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Barcelona, 1926

El último de los amigos íntimos de Gaudí había fallecido seis meses atrás. El escultor Llorenç Matamala murió en la Navidad de 1925, pero cuando su estado de salud empezaba a ser frágil, visitó la Sagrada Familia por última vez para pedirle al párroco que tomara cartas en el asunto.

—Gaudí apenas duerme, cuando no trabaja se dedica a dar su paseo diario hasta Sant Felip Neri, ¡y solo come almendras y pasas! ¿No puede hacer algo para que afloje un poco, para que se comporte como un hombre de su edad, se alimente bien y se tome unas pequeñas vacaciones?

El sacerdote Gil Parès se encogió de hombros.

—Es un hombre de costumbres muy arraigadas y más inamovibles que cualquiera de tus estatuas. Además, teniendo en cuenta que has estado a punto de morir trabajando, no me parece que seas el más indicado para hablar.

Matamala había sido el principal colaborador de Gaudí, el escultor que había convertido las invenciones del arquitecto en maquetas de arcilla y yeso durante cuarenta y tres años. La colaboración había empezado en 1882, cuando Gaudí le dijo: «Venga a trabajar conmigo al templo, señor Matamala, y tendrá trabajo toda la vida».

Su colaboración había finalizado hacía menos de un año, cuando el cáncer facial de Matamala le había impedido seguir trabajando.

—Aun así intente hacerle entrar en razón —pidió al sacerdote; arrastraba las palabras al hablar por culpa de su lengua deformada, que le obligaba a secarse las babas con los diversos pañuelos que llevaba encima—. Alguien tiene que cuidar de él, padre. Utilice su influencia. Voy a esperarlo al taller —dijo el escultor tocándose la barbilla—. Tal vez sea impresión mía y se deba al modo en que observo las cosas ahora que mi vida está a punto de llegar a su fin, pero me parece que las obras avanzan lentamente.

—Ya sabes lo que dice siempre Gaudí —repuso Gil Parès—: Mi cliente no tiene una fecha de entrega.

Gaudí lloró en el entierro de Matamala, y ahora, en el verano de 1926, era un anciano de setenta y tres años que estaba solo y únicamente hallaba consuelo en una rutina tan estricta como el funcionamiento de un reloj.

Un año antes, Gaudí se había trasladado de su casa del Park Güell a una habitación improvisada cerca de su estudio de la Sagrada Familia. Desde la muerte de su mecenas, Eusebi Güell, en 1918, se había dedicado en exclusiva al templo. Se levantaba todos los días al alba y se entregaba en cuerpo y alma al trabajo; solo descansaba para comer frutos secos y bayas y para tomar leche con unas hojas de lechuga que utilizaba porque le parecía una cuchara natural excelente. Todos los días, al atardecer, daba un paseo de cuarenta y cinco minutos hasta la iglesia de Sant Felip Neri para asistir a misa, y luego regresaba a su estudio. El mero hecho de caminar le producía un gran dolor debido a la artritis que sufría en las piernas, pero era demasiado testarudo y menesteroso para coger el tranvía. Y todas las noches, antes de irse a dormir, acudía a ver al padre Parès, que vivía en una casa muy cercana, para que lo confesara, aunque para un asceta como Gaudí los pecados de obra eran casi inexistentes y los de pensamiento, muy leves. Sin embargo, el genial arquitecto, como un abuelo responsable, se confesaba a diario por un pecado que había cometido hacía más de cuarenta años: el robo de un objeto sagrado de su amado santuario de Montserrat.

—Si tanto te preocupa, Antoni —le dijo el padre Parès a Gaudí cuando este le confesó su pecado por primera vez—, ¿por qué no lo devuelves al monasterio? Lejos de enfadarse contigo, creo que el abad estará encantado de saber que posee la más importante reliquia de la cristiandad.

—No lo entiendes —dijo Gaudí—. ¡Fue la divina providencia! Me ofrecieron el proyecto de la Sagrada Familia. Al principio no quería aceptarlo. Entonces, al cabo de unos días, lo encontré. Estaba escrito que debía ser así. Dios me estaba diciendo que construyera el templo. Me estaba diciendo que lo construyera para honrar a Cristo y a la Sagrada Familia. Me estaba diciendo que honrara el Santo Grial. Soy el guardián del Grial. Dios me otorgó esta responsabilidad y no pienso dar la espalda a mis obligaciones divinas. Tú hiciste tus votos, yo tengo los míos.

—Te conozco demasiado bien para tomarme la molestia de discutir contigo.

—No se lo contarás a nadie, ¿verdad? —preguntó Gaudí, nervioso.

—Soy un sacerdote —replicó Parès—. La confesión es sagrada. No me queda más remedio que asumir tu carga como si fuera mía.

Ahora, cuando Gaudí se confesaba, Parès le decía siempre lo mismo.

—Reza diez avemarías —le ordenaba con voz cansina—, aunque Dios ya te ha perdonado, Antoni, y aunque ya te lo he dicho mil veces, te lo repetiré una más: has sabido honrar al Señor con tu vida y tu obra como muy pocos hombres sabrían hacer.

—Recuerda lo que te pedí —contestaba Gaudí.

—Sí, por supuesto que lo recuerdo. Pero aún no estás listo. Aún te queda trabajo que hacer en la tierra.

Las obras del templo avanzaban y, día tras día, semana tras semana y año tras año, la visión de Gaudí iba cobrando forma en piedra y cristal. La cripta se había finalizado, la fachada de la Natividad estaba casi acabada, cuatro campanarios circulares se alzaban lentamente sobre ella, el espacio interior estaba bastante definido, aunque existía principalmente en papel y en maquetas, y la escuela para los hijos de los trabajadores estaba ya construida. Debían de haber completado alrededor de un veinte por ciento del proyecto. Otros culminarían la obra cuando él se hubiera ido.

El trabajo avanzaba con el telón de fondo de las tensiones sociales y políticas. Los sentimientos anticlericales que alimentaron la muerte y la destrucción durante la Semana Trágica de 1909 no se habían desvanecido, cosa que había afectado negativamente a la colecta de fondos para el templo. Sin embargo, Gaudí debía estar agradecido de que la Sagrada Familia hubiera quedado al margen de los disturbios. Un movimiento cada vez mayor a favor de la independencia catalana alimentó las huelgas generales. La agitación social estuvo a punto de estallar, pero el golpe de Estado de Primo de Rivera le puso fin en 1923. Desde Madrid, el dictador promulgó decretos y envió a las tropas para que atajaran el movimiento independentista catalán y para prohibir su lengua.

Gaudí se mantuvo al margen, aferrado a su rutina mientras los problemas del mundo giraban a su alrededor. Cuando los ciudadanos de Barcelona lo reconocían en la calle, a menudo cambiaban de acera por temor a que les pidiera unas cuantas pesetas para pagar el sueldo de sus canteros.

Enrique Sánchez Molina nunca se sintió cómodo en Barcelona. Nacido y criado en Madrid, le molestaba sentirse como un forastero. Menospreciaba las opiniones separatistas catalanas a pesar de que no era político y prefería dejar esas complicadas cuestiones en manos de otros. Él tenía sus propias preocupaciones.

Era físico, y su disciplina había conocido una época de cambios vertiginosos. Como profesor de la Universidad Central de Madrid, era uno de los investigadores españoles más importantes en física experimental y había sido el anfitrión honorífico del gran Albert Einstein en su visita a España en 1923. Tras siglos de oscuridad, la teoría de la relatividad general de Einstein por fin arrojaba un poco de luz en el universo.

Era una buena época para ser un Khem.

Sánchez Molina se encontraba en el espacioso interior de la Estación de Francia esperando el tren de París. Cuando este llegó, examinó a los pasajeros que bajaron en busca de una cara familiar. Al cabo de poco apareció el gran físico estonio Gustav Ergma, un hombre con aspecto de hurón que iba demasiado abrigado para un día de verano, no paraba de sudar y tenía el ceño fruncido.

—Molina, llévame a algún lugar fresco, por el amor de Dios —le dijo en inglés, el único idioma en el que podían entenderse—. En ese tren hacía un calor de mil demonios.

—Tal vez podrías empezar quitándote el abrigo —sugirió Sánchez Molina—. Ven, vamos a tomar una cerveza.

Un elegante Hispano-Suiza de color blanco los esperaba en la acera; los dos físicos subieron y se sentaron en el espacioso asiento trasero mientras el chófer se encargaba del equipaje.

—He reservado habitaciones en el Majestic —dijo Molina—. Enseguida llegaremos.

Ergma señaló la espalda del chófer.

—¿Podemos hablar delante de él? —preguntó.

—Carlos es todo músculo. Además, no sabe inglés, así que puedes explayarte sin miedo.

—Soy un hombre muy ocupado, Molina, pero al recibir tu telegrama me he sentido obligado a reaccionar, por eso he hecho este largo viaje. Hemos atravesado una época de muy malos resultados. Desde que asumí el liderazgo de los Khem, no hemos obtenido ninguna información nueva sobre el Grial que nos haya permitido actuar de ningún modo. Espero que los nuevos datos sean buenos.

—No quiero exagerar, Gustav, pero son cuando menos intrigantes, y habría sido una negligencia por mi parte no transmitírtelos para tu consideración. Parece que durante la pasada Navidad falleció un hombre enfermo de cáncer en uno de los hospitales de la ciudad. Se llamaba Matamala y era un escultor arquitectónico de renombre. Antes de morir, le administraron una terapia de radiación para mitigar los efectos de un cáncer facial. El encargado del tratamiento fue un tal doctor Simó, uno de los pocos expertos que dominan esta técnica en Barcelona. La semana pasada, Simó fue a Madrid para participar en una conferencia sobre el uso del radio en el tratamiento clínico y yo di una conferencia sobre la física de la radiación. Después de mi intervención vino a buscarme al bar y estuvimos bebiendo. Era un tipo jovial. Resulta que su paciente, el tal Matamala, bajo la influencia de unas fuertes dosis de morfina para aliviar el dolor, balbuceó algo sobre una reliquia que poseía el arquitecto Gaudí. Dijo que un día había encontrado una caja de madera en el taller de Gaudí en cuya tapa había una talla de la montaña de Montserrat, y que la abrió sin permiso.

Ergma se puso tenso al oír la palabra «Montserrat».

—¿Qué había en la caja?

—Al parecer, como se encontraba bajo los efectos de los fármacos, lo único que dijo fue que era un objeto cálido como la carne humana.

Ergma arqueó las cejas.

—¿Dijo eso?

—Así es.

—¿Has hablado con el tal Gaudí?

—No, estaba esperando tu llegada. He oído que es un tipo muy excéntrico, un misántropo, un hombre de trato difícil. Creía que solo tendríamos una oportunidad de hablar con él y he pensado que querrías participar personalmente en la entrevista, por llamarla así.

—Bien. Has tomado la decisión correcta, Molina. ¿Qué plan tenemos?

—Mañana lo abordaremos en la calle. Siempre sigue una rutina fija. Lo llevaremos al garaje de Carlos, que tiene baterías de coches. Me han dicho que las descargas eléctricas aplicadas en las partes nobles de un hombre pueden soltarle mucho la lengua a uno.

La tarde del 7 de junio de 1926 Gaudí dejó los lápices. Eran las cinco y media, había llegado el momento de su paseo diario de tres kilómetros para asistir a misa en Sant Felip Neri. Aunque hacía una tarde espléndida, el anciano temblaba, como siempre que salía a la calle, debido a su extrema delgadez. Arrastrando los pies enfundados en las pantuflas, atadas con una cinta elástica para evitar que se le despegaran las suelas, echó a andar por la calle Bailèn hasta llegar a la amplia Gran Via.

En el cruce de ambas calles había un coche aparcado, un Hispano-Suiza blanco.

—Es él —dijo Molina desde el asiento trasero.

—¿De verdad? —preguntó Ergma, extrañado—. ¿Ese hombre? Es un anciano y parece muy débil. No creo que necesitemos la ayuda de Carlos para hacer el trabajo.

Cuando Gaudí empezó a cruzar la Gran Via, el corpulento chófer bajó del vehículo, examinó el tráfico y se acercó a Gaudí cuando este llegaba a la sección central.

—Disculpe, señor, ¿podría hablar un momento con usted?

Gaudí no hizo caso al rufián, ni siquiera volvió la cabeza.

—Eh, venga aquí.

Carlos lo agarró de la manga del abrigo y tiró con fuerza, pero se sorprendió al comprobar la resistencia del anciano.

Aunque Gaudí no pronunció palabra, sus pensamientos estallaron con virulencia en el interior de su cabeza ante semejante afrenta. «¡Déjeme! ¡Suélteme! ¡Voy a misa!».

Carlos había agarrado al hombre con fuerza y no pensaba soltarlo. Sabía que le bastaría con un tirón más, pero la tela de su ropa era tan vieja y estaba tan raída que casi se desgarró en su mano, lo que provocó que el matón trastabillara y retrocediera y que Gaudí saliera disparado hacia delante.

En ese preciso instante apareció el tranvía de la línea 30. El conductor no pudo frenar a tiempo para no atropellar al anciano que había aparecido de repente en las vías. Gaudí fue embestido y quedó inmóvil en el suelo, sangrando por un oído.

Algunos peatones se acercaron corriendo para socorrerlo y Carlos lanzó una mirada de impotencia a Molina, que le indicó con un gesto que regresara al coche.

—Vámonos —le ordenó Molina.

—Tenía mal aspecto —dijo el chófer, que puso primera.

El rostro de Ergma se agrió como un plato de leche cortada.

—¿A qué hora sale el siguiente tren a París, Molina?

Tomaron a Gaudí por un vagabundo sin hogar. No llevaba documentación encima. En sus bolsillos había restos de frutos secos. Iba vestido con una ropa mugrienta y remendada y con unos zapatos inmundos. Tenía las piernas cubiertas con unos vendajes muy viejos para aliviar la hinchazón de la artritis. Nadie sabía que era uno de los hombres más admirados de Barcelona.

La ambulancia lo llevó al hospital de los pobres, el hospital de la Santa Creu, construido en la época medieval, donde le diagnosticaron fractura de costillas y conmoción cerebral. Lo pusieron en la cama número 19 del pabellón público y a lo largo de la noche perdió y recuperó el conocimiento en diversas ocasiones, sin apenas compañía.

El padre Parès dio con él esa misma madrugada y se quedó a hacerle compañía.

Gaudí fue trasladado a una habitación privada y al día siguiente los pasillos del hospital se llenaron de obispos, políticos, poetas y arquitectos.

Cuando murió, al cabo de dos días, su cuerpo fue trasladado en una carroza en un cortejo fúnebre hasta la Sagrada Familia y los habitantes de Barcelona abarrotaron las calles para manifestar su dolor y su respeto.

Mientras agonizaba, con el cerebro inflamado debido al fuerte golpe sufrido, empezó a desvariar, pero en momentos de relativa lucidez le pareció ver el Grial, negro como la noche, cálido y refulgente, flotando sobre su cama, y no sintió miedo alguno ante la inminente muerte.