En el interior del edificio, Arthur oyó unos pasos que se aproximaban por detrás. Presa de los nervios, giró la cabeza y vio a un monje que intentaba adelantarlos. Tenía el rostro lampiño y un gesto serio, y se disculpó porque el pasillo era demasiado estrecho y no podía pasar junto a ellos sin rozarlos. Arthur lo reconoció: era el director del coro.
—Ha sido una interpretación maravillosa —dijo Arthur.
El monje se detuvo para darles las gracias y se fijó en las chapas de huésped que lucían y en el rostro surcado de lágrimas de Claire.
Hablaba un inglés más correcto aún que el del hermano Oriol. Se presentó como el hermano Pau, el director de la escolanía.
—Está llorando —le dijo a Claire—. No creo que hoy los chicos hayan cantado tan bien.
Claire se limpió las lágrimas.
—Acabamos de saber que un amigo nuestro ha fallecido. Aún estamos conmocionados.
—Lo lamento mucho. Si tiene la bondad de decirme su nombre, rezaré por él.
—Tony —respondió Arthur.
—Muy bien, pues rezaré por el alma de Tony.
Arthur le estrechó la mano para darle las gracias.
—¿Iban a hacer algo? —les preguntó el hermano Pau—. Si no tienen planes, podría mostrarles alguno de los lugares más especiales. Dispongo de media hora antes de que empiecen las clases.
—Es usted muy amable —dijo Claire, y cuando sonrió el joven monje le devolvió el gesto.
Les hizo una visita rápida de la capilla abovedada, con asientos dispuestos en círculo, en la que los monjes rezaban, escuchaban las lecturas de la Regla de San Benito que hacía el abad y debatían sobre cuestiones de la comunidad. Por encima de ellos se alzaba un gran mural que mostraba a los monjes de Montserrat fallecidos como mártires durante la Guerra Civil.
La biblioteca se encontraba justo encima de los apartamentos para peregrinos. La sala central estaba formada por dos pisos de una belleza inconmensurable, con una galería abierta y claraboyas en la bóveda de cañón. La biblioteca, que albergaba unos trescientos mil libros y manuscritos, se construyó en el siglo XIX, aunque el hermano Pau les dijo que había pruebas de que ya existía una en el lugar en el siglo XI.
Arthur aprovechó la oportunidad para hacerle algunas preguntas. La búsqueda se había convertido en una cuestión de lo más apremiante. No pudo evitar pensar en la insistencia de Tony y de Holmes para que encontrara el Grial.
—A juzgar por lo que he podido leer sobre Montserrat, las primeras construcciones datan de principios del siglo X. ¿Es posible que existieran comunidades religiosas antes?
—Es difícil de saber —respondió el monje—. No existen documentos que arrojen luz en ese aspecto. Personalmente, creo que este debió de ser un lugar sagrado casi desde la época de Jesucristo. No me sorprendería que hubiera ermitas varios siglos antes de lo que indican las fechas oficiales.
—La basílica no es muy antigua, ¿verdad? —preguntó Arthur.
—No, de finales del siglo XIX, principios del XX. La iglesia románica original fue destruida por un incendio durante las guerras napoleónicas.
—Entonces, las criptas que hay bajo la basílica no son antiguas…
—No, son bastante recientes, aunque no por ello menos interesantes. Pueden visitarlas cuando quieran.
—¿Cuáles son las partes más antiguas del monasterio? —preguntó Claire.
—Existe una pequeña cripta del siglo XII, llamada de los Clérigos, junto a la biblioteca musical que hay en la escolanía y, por supuesto, hay una pequeña capilla, la ermita de Sant Iscle, que se menciona en un texto del siglo IX.
Arthur estaba examinando los lomos de unos libros antiguos y de repente alzó la mirada.
—¿Podría ser más antigua?
—Es posible, al menos los cimientos, pero es algo que nunca se ha estudiado. Permítanme que les muestre unas fascinantes fotografías del siglo XIX que están expuestas en la siguiente sala.
—Supongo que la biblioteca alberga manuscritos antiguos de gran importancia —apuntó Arthur mientras iban a ver las fotografías.
—Así es. Algunos de los textos catalanes más antiguos, aunque lamento decirles que gran parte de ese material se perdió cuando el monasterio fue quemado por las tropas de Napoleón.
—Lo lamento mucho —se disculpó Claire.
—No es una cruz con la que deba cargar usted, creo yo.
—Un amigo mío —terció Arthur—, un profesor de historia medieval, estuvo aquí hace poco realizando un trabajo de investigación.
—Ah, sí, recibimos a estudiosos de todo el mundo.
—Mi amigo encontró una interesante carta del siglo XII relacionada con el Santo Grial.
—Siempre es un tema interesante —dijo el monje mirando el reloj—. Me da tiempo de mostrarles una sala más, la sacristía. Acompáñenme.
La sacristía se encontraba junto a la basílica: una sala abovedada con diversos frescos y armarios de caoba para guardar las vestiduras sacramentales. Mientras el hermano Pau describía los detalles arquitectónicos, Arthur se fijó en un fresco que había al final de la larga sala: una representación de la Última Cena. En ella, un Jesús bastante joven y atractivo sostenía un pedazo de pan en la mano izquierda y tenía la derecha sobre un cáliz sencillo y de gran tamaño.
Arthur lo señaló.
—Es muy bonito.
—Sí. Es un mural de Josep Obiols.
—El Grial ocupa un lugar prominente. ¿Qué opina de las leyendas que dicen que el Grial se encuentra aquí, en Montserrat?
Al monje no pareció hacerle mucha gracia la pregunta.
—Mire, es un tema muy cansino para nosotros. No existen pruebas de ello. Es algo que carece de toda importancia. Espero que no sea uno de esos turistas obsesionados con el Grial.
—No sé a qué se refiere con «turistas obsesionados por el Grial», pero no creo que sea uno de ellos —dijo Arthur con gran desdén.
El monje debió de darse cuenta de lo brusca que había sido su respuesta y recuperó su tono amable.
—Ahora debo regresar a la escolanía. Pueden acompañarme si lo desean.
La escolanía se hallaba en un edificio largo y rectangular, de cuatro plantas, situado en el extremo más alejado del complejo. Mientras caminaban, el hermano Pau les habló de la escuela y de una reciente gira que habían hecho por Rusia, que había sido un gran éxito y en la que habían grabado su último CD. Su orgullo era más que palpable y, respondiendo a las preguntas de Claire, les dijo que de pequeño había formado parte del coro. Al llegar a la entrada de la escuela se despidió de ellos y señaló el jardín amurallado, bordeado con dos hileras de cipreses.
—La antigua ermita de Sant Iscle se encuentra en esa dirección.
—¿Podemos verla? —preguntó Arthur.
—Me temo que no. Es privada, solo para los monjes.
Por la tarde visitaron la cripta que había bajo la basílica y pudieron comprobar que era bastante moderna y que no tenía ningún vínculo con el período medieval. La basílica del siglo XIX ni tan siquiera se había construido en el lugar exacto en el que se había alzado la iglesia románica, de modo que aunque hubieran abierto un agujero en el suelo con un martillo neumático era muy poco probable que hubieran encontrado algo importante.
Aprovecharon que las colas habían disminuido para unirse a los fieles y subir a la galería a ver a la Moreneta. Aunque en todo el mundo había miles de tallas de madera de la Virgen que se habían ennegrecido con el paso de los años, o que el propio artista había teñido de negro a propósito, todas adoradas por sus respectivas comunidades espirituales, tal vez ninguna era más venerada que la Virgen de Montserrat, que se había convertido en un símbolo cultural de Cataluña.
Contaba la leyenda que la estatua había sido encontrada no muy lejos del monasterio cuando unos pastores vieron unas luces y oyeron una música celestial que los condujo hasta una cueva de la montaña. El obispo de Manresa intentó trasladar a la Virgen y el niño Jesús a su iglesia en una plataforma, pero a medida que los hombres descendían por el sendero, la plataforma parecía aumentar de peso, y cuando llegaron a la antigua ermita no pudieron seguir avanzando. De ese modo la Virgen mostró su deseo de permanecer en Montserrat.
Después de subir lentamente los escalones, llegaron a donde se hallaba la Virgen negra. Claire se arrodilló y rezó en silencio hasta que reparó en la gente que esperaba haciendo cola y se levantó.
Esa noche cenaron con los demás huéspedes. Cuando acabaron, algunos se pusieron a leer sus guías para planificar las actividades del día siguiente; otros se quedaron charlando afablemente, haciendo rompecabezas o leyendo la Biblia: unas actividades agradables y contemplativas, perfectas para el momento y el lugar. Claire se excusó para llamar a sus padres y cuando volvió le dijo a Arthur que todo iba bien en casa.
Ambos estaban cansados. Solo habían pasado dos días desde la noche en vela en Stoneleigh y aún no se habían recuperado. Por si ello fuera poco, la muerte de Tony se había convertido en un pesado yugo. De modo que a las nueve decidieron retirarse.
La cama era muy estrecha. Se tumbaron de lado, uno de cara al otro, separados por escasos centímetros.
—Parecías fascinada con la Virgen —dijo Arthur.
—Es preciosa.
—¿Eres católica?
—Claro, soy francesa.
—Te vi rezar. Me ha dado la impresión de que lo hacías con mucho… fervor.
—Es una buena definición. Soy muy fervorosa. Creo en Dios sin reservas.
—Así que formas parte de la minoría de físicos que son creyentes.
—Estoy en buena compañía. Max Planck. Arthur Compton. George Lemaître, que era sacerdote, ya lo sabes. Werner Heisenberg. Freeman Dyson. Christopher Isham. Y muchos otros. Incluso Einstein, que tal vez no creía en un dios personal pero pensaba que era imposible que el universo no hubiera sido creado por un ser superior. Y tú, Arthur, ¿crees en Dios?
—Los anglicanos somos bastante sosos en cuestiones religiosas. No lo llevamos en la sangre. Pero estoy más cerca de los que creen que de los que no. Aunque no sé si tiene mucho sentido.
—Sí, lo tiene. ¿Y si encuentras el Grial? ¿Cambiará en algo tu opinión?
—Bueno, sería un vínculo tangible con Cristo, pero un vínculo con un hombre llamado Jesús, no necesariamente el hijo de Dios.
—¿No crees en la Resurrección?
—¿Tú sí?
—Sí, claro.
—¿Y cómo explica ese fenómeno la física que hay en ti?
—Hay muchas cosas que no entendemos. No creo que la física y la espiritualidad sean incompatibles.
—Espero que tu fe se asiente en unos cimientos firmes. Me gustaría creer que Tony Ferro y Andy Holmes están tomando juntos una pinta celestial en estos momentos. Mira, Claire, he estado pensando en esto todo el día. Creo que deberías volver a Francia mañana. Me preocupa tu seguridad. Yo tengo que seguir con la búsqueda, pero tú no tienes por qué pasar por todo esto.
Claire salvó la pequeña distancia que los separaba y lo besó.
—La respuesta es no. Me siento a salvo contigo. Ahora dime a qué hora vas a poner el despertador.
Arthur le devolvió el beso.
—A las dos de la madrugada.
Griggs llamó suavemente a la puerta de la habitación contigua del hotel Abat Cisneros. Hengst la abrió. Vestía de negro, como él.
Hengst vio que Griggs llevaba la bolsa táctica.
—¿Para qué la necesitas?
—No quiero dejarla en la habitación.
Hengst se encogió de hombros.
—¿Por qué estás tan seguro de que van a salir a curiosear esta noche?
—No lo estoy. Pero siempre es posible.
Cruzaron la plaza desierta iluminada por la luna y se apostaron a unos cien metros de las puertas de los dormitorios, detrás de una furgoneta. Griggs abrió su bolsa y sacó el rifle de francotirador.
—¿Qué haces? —susurró Hengst.
—Relájate, solo quiero usar el visor nocturno.
—Dime por qué debería creerte.
—Porque soy tu jefe.
—Harp nos ha dado órdenes muy concretas —dijo Hengst.
—Y he seguido esas órdenes al pie de la letra. Podría haberlo matado en Wokingham, pero no lo hice, ¿verdad?
—Quizá porque era demasiado rápido para ti.
Griggs empezaba a perder la paciencia.
—No son tus huevos los que están en el torno, sino los míos. Nunca dejo cabos sueltos. He llevado a cabo tres asesinatos para Harp. Y tú, ¿cuántos? Ninguno, ¿verdad? Pues cierra el pico. Estoy harto de que me cuestiones.
La alarma del móvil de Arthur sonó y ambos se vistieron medio dormidos, a la luz de la lámpara de la mesita de noche. Se pusieron la ropa más oscura que tenían y se guardaron en un bolsillo sus pequeñas linternas LED.
El aire de la montaña era dulce y frío. Los terrenos del monasterio y los edificios colindantes estaban a oscuras y vacíos. Los huéspedes de los hoteles, los monjes y los chicos del coro dormían. La luna estaba en cuarto creciente y pudieron encontrar el camino hasta el jardín amurallado fácilmente.
Las dos hileras de cipreses eran como las luces de la pista de aterrizaje para un piloto. Atravesaron el jardín del claustro hasta la puerta de madera de la pequeña capilla de piedra.
La capilla era sencilla y antigua, más pequeña que la galería acristalada de cualquier casa de una zona residencial. Estaba construida con bloques de piedra caliza tallados de forma algo tosca y que en algún momento a lo largo de su historia habían sido enlucidos, aunque gran parte del yeso había desaparecido. Tenía un tejado con una ligera inclinación y un campanario pequeño y abierto, rematado por una pequeña cruz. La puerta marrón tenía forma de arco y estaba decorada con volutas de hierro forjado. No se veía ninguna cerradura.
—Ya está —dijo Arthur empujándola.
No quería forzarla y, por suerte, no se vio obligado a hacerlo. La puerta se abrió y pudieron entrar sin más.
Ambos encendieron las linternas y examinaron el interior de la capilla: un único espacio rectangular con un ábside en el extremo más alejado de la puerta. Un altar de piedra caliza se alzaba sobre una plataforma también de piedra. El altar estaba flanqueado por un par de candeleros de pie que llegaban a la altura del pecho, y encima había una cruz de hierro negra muy sencilla y de aspecto muy antiguo. Las paredes estaban enlucidas de un verde pálido pero desnudas. En el ábside se abría la única ventana de la capilla, protegida con una reja. Junto a una de las paredes había una estufa moderna, innecesaria en un día como aquel pero muy útil en invierno. El suelo era de losas de piedra, pulidas por el paso del tiempo y cubiertas por una estera de esparto para que los monjes pudieran postrarse de manera algo más cómoda.
Era una capilla muy sencilla.
—Es nuestra única oportunidad —dijo Arthur—. Si no está aquí, no hay ningún otro lugar en el monasterio que date del siglo V.
—Entonces pongámonos manos a la obra —respondió Claire.
Empezaron por el altar: intentaron empujar y tirar de las losas de piedra caliza, pero estaban fijas y pesaban una tonelada o más. Luego probaron suerte con las paredes de la capilla. Dedicaron casi veinte minutos a golpear en la escayola con los nudillos para intentar detectar un hueco. Agotada esa posibilidad, centraron su atención en el suelo.
—Ayúdame a enrollar la estera —dijo Arthur.
Cuando se arrodillaron, de espaldas al altar, Griggs se levantó y los observó a través de la reja de la ventana del ábside, pero volvió a agacharse de inmediato.
Claire empezó a golpear con suavidad las baldosas de piedra con la base de la linterna. Arthur se situó detrás de ella, intentando tener una visión general del lugar, y barrió las baldosas con su linterna.
Entonces la de Claire se apagó y se maldijo a sí misma.
—La he roto.
Arthur se rio.
—¿Qué creías que iba a pasar?
Cuando se agachó para ayudar a Claire a levantarse, apartó bruscamente la mano e iluminó un lugar en concreto.
—¡Mira!
Claire lo vio, pero la linterna de Arthur iluminaba ya otro punto, y luego otro.
Cuatro muescas en dos baldosas contiguas.
—«Póstrate ante Cristo y encuentra el Grial» —susurró Claire.
—Puntos de agarre para manos y pies —dijo Arthur con la respiración agitada—. Sujeta mi linterna e ilumina ahí.
Cogió un bolígrafo que llevaba en el bolsillo y lo utilizó para comprobar el estado del mortero entre ambas baldosas. Luego hizo lo mismo con el mortero que separaba dos baldosas distintas.
—El primero se desmenuza más fácilmente —concluyó—. Déjame intentarlo.
Se tumbó boca abajo y el frío del suelo le traspasó la camisa.
El altar y la cruz se alzaban ante él.
Buscó los surcos con los pies e hizo fuerza con los dedos.
Entonces se agarró a los asideros con las manos.
—En esa época eran más bajos —se quejó.
—¿Quieres que lo intente yo?
—Creo que yo soy más fuerte.
Contuvo la respiración e hizo fuerza: tiró con los dedos y utilizó los pies como punto de apoyo.
No sucedió nada.
Lanzó un gruñido y volvió a intentarlo.
¿Había oído un leve crujido?
Redobló los esfuerzos y notó que se sonrojaba y que se le encendían las orejas.
Se produjo un movimiento. Un pequeño movimiento en las losas.
Una vez más.
Cuando jugaba al rugby levantaba pesas. Como hacía siempre que llegaba a la última repetición, casi imposible, apretó los dientes y emitió un pequeño gruñido desde lo más profundo de su ser.
De pronto la piedra que tenía bajo el pecho se movió, cedió y cayó.
Claire lanzó un grito de sorpresa.
—¿Estás bien?
Arthur había quedado inclinado hacia delante, con la cabeza por debajo de la superficie del suelo. Sobresaltado, se puso en pie.
—La linterna —dijo Arthur—. ¡Ilumina aquí!
Vio cómo se había construido la sencilla trampilla. La piedra que se había movido descansaba en un borde de un centímetro de ancho y, cuando quitó el falso mortero, se desplazó lo suficiente hasta caer.
Le pidió a Claire que lo ayudara a recuperar la losa del agujero. La sacaron y la dejaron junto a la estera enrollada.
El agujero que había bajo la piedra era del tamaño de tres cajas de zapatos.
Cuando lo iluminó con la linterna, se apoderó de él un sentimiento de honda decepción. Estaba vacío.
Se maldijo a sí mismo.
—No, espera —dijo Claire señalando un lugar en concreto—. Mira.
Entonces Arthur vio un pequeño pedazo de papel cuadrado en un rincón.
Estiró el brazo, lo cogió y lo desdobló.
Había tres palabras, una firma ampulosa y una fecha.
L’he trobat!
A. GAUDÍ, 1883
—¿Qué significa? —preguntó Claire.
—No lo sé, pero tenemos que darnos prisa y dejarlo todo como estaba.
Pusieron la losa en su sitio, con cuidado, y apartaron los dedos rápidamente para que no se los aplastara.
Mientras devolvían todo a su estado original, Griggs los observaba a través de la ventana del ábside.
Arthur salió afuera con cautela para coger un puñado de tierra que reemplazara el falso mortero.
Oyó un leve crujido que lo sobresaltó, pero supuso que eran los árboles mecidos por el viento.
Cuando por fin acabaron, pisó las junturas de las losas y dijo que ya no podían hacer nada más. Desenrollaron la estera, salieron de la capilla y se detuvieron bajo los cipreses, con la cúspide teñida de amarillo por la luz de la luna.
Arthur tenía una aplicación de traducción en el móvil e introdujo las tres palabras.
Era catalán.
«¡Lo he encontrado!».
—¡Estaba aquí! —susurró Arthur.
Griggs se había desplazado unos metros, a una zona más alta. Se apoyó en un muro que le llegaba a la altura de la cintura, situado en el límite del monasterio.
Levantó el rifle y los observó a través de la mirilla telescópica. La cabeza de Arthur volvió a ocupar la óptica. Con unos movimientos expertos y apenas perceptibles, Griggs activó el láser y quitó el seguro del arma.
Hengst seguía a su lado.
—¿Qué demonios haces?
—Ha encontrado algo —dijo Griggs.
—¿El Grial?
—Me da igual. Ha llegado el momento de liquidarlo.
—No, a menos que estemos seguros de que es el Grial.
Griggs puso el dedo en torno al gatillo.
—Vete a la mierda —le espetó.
Arthur y Claire estaban hablando en susurros frente a la capilla.
De pronto, Claire contuvo un grito al ver el punto rojo que se deslizaba por la sien de Arthur.
Antes de que la chica pudiera reaccionar, Hengst agarró el rifle por la culata y lo apartó de la mejilla de Griggs. El sonido del disparo silenciado fue imperceptible, pero el casquillo hizo ruido al caer al suelo.
—¡Agáchate! —gritó Claire, que tiró de él.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Arthur, que cayó en la hierba junto a ella.
—¡Estaban apuntándote con un láser!
Griggs no soltó el rifle. Cuando Hengst se abalanzó sobre él, Griggs dio un culatazo en la mandíbula y el guarda gruñó y cayó al suelo.
Griggs volvió a colocarse sobre el muro y buscó a su objetivo con la mirilla.
—¿Dónde demonios estás? —murmuró en voz baja.
Arthur y Claire se habían escondido cerca de la puerta de la capilla, a salvo de Griggs gracias al edificio.
—Si intentamos regresar a la celda, podría dispararnos fácilmente —dijo Arthur.
—¡No podemos quedarnos aquí!
—Solo podemos hacer una cosa —dijo Arthur, con la respiración entrecortada—. Tengo que encargarme de él.
—¡No!
—Toma. Coge la nota y las llaves del coche. Si no vuelvo, vete de aquí esta misma noche. Regresa a Francia. Olvídate de lo que ha sucedido.
—Arthur…
Se agazapó, notó que Claire apartaba la mano de su hombro y se dirigió hacia la esquina de la capilla. Entonces, tras respirar hondo unas cuantas veces, echó a correr hacia el muro.
Griggs seguía escudriñando los senderos que unían la capilla con los edificios principales. Estaba a punto de cambiar de posición y acercarse un poco más a la capilla cuando Arthur lo vio desde unos veinticinco metros, su silueta recortada sobre el cielo iluminado por la luna. Arthur encontró una piedra del tamaño de un huevo y la lanzó a la oscuridad. Cayó con un golpe seco a la izquierda de Griggs, que miró en esa dirección.
Arthur echó a correr hacia él tan rápido como se lo permitieron las piernas, en un estado de máxima concentración, presa del instinto de supervivencia.
Griggs lo oyó justo antes de que Arthur se abalanzara sobre él, y aunque se volvió con el rifle, lo hizo una fracción de segundo demasiado tarde para poder utilizarlo. Arthur le clavó el hombro en el estómago y logró derribar a aquel hombre más grande que él gracias al impulso que había tomado.
Oyó un insulto. Adoptó una postura encorvada, con los puños cerrados para intentar darle una paliza, pero Griggs no iba a dar su brazo a torcer tan fácilmente. Aún tenía el rifle en las manos y con un rápido movimiento vertical asestó un culatazo en las doloridas costillas de Arthur.
Griggs aprovechó que lo había dejado descolocado para procurar ponerse en pie con la intención de dispararle a bocajarro en la cabeza. Arthur, doblado por la mitad, no paraba de jadear, pero sacó fuerzas de flaqueza, se irguió con energía y le dio un fuerte puñetazo en la cara.
Sintió que la mano le estallaba de dolor. Había sido como golpear una pared de ladrillo, pero ni tan siquiera evitó que Griggs se pusiera en pie. Arthur incluso esperaba que el tipo sacudiera la cabeza y se pusiera a reír, pero sucedió otra cosa muy distinta.
Griggs se quedó quieto. El rifle le cayó de las manos. Sin pronunciar ni un sonido, se tambaleó hacia atrás y cayó por encima del muro, precipitándose ciento cincuenta metros montaña abajo, hasta que su cuerpo sin vida fue engullido por unos matorrales.
Arthur oyó ruido de ramas. Miró por encima del muro, pero solo vio un abismo negro.
Regresó corriendo a la capilla, donde Claire lo recibió con unos sollozos frenéticos.
—¡Gracias a Dios! Estaba asustadísima.
—Vamos. —Arthur la cogió de un brazo y echó a andar hacia las celdas—. Tenemos que irnos de aquí.
Hengst se frotó el pómulo hinchado y se acercó hasta el muro por el que había caído Griggs. Después se guardó la pistola en la funda, con el silenciador aún caliente tras haber disparado una bala de 9 milímetros.
El rifle de francotirador de Griggs estaba tirado en la hierba, cerca del muro. Hengst lo cogió y le puso el seguro.
—Genial —dijo.
Una llamada en el teléfono móvil despertó a Jeremy Harp a las tres de la madrugada. Encendió la lámpara de la mesita de noche. Su mujer y él dormían en habitaciones separadas.
—Harp —respondió con voz ronca, confundido por un sueño interrumpido.
—Doctor Harp, siento despertarle, pero ha habido novedades.
—¿Con quién hablo?
—Lo siento, soy Peter Hengst. Griggs ha intentado matar a Malory. He tenido que dispararle.
—¿Griggs ha muerto?
—Sí.
—¿Y Malory está bien?
—Sí. No sabe nada.
—Sabía que no podía confiar en Griggs. Menudo cabrón. ¿Dónde estás?
—Aún en Montserrat. Me parece que Malory ha encontrado algo en una pequeña capilla que se encuentra en los terrenos del monasterio.
Harp cerró los ojos con fuerza.
—¿El Grial? —preguntó.
—No lo creo. He oído que Malory decía algo así como «Estaba aquí».
Harp abrió los ojos, decepcionado.
—De acuerdo. Elimina cualquier rastro que haya dejado Griggs. Seguro que sabes qué debes hacer. Y no los pierdas de vista. Imagino que sabes lo que esto significa.
—No, señor, ¿qué?
—Significa que has conseguido un ascenso. Eres mi nuevo jefe de seguridad.