Llegaron a Modane al atardecer, poco antes de que la galería de montañas alpinas cubiertas de nieve desapareciera en la noche. El piso de Claire estaba en un bloque de apartamentos cerca del centro de la ciudad. Las habitaciones eran pequeñas, decoradas con muebles baratos pero con buen gusto. Parecía el típico piso temporal de estudiantes más que el de un adulto.
Estaban cansados. Decidieron no salir, cenaron comida precocinada calentada en el microondas y bebieron una botella de vino. Cuando acabaron, Claire fue a llamar a sus padres desde la cocina. Las paredes eran finas y Arthur oyó la conversación. No las palabras exactas, sino el tono. Claire parecía disgustada, y cuando volvió estaba preocupada.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó.
—Está bien. Es mi madre. No lleva muy bien estas cosas.
—Quizá deberías ir a Toulouse.
—No serviría de nada. No le harán las pruebas hasta la semana que viene. Y sé que mi madre no se preocupará menos por el hecho de que vaya a hacerle compañía. La conozco.
Se fueron al dormitorio.
—Quiero verlo antes de irnos a dormir —dijo Claire.
La caja de madera estaba en el tocador. Claire abrió la tapa, miró el Grial, lo tocó y vio cómo desaparecían las yemas de sus dedos en el halo.
El sábado por la mañana se despertaron temprano pero se tomaron su tiempo antes de ponerse en marcha. Los fines de semana el laboratorio no abría hasta las nueve.
En la entrada del túnel de Fréjus, la principal vía que unía Francia e Italia, se detuvieron frente al edificio administrativo del Laboratoire Souterrain de Modane.
Claire dejó a Arthur en el coche y regresó al cabo de unos minutos.
—No se ha registrado la entrada de nadie más. Estaremos solos, al menos durante un rato. Los sábados no acostumbra a haber gente.
—¿Yo también tengo que firmar para entrar?
—La seguridad no es tan alta. Yo tengo mi tarjeta de acceso, claro, pero si traigo una visita no pasa nada. Me alegro de que Simone no esté aquí.
Claire iba al volante. El túnel atravesaba el Col du Fréjus hasta los Alpes Cocios entre Modane y Bardonecchia, en Italia. Entraron en el túnel y recorrieron seis kilómetros y medio, hasta llegar a la mitad, a mil setecientos metros bajo tierra. Claire puso el intermitente y tomó la salida del laboratorio, que estaba muy bien señalizada. Descendió y cogió un par de chalecos rojos de malla de nailon de la bolsa y le dijo a Arthur que se pusiera uno. Eran normas del protocolo, ya que tenían que cruzar dos carriles con tráfico de alta velocidad para llegar a la entrada del laboratorio.
Arthur no daba crédito. Era extraño ver una entrada construida en el interior de una montaña, junto a una autopista. Un camión pasó rugiendo junto a ellos y la carretera se vació durante unos segundos. Había una puerta de color verde pálido junto a un acceso para vehículos mucho más grande. Claire la abrió con la tarjeta de seguridad y entraron en el edificio.
No era un laboratorio bonito. No se habían molestado en hacerlo acogedor. El suelo y las paredes eran de hormigón de color beis. Después de ponerse el reglamentario casco protector, atravesaron una sala de ingeniería para la fabricación y reparación de instrumentos y entraron en la sala principal, donde había tanques, grandes y pequeños, rodeados de tuberías y equipos electrónicos. Los tanques más grandes disponían de unas pasarelas de acceso. A Arthur todo aquello le recordó el plató de una película de James Bond, la guarida subterránea de un archienemigo loco.
Claire se movía por el complejo con agilidad, cogiendo instrumentos mientras avanzaba. Arthur estaba a su merced, en su mundo, solo podía admirar su eficiencia. Su única tarea allí era cargar con el Grial, así que sujetaba la bolsa con fuerza.
Llegaron hasta lo que parecía el final del edificio y entraron en una sala tan abarrotada de equipos científicos que apenas había espacio para un ordenador. Un gran recipiente cilíndrico de cobre dominaba la estancia.
—¿Aquí es donde fermentáis la cerveza? —preguntó Arthur.
—Qué va. Te presento a EDELWEISS-II. Expérience pour Détecter Les Wimps En Site Souterrain. Esta ha sido mi casa durante los últimos años. Y esta ha sido mi niña.
—¿«Niña»?
—Bueno, quizá sea masculino. Da igual, la cuestión es que ya está jubilada, pero aún funciona. En la otra ala del laboratorio, su sucesora está conectada en línea. Es mucho más grande y tiene un poder de detección mayor. Se llama URECA. Simone ahora trabaja en ese proyecto. Yo también, pero no de manera exclusiva. Vamos a utilizar EDELWEISS. Tardaremos una hora en encenderla y hacer las calibraciones necesarias. Ahí tienes una silla. Me temo que no hay café. Debería haber traído un termo. El baño está ahí. Eso es todo.
—Me dedicaré a observarte. Dime qué vamos a buscar.
Claire le respondió mientras trabajaba.
—Los astrónomos saben con una certeza casi absoluta, mediante la observación de galaxias y la deducción del impacto de la gravedad en ellas, que la materia visible ordinaria, aquello de lo que están hechas las estrellas, los planetas, los árboles, los elefantes, tú y yo, solo representa el cuatro por ciento de la masa y energía del universo. Lo que significa que aún no hemos hallado una explicación para el noventa y seis por ciento restante.
—¿Crees que el Grial no es materia ordinaria?
—No lo sé. Por eso estamos aquí. Una fuerza llamada energía oscura representa el setenta y tres por ciento del resto del universo. Es la propiedad del espacio vacío, la constante cosmológica de Einstein, la energía que provoca la expansión continua del universo. Eso nos deja un veintitrés por ciento. Y la materia oscura es eso. Es casi una posibilidad demasiado emocionante para contemplarla seriamente, pero no he podido evitar preguntarme si el Grial podría tener algo que ver con esa sustancia. La materia oscura tal y como la entendemos no irradia unas cantidades detectables de luz visible ni de ningún tipo de radiación. Es completamente invisible.
—Pero podemos ver el Grial.
—Sí, pero tengo una teoría. ¿Y si el Grial estuviera hecho de un material que fuera una especie de amalgama de materia oscura y materia ordinaria, formado tal vez poco después del Big Bang, cuando las temperaturas eran altísimas y varias formas de materia podrían haber interactuado de una forma distinta que si se hubieran encontrado en un universo más frío? ¿Y si llegó a la Tierra hace miles de millones de años, como un meteorito de origen extraño? La cuestión es que quizá estamos viendo la materia ordinaria de la piedra, pero no la materia oscura.
—¿Cómo explicas el halo que tiene a su alrededor?
—Tal vez sea una curvatura gravitacional de la luz en su superficie, similar a la curvatura gravitacional en torno a las galaxias que provoca la materia oscura y que los astrónomos pueden detectar con radiotelescopios. Es una locura, lo sé, pero hasta ahora nunca habíamos podido estudiar la materia oscura de este modo.
—¿Por qué no? Si es tan común, ¿por qué no se encuentra alrededor de todos nosotros?
—¡Ah, es que sí está a nuestro alrededor! Estamos sometidos a una lluvia diaria de estas partículas de materia oscura, de miles de millones o billones de estas partículas. Pero resulta muy difícil encontrarlas. Intentaré explicártelo. Alguien muy inteligente dijo una vez que la materia luminosa ordinaria no es más que la fina capa de glaseado que cubre un pastel cósmico oscuro e inmenso. Probablemente la materia oscura esté distribuida por todo el universo, tal vez de manera uniforme en algunas regiones, tal vez en otras forme concentraciones. Poco después del Big Bang las regiones que eran un poco más densas que las demás podrían haber atraído la materia oscura, que se fue acumulando y al final se desmoronó y formó algo parecido a unas tortitas planas. En los puntos en los que se cruzan estas tortitas se forman una especie de hebras largas de filamentos de materia oscura. Luego se configuraron grupos de galaxias en los nódulos de la red cósmica en los que se cruzaron estos filamentos. Pero, bueno, la cuestión es que, como he dicho, la materia oscura está a nuestro alrededor. El problema es que se rige por unas leyes físicas distintas a las de la materia ordinaria. Todas las partículas elementales subatómicas que conforman la materia ordinaria (ya sabes, los leptones, los quarks, etcétera) están unidas por la fuerza nuclear fuerte. Las partículas candidatas a ser materia oscura se llaman WIMP.
—¿Wimp? ¿Blandengue? A los físicos siempre se os ocurren los mejores nombres.
Claire sonrió.
—Bueno, es un campo dominado por hombres. Significa Weakly-Interacting Massive Particles, es decir, Partículas Masivas de Interacción Débil. Al igual que la materia ordinaria, las WIMP tienen masa, y la fuerza cada vez más débil de la gravedad actúa sobre ellas, pero como no se rigen por las fuerzas nucleares fuertes casi nunca interactúan o colisionan con la materia ordinaria.
—¿Nos atraviesan?
—Atraviesan todo lo que conocemos y vemos. Sus colisiones con las partículas ordinarias son tan infinitesimalmente raras que resulta casi imposible detectarlas. De modo que en los últimos veinte años, laboratorios de todo el mundo se han dedicado a buscar pruebas experimentales directas de las WIMP y han intentado definirlas. Este laboratorio es uno de ellos. Todos los detectores de materia tienen que estar enterrados a gran profundidad, bajo montañas, como Modane y Gran Sasso en Italia, o en minas, como Boulby, en Inglaterra. La probabilidad de que una partícula WIMP interactúe con el protón o el neutrón en un núcleo atómico es tan pequeña y el producto de esa reacción es tan minúsculo que para medirlo hay que minimizar toda la radiación de fondo que podría imitar una colisión de WIMP e interferir con los cálculos. Bajo tierra podemos reducir enormemente los rayos cósmicos procedentes del espacio que nos bombardean continuamente. Además, los instrumentos deben estar protegidos de la radiactividad natural que desprenden las rocas. Estos instrumentos son increíblemente sensibles. Buscan las WIMP mediante centelleo, la luz ultradébil que se produce, y la cantidad microscópica de calor que se crea en una colisión con partículas ordinarias.
—Y estas partículas WIMP —dijo Arthur— ¿hay una única candidata para ser materia oscura o hay varias?
—La partícula por la que yo apuesto, y no soy la única física de partículas que lo hace, es el neutralino. Nunca se ha demostrado. Su existencia se ha predicho a partir de modelos matemáticos que nacen de la teoría de supersimetría. Creemos que sus interacciones serían muy débiles, como cabría esperar de una WIMP, y su masa sería muy sustancial, entre cincuenta y mil veces la masa de un protón. Si me gustara jugar, apostaría a que el Grial contiene neutralinos.
—¿Y el calor? ¿Por qué desprende calor?
—He estado reflexionando sobre eso, y, si quieres que sea sincera, no lo sé. Pero los neutralinos podrían explicarlo todo. Según la teoría de la supersimetría, los neutralinos son su propia antipartícula. Cuando las partículas y las antipartículas colisionan, producen energía. Los modelos dicen que cuando los neutralinos colisionan deberían aniquilarse mutuamente y producir otro tipo de partícula, el neutrino. De modo que también voy a buscar neutrinos.
Empezó a trabajar con los instrumentos, pero no dejó de explicarle a Arthur qué hacía y por qué. El mayor problema era engañar al detector, dijo, para lograr que hiciera lo contrario de aquello para lo que lo habían concebido, que era detectar colisiones muy raras. Claire iba a tener que comprobar si era posible ajustar la calibración a un nivel lo bastante bajo para que no fuera engullida por lo que esperaba que fueran colisiones frecuentes.
El EDELWEISS-II, le dijo a Arthur, había logrado algunos éxitos durante sus años de servicio. Había detectado posibles colisiones de neutralinos que se podían contar literalmente con los dedos de una mano. Se habían observado cinco colisiones candidatas con una determinación de masa de unos 20 GeV, el tamaño de las partículas masivas, que multiplicaba por veinticinco la masa de un protón. Por desgracia, era una cifra algo más elevada que la que habían predicho los modelos matemáticos, lo que sugería una posible contaminación de radiación de fondo. EURECA había sido diseñado para superar los defectos del EDELWEISS. Según Claire, la verdadera masa de un neutralino debía estar entre los siete y los once GeV.
La calibración llevó el doble de tiempo de lo esperado y ambos miraron varias veces hacia atrás por temor a que entrara alguien. Claire había inventado una historia que resultaría convincente para cualquier compañero de Modane que estuviera trabajando en otros proyectos, pero sabía que a alguien que se dedicara a la investigación de WIMP le parecería poco verosímil.
—¿Y Simone?
—Él no picaría el anzuelo —dijo Claire sin apartar los ojos de la pantalla del ordenador.
—Me resulta difícil no ver un vínculo. Supongo que Simone también está trabajando en esta investigación.
—Así es.
—Y se ha comunicado con un grupo de gente que se dedica a buscar el Grial y que está dispuesta a matar por él.
Claire lanzó un largo y doloroso suspiro.
—Sí.
—Entonces esa gente podría tener algún motivo para creer que el Grial tiene algo que ver con la materia oscura —dijo Arthur.
—Ignoro la respuesta. Admito que es difícil creer que se trate de una simple coincidencia.
Por fin estaba lista.
Necesitaba el Grial.
Arthur lo sacó de la caja y lo dejó en la mesa del laboratorio. Lo primero que hizo Claire le sorprendió. Cogió un imán de herradura.
—Alrededor de un seis por ciento de los meteoritos contienen hierro y aleaciones de hierro y níquel. No sé qué porcentaje de este cuenco es materia ordinaria y qué porcentaje es materia oscura, pero si hay hierro esto creará problemas con los detectores. Sin embargo, espero poder corregirlo.
Claire acercó el imán al cuenco y confirmó que no tenía hierro.
—Ahora viene lo más duro.
Arthur se dio cuenta de lo que iba a hacer y le pidió que fuera muy cuidadosa.
—Solo necesito una muestra diminuta. Será mejor que la tome de la base, ¿verdad?
Arthur le dio el visto bueno y se sentó junto a ella a la mesa. Claire se puso guantes quirúrgicos, sacó una placa de Petri de la funda de plástico y le pidió que sujetara el cuenco. Entonces encendió una herramienta Dremel con un disco de corte diminuto y lo deslizó por la superficie lisa del cuenco, una tarea que el halo complicaba. Tuvo que fiarse de sus sentidos táctil y auditivo y, cuando le pareció que había tocado el Grial, apartó la herramienta.
Puso una libreta negra bajo el disco de Petri y ambos lo inspeccionaron. Había unas motas minúsculas de opacidad, minihalos, que contrastaban con el fondo negro.
—Bueno, ya tenemos la muestra —dijo Claire—. Ahora estamos listos.
Cogió un módulo electrónico de un instrumento fijado al gran tanque criogénico de cobre. Era un bolómetro, le explicó, cristales de germanio combinados con un termómetro ultrasensible, conectados a un microprocesador. Dejó el disco de Petri sobre la bandeja de germanio, introdujo de nuevo el módulo y se sentó ante el ordenador.
La pantalla se encendió con unas densas gráficas de puntos rojos y verdes.
—¿Qué ves? —preguntó Arthur.
Claire no levantó la mirada.
—¡Aún nada! Tengo que hacer más calibraciones.
—Lo siento, ya me callo.
Claire deslizaba los dedos sobre el teclado con rapidez. Fueron pasando varias pantallas repletas de datos hasta que de pronto pulsó un botón del ratón y se inclinó hacia delante en la silla.
Había congelado la imagen en una gráfica. A Arthur no le pareció muy distinta de las demás, pero Claire parecía hipnotizada.
—¿Qué pasa?
Claire acercó el dedo a la pantalla, a un conjunto de puntos rojos.
—Dios, Arthur. ¡Lo tenemos! Una punta enorme de actividad térmica y de centelleo. Aun en el punto más bajo posible de calibración, casi se sale de las gráficas. Da 9,4 GeV. Es el neutralino, Arthur. Es materia oscura.
Arthur le puso la mano en el hombro.
—Y estos puntos verdes en la esquina del gráfico —continuó ella— son neutrinos a 2,2 eV. Hay muchos. Todo encaja.
Se volvió y apoyó la cabeza en el pecho de Arthur.
Luego él se limitó a observarla mientras se apresuraba a imprimir las capturas de pantalla más importantes, limpiaba los detectores, restauraba la configuración por defecto y apagaba los instrumentos antes de que llegara alguien.
Le llevó media hora, pero por fin acabó.
Fueron apagando todas las luces a medida que se dirigían hacia la salida, hasta que solo quedó una sala de ingeniería iluminada. Cuando entró en ella, se volvió para decirle a Arthur que tenía que ir al edificio de administración para registrar su salida.
Entonces alguien la agarró del cuello.
Arthur jamás olvidaría la mirada de pánico que se reflejó en su rostro.
Hengst tiró con fuerza de ella y la luz amarilla del fluorescente lo iluminó. En la otra mano tenía una pistola con la que apuntaba a Arthur.
—Dámelo —le ordenó.
Arthur tragó saliva y notó un sabor amargo. Sintió un hormigueo. Esa cara le sonaba de algo.
Hengst acercó la pistola a la cabeza de Claire.
—Cinco segundos. No le doy más tiempo.
—Arthur —suplicó Claire, a pesar de que la estaba estrangulando.
—De acuerdo, te lo daré.
—Deslízalo.
Arthur dejó la bolsa en el suelo y se agachó para empujarla.
Cuando sus dedos dejaron de tocarla, Claire hizo un movimiento brusco: se llevó la mano derecha a la espalda y agarró con fuerza la entrepierna de Hengst.
El hombre lanzó un gruñido estremecedor, le soltó el cuello y le propinó un puñetazo en la mandíbula.
Cuando Claire cayó al suelo, Arthur se abalanzó contra Hengst y, a pesar de que era más grande que él, lo placó a la altura de los muslos. Lo agarró con fuerza, lo levantó y lo lanzó contra el suelo. La pistola negra impactó contra el hormigón y salió despedida.
Hengst, en el intento de quitarse de encima a Arthur, le asestó varios puñetazos. Arthur notó el sabor de la sangre en la boca, pero no se rindió: sin soltarlo, intentó subir centímetro a centímetro para inmovilizarle los brazos.
Hengst respondió con un fuerte puñetazo en la sien que le hizo mucho daño y un rodillazo en la entrepierna. Arthur profirió un gruñido, se quedó sin fuerzas y Hengst logró zafarse de su abrazo.
A pesar de la fuerte punzada de dolor, oyó su nombre y vio que Claire le lanzaba una gran llave inglesa deslizándola por el suelo. La herramienta se detuvo junto a su pierna. La cogió y, mientras Hengst se dirigía hacia la izquierda para recuperar la pistola, Arthur se puso de rodillas y blandió la llave.
La pesada herramienta impactó contra la nuca de Hengst y provocó una fina lluvia de sangre. El tipo cayó de cara, su cuerpo se había quedado inerte.
—¡Tenemos que irnos! —gritó Claire—. ¡Ahora!
Arthur cogió la pistola y se la guardó en el bolsillo; reprimió el impulso de comprobar el estado del hombre. Intentó recordar dónde lo había visto antes, y mientras Claire y él salían renqueando al túnel lleno de humo, le vino a la cabeza.
Era el guarda de seguridad de la finca de Suffolk.
Era el hombre de Jeremy Harp.