Cuando llegaron a Barcelona, Arthur y Claire alquilaron un coche en el aeropuerto y se dirigieron a Montserrat. A diferencia del inestable tiempo de Inglaterra, la primavera había irrumpido en Cataluña con toda su exuberancia y parecía casi verano, de modo que ambos se quedaron en manga corta y bajaron las ventanillas.
No era un viaje muy largo. El monasterio se encontraba a unos sesenta kilómetros del aeropuerto, y a medida que iban dejando atrás los alrededores de la ciudad y diversas poblaciones del extrarradio, el paisaje cambió radicalmente. En cada tramo del viaje, desde el trayecto del hotel a Heathrow, hasta el viaje por la autovía española por la que circulaban entonces, Arthur se había mantenido alerta en todo momento, atento a cualquier posible indicio de que los estaban siguiendo. Sin embargo, por fin empezaba a relajarse.
Cuando vio la cordillera que se alzaba a lo lejos, Arthur apartó una mano del volante y acarició la de Claire.
Arthur había dedicado la tarde anterior a planear el viaje a España: los vuelos, el alquiler del coche y la búsqueda de información en la página web de Montserrat. Había decidido que un viaje de un día al monasterio sería insuficiente. La pista que poseían era algo vaga y supuso que necesitarían varios días para explorar el monasterio y los alrededores.
Descubrió que había tres posibilidades de alojamiento: un hotel de tres estrellas, el Abat Cisneros, situado junto a los edificios religiosos pero técnicamente fuera de sus terrenos; las celdas Abat Marcet, un edificio de apartamentos para estancias de corta duración, situado también fuera de los terrenos, y cuarenta y ocho habitaciones para peregrinos en el interior del monasterio.
La elección era clara.
Llamó al centro de reservas del monasterio y lo atendió una mujer que hablaba un inglés excelente y que lo informó de que solo disponían de una habitación para peregrinos.
—Mire, no sé cuál es el protocolo que acostumbran a seguir, pero tenía la esperanza de poder alojarme con mi prometida. ¿Estas habitaciones son solo para hombres?
—No, aceptamos parejas.
—¿Aunque no estemos casados?
—Sí, no hay ningún problema. Lo único que pedimos a nuestros huéspedes es que se comporten con recato.
—¿Crees que podríamos comportarnos con recato durante unos días? —le preguntó luego Arthur a Claire.
—No estoy muy segura —respondió ella, entre risas—, pero podemos intentarlo.
La montaña se alzaba 1200 metros en la plana de Bages, aunque parecía más alta e imponente porque era la única —no había ninguna otra montaña que le robara protagonismo— y se erguía casi en vertical a los pies del río Llobregat. Era un vasto laberinto de piedra caliza e hileras de picos de forma cónica, algunos con nombres tan curiosos como la Momia, el Gato, el Obispo, el Faraón o la Cabeza de Muerto.
Una carretera asfaltada y en buen estado subía a lo alto de la montaña, y cuando Arthur dobló la última curva, apareció el monasterio.
—¿Has visto eso? —preguntó en voz baja.
Era una reacción natural hablar sin alzar la voz, ya que el lugar parecía estar invadido por un aire etéreo, como si un ruido estridente o un movimiento brusco pudiera provocar la desaparición de todo lo que tenían ante sus ojos. La basílica y los edificios que la rodeaban parecían construidos como por arte de magia, ya que se alzaban en una meseta de menos de ochocientos metros encajonada entre una caída a plomo en lo más profundo del valle por un lado y unos picos altos por el otro. Los edificios estaban construidos con la misma piedra caliza de la montaña, y aunque su existencia era fruto del trabajo del hombre, parecían haber nacido de las mismas fuerzas naturales que habían dado forma a la montaña.
Arthur aparcó en una de las zonas destinadas a tal efecto y Claire y él se abrieron paso entre la multitud de turistas que habían llegado en autobús o en funicular. Era un día soleado y caluroso. Las nubes bajas se habían desvanecido y las vistas del frondoso valle eran infinitas. Se presentaron en el centro de atención al turista, se sentaron en un banco, dejaron sus pequeñas bolsas a los pies y se pusieron las chapas de huésped en el pecho mientras esperaban a un monje.
El hermano Oriol no tardó en llegar, pero aun así se disculpó en un inglés más que digno. Era alto y joven, no debía de tener más de treinta años y lucía una barba cerrada castaña y gafas. Llevaba el hábito negro y el escapulario con capucha también negro de los monjes benedictinos, y calzaba unos zapatos de suela de crepé que le permitían caminar sin hacer ruido.
Les preguntó de dónde eran e hizo algunos comentarios cordiales sobre Inglaterra y Francia mientras los acompañaba por el complejo. Cuando supo que era su primera visita, quiso saber qué impresión les había causado el monasterio, y los elogios que Claire dedicó a la belleza natural del lugar parecieron gustarle. Acto seguido les dio un pequeño sermón sobre la importancia de Montserrat para el pueblo catalán.
—Es una parte muy importante de nuestro patrimonio. Los catalanes veneran a la Virgen de Montserrat de un modo especial, como si fuera su madre y su patrona. Sí, recibimos a muchos turistas y peregrinos de todo el mundo, pero los catalanes, al menos gran parte de ellos, visitan una vez al año el santuario de la Virgen negra, la Moreneta; lo consideran una obligación que no deben pasar por alto y con la que cumplen como si fuera un ritual.
—La estatua se encuentra en la basílica, ¿verdad? —preguntó Arthur.
—Sí, pero ahora mismo las colas deben de ser muy largas. Como van a quedarse varios días, más vale que la visiten en un momento más tranquilo, a última hora de la tarde o primera de la mañana, y así verán a la Moreneta con más calma.
Los condujo por un pasillo abovedado con vistas al jardín de un claustro y atravesaron la sala gótica, con el techo decorado con ménsulas y las paredes cubiertas de tapices medievales. Subieron por unas escaleras de piedra y entraron en un edificio más moderno que, según les explicó el monje, albergaba las habitaciones para los peregrinos, la residencia de los monjes, el comedor, la biblioteca y la sala capitular. El abad tenía su apartamento en el edificio adyacente. En el monasterio había sesenta y ocho monjes, la mayoría catalanes.
La planta donde se encontraban las habitaciones parecía un hotel modesto. El hermano Oriol abrió la puerta de la habitación número 13 y se hizo a un lado para dejarlos entrar. El cuarto era pequeño y sencillo. Había una mesa con tres libros en catalán: el Nuevo Testamento, la Biblia y la Regla de San Benito, una cama, una silla y un aseo con ducha.
—La cama es bastante pequeña —se disculpó el hermano Oriol.
La ventana podría haber estado más limpia, pero a pesar de todo les ofrecía una buena vista de la explanada abarrotada de turistas que había frente a la basílica.
—Si dejan las bolsas aquí, les mostraré dónde se encuentra el comedor.
Los acompañó hasta la gran sala, donde dos mujeres seglares preparaban el bufet. Luego les enseñó un pequeño salón con unos cuantos libros y sillones de lectura, y ahí acabó la visita guiada. Podían visitar todas las zonas públicas del monasterio, pero no podían entrar en las áreas privadas reservadas a los monjes. Si necesitaban más información, en la habitación tenían una hoja con las horas de las misas; en el salón había varios libros y algunos más en las tiendas de regalos.
Arthur le dio las gracias por el tiempo que les había dedicado.
—Deben de estar muy ocupados —comentó.
—Es cierto que no disponemos de mucho tiempo libre. Rezamos cinco veces al día, recibimos y aconsejamos a nuestros huéspedes y atendemos diversas vocaciones. La más famosa para el mundo exterior es nuestra escolanía, uno de los coros infantiles masculinos más antiguos del mundo.
Luego, con un educado gesto de la cabeza, el hermano Oriol les dijo que debía irse.
Arthur y Claire fueron a dar un paseo por fuera para disfrutar del sol, se mezclaron con la marea políglota de turistas y visitaron las tiendas de regalos para comprar algunos libros en inglés sobre el monasterio. Cuando llegó la hora de la comida regresaron al comedor para huéspedes, que se estaba llenando de personas mayores y de mediana edad de aspecto serio, la mayoría hombres. Quizá porque eran los recién llegados, quizá porque eran los más jóvenes, llamaron la atención de los presentes y se convirtieron en tema de conversación. Los demás huéspedes procedían de todo el mundo, y muchos de ellos acostumbraban a visitar monasterios que les permitieran rezar y les ofrecieran alojamiento. Arthur y Claire dijeron que ellos también buscaban unos días de plegaria y contemplación en aquel bonito enclave.
A las doce y media los comensales empezaron a levantarse para asistir a la misa de mediodía de la basílica y animaron a Arthur y Claire a que los acompañaran para escuchar al famoso coro infantil, que iba a cantar himnos de gran solemnidad.
Mientras regresaban a su habitación, sonó el móvil de Arthur. Era un número del Reino Unido que no tenía grabado. Resultó ser Sandy Marina, que lo llamaba desde Oxford. Hablaba con voz rara, muy seria.
—¿Estás en el continente? —preguntó.
—Sí, en España.
—Me lo ha parecido por el tono de llamada. Eso explica por qué no has telefoneado. No lo sabes, ¿verdad?
—¿Qué ha pasado, Sandy?
Su amiga rompió a llorar.
—Ha vuelto a suceder. Es Tony. No puedo andarme con rodeos, Arthur: lo han matado.
Le contó que lo habían encontrado esa misma mañana en su despacho del University College. Lo habían matado a tiros. Su cartera y su reloj habían desaparecido. Parecía que había sido víctima de un robo. En los últimos tiempos se habían cometido varios crímenes relacionados con asuntos de drogas en la zona.
Claire vio que se ponía pálido y le preguntó con un susurro si había sucedido algo. Arthur asintió y Claire abrió la puerta de la habitación.
Arthur se sentó en la cama y siguió escuchando a Sandy.
—Primero Holmes, ahora Tony. Es demasiado. Es como si nuestro pequeño grupo hubiera sido maldecido.
—Ayer por la mañana vi a Tony. Fui al University College a enseñarle algo. He encontrado lo mismo que encontró Holmes.
—¿Qué?
—No puedo decírtelo. Es demasiado peligroso. Esa gente que quiere el Grial son unos asesinos. Mataron a Holmes y seguramente también han matado a Tony. Estoy convencido de que me buscan a mí.
—Ahora la policía tendrá que creerte.
—No creo que pueda confiar en la policía.
—¡Dios mío! ¿Lo estás buscando? ¿En España? Arthur, ¿estás en Montserrat?
—No me preguntes nada más, por favor. Te lo contaré todo cuando regrese. Hasta entonces, di a los demás del grupo que estoy fuera y que no podré asistir al entierro. Ojalá pudiera darte un fuerte abrazo.
A Claire le bastó lo que había oído para entender lo sucedido. Parecía muy asustada.
Arthur colgó y abrazó a Claire.
—Todo va a salir bien. Nadie sabe que estamos aquí.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque no nos ha seguido nadie desde la zona de recogida de equipajes hasta que nos hemos subido en el coche. No nos ha seguido nadie desde Barcelona. No nos ha seguido nadie hasta la cima de la montaña.
—¿Has estado controlándolo?
—Claro que sí.
—¿Qué vamos a hacer ahora?
—Vayamos a la iglesia a rezar por Tony.
La basílica era un lugar oscuro y fresco, una joya del gótico salpicada con los destellos de la madera y los mosaicos dorados. Encima del altar, en una pequeña galería abierta, la Virgen de Montserrat, una talla de madera dorada de la Virgen con el niño Jesús en el regazo, ambos con la cara y las manos negras, refulgía bajo el haz de luz que entraba por un alto ventanal y atravesaba la iglesia.
Arthur y Claire se sentaron en un banco del medio, sumidos en un estado de triste contemplación, mientras uno de los sacerdotes decía misa en latín y catalán. Entonces apareció el coro, un grupo de chicos vestidos con escapularios blancos, y ocuparon su sitio a ambos lados del altar. El director del coro dirigió a los muchachos, que interpretaron tres himnos. Sus maravillosas voces de soprano cantaron como una sola, inundaron la basílica e hicieron que Claire derramara las lágrimas que había contenido hasta entonces.
Cuando finalizó la misa, una parte de la gente salió al soleado patio y los demás formaron una cola para subir las estrechas escaleras que permitían ver a la Virgen negra. Arthur y Claire salieron al sol.
Un hombre corpulento con barba y un sombrero tropical de ala ancha se quedó atrás, oculto entre las sombras de la entrada de la basílica. Cuando vio que Arthur y Claire cruzaban el patio y entraban en el edificio donde se encontraban las celdas, Griggs salió al aire libre, se puso las gafas de sol y se dirigió lentamente hacia el hotel Abat Cisneros.