderoso. Tenía un halo. ¿Qué otra piedra lo tiene? Desprendía calor incluso cuando la noche era fría. ¿Qué piedra se comporta de esa manera? Soy alquimista. Poseo grandes conocimientos que me permiten manipular el mundo natural. De modo que sabía que era especial y la traje conmigo desde Egipto hasta Judea, donde vine a hacer fortuna. Y fue aquí donde oí hablar de Jesús de Nazaret, el mayor predicador que ha conocido esta tierra, un hombre tan santo que se dice que es capaz de obrar milagros. Y yo tenía que conocerlo. Era un hombre de grandes posibilidades.
—¿Así que te uniste a nosotros para aprovecharte de él?
—Así es, aunque en ocasiones estuve a punto de dejarme arrastrar por el poder de sus palabras. ¿Ha existido alguna vez un hombre capaz de lanzar tan magnífico hechizo simplemente hablando?
—Pero en realidad no creías en él.
—Creo en mí mismo, Judas. No sirvo para ser discípulo de nadie. Tengo madera de líder. Y una noche, no hace mucho, tras una velada en la que me entregué a los placeres del vino, desenvolví la piedra de fuego, le quité la tela que la cubría y le pregunté: «¿Qué secretos albergas? ¿Qué puedes hacer para convertirme en un hombre rico? ¿Qué puedes hacer para convertirme en un hombre poderoso?». Tenía una forma parecida a la de un cuenco, y como conozco la habilidad de trabajar el metal y la piedra, la convertí en una vasija alquímica en la que poder combinar diversas sustancias y ver si sus propiedades proporcionaban un resultado prometedor. Tal vez, pensé, podría convertir los metales de baja ley en oro. Dar forma al cuenco fue algo maravilloso, ya que cada esquirla que se desprendía, cada mota de polvo irradiaba su propio halo. Trabajé toda la noche, y cuando se acercaba el alba me quedé dormido en el suelo, detrás de esta misma casa. Me desperté empapado cuando empezó a llover a cántaros, y al ponerme en pie vi que un perro bebía del agua de la lluvia que se había acumulado en el cuenco. ¡Un perro estaba mancillando mi preciado cuenco! Así que le di un puntapié y luego otro, y el segundo le partió el cuello y murió ahí mismo. Tiré su cuerpo detrás de la tinaja para recolectar el agua de la lluvia, me retiré a mi lecho para dormir y descansar y no volví a pensar en el chucho hasta que me desperté y decidí trasladar el cuerpo del animal al otro extremo del callejón para que no me molestara el hedor de su descomposición. Pero había desaparecido.
—¿Y? —preguntó Judas—. Debió de llevárselo otro animal.
—Eso fue lo que pensé. Hasta que al día siguiente me puse a trabajar de nuevo en el cuenco para acabar de darle forma y pulirlo. Al cabo de un rato me levanté para aliviarme junto a la pared, y cuando regresé para seguir trabajando, ¡el perro estaba ahí! ¡Junto a la tinaja!
—¿Cómo sabes que era el mismo perro?
—Tenía la misma mancha blanca en el hocico. Era el mismo can, te lo aseguro, resucitado. Y al parecer me recordaba, porque me miró y huyó corriendo tan rápido como se lo permitieron sus patas. No volví a verlo.
—No puedo creer lo que estás diciendo —dijo Judas—. Solo un loco lo creería.
El comentario enfureció a Sacmis, que maldijo su insolencia, pero Nehor le impidió que golpeara a Judas.
—No he perdido el juicio, Judas. Sé lo que vi. Ese perro bebió de mi cuenco y regresó del reino de los muertos. Y yo sabía lo que tenía que hacer. Tenía que poner a prueba sus poderes con un hombre o una mujer. Cuando Pedro y Mateo frustraron mis planes con Ana la ramera, pensé de inmediato en Jesús. Era demasiado fácil. No tendría que matarlo, y eso era algo bueno porque realmente lo admiro. Los romanos harán el trabajo en mi lugar mañana. Solo tenía que ofrecerle vino de Pascua.
—Dios mío, ¿qué he hecho? —se lamentó Judas.
—¿Hecho? Si estoy en lo cierto, le has otorgado el don de la resurrección. Y a mí el de la inmortalidad.
Jesús fue crucificado en una cruz de madera un viernes, en el campo de ejecución romano situado frente a la muralla de la ciudad, en un lugar conocido como Gólgota. Se aproximaba el sabbat, así que tenían que encontrar una tumba para su cuerpo maltrecho y ensangrentado, pero ninguno de sus discípulos tenía los medios para proporcionarle un lugar de descanso con tan poca antelación. Sin embargo, encontraron la solución cuando el acaudalado sacerdote del sanedrín, José de Arimatea, convenció al gobernador de Judea, Poncio Pilato, para que le permitiera hacerse cargo del cadáver. Jesús fue trasladado a una de las tumbas vacías de José situadas cerca del campo de ejecución y que había mandado construir para los miembros de su amplia familia, que vivían en Jerusalén. Después de que las mujeres más próximas a Jesús, con los ojos anegados en lágrimas, limpiaran el cuerpo apresuradamente, lo ungieran y lo envolvieran en un sudario de lino, sellaron la tumba labrada en la roca viva con una gran muela y luego partieron para el sabbat.
El domingo por la mañana Nehor estaba leyendo uno de sus textos alquímicos egipcios, hecho un manojo de nervios, cuando Sacmis irrumpió en su estancia, empapado en sudor y con la respiración entrecortada.
—¡Ha sucedido! —gritó.
—Cuéntame.
—Las mujeres, María Magdalena y las demás, han acudido a la tumba hoy por la mañana para finalizar los ritos funerarios. ¡Y la tumba estaba vacía! ¡Ha sucedido!
Nehor dejó el texto sin perder la calma, se levantó y se puso las sandalias. Su rostro era la viva imagen del control.
—¿Qué dicen por ahí?
—Algunos, que los romanos han robado el cuerpo. Otros, que se lo han llevado sus discípulos. Pero otros afirman que ha resucitado.
Nehor se echó el zurrón al hombro y sintió el peso del cuenco en el costado. Dio una palmada a Sacmis con la mano derecha.
—Ven —le dijo—. Vamos a probar su verdadero poder.
Una multitud de hombres y mujeres caminaban de un lado a otro frente a la tumba vacía de Jesús, enfrascados en una animada conversación y levantando una fina nube de polvo blanco. Desde la distancia Nehor reconoció a la mayoría de los discípulos, y cuando se acercó al lugar, Mateo, un joven con el pelo largo y una barba de un rubio rojizo, lo reconoció y lo señaló con un dedo, dirigiéndole la misma mirada furibunda que el día en que apartó las manos del egipcio de la garganta de la ramera.
—¿Cómo te atreves, Nehor? No eres bienvenido aquí. Jesús te expulsó.
Nehor agachó la cabeza en señal de respeto.
—Nunca he dejado de amarlo —dijo—. A pesar de expulsarme del grupo de sus discípulos más próximos, perdonó mis pecados. Perdonó a todos los hombres por sus pecados y nos enseñó que debíamos perdonar al prójimo. ¿Acaso no estáis de acuerdo con sus prédicas?
Mateo rompió a llorar.
—Te perdono, Nehor —dijo—. ¿Has oído lo que ha sucedido?
—Lo he oído.
Nehor miró alrededor, vio a todos los discípulos excepto a Judas y preguntó con gran cautela si también se encontraba presente.
—Ha muerto. Se colgó anoche. No ha podido soportar el dolor de sus actos. Alguien le dio plata para que traicionara a Jesús.
—¿Se sabe quién fue?
—Los ancianos del templo, los sacerdotes, no lo sé.
—Hay gente que afirma que el cuerpo de Jesús ha sido robado —dijo Nehor.
—¡No hemos sido nosotros! —exclamó Mateo.
—¿Y los romanos?
—¿Por qué iban a hacer algo así? No tendría sentido que quisieran ensalzar su muerte fingiendo un milagro. Solo existe una explicación. Dios lo ha llamado a su lado. Ha resucitado.
Pedro echó a andar hacia las puertas de la ciudad estrechando el sudario de Jesús contra el pecho. Luego lo siguieron Santiago, Andrés, Juan y los demás.
—Debo irme —dijo Mateo—. Vamos a reunirnos en una casa del monte Sión para debatir lo sucedido, rezar y dar las gracias. Son días de gran emoción. ¡Jesús ha resucitado!
—¿Qué lleva Pedro consigo? —preguntó Nehor.
—El sudario. La imagen de su cuerpo aparece en la sábana como si la hubiera dibujado Dios.
Nehor y Sacmis permanecieron en el lugar y esperaron a que la muchedumbre se dispersara. Unos cuantos rezagados entraron y salieron de la tumba, y al final se quedaron a solas.
Entraron en la tumba. Nehor atravesó la sala de los llantos y se agachó para acceder a la cámara funeraria. El sol brillaba en lo alto del cielo y hacía calor, pero la tumba de piedra caliza se mantenía fría y oscura. Gracias a un rayo de luz que entraba por la puerta de la tumba, Nehor pudo ver que el banco de piedra tenía una mancha de color óxido debido a la sangre seca.
—Vigila la puerta —le ordenó a Sacmis—. No quiero que entre nadie.
Cuando Sacmis se situó junto a la entrada, sacó el cuenco del zurrón y lo dejó con cuidado en el banco.
Se puso en pie y lo miró.
De pronto oyó una discusión entre Sacmis y otro hombre que afirmaba ser José, el dueño de la tumba, que venía a tomar posesión de ella.
Sacmis no le permitía entrar, pero el hombre insistió e intentó apartarlo.
Nehor miró por encima del hombro y vio un rostro orondo, con barba negra, que asomó la cabeza y lo vio a él y al cuenco.
—¿Qué está sucediendo aquí? —gritó José—. ¡Esta es mi tumba! ¿Qué haces con ese cuenco? ¿Es magia? ¿Brujería? Sé quién eres. ¡Jesús te expulsó!
Pero la cabeza desapareció cuando Sacmis lo alejó de la puerta. Nehor oyó una ristra de amenazas y réplicas, y el sonido de unas sandalias que se alejaban a toda prisa. Imaginó que Sacmis había desenfundado el puñal.
Cuando Nehor entró en la sala de los llantos para hablar con Sacmis, algo sucedió detrás de él.
La cámara funeraria refulgió, inundada por una luz como si la tumba se hubiera abierto para recibir los rayos del sol de mediodía.
Le gritó a Sacmis que no se moviera de la puerta y entreabrió los ojos para observar la luz.
La intensidad fue menguando, y entonces oyó algo.
¿Era una voz?
Aguzó el oído y oyó las palabras «Dios mío». Era el sonido de una plegaria.
Con el corazón desbocado, Nehor atravesó la puerta de la cámara funeraria y lo vio, bañado con un suave resplandor, cada vez más tenue.
Estaba desnudo. En las manos y los tobillos se veían los agujeros negros e inflamados que habían dejado los clavos; en el pecho, las marcas de los azotes. Pero tenía una sonrisa cálida y abrió los brazos en un gesto de bienvenida.
—Jesús —murmuró Nehor, aturdido.
—He vuelto —respondió Jesús con sencillez.
A Nehor le daba vueltas la cabeza. Había tantas cosas que quería saber… Sin embargo, solo pudo preguntar una.
—¿Dónde has estado?
—En el reino de nuestro Señor, nuestro Dios.
—¿Cómo era? —balbuceó Nehor.
Jesús le dirigió una sonrisa más amplia.
—Eso es algo que averiguarán los hombres buenos y rectos cuando les llegue el momento, no debo revelarlo yo. ¿Dónde están mis discípulos?
—En el monte Sión.
—Debo reunirme con ellos. ¿Puedes darme ropa?
Nehor se quitó la túnica y se quedó solo con un pedazo de tela que le cubría la entrepierna.
Jesús se puso la túnica y vio el cuenco en el banco. Ya no era negro; refulgía con un blanco muy intenso.
—Este cuenco, el Grial, es sagrado —dijo—. Debes protegerlo y mantenerlo a salvo.
Y Jesús vivió entre sus sorprendidos y sobrecogidos discípulos durante cuarenta días, e impartió sus enseñanzas y rezó con ellos. Temerosos de los romanos, intentaron esconderlo en diversas casas, pero Jesús no mostraba miedo alguno, salía y aparecía en Jerusalén, y se reunía con partidarios que lo adoraban y que habían oído hablar del milagro de su resurrección.
Aunque no le contó a nadie lo que había experimentado durante su desaparición, hablaba con un tono reverencial de muchas cosas que pertenecían al reino de Dios. Hablaba del camino que uno debía seguir en la vida para conseguir la gracia de Dios y ordenó a sus discípulos que se dispersaran desde Jerusalén para predicar su evangelio de salvación entre todas las personas del mundo.
Al cuadragésimo día, Nehor decidió actuar. Hasta entonces había adoptado una actitud discreta; observaba a Jesús desde la distancia, seguía de cerca sus apariciones públicas para acumular pruebas con sus propios ojos de que el milagro de la resurrección había transformado a Jesús, que había dejado de ser un profeta para convertirse en algo mucho más parecido a una deidad.
Esa mañana entregó un pergamino de papiro a Sacmis.
—Lleva esto a Pedro y a los demás apóstoles —le ordenó—. Hoy es el día en que voy a enviarlo al lugar del que vino.
—Dime cómo, maestro —preguntó Sacmis.
—El Grial está aquí, y sin embargo Jesús todavía camina entre nosotros. Como bien sabes, he pasado desapercibido y lo he seguido con el Grial mientras predicaba en las plazas públicas. Sin embargo, no ha sucedido nada. He llegado a la conclusión de que la Piedra de la Resurrección solo ejerce su poder en el lugar en el que sucede la muerte.
—Pero Jesús murió en la cruz.
—¿Ah, sí? Quizá estaba agonizando y todavía conservaba un aliento de vida cuando lo bajaron. El sabbat se aproximaba. Amortajaron el cuerpo de manera precipitada. Tal vez nadie reparó en los últimos latidos de un corazón moribundo. Tal vez el espíritu lo abandonó cuando ya se encontraba en el interior de la tumba.
—¿Es eso lo que crees?
—Así es. Y por eso debo conseguir que Jesús regrese a la tumba. Cuando lo logre, si estoy en lo cierto, convenceré a la gente de que soy el elegido para llevar adelante su ministerio en la tierra. Fundaremos una nueva iglesia, Sacmis, una que beba del pozo de Jesús, pero que también muestre lealtad a los grandes Qem que vivieron antes que nosotros. Seremos ricos, seremos poderosos y, por encima de todo, seremos inmortales.
—¿Cómo convencerás a la gente de que eres el elegido?
—Moriré y, como Jesús, resucitaré.
—¿Cómo morirás?
Nehor sonrió.
—Tú me matarás.
Al atardecer, cuando el sol se ponía y el cielo se teñía de colores más oscuros, Nehor esperó con Sacmis frente a la tumba vacía de Jesús. Vieron a lo lejos una pequeña procesión y poco después, tras atravesar la cantera del Gólgota y pasar junto al lugar de la crucifixión, Jesús llegó con sus once discípulos, José de Arimatea y las mujeres, María Magdalena, Salomé, Juana y Susana.
Jesús tenía el pergamino de Nehor en la mano y se acercó hasta él.
—He venido. ¿Por qué me has llamado?
Nehor sacó el Grial del zurrón y se lo mostró. Tras la resurrección, había recuperado su color negro natural.
—¿Es este el cuenco del que bebiste vino en Pascua?
—Sí.
—¿Estarías dispuesto a entrar en la tumba sagrada conmigo para que pudiera mostrarte otro milagro?
Jesús sonrió.
—Entraré contigo.
Los discípulos de Jesús le gritaron que no entrara. Algunos dijeron que Nehor era malvado; otros, que se trataba de una trampa.
—He estado cuarenta días con vosotros —dijo Jesús—. Os he transmitido mis últimas enseñanzas terrenales, pero ahora ha llegado el momento de que vuelva a sentarme al lado de Dios. —Entonces levantó las manos para bendecirlos y añadió—: Que la paz eterna esté con vosotros. —Y siguió a Nehor al interior de la tumba.
Una luz deslumbrante atravesó la puerta de la tumba.
Los discípulos y las mujeres se taparon los ojos y se arrodillaron para rezar. Apenas podían ver algo.
Al cabo de un rato un hombre salió de la tumba.
Era Nehor, y sostenía el Grial, blanco y luminoso de nuevo.
—Se ha ido —le dijo a la gente—. Ha ascendido a los cielos.
Los discípulos se precipitaron hacia la tumba, entraron en grupos de dos o tres personas y pudieron comprobar por sí mismos que estaba vacía, solo quedaba la túnica arrugada que Jesús había llevado.
Pedro dio un paso al frente.
—¿Qué te ha dicho Jesús ahí dentro? —le preguntó a Nehor.
El egipcio sonrió y respondió con la mentira que tenía preparada.
—Me ha dicho que yo debía ocupar su lugar como Hijo del Hombre. Pero también ha dicho que debía demostraros a vosotros, sus apóstoles, que soy digno de ello.
—¿Y cómo vas a hacerlo? —preguntó Mateo con escepticismo.
—Me ha dicho que debía beber el vino sacramental, sufrir y que luego resucitaré. Así sabréis que soy el elegido para transmitir su mensaje en la tierra.
Mientras los discípulos de Jesús hablaban y discutían, Sacmis llenó el Grial con vino de un odre y Nehor se lo tomó de un trago.
Los discípulos observaron al egipcio fascinados y le oyeron dar la orden a Sacmis.
—Hazlo ahora. Que sea lento y doloroso.
Y antes de que alguien pudiera hacer o decir algo, el corpulento Sacmis desenvainó una espada corta romana y le hizo un corte en el vientre, con cuidado de evitar todos los órganos vitales.
Nehor cayó de rodillas y profirió un grito atroz de dolor. Se llevó las manos a la herida y estas se tiñeron de rojo.
—¿Lo veis? —preguntó con la respiración entrecortada—. Me muero.
El círculo de hombres y mujeres se cerró lentamente en torno a Nehor mientras se desangraba. El egipcio no apartó la mirada en ningún momento del Grial, que se encontraba a su lado.
Entonces José de Arimatea levantó la voz.
—Solo existe un verdadero Hijo del Hombre —gritó— y un verdadero Hijo de Dios, y ese es Jesús, ¡nuestro Cristo y nuestro Señor! No permitiré que este hombre, Nehor, use el sagrado cáliz de la última cena de Jesús para llevar a cabo sus malignos planes. Nunca ha sido y nunca será el mensajero de Jesús. ¡Ese cometido os corresponde a vosotros, sus verdaderos apóstoles!
Entonces se abalanzó sobre el Grial, lo cogió del suelo polvoriento y echó a correr por la ladera de la cantera.
Nehor abrió los ojos aterrorizado y, tras caer de costado, le lanzó un gruñido a Sacmis con su último aliento.
—Recupéralo.
Sacmis empezó a perseguir a José, blandiendo la espada y maldiciéndolo, pero cuando llegó a la ladera, a pocos pasos del fugitivo, solo vio una colina cubierta de grava, nada más.
José había desaparecido.
Sacmis lo buscó toda la tarde y toda la noche, y siguió buscándolo el resto de su larga vida, reclutando a otras personas para su causa, otros Qem a los que transmitió la historia del Grial y el inmenso poder que ostentaría aquel que lo encontrara.
Esa noche José se escondió, como un conejo en una madriguera, en una de las muchas tumbas labradas en la roca que había en la cantera, y cuando se sintió a salvo huyó de Judea y dedicó su vida a guardar el Grial y a difundir el evangelio de Jesús.
Antes de morir, José entregó el Grial a un grupo de cristianos de la provincia romana Tarraconensis, que guardaron y veneraron la reliquia. Sin embargo, gracias a las enseñanzas de José se dieron cuenta de que lo mejor era esconderlo para evitar que cayera en manos de hombres malvados.
Y varias generaciones más tarde el Grial ascendió, algunos dirían que a un lugar más cerca de Dios, transportado por un grupo de monjes, hasta un monte de Hispania, una montaña que con el tiempo sería conocida como Montserrat.