Realizaron gran parte del trayecto en silencio, mientras la oscura montaña se perdía de vista en el espejo retrovisor.
Al final Arthur no aguantó más.
—He matado a alguien.
—No tenías elección.
—No creo que el puñetazo que le propiné fuera violento.
Agarraba el volante con tanta fuerza que le dolía la mano con la que había pegado al hombre.
—¿Quieres que conduzca yo? —preguntó Claire.
—No, estoy bien. Tenemos que concentrarnos. Tengo que concentrarme.
—¿Era el mismo hombre que mató a Holmes y a su mujer?
—No puedo asegurarlo, estaba muy oscuro. Tenía barba. Pero tal vez era él.
—Entonces quizá también fue él quien mató a Tony.
—Quizá.
—Pues me alegro de que haya muerto. Esperemos que esto sea el final. Con suerte ya no te seguirán más.
—«Las partes interesadas» —dijo Arthur con voz monótona—. Es lo que dijo esa noche. Esto no ha acabado, Claire. Seguro que son más de uno. No acabará hasta que encontremos el Grial.
Mientras avanzaban por la autovía desierta, Arthur intentó quitarse de la cabeza la imagen del hombre precipitándose al vacío y concentrarse en lo que habían descubierto.
Antoni Gaudí.
Solo sabía lo básico de aquel hombre: era arquitecto, un genio que había diseñado algunos de los edificios más importantes de Barcelona.
«¡Lo he encontrado!».
Debían ir a Barcelona.
No había tráfico. No los seguía nadie, de eso estaba seguro. Pero también lo había estado en el camino a Montserrat.
Le dio su móvil a Claire. La pantalla brilló en la oscuridad mientras ella leía en voz alta las descripciones de los hoteles más céntricos de la ciudad. Arthur eligió uno y Claire se encargó de llamar. Un recepcionista del turno de noche les dijo que podrían entrar en la habitación antes del amanecer.
Llegaron al barrio del Raval, situado junto a las Ramblas. El hotel España le pareció una buena elección ya que, según su descripción, era obra de Lluís Domènech i Montaner, contemporáneo de Gaudí.
Arthur se acercó a la máquina de hielo que había al final del pasillo de su piso para coger una bolsa y poner la mano en frío.
—¿Crees que te la has roto? —preguntó Claire.
—Lo dudo. Me rompí muchos huesos jugando al rugby. Por regla general, si el hueso no atraviesa la piel, no es muy grave.
Estaban demasiado cansados para desvestirse. Durmieron cinco horas de un tirón y, de no haber sido por la alarma del móvil de Arthur, habrían dormido hasta bien entrada la tarde.
Cuando se despertaron le preguntaron al conserje dónde había una buena librería en la zona. La Central del Raval, ubicada en una iglesia del siglo XVII, estaba a tiro de piedra del hotel. Era un local muy espacioso con un gran catálogo y un café bullicioso, pero después de dedicar varios minutos a buscar en vano se dieron cuenta de que necesitaban ayuda para orientarse entre tantos libros en catalán.
Los atendió el gerente de la librería, un hombre con una espesa mata de pelo y pinta de profesor universitario que se ofreció a mostrarles el material del que disponían sobre Gaudí.
—En cuanto a su obra y su arquitectura, todos estos libros están traducidos al inglés. El mejor, en mi opinión, es este de Esteve Vallespir, experto en Gaudí; tal vez no tenga las mejores fotografías, pero ofrece el análisis más profundo. Este, en cambio, tiene unas fotografías magníficas; es muy bonito, pero es un libro de gran formato, no para llevar por la calle.
Arthur cogió ambos volúmenes.
—Creo que necesitaríamos algún libro sobre su vida —dijo Claire—. No queremos limitarnos a sus edificios, nos gustaría entenderlo también a él.
El gerente asintió; estaba de acuerdo con Claire.
—Biografías, sí; ese es el enfoque más acertado para entender a Gaudí. Veo que no son unos turistas como los demás. Solo tenemos dos biografías en inglés. Esta, escrita por un autor holandés, es muy buena, y esta otra, traducida del catalán, aporta unos puntos de vista muy interesantes.
—Ha sido muy amable —dijo Arthur mientras el gerente pasaba los volúmenes por el lector de código de barras—. Aparte de los libros, ¿podría recomendarnos a algún especialista sobre Gaudí que viva en Barcelona, un conservador de museo, un profesor universitario o cualquier otro experto con el que pudiéramos hablar y hacerle algunas preguntas?
El joven se rascó la frente, pensativo.
—Bueno, la primera persona que me viene a la cabeza es la bibliotecaria de la biblioteca Enric Casanelles de la Casa Museu Gaudí. No está abierta al público, pero pueden llamar por teléfono.
—Por casualidad, no tendrá el número, ¿verdad? —apuntó Claire.
—Debo de tenerlo en algún sitio —dijo el hombre, que parecía un poco agobiado.
—¿Cree que hablan inglés? —preguntó Claire con la mejor de sus sonrisas.
El gerente de La Central lanzó un suspiro.
—¿Quieren que la llame yo? Es una clienta habitual de nuestra librería y la conozco.
—¡Es usted increíble! —exclamó Claire, y su comentario hizo que el librero se ruborizara.
Al cabo de unos minutos, el hombre regresó de su despacho sonriendo. La bibliotecaria, Isabel Bellver, los atendería esa misma tarde como un favor especial.
Cuando Arthur y Claire regresaron al hotel, se tumbaron en la cama, pidieron café al servicio de habitaciones, se repartieron los libros y dedicaron un par de horas a leerse fragmentos el uno al otro.
—Gaudí nació en 1852, por lo que en 1883 tenía treinta y un años.
—Después de obtener el título de arquitecto en la Escuela Provincial de Arquitectura de Barcelona, pasó a formar parte de los modernistas, un grupo que buscaba la identidad cultural del pueblo catalán a través de la arquitectura.
—Aquí dice que Gaudí rechazó las formas de la arquitectura más tradicional (cubos, esferas y prismas) y las sustituyó por las formas curvas de algunos elementos de la naturaleza, como flores, huesos y tallos de plantas.
—Escucha esto. En 1883 Gaudí fue recomendado para que se encargara del proyecto de construcción de una basílica en honor de la Sagrada Familia. Al principio no quiso aceptar el encargo, pero luego, por algún motivo, cambió de opinión y se dedicó a él hasta el día en que murió, cuarenta y tres años más tarde. Las obras no han parado desde entonces y aún están en marcha. De hecho, por increíble que parezca, se cree que no finalizarán hasta 2026.
—1883. ¿Crees que es una coincidencia?
—Quién sabe.
—Alrededor de la misma época también se convirtió en el arquitecto de Eusebi Güell, un rico industrial; a lo largo de su carrera diseñó varios edificios y jardines para la familia Güell. Esta tarde iremos al Park Güell. Durante un tiempo, Gaudí y Güell vivieron uno junto al otro. En la actualidad, la casa de Gaudí alberga su museo.
»Cuando Güell murió en 1918, Gaudí no aceptó más encargos y se dedicó en exclusiva a la Sagrada Familia. Con el tiempo acabó trasladando su estudio a la basílica, donde vivió hasta su muerte.
»Falleció en 1926. Un día, al salir de la Sagrada Familia para asistir a misa, fue arrollado por un tranvía. Al principio la policía lo confundió con un mendigo y lo trasladaron a un hospital de beneficencia, donde murió al cabo de unos días. Su entierro fue uno de los más multitudinarios que ha habido jamás en Barcelona. Su muerte dio pie a un debate sobre el lugar en el que debía ser enterrado, y al final recibió una dispensa oficial de la Iglesia para ser enterrado en la cripta de la Sagrada Familia.
»En 1936, durante la Guerra Civil, su archivo y su taller de la Sagrada Familia fueron saqueados y gran parte de sus documentos personales, planes arquitectónicos y maquetas fueron destruidos.
Cuando acabaron, habían extraído la esencia de la vida del arquitecto cual el zumo de un limón. Pero, en el fondo, no era más que una recopilación de hechos que no les había permitido aproximarse al «¡Lo he encontrado!».
Después de comer pararon un taxi y se dirigieron hacia la colina del Carmel. Todavía faltaba una hora para su cita con la bibliotecaria, pero querían que les diera tiempo de visitar el Park Güell.
Sin embargo, de repente Claire agarró a Arthur del brazo y señaló algo.
Las agujas de la Sagrada Familia se divisaban entre los edificios.
—¿Podemos ir ahí primero? —preguntó.
—Tenemos tiempo para echar un vistazo rápido, pero poco más.
El taxista los dejó en la plaza que había frente a la fachada de la Natividad, y ambos alzaron la cabeza, maravillados.
Era casi imposible comprender cabalmente la magnitud, la complejidad y la audacia de aquel templo. Ocho de las dieciocho torres concebidas originalmente se elevaban a gran altura, en contraste con el pálido cielo azul, sobrepasadas tan solo por las grúas. La fachada de la Natividad y sus campanarios, la primera sección completada, eran tan conocidos como cualquiera de las catedrales góticas de Europa y a la vez tan extraños y ajenos como una obra de ciencia ficción. Las torres parecían tan duras como la piedra de la que estaban hechas, pero al mismo tiempo eran suaves como un caramelo fundido al sol.
Aunque el templo estaba tan arraigado a la tierra como cualquier construcción humana, transmitía la sensación de que crecía ante los ojos del que lo observaba. Cada columna, cada arco, cada aguja destilaban una compleja simbología inspirada en el mundo natural: tortugas, camaleones, bueyes, mulas, serpientes, pájaros, huevos. Los signos del zodíaco. También había plantas: hojas, frondas, ramas, tallos, y hasta cipreses. Y un grupo de estatuas que no parecía tener fin. Ángeles músicos. Pastores adoradores. Los tres reyes de Oriente. María, coronada por Jesús mientras eran observados por san José. Y a pesar de la gran densidad de detalles, ningún elemento parecía competir con los demás. Todos armonizaban como la miríada de instrumentos de una orquesta sinfónica.
Arthur y Claire rodearon el templo, abriéndose paso entre la multitud de turistas, y se deleitaron con la fachada de la Pasión y con la de la Gloria, aún por acabar. Claire no paró de tomar fotografías con el teléfono móvil. Ambos guardaron silencio, con el convencimiento tácito de que cualquier palabra o expresión de sorpresa y deleite podía trivializar la experiencia.
—Dios mío —dijo Claire cuando tomaron otro taxi—. ¿Esto es obra de un solo hombre? ¿Qué mente podía concebir algo así?