26

Situado en lo alto de una colina con vistas a la ciudad, en la época de Gaudí el Park Güell fue construido en una zona rural, pero con el paso del tiempo la ciudad había acabado engulléndolo. Arthur y Claire bajaron del taxi y echaron a caminar cuesta arriba en dirección al parque, que los recibió con una brisa más fuerte y un poco más fresca.

El museo se encontraba en la casa en la que Gaudí había vivido con su sobrina durante veinte años. Estaba pintada de un rosa tropical, con contraventanas verdes y rematada con una aguja adornada con una cruz, similar a las que podían verse en las iglesias. Era una casa pequeña en comparación con la residencia de Eusebi Güell, que se encontraba no muy lejos de allí, y tenía unas vistas de toda la ciudad que alcanzaban hasta el mar. El parque había sido uno de los pocos fracasos comerciales de Güell. Lo había concebido como una especie de urbanización para atraer a los ciudadanos más acaudalados a alguna de las sesenta lujosas casas que lo conformaban, pero no había encontrado compradores. Ni siquiera logró vender la casa rosa y convenció a Gaudí de que la comprara a precio de ganga.

Aún tenían un rato libre, por lo que aprovecharon para visitar las habitaciones de la planta baja, un espacio precioso decorado con un estilo austero y hasta cierto punto ascético, en cuyas paredes había varios crucifijos. A la hora acordada se presentaron ante la mujer de recepción, que les indicó que debían subir las escaleras y dirigirse al archivo.

Isabel Bellver estaba sola en la pequeña biblioteca. Hasta el último palmo de superficie vertical estaba cubierto de librerías con vitrinas. De no ser por el alto techo con vigas y de las fantásticas vistas de la ciudad, aquella sala habría resultado claustrofóbica.

La bibliotecaria rondaba los sesenta años, tenía el pelo blanco recogido en una coleta y llevaba un vestido moderno. No parecía disgustada con la visita, pero les dejó muy claro que no le hacían demasiada gracia las citas concertadas sin apenas aviso previo.

—Por lo general, recibimos peticiones formales por carta o a través de nuestra página web con mucha antelación, especificando el motivo concreto por el que el estudioso o el investigador necesita usar el archivo. Nos gusta aprobar todas las peticiones razonables, por supuesto, pero, como pueden ver, disponemos de un espacio limitado, por lo que nos vemos obligados a controlar el flujo de visitas.

—La entiendo perfectamente —dijo Arthur con la mejor de sus sonrisas.

La bibliotecaria se ablandó un poco.

—Àlvar, de La Central, es un encanto, por eso he decidido tener este detalle con él. Por suerte esta tarde no hemos recibido la visita de más investigadores. En fin, díganme en qué puedo ayudarlos.

Claire llevaba la nota doblada en el bolso.

—Tenemos un documento —dijo Arthur—. Creemos que está firmado por Gaudí. Teníamos la esperanza de que pudiera confirmárnoslo y de averiguar algo más sobre el tema.

Bellver enarcó las cejas. Cogió el papel que le tendía Arthur, lo desdobló y lo miró fijamente.

—¡Es extraordinario! —exclamó—. Es su firma, sin duda. ¿Son conscientes de que tienen en su poder un material excepcional? Solo existen unos pocos documentos escritos de su puño y letra, ya que la mayoría se perdieron durante la Guerra Civil. ¿Dónde lo han encontrado?

Habían pergeñado una historia que no guardaba el menor parecido con la verdad. Y la bibliotecaria se la creyó sin reservas.

—Bueno, 1883 fue un año importante para Gaudí, pero no entiendo a qué podría hacer referencia aquí. ¿Qué encontró?

—Eso es lo que estamos intentando averiguar —dijo Claire.

—Teníamos la esperanza de que nos permitiera examinar los documentos que poseen de Gaudí para ver si podemos encontrar alguna referencia a esta nota. Algo que tal vez aporte un poco de contexto.

—Aquí no tenemos ninguno de sus documentos manuscritos —dijo Bellver—. Puedo mostrarles algunas reproducciones, que son las mismas que aparecen en varios libros, pero les aseguro que ninguna arrojará algo de luz a su documento. Existen tan pocos que los conozco todos. Está su entrada firmada para la Exposición Universal de Barcelona de 1888, una colección limitada de sus trabajos de escuela y de boletines de notas cuando estudiaba arquitectura, un número muy reducido de cartas personales que tratan asuntos del todo intrascendentes, algunas cartas de negocios que hacen referencia a cambios de planes, pagos que le debían relacionados con diversos proyectos de construcción y, hacia el final de su vida, un legado en honor a su madre y un testamento y últimas voluntades en las que dejaba sus bienes al arzobispo de Tarragona y al rector de Riudoms. Me temo que eso es todo.

—¿Dónde se conservan esos documentos? —preguntó Claire.

—En varios archivos. Algunos se encuentran en la Biblioteca de Catalunya; otros están dispersos. —La mujer lanzó un suspiro—. Me temo que no les he sido de gran ayuda. Como les he dicho, tengo reproducciones de algunas de esas cartas y puedo ayudarles con la traducción si no entienden el catalán.

—Es usted muy amable —dijo Arthur—, pero no parece una opción muy productiva. ¿Se le ocurre alguien que pudiera echarnos una mano con la nota?

La mujer lanzó un nuevo suspiro, esta vez más fuerte.

—¿Saben qué? Les propongo un trato. Voy a pedirle un favor muy grande a un buen amigo mío que seguramente no lo será tanto después de que lo llame. Me refiero a Esteve Vallespir, el mayor experto del mundo en Gaudí.

—Hoy mismo hemos comprado uno de sus libros —comentó Claire.

—Sí, ha escrito varios. Es un hombre mayor y no le gusta demasiado atender visitas, pero creo que su documento le interesará. Voy a intentar que los reciba.

—Antes ha dicho que nos ofrecía un trato —dijo Arthur.

—Me gustaría comprarles el documento. No sé cuánto cuesta ni cuánto puedo pagar, pero si está en venta quiero tener la oportunidad de comprarlo.

Arthur le tendió la mano.

—Le prometo que será la primera persona a la que vendremos a ver.

La Escola Tècnica Superior d’Arquitectura de Barcelona de la Universitat Politècnica de Catalunya era, según les había dicho la bibliotecaria, una de las mejores escuelas de arquitectura de España, y no era de extrañar que Gaudí todavía fuera objeto de estudio y veneración.

Se encontraba en la zona norte de Barcelona, en la transitada avenida Diagonal. El edificio de Vallespir era bajo y moderno, aunque bastante corriente para tratarse de una facultad de Arquitectura en una ciudad tan obsesionada con dicha disciplina como Barcelona. Un estudiante les indicó el camino y encontraron el despacho del profesor en el segundo piso.

El anciano se encontraba solo, sin secretaria ni ayudante, sentado a su escritorio, encorvado, en un despacho abarrotado de libros y papeles. En cierto modo se parecía a Gaudí tal y como aparecía en algunas fotografías hacia el final de su vida. Tenía una barba blanca y rebelde que pedía a gritos la intervención de un barbero y que monopolizaba la atención y la desviaba de la calva y de su dermatitis. Llevaba unos pantalones de sarga que le quedaban muy cortos, una camisa blanca con el cuello gastado y una pajarita torcida.

Habló con voz autoritaria y fuerte acento inglés.

—No quería verlos. Francamente, en la actualidad no me apetece ver a nadie, pero Isabel es muy persuasiva. Entren. Les doy cinco minutos. Me iré pronto a casa. No me encuentro muy bien.

—Lamentamos las molestias que le hayamos podido causar —dijo Arthur—. Intentaremos no robarle mucho tiempo. Estamos buscando respuestas a un documento de Gaudí que hemos encontrado recientemente.

—¿Dónde lo han encontrado? —preguntó el anciano.

Claire repitió la historia inventada.

—Estaba curioseando unos libros de mi abuela y encontré una carta en el interior de un volumen sobre arquitectura modernista.

—¿Qué libro era?

—No recuerdo el título —respondió, algo incómoda—. Era bastante viejo, francés.

—¿Su abuela era francesa?

—Sí, de Toulouse.

El profesor negó con la cabeza.

—Gaudí no tenía ningún vínculo con Toulouse. Déjeme ver el documento.

Mientras lo leía, Arthur examinó el rostro surcado de arrugas del anciano, atento a cualquier reacción, pero Vallespir se mostró impasible.

—«Lo he encontrado» —dijo el profesor—. No sé a qué se refiere, aunque doy fe de que es la firma auténtica de Gaudí. ¿Toulouse, dice?

Claire asintió.

Vallespir repitió que Gaudí no tenía ningún vínculo conocido con alguien de Toulouse o de esa región de Francia. Les devolvió el documento con un gesto brusco y les dijo que no podía ayudarlos.

Arthur reaccionó con rapidez. La mayor autoridad mundial en Gaudí les había concedido audiencia y estaban a punto de perder una oportunidad de oro. Si la reunión acababa en un callejón sin salida, no tendrían a quién acudir.

—Lo siento, profesor, pero no le hemos contado la verdad. La historia real es un poco más controvertida.

Vallespir enarcó las cejas.

—Prosiga.

—Encontramos el documento en Montserrat.

El hombre se puso tenso y les dirigió una mirada de indignación.

—¿Cómo es posible encontrar algo así en Montserrat?

—En estos momentos no se lo puedo decir.

—¿Quiénes son ustedes? ¿Han robado el documento? ¿Se encontraba en la biblioteca del monasterio?

—Necesitamos su ayuda para entenderlo —dijo Claire sin perder la compostura.

—Debería llamar a la policía. ¿Quieren que lo haga?

—Hemos leído que Gaudí era un hombre muy religioso —siguió Claire, en un claro intento de mitigar su ira—. ¿Sabe si peregrinaba a Montserrat?

La pregunta surtió el efecto deseado.

—Sí, Montserrat era un lugar especial para Gaudí. Cuando era joven fue muchas veces, y también de mayor.

—¿Qué cree que podría haber encontrado en el monasterio, profesor? —preguntó Arthur con cautela.

El anciano lanzó un suspiró.

—Lo siento, pero ignoro cuáles son sus intenciones y quiénes son ustedes. ¿Son estudiosos de Gaudí? ¿Trabajan para alguna universidad?

—Soy descendiente de Thomas Malory, el hombre que escribió La muerte de Arturo.

—¿Y usted? —le preguntó el profesor a Claire.

—Yo he venido para ofrecer mi apoyo moral. Soy física.

Vallespir abrió los brazos en un gesto de confusión.

—¿Qué relación tiene un descendiente de Thomas Malory con Antoni Gaudí?

—Le seré sincero, profesor: lo que a mí me interesa es el Santo Grial.

El anciano miró el reloj y se levantó de la silla.

—No es un tema que me incumba. Soy arquitecto e historiador. Deberían hablar con algún especialista de las facultades de Teología o de Historia. Y ahora, si me permiten, mi mujer me espera en casa.

—¿Puedo darle mi número de teléfono móvil por si se le ocurre algo que pueda sernos de utilidad? —preguntó Arthur, que anotó el número en una página de la libreta del hotel España.

Vallespir lo miró.

—Ah, este hotel fue diseñado por Domènech i Montaner. Este tema sí que lo conozco.

Arthur y Claire regresaron al hotel desanimados, y luego fueron andando al mercado de la Boqueria, a comer. Tomaron asiento en dos taburetes metálicos del bar Pinotxo y probaron varias tapas mientras hablaban de lo sucedido, ajenos al bullicio de la hora del almuerzo. Eran un hombre y una mujer que habían llegado al final de un agotador viaje.

—Ha sido toda una aventura —dijo Arthur.

—¿Estás seguro de que se ha acabado?

—Por ahora sí. Voy a volver a casa. Aunque, bueno, antes tendré que encontrar una. Intentaré seguir con la investigación sobre Gaudí, pero si la máxima autoridad mundial no ha podido aportar nada, tendré que aceptar el hecho de que esto es lo más cerca que vamos a estar del Grial.

—¿Crees que te dejarán en paz?

Arthur negó con la cabeza.

—No lo sé. Eso espero. Pero he matado a uno de los suyos.

—Supongo que yo también tendré que volver a casa.

Arthur le acarició la rodilla con la suya.

—Lo más importante es que estés a salvo.

Una vez en el hotel, reservaron los vuelos para regresar al Reino Unido y a Francia. Luego hicieron las maletas y pidieron su coche.

Arthur pagó la cuenta. Ya en la calle, mientras le daba una propina al botones, una mujer de recepción salió y los llamó con un gesto de la mano.

—Disculpe, señor Malory, pero acaba de llegar una persona que desea verlo.

Arthur la miró, alarmado.

—¿Quién?

—Es una mujer. Lo siento, no he entendido su nombre.

Ambos entraron de nuevo en el vestíbulo.

Frente al mostrador de recepción había una mujer elegante, de unos sesenta años. Arthur la había visto llegar cuando ellos salían, pero no le había prestado atención. La recepcionista señaló a Arthur y le dijo algo en catalán a la mujer, que se acercó a ellos.

—Me llamo Elisenda Vallespir —dijo—. Ustedes han ido a ver a mi marido esta mañana. ¿Podemos hablar en algún lugar?

Arthur intentó controlar la emoción que lo embargó. El bar del hotel estaba vacío.

—Tal vez podamos charlar aquí.

Se sentaron y pidieron café. Arthur presentó a Claire.

—Sí, Esteve me ha hablado de los dos. Estaba bastante alterado cuando ha llegado a casa.

—Lamento haberlo importunado —dijo Arthur.

—Me temo que no es muy difícil importunarlo. Nunca ha sido un hombre de trato fácil. Y ahora que está enfermo, aún tiene menos paciencia.

—Siento que lo hayamos disgustado —se disculpó Claire.

—El problema de mi marido es que para él es como si Gaudí aún estuviera vivo, y en esta ciudad es imposible olvidarse de él. Para ver un Picasso o un Miró hay que ir a un museo o una galería. Para ver un Gaudí basta con salir a pasear por la calle. Esteve adora la tierra que pisó Gaudí, y con los años ha desarrollado un instinto protector de su legado y su reputación muy intenso. No es que yo no comparta el respeto que siente mi marido. Fui su alumna antes de ser su esposa y su auxiliar de investigación. Mi vida siempre ha sido un ménage à trois, siempre hemos convivido con Gaudí. Pero mi marido tiene cáncer. No le queda mucho tiempo.

—Lo siento —dijo Arthur.

La mujer asintió.

—Sé por qué se negó a ayudarlos, pero no estoy de acuerdo con él. El único motivo que en realidad le impide echarles una mano es su tozudez. Yo misma me he preguntado de qué serviría permitir que se llevara este secreto a la tumba.

Arthur se cuidó mucho de interrumpirla. Era mejor dejarla hablar.

—Gaudí mantuvo una relación muy estrecha con un sacerdote, el mossèn Gil Parès. Fue el primer párroco de la Sagrada Familia y siempre estuvo al servicio de los trabajadores y de sus hijos. Gaudí construyó y financió personalmente las famosas escuelas para niños que aún hoy se pueden ver junto al templo. Ambos, Gaudí y Parès, construyeron una suerte de comunidad cristiana utópica. Cuando Gaudí murió en 1926, Parès fue designado albacea de sus propiedades, pero, tras la dictadura de Primo de Rivera, el religioso perdió estos poderes debido a sus ideas catalanistas. Por desgracia, fue asesinado en 1936, durante la Guerra Civil, junto con doce mártires más de la Sagrada Familia. Su cuerpo ha sido enterrado hace poco en la cripta de la Sagrada Familia, cerca de su amigo Gaudí, y el Vaticano ha iniciado el proceso de beatificación.

La mujer hizo una pausa para aclararse la garganta cuando llegaron los cafés. Claire le sirvió un poco de agua.

—El motivo por el que les cuento todo esto —prosiguió— es porque poseemos una carta que Gaudí le escribió a Parès en 1911. Gaudí había contraído la brucelosis y estaba gravemente enfermo. Se creía que no sobreviviría. Su médico y amigo, el doctor Santaló, lo envió a los Pirineos para que se repusiera y allí permaneció varios meses. Fue un milagro que sobreviviera y recuperara la salud. La carta en cuestión está escrita en el papel del hotel en el que se alojó Gaudí.

La cogió del bolso y la sacó del sobre.

—Prefiero no andarme con rodeos —dijo la mujer, que lanzó una mirada elocuente a Arthur y Claire—. Esteve no ha publicado la carta. El hermano de Gil Parès se la dejó en herencia hace muchos años. Estaba escrita en forma de confesión. Creo que Parès confesaba a Gaudí a menudo y, postrado en el que creía que iba a ser su lecho de muerte en los Pirineos, quiso desahogarse por última vez. Nunca entendimos el tema del que trataba la carta. Y esa es la cuestión. La veneración que siente mi marido por Gaudí ha sido tal que estaba convencido de que sería una profanación traicionar su confesión escrita, a pesar de que habían transcurrido muchos años de la muerte de ambas partes. Para mí, este sentimiento viola las normas más elementales de la investigación académica, pero, bueno, Esteve siempre ha sido el jefe. Sin embargo, el documento que ustedes han descubierto en Montserrat es como encontrar la pieza que faltaba de un rompecabezas, y con ella tal vez podamos obtener una imagen completa. Por eso he decidido venir a verlos.

Buscó sus gafas para leer dentro del bolso. Lo único que podía hacer Arthur era intercambiar miradas con Claire, controlar la respiración e intentar mantener la calma.

—Hay algunas secciones irrelevantes, solo traduciré el fragmento más importante. Está aquí, en la segunda página: «Ya sabes, estimado amigo, de lo que hablo, ya que te lo he revelado todo en la confesión, y si pudiéramos vernos ahora te pediría que me confesaras una última vez. Pero voy a tener que conformarme con esta carta. Sabes que lo encontré. Y sabes que lo robé, lo cual es un gran pecado que se ha convertido en un lastre con el que he tenido que cargar durante toda mi vida, aunque en los días más aciagos me ha proporcionado un consuelo infinito. Le he consagrado mi vida, he rezado por él y lo he honrado. He hablado contigo en infinidad de ocasiones de lo que deseo cuando me llegue la muerte. Solo tú puedes hacer mi deseo realidad. Tu eterno amigo en Cristo, A. Gaudí».

—Dios mío —susurró Claire.

Arthur había cogido un bolígrafo y no había parado de tomar notas en la factura del hotel.

—¿Podríamos hacer una copia de la carta? —se apresuró a preguntar.

—Les he hecho una —dijo introduciendo la mano en el bolso—. Les ruego que no lo publiquen sin mi permiso.

—Claro que no —aseguró Arthur—. No sé cómo darle las gracias. Ojalá pudiera agradecérselo también a su marido.

—Es mejor que no piensen más en él. Dediquen todos sus esfuerzos a la búsqueda que han emprendido. Pero me gustaría saber algo sobre el objeto que encontró Gaudí, señor Malory. Ahora parece que no hay duda de que lo halló en Montserrat. ¿Cree que podría tratarse del Santo Grial?