28

Jeremy Harp estaba paseando por su finca con el encargado de la gestión de sus tierras, cuando le sonó el teléfono móvil. Era la época de la siembra e iban a probar una nueva variedad de cebada. Harp había acribillado al hombre con un sinfín de preguntas sobre la resistencia de las nuevas semillas a las enfermedades.

Se disculpó y se alejó unos cuantos metros para atender la llamada en privado. Era Andris Somogyi.

—Jeremy, soy Andris. ¿Puedes hablar?

—Sí, por supuesto.

—Lamento no haber podido atender la última llamada en grupo. Hace poco he hablado con Stanley Engel de unas cuestiones académicas y me ha puesto al día, pero me ha parecido que debía hablar directamente contigo. Creo que se han producido algunos avances interesantes.

—Así es. Malory ha mostrado una actividad febril, me atrevería a decir que ha sido muy productivo. Casi, y pongo especial énfasis en el «casi», es una pena que tengamos que matarlo.

—Stanley tenía sus dudas al respecto.

—Stanley tiene dudas sobre muchas cosas. ¿Tú qué opinas, Andris?

—Estoy contigo, Jeremy. ¿Ha habido novedades desde la llamada?

—Malory y Pontier están en Barcelona y espero que hayan logrado importantes avances. Se han reunido con expertos en Antoni Gaudí.

—¿Había aparecido alguna vez en el radar de los Khem?

—Esa es una pregunta interesante. Le he estado dando vueltas a la cuestión a lo largo del último día. Este es uno de los problemas de los Khem. Siempre nos hemos basado de manera exclusiva en la historia oral. Ninguno de nosotros puede acercarse a las estanterías para consultar un libro. ¿Recuerdas al viejo profesor Hoyt, de Oxford?

—Por supuesto.

—Fue el mentor de mi mentor.

—Roy Higgins.

—Sí. Hoyt nominó a Roy para que fuera admitido como Khem y Roy me trajo a mí. Recuerdo que hace mucho tiempo fui a tomar un trago con Roy en su club. Ya se había jubilado y su estado de salud era muy débil. Fue algo conmovedor. Sabía que no viviría para ver el Grial, pero me dijo que no le importaba porque al menos había sido un eslabón de la cadena de dos mil años que acabaría encontrándolo. ¿Y a qué viene todo esto? Pues a que, si no me falla la memoria, Roy me contó que un antiguo Khem le dijo que entre 1910 y 1920 surgieron sospechas de que un arquitecto español podía saber algo sobre el Grial.

—¿Y?

—Al final todo quedó en nada. De hecho, me sorprende que yo recuerde la charla. Fue una conversación sin importancia.

—Una mente portentosa, Jeremy.

—Me gusta creer que es así.

—¿A qué conclusión habéis llegado con el resto del grupo?

—Creo que nos encontramos en una encrucijada. Me parece que solo hay dos opciones: o se enfría todo de golpe, o se precipitan los acontecimientos. Si sucede esto último, tenemos que estar preparados para viajar a Jerusalén de inmediato para asistir al hecho más importante de la historia desde la resurrección de Jesucristo.

Arthur y Claire reservaron de nuevo la misma habitación y se tumbaron en la cama, cara a cara.

Elisenda Vallespir no les había proporcionado ninguna respuesta, pero al menos tenían esperanzas.

—Parece que nuestra aventura va a durar un poco más —dijo Arthur, que cogió sus notas—. Este es el fragmento clave de la carta. Gaudí escribió: «He hablado contigo en infinidad de ocasiones de lo que deseo cuando me llegue la muerte. Solo tú puedes hacer mi deseo realidad». ¿Qué desea alguien al morir?

Claire frunció el ceño.

—Bueno, recibir todos los honores, que lo recuerden, que escriban sobre él. Un legado favorable.

—Gaudí parecía un hombre muy modesto para algo así. Veamos, el padre Parès era su amigo, pero también su confesor. A tu confesor le cuentas secretos. ¿Cuál crees que era el mayor secreto de Gaudí?

—El Grial, claro. ¿Crees que le habló de él?

—Estoy convencido de que lo hizo.

—Si tienes razón, tal vez lo que deseaba cuando le llegara la muerte era que el Grial se guardara en algún lugar seguro, un sitio apropiado. Quizá le pidió que lo devolviera a Montserrat.

Arthur negó con la cabeza.

—En tal caso, Parès lo habría devuelto a la capilla en la que lo encontró Gaudí. O el monasterio habría construido una capilla especial para albergarlo. Y sabemos que eso no sucedió.

—Bueno, pues quizá quería que estuviera en posesión del Vaticano.

—¿No crees que lo habríamos sabido? El Vaticano lo habría anunciado a bombo y platillo. Estaría expuesto en la basílica de San Pedro. Sería la reliquia más sagrada.

Arthur se levantó de la cama y cogió la copia de la carta de Vallespir. Ocupaba dos páginas del papel del hotel Europa. El fragmento que les había leído la esposa de Vallespir estaba en la segunda. Lamentó no tener una traducción de la primera. Quizá había algún dato de importancia que la mujer había pasado por alto. Al pasar a la página de la firma, vio algo y en su cara se reflejó la curiosidad.

—¿Qué pasa? —preguntó Claire.

—Mira esto, el membrete del hotel Europa. Creía que era un garabato, pero no lo es. Son letras.

AΩ JHS

—Déjame ver. —Claire le reclamó el documento con un gesto de la mano y Arthur volvió a tumbarse en la cama con ella—. Sí, está claro —dijo examinando el membrete—. Son letras. Las dos primeras son alfa y omega, la primera y la última letra del alfabeto griego. Las otras tres son J-H-S.

—¿Las iniciales de alguien?

—Quizá. ¿Y si no son unas notas hechas al azar? ¿Y si formaban parte de un mensaje destinado al padre Parès? Para hacer hincapié en los deseos de Gaudí en el momento de su muerte.

Arthur asintió.

—Podría ser. J-H-S. Tenemos que averiguar qué significa.

El rostro de Claire volvió a surcarse de arrugas, y Arthur no le quitó el ojo de encima cuando se levantó de la cama de un salto para coger su bolsa. Regresó con el teléfono móvil y empezó a buscar algo en él.

Arthur le preguntó qué estaba haciendo y Claire le mandó callar.

De pronto Claire exclamó un «Oui!» triunfal y le plantó el teléfono delante de la cara con gesto brusco.

—Me daba la sensación de que ya lo había visto. ¡Mira! Es una de las fotografías que tomé ayer en la Sagrada Familia.

Arthur lanzó un grito de júbilo.

En lo alto de una de las fachadas de la basílica, flanqueada por dos ángeles y bajo un pelícano blanco que alimentaba a su cría, había una gran cruz griega con la inscripción J-H-S.

Se levantó, cogió el montón de libros sobre Gaudí que habían comprado y los lanzó a la cama. Ambos empezaron a pasar páginas con frenesí.

—¡Aquí está! —exclamó Claire; señalaba una página de un capítulo sobre el uso de los símbolos y Gaudí—. Aquí dice que J-H-S significa Jesus Hominum Salvator. Jesús Salvador de la Humanidad. La cruz es griega porque, al tener los cuatro brazos iguales, es la mejor para simbolizar las conjunciones de los opuestos en el mundo terrenal. Y fíjate en estas fotografías… Esto no se veía en las mías. En los dos extremos de la cruz, las letras griegas: alfa y omega.

Arthur se levantó y se puso a andar de un lado a otro de la habitación con paso acelerado.

—Todo tiene sentido, Claire. En un primer momento Gaudí rechazó el encargo de la Sagrada Familia, en 1883. También sabemos que encontró el Grial ese mismo año y que entonces cambió de opinión. Decidió aceptar el proyecto. Aquí, en su carta, dice: «Le he consagrado mi vida, he rezado por él y lo he honrado». Quizá este fuera el modo en que decidió honrarlo, concibiendo el homenaje más espléndido a Jesucristo desde la época de las grandes catedrales medievales.

Claire asintió con la cabeza.

—Pasó los últimos años de su vida viviendo en la basílica. ¿Y dónde está enterrado?

—En la misma basílica —dijo Arthur, que miró fijamente a los ojos a Claire—. Le estaba recordando al padre Parès, le estaba suplicando que quería que lo enterraran ahí. No fue algo que estuviera planificado de antemano. Cuando murió, el único que yacía en la cripta era Bocabella. Tuvieron que convencer al obispo para que permitiera que Gaudí fuera enterrado también allí. ¿Quién le hizo cambiar de opinión? Estoy seguro de que fue Gil Parès.

—Gaudí quería que lo enterraran junto al Grial —dijo Claire casi en un susurro.

Arthur empezó a ponerse los zapatos.

—Tenemos que ir a la cripta.

Hicieron cola durante media hora, bajo un cielo amenazador, para comprar las entradas para acceder a la Sagrada Familia. Tal vez fue la lluvia inminente la que hizo que acudieran tantos turistas al templo a última hora de la tarde. Al final atravesaron los tornos a las seis y media. El recinto cerraba a las ocho. Arthur llevaba una pequeña mochila. Aunque hubiera habido más medidas de seguridad (detectores de metales, registros de bolsas), los objetos que llevaba no habrían llamado la atención de nadie. Dos pequeñas linternas, una navaja multiusos, un par de botellas de agua y unas cuantas chocolatinas.

Al entrar en el templo, ambos quedaron fascinados por la inmensidad del lugar y por su complejidad casi demencial. Era tal la densidad de detalles que resultaba imposible que el ojo humano se centrara en una pieza concreta sin que le llamara la atención otra. Al igual que la mayoría de las catedrales cristianas, tenía una disposición en forma de cruz latina que representaba una figura humana con las piernas juntas y los brazos estirados, en crucifixión. Gaudí había dicho que quería que el interior del templo fuera como un bosque, y había logrado su objetivo. Alzar la mirada en la nave central era como mirar el cielo a través de una cúpula formada por las copas de los árboles. Las columnas de la nave parecían unas palmeras gigantescas que se alzaban cuarenta y cinco metros, pero en lugar de dar forma al techo, como cabría esperar, se ramificaban en un despliegue caleidoscópico de formas geométricas entrelazadas. Nada era liso. No había ángulos rectos, ni siquiera ángulos convencionales. Todo era un despliegue mareante de formas suaves y duras y de ángulos no menos complicados que los tallos de una planta o la sección longitudinal de una concha de mar.

Era casi imposible pasar por alto el hecho de que la iglesia era también una obra en proceso. A pesar de lo mucho que habían avanzado en los últimos años con las estructuras interiores, aún quedaba mucho por hacer y abundaban los andamios y los montacargas acordonados con cinta amarilla.

Su primer destino fue el ábside. Avanzaron con el cuello erguido y los ojos abiertos como platos, sobrecogidos. Para llegar hasta allí pasaron bajo la bóveda del crucero, que era más alta que la nave y se alzaba hasta los sesenta metros. La bóveda del ábside era la más alta, llegaba hasta los setenta y cinco metros. Lo que pretendía Gaudí era que cuando un visitante llegara a la entrada principal viera las bóvedas de la nave, el crucero y el ábside alzándose de manera grandiosa y gradual.

A pesar de lo deslumbrante que era la bóveda del ábside, Arthur y Claire bajaron la mirada: la zona central incorporaba el techo de la cripta; y aquí el genio de Gaudí refulgía con más intensidad que en cualquier otro lugar de la basílica. La bóveda de la cripta estaba rodeada de ventanas acristaladas de arco de medio punto que penetraban en el suelo del ábside y se alzaban hacia el presbiterio hasta la altura de un hombre. El diseño permitía que los fieles pudieran mirar hacia el cielo, hacia la bóveda bañada de luz, el lugar en el que residía Dios, pero que también miraran hacia la cúpula, el lugar de muerte y de reposo humano.

—Ahí está —dijo Arthur; era la primera vez que hablaba desde que habían entrado—. Tenemos que bajar por ahí.

Mientras buscaban el acceso a la cripta, pasaron junto a una visita guiada en inglés y aminoraron el ritmo para ver si pescaban algo interesante.

—Aunque está diseñada como una catedral y la mayoría de la gente la llama así, por lo que respecta a la Iglesia no es una catedral ya que no es la sede de un obispo. Ese honor pertenece a la Catedral de la Santa Creu de Barcelona.

»La basílica fue consagrada en 2010 por el papa Benedicto XVI ante una congregación de seis mil quinientas personas, incluidos los reyes de España. La ceremonia permitió que el templo pudiera utilizarse para llevar a cabo oficios religiosos, que a día de hoy se celebran principalmente en la capilla de la Asunción de la Virgen, en el interior de la cripta.

»Síganme a la zona del taller, donde veremos cómo Gaudí usó un entramado de cuerdas y cables colgantes para concebir sus formas geométricas y cómo los artesanos de hoy en día usan el diseño y la fabricación asistida por ordenador para hacer realidad su legado en el siglo XXI.

Se apartaron de la visita. Una ancha escalera de piedra en espiral conducía a la cripta, donde había muchos menos turistas que en el templo, y ningún vigilante.

Arthur casi se mareó de la emoción. La tumba de Gaudí estaba en un rincón, pero resistieron a la tentación de ir directamente allí. En lugar de eso, recorrieron el perímetro de la cripta en la dirección opuesta y dejaron el sepulcro para el final.

El espacio central de la cripta estaba dominado por la iglesia de la Asunción, con un bonito retablo esculpido por Josep Llimona. A ambos lados del altar había cuatro capillas dedicadas a Nuestra Señora del Carmen, que albergaba la tumba de Gaudí, a Jesucristo, a Nuestra Señora de Montserrat y al Santo Cristo, capilla que acogía la tumba de Josep Maria Bocabella. Tres capillas más rodeaban el perímetro, con lo que el total ascendía a siete.

En un rincón vieron una placa que señalaba el lugar de descanso del sacerdote mártir Gil Parès, y entonces, tras haber completado el círculo, llegaron a la capilla donde se encontraba la tumba de Gaudí.

Era tal vez el espacio más sencillo y menos ornamentado de la cripta, o incluso de toda la iglesia. Sobre una plataforma de mármol blanco que llegaba a la altura del tobillo reposaba una losa de granito gris con un faldón de mármol rosado. En el granito estaba grabado el epitafio de Gaudí. La losa estaba dispuesta de forma perpendicular a una pared de grandes bloques de piedra caliza. A cada lado de la pared había dos paredes similares unidas en ángulos oblicuos, lo que centraba toda la atención en la tumba. Más abajo había unos soportes formados por barras de hierro forjado entrelazadas, diseñadas para sostener las velas votivas, aunque en ese momento no había ninguna. Sin embargo, una hilera de cirios rojos ardían a los pies de la tumba. Sobre esta, en un pequeño pedestal, reposaba una estatua de la Virgen María sosteniendo en brazos a su hijo. De la pared salían cuatro columnas con pedestal que se alzaban hacia lo alto de la cripta y enmarcaban tres arcos altos que asomaban en el ábside superior.

La tumba de granito estaba engalanada con ramos de flores naturales dispuestos con cuidado para no tapar la inscripción, que decía: «Hinc cineres tanti hominis resurrectionem mortuorum expectant. RIP.».

Arthur oyó que Claire leía la inscripción en voz alta.

—«De las cenizas de un gran hombre, busca la resurrección de los muertos. Que en paz descanse».

Una lágrima se deslizó por su mejilla.

Arthur le apretó la mano y luego empezó a examinar hasta el último centímetro de la sencilla tumba. Su cabeza era un hervidero de pensamientos, pero se distrajo con un grupo de turistas japoneses que los rodearon, hablando en voz alta y tomando fotografías con flash. Arthur le dio un suave golpe con el codo a Claire y ambos se apartaron un poco.

Eran las siete de la tarde, faltaba una hora para que cerraran.

Necesitaban un lugar para esconderse, a ser posible en la cripta, puesto que no sabían si cerraban las puertas de acceso por la noche.

La cripta era un espacio muy abierto que no ofrecía demasiados escondites. Solo había una puerta, un gran portal dorado que conducía a la sacristía. Mientras Claire vigilaba que no los observaran ojos indiscretos, Arthur intentó abrirla, pero estaba cerrada.

Recorrieron el perímetro de nuevo. Aunque en un principio había descartado la idea, solo había un lugar en el que pudieran esconderse.

Una de las siete capillas, la de San José.

El diseño de la capilla era idéntico al de la tumba de Gaudí, un espacio de tres paredes con una plataforma de mármol, pero esta capilla tenía un gran altar de mármol decorado con una magnífica imagen de san José. Podían acceder sin problemas al altar, y mientras Claire vigilaba, Arthur eligió un momento en el que no había nadie para subir a la plataforma y echar un vistazo detrás del altar. Entre el altar y la pared había espacio suficiente para que se agacharan y escondieran dos personas. Ya tenían un plan.

Como aún disponían de una hora, regresaron al templo y se mezclaron con los turistas, visitaron el taller, las exposiciones del museo y fueron al baño, quizá por última vez hasta el día siguiente. Entonces, a las 19.45, regresaron a la cripta, dieron una vuelta hasta que se quedaron solos y luego se escondieron tras el altar de san José, la inspiración de Bocabella para el magnífico templo que se alzaba sobre ellos.