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Barcelona, 1883

Con cierto porte imperial y treinta años recién cumplidos, era un hombre que intentaba hacerse sitio en el difícil y competitivo mundo de la arquitectura profesional en una ciudad que se definía a sí misma como la joya arquitectónica de Europa.

Ya se había granjeado una reputación como joven promesa y caminaba a grandes zancadas y con paso decidido, erguido, con la cabeza alta y los hombros rectos. Aunque no destacaba por su altura ni por su gran atractivo, no eran pocas las personas que volvían la cabeza a su paso, y eso se debía a esa seguridad en sí mismo, su pelo rojizo, su barba imponente y sus maravillosos ojos azules.

Salió del edificio donde vivía, se deleitó con la cálida brisa otoñal y con el aroma a pan recién hecho y a carne asada que impregnaban el aire, y echó a andar por la estrecha calle del Call. Disponía de una hora hasta la cita que había concertado en el barrio del Eixample y caminó a un ritmo moderado para llegar a la hora en punto.

—Buenos días, señor Gaudí —lo saludó un sastre que se encontraba frente al escaparate de su taller.

El joven arquitecto estaba ensimismado en sus pensamientos y respondió sobresaltado.

—Buenos días. Sí, tiene razón. Hace un buen día. No hay ni una nube en el cielo.

Tenía muchas cosas en la cabeza. Tan solo habían transcurrido cinco años desde que había obtenido su título universitario, pero no habían parado de lloverle los encargos: una cooperativa de trabajadores, la Obrera Mataronense; la Casa Vicens, una gran residencia privada situada en el barrio de Gràcia; un pabellón de caza para un influyente industrial, Eusebi Güell, que le había insinuado que cabía la posibilidad de que le encargara más proyectos familiares si todo salía bien. La reunión de hoy era un pequeño incordio. Un librero llamado Bocabella, al que no conocía en persona pero que tenía fama de excéntrico, había puesto en marcha un proyecto eclesiástico financiado por él mismo: una nueva catedral en una ciudad que ya tenía una, la venerable Catedral de la Santa Creu i Santa Eulàlia.

Al parecer, el librero había tenido problemas con el primer arquitecto al que había contratado. Francisco de Paula del Villar solo había aguantado un año, frustrado por sus relaciones con Bocabella. Joan Martorell, uno de los antiguos profesores de Gaudí y gran defensor del inmenso talento del joven, propuso a su ex alumno como sustituto, y Gaudí accedió a reunirse con el librero por respeto a su antiguo maestro.

Al acercarse a la obra, situada por encima de la avenida Diagonal, llena de carruajes y una de las calles más modernas de Barcelona, Gaudí vio alrededor de un centenar de peones en un terreno cubierto de maleza. Habían puesto una parte de los cimientos, pero era imposible adivinar la filosofía del diseño que escondía la obra. Había oído que iba a ser un edificio neogótico, aunque no había prestado demasiada atención al asunto porque debía atender sus propios proyectos.

Bocabella lo vio antes que él y se apresuró a saludarlo.

—¡Usted debe de ser Gaudí! —le gritó desde lejos—. Me habían dicho que era pelirrojo y ¡es el único que veo por aquí!

Bocabella tenía una mata de pelo blanco y un tupido bigote también blanco. Doblaba en edad a Gaudí, pero se movía como un joven, con pasos pequeños y rápidos y con una energía en apariencia infinita. Cuando se encontraba muy cerca del arquitecto, se detuvo y lo miró fijamente.

—¡Esto es obra de la providencia! No existe otra explicación. Hace un par de noches soñé que el hombre que salvaría mi proyecto, el cual el sinvergüenza de Villar ha intentado destruir, ¡tenía los ojos azules! ¡Y usted tiene los ojos más azules que he visto jamás!

Gaudí no sabía cómo reaccionar.

—Bueno, me alegro de conocerlo —se limitó a decir—. Conozco bien sus obras filantrópicas en nombre de la Iglesia.

Bocabella era el fundador de la Asociación Espiritual de Devotos de San José, un grupo dedicado a honrar al santo porque consideraba que nunca había recibido el mismo respeto que la Virgen María. «¡Toda la familia es importante! —exclamaba Bocabella—. No pretendo restar importancia a la Santa Madre y al Santo Hijo. Pero José fue el marido de María, y para los cristianos no hay nada más importante que la familia, sobre todo para los pobres y desdichados. ¡Este será un templo para los pobres!».

Su iglesia se llamaría Templo Expiatorio de la Sagrada Familia, aunque todo el mundo lo llamaba ya por su nombre abreviado. Las obras habían empezado en 1882. Villar había concebido una iglesia que siguiera la tradición gótica, tomando como punto de partida la forma de una catedral tradicional.

El librero acompañó a Gaudí en la visita de rigor de la obra. El arquitecto vio la estructura excavada de una cripta, inspeccionó los cimientos y reparó en la desgana con la que trabajaban los picapedreros.

—Sí, señor —dijo Bocabella—. Los obreros son como un barco sin timón. Yo no puedo supervisarlos. Sé de libros, pero no sé nada de piedras.

Gaudí repasó los planes arquitectónicos de Villar y los desdeñó en silencio por considerarlos ordinarios y carentes de toda inspiración. Su propio estilo estético lo había llevado a abrazar las posibilidades del modernismo y a trascenderlo para incorporar más rasgos naturalistas. No podía atravesar un parque sin coger una flor para examinar su tallo, o ver un pájaro muerto y no detenerse para examinar sus alas. Un amigo médico había llegado a dejarlo entrar en la sala de anatomía de la facultad de Medicina para que viese un esqueleto humano despojado de carne.

Al final de la visita, Bocabella cedió al impulso y le ofreció el encargo de la obra ahí mismo.

—Usted es la persona más adecuada para esto, señor Gaudí. No me cabe la menor duda. ¿Quiere encargarse de la construcción del templo? ¿Me ayudará a dar forma a mi visión?

Gaudí respondió educadamente que consideraría la oferta, pero advirtió a Bocabella que andaba ocupadísimo y que no estaba muy seguro de poder hacer justicia a un proyecto de ese tamaño y esa envergadura. Sin embargo, le dejó muy claro que, en el improbable caso de que aceptara, no se sometería al diseño de Villar, sino que asumiría el control arquitectónico absoluto de la obra.

Bocabella asintió con entusiasmo, aceptaba sus condiciones.

—¿Cuándo podrá darme una respuesta? —preguntó.

—Voy a tomarme unos días de descanso en Montserrat —contestó Gaudí—. Le responderé a la vuelta.

—¡Montserrat! —exclamó el librero—. ¡Sabía que era el hombre adecuado! Peregrino varias veces al año a Montserrat. En una de las últimas ocasiones vi la imagen de la Sagrada Familia en un cuadro y tuve una revelación: en ese momento supe que debía construir un templo en su honor. Vaya a Montserrat y rece. Estoy convencido de que regresará con buenas noticias para mí.

Gaudí preparó una pequeña mochila para su retiro espiritual. Después de medio día de viaje en carro y una larga caminata por el sendero de la montaña, llegó al monasterio, donde el abad, Miguel Muntadas, lo recibió con un caluroso saludo. Al clérigo le gustaba decir que era tan viejo como el santuario. Llevaba treinta años en el cargo. Era un visionario con una idea muy clara de cómo había que restaurar el monasterio tras la destrucción perpetrada por los franceses. En 1812 el ejército de Napoleón había quemado y hecho volar por los aires un grupo de edificios, lo que dejó el santuario en ruinas. Años antes Muntadas había descubierto que ese ferviente y joven peregrino era arquitecto y aprovechaba las visitas de Gaudí para darle la lata e intentar empaparse de sus conocimientos.

Antes de que Gaudí hubiese podido descargar la mochila y beber un poco de agua, el abad, un hombre lleno de brío para su edad, le tiró de la manga para mostrarle el lugar al que llegaría el ferrocarril de cremallera cargado de peregrinos y la nueva ubicación de la basílica.

—Me han dicho que el papa León está dispuesto a abrir el monedero por nosotros —dijo el abad, muy feliz—. Se ha formado un comité. Elegirán a Villar como arquitecto encargado de la construcción de la basílica. Propuse tu nombre, pero me temo que querían a alguien más experimentado. ¿Qué te parece Villar?

—Hará un buen trabajo —gruñó Gaudí.

—¡Quizá cuando empiece la excavación para la cripta de la nueva iglesia encontremos el Santo Grial! —exclamó el abad repitiendo una broma habitual en la montaña.

Aunque la mayoría de los peregrinos tenían que montar su propia tienda de campaña y arreglárselas solos, Gaudí gozaba de un privilegio especial y tenía su propia celda en la residencia de los monjes. Tras vaciar la mochila, se tumbó en la cama para descansar.

No obstante, la tristeza pudo con él y rompió a llorar. Intentó contener el torrente de lágrimas y cerró los puños con fuerza, furioso consigo mismo por su propia debilidad.

¡Tenía que superarlo! ¡Tenía que quitársela de la cabeza!

Siempre había sido un hombre introvertido, sin el don de la palabra, alguien que se sentía más a gusto leyendo un libro o haciendo bocetos que hablando con otra persona. Desde luego no era un donjuán. De hecho, nunca había estado con una mujer. Sin embargo, su visión sobre la vida cambió al convertirse en el protector tío de su sobrina Rosita, y el concepto de compañía femenina y de formar una familia pasaron a ser una constante en su pensamiento.

Su amigo Salvador Pagés, de Mataró, le había presentado al señor Moreu, de esa misma población, y que resultó tener dos hijas solteras. Allí conoció a una de ellas, Josefa, una chica preciosa y delgada a la que llamaban Pepeta. Gaudí recibió el flechazo de Cupido. Pepeta tenía unos rasgos muy suaves y el pelo de un tono rubio rojizo, casi caoba. Cantaba, tocaba el piano, era aficionada al deporte y le gustaba bañarse en el mar. Algunos decían que era muy audaz para ser una chica. ¡Era una librepensadora que incluso leía periódicos republicanos!

Cuando el tímido Gaudí se armó por fin de valor y le pidió matrimonio, descubrió que Pepeta ya estaba comprometida con otro hombre, un próspero comerciante de lanas. Desconsolado, se encerró en su mundo interior para aplacar el dolor y a través de las plegarias se flageló, no con ortigas ni látigos, sino con una penitencia mental.

No era digno de ella. Si Pepeta lo había rechazado, él rechazaría a las demás mujeres. E iría más allá. Adoptaría la vida de los principales místicos españoles que se esposaban con la llama de amor viva, el camino espiritual que conducía a Dios a través de la negación de la carne. Rehuiría la compañía de mujeres para siempre. Ayunaría y se negaría la carne. Haría purgas con abundantes cantidades de agua. Y, por encima de todo, ¡trabajaría!

Y cuando estaba a punto de derramar las lágrimas por un amor perdido o un camino no tomado, simplemente continuaba su camino y se quitaba esos pensamientos de la cabeza.

Bajó de la cama, se arrodilló y rezó.

En el silencio del atardecer, después de asistir al oficio de vísperas con los monjes en la iglesia provisional, Gaudí fue a dar un paseo para airearse. Mientras caminaba entre la vegetación silvestre en los límites de los terrenos del monasterio, meditó sobre la frívola observación del abad con respecto al Grial.

No era ningún secreto que Montserrat siempre se había considerado uno de los escondites más probables del Grial. De hecho, los monjes e incluso el abad habían sacado partido astutamente de ese supuesto para aumentar el número de peregrinos y de donativos. Gaudí tomó nota mental de que regresaría a la montaña cuando hubieran empezado las excavaciones y así poder ver lo que había bajo tierra.

El paseo lo llevó hasta la ermita de Sant Iscle, uno de sus lugares favoritos de la montaña. Siempre había considerado que la pequeña estructura era perfecta en todos los sentidos, un ejemplo primitivo de arquitectura cuyo objetivo —crear un espacio sencillo para glorificar a Dios y ser uno en la oración— se había satisfecho de forma brillante. Sabía que tendría la capilla para él solo, ya que a esa hora los monjes no tardarían en retirarse para dormir. Antes de entrar en el pequeño edificio, apagó el cigarrillo y lo dejó en una roca plana.

Empezaba a oscurecer, de modo que hurgó en los bolsillos para coger unas cerillas y encendió una para prender una vela. Como siempre, no había ninguna silla o banco donde sentarse. Los monjes se arrodillaban y postraban frente al altar sobre una estera de esparto, y él tendría que hacer lo mismo. La estera en cuestión estaba enrollada y apoyada en una de las paredes, y enseguida entendió el motivo. Uno de los extremos estaba quemado en parte, víctima, supuso, de una vela que había caído. Uno de los beneficios de las construcciones de piedra, pensó, era que apenas había nada inflamable.

Gaudí encendió los cirios del altar y admiró la primitiva sencillez de la gran cruz de hierro. No había nada que pudiera distraerlo de sus oraciones, ni siquiera la imagen de Jesucristo sufriendo por los pecados de los demás. Decidió rezar una oración más personal. Tras permitir que Pepeta invadiera sus pensamientos, se sentía débil y necesitaba una nueva dosis de fortaleza espiritual.

Se arrodilló sobre las frías losas de piedra y agachó la cabeza; se disponía a rezar el avemaría cuando algo lo distrajo. Los dedos de la mano derecha habían encontrado una hendidura en una de las losas, y cuando se irguió para observarla vio que había una hendidura similar a la altura de la mano izquierda.

La curiosidad lo llevó a ponerse en pie, y su aguda vista le permitió ver dos hendiduras más, situadas a la distancia de un cuerpo del altar, en la losa contigua. Cogió uno de los cirios, lo acercó a cada uno de los surcos y los inspeccionó con el dedo. Saltaba a la vista que eran obra del hombre, precisos, cincelados y pulidos.

Entonces vio otro detalle que le llamó la atención. Gaudí era un maestro del color, de las texturas, y poseía un dominio exquisito de las técnicas de construcción. Había algo raro en el mortero que había entre las losas. Era más basto que el de las otras losas y un poco más claro. Acercó el cirio a la base, cogió la navaja que llevaba en el bolsillo y escarbó con la pequeña hoja. El mortero se deshizo y saltó fácilmente. Sin embargo, el que había a la derecha era tan firme como la propia losa.

Se puso en pie y volvió a guardar la navaja.

Se quedó mirando los surcos, tuvo una revelación y se precipitó hacia la puerta de la capilla para comprobar que no se acercaba nadie.

Cuando se aseguró de que no iba a tener visitas, se acercó de nuevo a las losas y localizó las hendiduras con las manos y los pies. Entonces tiró con todas sus fuerzas con las manos, como si estuviera ascendiendo a la cima de una colina.

Sintió que el mortero empezaba a ceder y tiró con más fuerza. La losa que se encontraba más cerca del altar se movió y de repente uno de los extremos cayó con un ruido sordo en el hueco que tenía debajo, y el propio Gaudí se inclinó hacia delante.

Asustado, se puso en pie y cogió el cirio.

¡Había un agujero rectangular!

Apartó la losa con todas sus fuerzas y la puso de lado.

Introdujo la mano en el hueco y tocó algo suave, cálido, más cálido que las piedras bajo las que estaba enterrado, más cálido que su propia mano. Lo sacó, se lo puso en el regazo y acercó el cirio para observarlo.

Se dio cuenta al instante de lo que era.

De lo que tenía que ser por fuerza.

—Dios mío —murmuró entre sollozos—. Dios mío, Dios mío, Dios mío.

Se le había acelerado tanto la respiración que tenía miedo de perder el conocimiento.

Tuvo que hacer un gran esfuerzo para recuperar la compostura y decidir qué iba a hacer.

Reaccionó de forma casi instintiva: arrancó una hoja de la libreta que llevaba siempre encima, garabateó algunas palabras, dobló el papel y lo dejó en el hueco. Entonces lo cubrió de nuevo con la losa y, gracias a sus conocimientos, cogió el mortero que había quitado, le añadió arena del suelo que había frente a la capilla, y lo mezcló todo con saliva. Aplicó la masa con la punta de la navaja, escondió el hallazgo bajo la chaqueta y regresó casi corriendo a su celda.

Pasaría el resto de su vida haciendo penitencia por lo que había hecho esa noche. No tenía derecho a llevárselo, no le pertenecía. Solo, sentado en la cama en la sencilla celda de monje, se pasó la noche mirándolo y maravillándose por sus extraordinarias propiedades.

¿Era un accidente que lo hubiera encontrado?

¿O había sido obra de la divina providencia?

Justo cuando Bocabella le había propuesto lo que ningún hombre moderno había hecho, construir un nuevo templo, ¡lo había encontrado!

Se convenció de que debía perseguir un fin más elevado.