21

Britania, 499 d. C.

Un hombre de menor valía, menos resuelto, un hombre que no fuera un caballero de la corte de un rey amado como Arthwyr tal vez no habría llegado al destino de su largo viaje. Pero sir Jowan estaba cortado por un patrón distinto al de la mayoría de los hombres. Era capaz de soportar el aislamiento y la privación, el exceso de amabilidad por parte de desconocidos y la traición. Las estaciones fueron pasando y debió realizar el último tramo de su travesía en invierno. Tuvo que drenar sus heridas, luego se curaron, luego las drenó de nuevo y su musculoso cuerpo fue perdiendo vigor.

Cuando por fin regresó a la corte de Arthwyr en Gwynedd no lo reconocieron hasta que cayó en los brazos de su primo, un caballero llamado Morgant, que lo trasladó a una cama para que le limpiaran las heridas purulentas.

La noticia llegó hasta los aposentos de Arthwyr, donde el rey llevaba un mes postrado en la cama, aquejado de fiebre y con la mandíbula inflamada. El dolor lo había debilitado y apenas tenía más fuerza que una muchacha. Aunque pidió que lo llevaran a la cámara donde se encontraba Jowan, la reina y las personas encargadas de su cuidado lo convencieron de que no abandonara la cama.

—¿Estaba solo? —preguntó Arthwyr.

Sí, le dijeron.

—¿Lo tenía consigo? ¿Tenía el Grial?

No, respondieron. Lo único que había traído eran andrajos.

Al enterarse del regreso de Jowan, Myrddin acudió de inmediato a la habitación a la que lo habían llevado e irrumpió en el momento en que estaban lavándole las heridas. El hedor era insoportable —las mujeres se habían cubierto la cara con sus pañuelos—, pero Myrddin apenas se inmutó. Apartó a las doncellas y se arrodilló de manera que su oreja quedara cerca de la boca del caballero.

—¿Encontrasteis el Grial?

Jowan asintió.

Los ojos del egipcio refulgieron.

—Dime dónde está.

Jowan intentó hablar, pero tenía los labios demasiado agrietados. Myrddin le ordenó a la doncella que estaba más cerca que le diera un poco de agua.

Jowan pudo pronunciar unas palabras con voz áspera.

—Está donde sir Wallia dijo que estaría.

—Entonces ¿por qué no lo has traído? —preguntó Myrddin casi gritando.

Cuando sir Jowan empezó a relatar lo sucedido en aquella montaña lejana, Myrddin ordenó a las mujeres que se fueran; no quería que ninguna pudiera oír lo que decía el caballero. A pesar de estar extenuado por el cansancio y consumido por la desnutrición y la gangrena, este reveló hasta el último detalle desde el momento en que iniciaron el ascenso de la montaña hasta que tuvo que huir para salvar la vida.

Los hombres de Alarico los estaban esperando. Jowan ignoraba cómo habían sabido de la llegada de los britanos. Unos momentos antes del ataque, ¡Gwalchavad había encontrado el Grial! De hecho, había llegado a tenerlo en sus manos antes de verse obligado a dejarlo, muy a su pesar, para desenvainar la espada.

Aunque sus oponentes los superaban en una proporción de cinco a uno, los britanos lucharon con valentía y dieron muerte a muchos enemigos. Porthawyr murió por un golpe en el cuello, y Mailoc corrió la misma suerte cuando le clavaron una espada en el vientre. A pesar de todo, Gwalchavad siguió luchando y él solo mató a siete hombres antes de que le atravesaran el pecho. Jowan sufrió un corte profundo en el antebrazo y otro menos grave en la frente y, cuando vio que era el último britano con vida, huyó para reunirse con los hombres que los esperaban en el claro, pero, para su horror, también los habían matado. Silbó para llamar a su caballo y logró montar con el brazo bueno e iniciar el largo y doloroso viaje de regreso a Britania.

—Habría vuelto a subir a la montaña para luchar y morir con mis hermanos —dijo Jowan entre lágrimas—, pero me pareció que era mi deber regresar a la corte de mi rey para poder decirle que el Grial existe. Espero que otros caballeros tengan éxito donde yo he fracasado.

—No le cuentes a nadie lo que acabas de relatarme. Yo mismo informaré al rey —indicó Myrddin.

El caballero asintió con un gesto débil.

—Hay que poner en libertad a sir Wallia —dijo—. Aunque fracasamos en nuestra búsqueda, todo lo que aseguró era cierto. No he dejado de pensar en él y en su difícil situación durante las solitarias noches que he pasado.

Myrddin respondió con una sonrisa forzada. Él mismo había matado a Wallia hacía tres estaciones. Una puerta de celda que quedó abierta a propósito y un caballero desesperado que ansiaba la libertad le sirvieron en bandeja la excusa perfecta: habían tenido que darle muerte cuando intentaba huir. Una de las lenguas que conocía la ubicación del Grial había sido silenciada para siempre. Ahora tenía que encargarse de la otra. Pero antes de que pudiera coger la almohada sobre la que reposaba la cabeza de Jowan para asfixiarlo, el cirujano real entró en la sala con su aprendiz.

Frustrado, Myrddin regresó a los aposentos del rey urdiendo un plan. El gran monarca gemía bajo las pieles que cubrían la cama. Al ver a su adivino, se apoyó en un hombro y, a pesar de que tenía la boca deformada en una mueca grotesca por culpa de la hinchazón de la mandíbula, preguntó:

—¿Has hablado con él?

—Sí, señor.

—Cuéntame todo lo que te ha dicho.

Myrddin obedeció. A fin de cuentas, no le quedaba otra opción. Arthwyr era capaz de levantarse de la cama e ir a visitar al caballero agonizante en cualquier momento y descubrir la verdad por sí mismo. No podía arriesgarse a que lo atraparan con mentiras o medias verdades. Pero antes de hablar pidió a los presentes que los dejaran solos. Cuanta menos gente supiera la verdad, mejor.

Arthwyr escuchó con atención; la euforia al saber que habían encontrado el Grial se tornó rápidamente en tristeza cuando supo que sus hombres habían tenido que abandonar el cáliz y que sus caballeros Gwalchavad y Porthawyr habían fallecido.

—Debemos organizar una nueva expedición —dijo Myrddin.

—Sí —convino Arthwyr—. Pero no un pequeño grupo de hombres como esta vez, sino un ejército. Debemos recuperar el Grial por la fuerza. Al diablo con el rey Alarico. Derroté al padre y derrotaré al hijo.

—Que así sea —convino Myrddin.

Arthwyr intentó levantarse de la cama.

—Yo mismo me pondré al mando del ejército.

—En eso no estoy de acuerdo —replicó Myrddin—. Estáis aquejado de una enfermedad y os encontráis débil. Ha llegado el invierno y la travesía marítima no estará exenta de peligros. Con todo el respeto, ralentizaríais el avance de vuestro ejército. Yo puedo ir en vuestro lugar y traeros el Santo Grial.

Arthwyr se frotó la mandíbula dolorida.

—No, te necesito aquí para que me aconsejes. Será mi hijo quien se ponga al mando del ejército. Sir Morgant lo acompañará. Avisa a sir Gwydre para que pueda hablar con él.

Myrddin sabía que era imposible hacer cambiar de opinión al rey. Gwydre acudió a los aposentos de Arthwyr y el rey le pidió a Myrddin que repitiera el relato de sir Jowan sobre la noble y trágica búsqueda de Gwalchavad. A continuación Arthwyr tomó la palabra. Cuando expresó el deseo de que su hijo mayor comandara el ejército que había de recuperar el Grial, el joven caballero se arrodilló y su melena rubia le tapó la frente. Cogió la mano de su padre y la besó en un gesto de gratitud.

—Acelera todos los preparativos —le dijo Arthwyr—. Aunque caiga la nieve y arrecie el viento, no puedes esperar hasta la primavera. Sabemos dónde estaba el Grial el día en que falleció Gwalchavad. Tal vez ya lo hayan escondido en otro lugar. Tal vez lo hagan pronto. Pero no podemos perder más tiempo. Debes partir hacia la tierra de Eurico, derrotar a Alarico si es necesario, regresar a la montaña sagrada y encontrar el Grial. Eres mi hijo. Tráemelo antes de que me llegue la muerte.

Myrddin cogió al joven de la manga.

—Pero no le digas a nadie lo que sabes del Grial. Hay demasiado espacio para la traición. Incluso entre aquellos que son tan nobles como los caballeros de tu padre.

Arthwyr pidió que lo dejaran solo y mandó llamar a la reina.

—Has honrado a tu hijo, y al hacerlo me has honrado a mí —dijo Gwenhwyfar.

Con su ayuda, Arthwyr bebió un trago de aguamiel, pero no pudo evitar que le cayera un poco por la barbilla debido a la inflamación de la mandíbula.

—No es Gwalchavad, pero algún día será rey y ha llegado el momento de que demuestre su valía.

—Será peligroso.

—Lo sé. Cuida de Cyngen, mi reina. Asegúrate de que tus damas le den la comida más fresca. Que impidan que suba a los parapetos. Si Gwydre resultara herido, el joven Cyngen ocupará el trono.

La reina lo besó en la frente y le limpió la cara con un gesto tierno.

—Ahora déjame y dile a Myrddin que vuelva —le pidió Arthwyr—. Si Gwydre fracasa y yo muero, debo asegurarme de que Cyngen encuentre el Grial cuando sea mayor. Mi búsqueda será la suya.

La reina se fue y Myrddin regresó.

—Envía mi espada al herrero. Quiero que grabe unas palabras en la guarnición.

Myrddin frunció el ceño.

—¿Qué palabras, mi señor?

—Estas: «En la tierra de Eurico, en un lugar sagrado en lo alto, póstrate ante Cristo y encuentra el Grial».

Myrddin asintió.

—Pero ¿con qué fin?

—Para que mi hijo Cyngen halle un día la espada y reemprenda la búsqueda si esta campaña fracasa. Solo Gwydre, tú y yo sabemos dónde se encuentra. Si alguno de nosotros muriera, los demás deberían decirle a Cyngen dónde debe ir a buscar el Grial cuando sea mayor. ¿Me prometes que lo harás?

—Sí, mi señor. ¿Dónde queréis esconderla?

—En un lugar que es sagrado para mí. Aunque nací en la Galia, el hogar de mi infancia fue el castillo de mi padre. Fue ahí, escuchando el mar, donde aprendí a reinar, y es ahí donde quiero esconder la espada.

Arthwyr se sentía débil y dolorido, pero estaba decidido a llevar a cabo su propia búsqueda a pesar de que no era tan peligrosa como la de Gwydre. Poco después de que sir Jowan hubiera perdido la batalla contra la gangrena y el ejército de sir Gwydre hubiera partido en su largo viaje hacia las tierras de Eurico, la guardia y el séquito personal de Arthwyr abandonaron el castillo de Gwynedd para dirigirse a Dumnonia. Fue un viaje de solo tres días, pero aunque Arthwyr iba envuelto en heno y pieles en el interior de un carro cubierto, alcanzó su destino con una fiebre peligrosamente alta.

A pesar de todo, cuando llegó al castillo abandonado que había sido la corte de su padre, Uther Pendragon, insistió en caminar sin ayuda y se acercó al borde del acantilado, donde llenó los pulmones con la salada brisa marina y por unos instantes se sintió de nuevo como un niño a punto de emprender una aventura.

Entornó los ojos para que no lo deslumbrara el sol frío y refulgente. El castillo estaba en ruinas a pesar de que solo habían transcurrido unas cuantas décadas desde que lo habían abandonado. Tras la muerte de su padre, Arthwyr no encontró ningún motivo para seguir ocupándolo. Su reino había crecido y Tintagel estaba demasiado lejos al oeste, por lo que la situación no le resultaba práctica. El castillo de Gwynedd era un lugar más adecuado para gobernar a los britanos y contraatacar a los invasores que cruzaban el canal. Debían de haber desaparecido una cuarta parte de los bloques del castillo, robados, supuso, por los miembros de las tribus más cercanas. Albergaba la esperanza de que al menos algunos hubieran acabado en iglesias y capillas.

Acompañado de un grupo de hombres jóvenes y fuertes para cogerlo si caía, Arthwyr inició el lento descenso del acantilado. El tiempo era más templado en la costa y no había nieve. En su juventud, el sendero había sido un camino despejado, pero ahora estaba cubierto de maleza y en algunos lugares llegaba a desaparecer por completo. Un soldado se dedicó a abrir paso entre la vegetación con una espada corta hasta que llegaron a la playa.

La marea estaba bajando y la arena estaba mojada y oscura. Myrddin llevaba la gran espada del rey. Cogió la pala de un escudero y envió a los hombres de vuelta al acantilado hasta que él los llamara. Luego se acercó a Arthwyr, le ofreció un brazo y entraron en la más grande de las dos cuevas marinas.

—Siempre ha sido un lugar mágico —dijo el rey cuando llegaron a la gruta—. De pequeño oía voces, las de mis antepasados. A partir de ahora será mi voz la que llame a mis descendientes. Venga, hagamos lo que habíamos planeado.

La cueva atravesaba uno de los acantilados de lado a lado, por lo que estaba iluminada en la entrada y en la salida. Al llegar a la mitad, Arthwyr se detuvo e hizo un gesto.

—Cava aquí —le ordenó a su adivino—. Un agujero profundo.

Cuando el hoyo fue lo bastante hondo y la marea ya empezaba a subir, Arthwyr cogió su espada grabada, la besó y la envolvió con su capa. Hincó las rodillas en la arena, la depositó con cariño en el agujero y le ordenó a Myrddin que la cubriera. Cuando acabó, el adivino pisó la arena.

Arthwyr señaló un lugar en la pared de la cueva, encima de la espada enterrada.

—Ahí —dijo, y le dio un canto a Myrddin—. Coge la daga y graba una cruz en la roca. Será la señal para Cyngen, aunque espero que nunca la necesite ya que confío en ver el Grial antes de morir.

Gwydre tomó la misma ruta que Gwalchavad para llegar a Barcino, pero lo hizo acompañado de trescientos hombres, de los cuales cien eran hombres de armas y caballeros, por lo que no tuvieron demasiados problemas con bandoleros y señores de la guerra. Sin embargo, su enemigo fue el invierno, que los asedió hasta el final del viaje, cuando la primavera trajo el clima más temperado del sur. Myrddin se había asegurado de que su hombre, Kilian, formara parte de la tropa, pero Gwydre no sentía ninguna afinidad con él ni sus consejos, por lo que lo marginó durante la marcha de día y cuando montaban el campamento para pasar la noche. Sir Morgant era su verdadero amigo y confidente, y los dos jóvenes caballeros encabezaban la columna, inseparables.

La única batalla de cierta importancia que libraron tuvo lugar cerca de Tolosa, capital del reino visigodo del rey Alarico. Gwydre dio un amplio rodeo alrededor de la ciudad para evitar un enfrentamiento con un ejército grande, pero cuando avanzaban por la vieja vía romana alrededor de un centenar de soldados de Alarico los atacaron y se desató una encarnizada batalla. Gwydre estaba deseando desenvainar la espada para aliviar los meses de tedio. Los britanos lucharon con furia y ni un triste visigodo sobrevivió al baño de sangre. Gwydre solo perdió treinta hombres y dio gracias a Dios por la gran victoria. Esa noche Kilian mostró su mejor cara y afirmó que había sido testigo de un signo celestial: en los charcos de la sangre enemiga había visto el reflejo del Grial.

Finalmente llegaron a su destino sin volver a enfrentarse a los hombres de Alarico. Para no correr más riesgos de los necesarios, evitaron las comodidades y los placeres de Barcino y se dirigieron directamente a la Montaña de los Milagros. El sendero que ascendía a la cima era tal y como lo habían descrito Jowan y Wallia. Gracias a la experiencia previa, Gwydre y Morgant decidieron que sería mejor que el ejército acampara al inicio del camino y así impedir un ataque sorpresa de Alarico por la retaguardia. Un pequeño grupo de los mejores caballeros acompañaría a Gwydre hasta la cumbre.

A primera hora de la mañana, veinte hombres iniciaron el ascenso, primero a caballo y luego a pie. No encontraron ni un alma, y cuando llegaron al claro que Jowan había descrito, una alegría incontenible se apoderó de Gwydre.

—Ten cuidado e intenta hacerte con el Grial mientras voy a buscar a los monjes —le dijo Morgant.

La primavera dio paso al verano, y el verano, al otoño. Arthwyr se había recuperado después de que el cirujano le quitase la muela que le había provocado la inflamación de la mandíbula. El rey interpretó su recuperación como una señal prometedora de que Gwydre había logrado su objetivo. Myrddin, por su parte, se dedicaba a examinar las entrañas de las cabras, aunque no necesitaba poderes adivinatorios para saber a ciencia cierta que Arthwyr nunca vería el Grial. Todos los días esperaba ansioso, no el regreso de Gwydre, sino la llegada de un mensajero que le dijera que el Grial estaba en Jerusalén y que los Qem lo esperaban a él.

Al final, un día radiante, los hombres de las murallas vieron una columna que se aproximaba y avisaron al rey y a Myrddin.

Ambos hombres acudieron de inmediato al patio de armas, adonde también se dirigieron la reina y los nobles para ver la entrada de la columna bajo la verja levadiza.

El primer caballero que apareció no fue Gwydre, sino Morgant, que entró lentamente a lomos de su caballo, con la cabeza agachada y abatido.

Arthwyr se acercó corriendo al caballo y tomó las riendas.

—¿Dónde está mi hijo? —preguntó.

—Ha muerto, señor. Fue una muerte digna, de una herida que recibió en la batalla. Luchó como un león y mató a muchos hombres antes de que lo atacaran a traición por la espalda.

Cuando la reina lo oyó rompió a llorar y a Arthwyr se le doblaron las rodillas.

—¿Y el Grial?

—Traición —dijo Morgant desmontando. Miró a Myrddin y prosiguió—: ¡Gwydre lo consiguió! ¡Lo tuvo en sus manos! Yo mismo lo vi. Entonces fuimos víctimas de un ataque cobarde y traicionero. Nos sorprendieron unos hombres que nos estaban esperando. Sabían que íbamos a llegar. Gwydre luchó ferozmente, como el hijo de un rey. A pesar de todo, logramos derrotarlos hasta que solo quedó un hombre de ellos, pero el Grial había desaparecido durante la batalla y, para mi gran consternación, no pude recuperarlo. Había monjes en la montaña. Tal vez ellos supieran dónde estaba, pero a pesar de mis amenazas y del duro trato que recibieron, se negaron a revelarnos su paradero.

—¿Fue Alarico? —preguntó el rey—. ¿Fue él quien os tendió la cobarde emboscada?

—No fue Alarico, señor.

—¿Quién, entonces?

—¡Myrddin! —dijo Morgant señalando al adivino, que estaba estupefacto—. Kilian lo nombró. Esto fue lo que dijo Kilian a los hombres que nos atacaron: «¡Por los Qem! ¡Por Myrddin! ¡Matadlos a todos!». No pudo decir nada más porque yo mismo le di muerte en cuanto pronunció estas cobardes palabras.

—¡Maldito bellaco! —gritó Myrddin—. ¿Cómo te atreves a difamarme?

El rostro del rey se demudó en un gesto de odio.

—¡Silencio! —bramó—. ¿Dónde está el cuerpo de mi hijo? ¿Qué ha sido de él?

Morgant se acercó al rey para que solo este pudiera oír sus palabras.

—Hice todo lo que buenamente pude para devolvéroslo con vida, señor. Lo tendimos en una camilla y atravesamos tierras extranjeras durante dos meses hasta que nos resultó imposible seguir avanzando con él dado el grave estado en que se encontraba. Llegamos a un refugio situado al norte de la Galia, el castillo Maleoré, en el que os alumbró vuestra madre, la reina Igraine, mientras Uther Pendragon combatía en esas tierras y donde vuestro padre os dio el nombre de Arthwyr de Maleoré. El señor de la mansión nos recibió calurosamente y nos proporcionó comida y cobijo, y sus doncellas atendieron a Gwydre. Un cirujano normando nos dijo que su costilla de más le había salvado de una muerte instantánea y abrió la herida para permitir que expulsara los humores perniciosos más fácilmente. Esa decisión mejoró la salud de vuestro hijo de tal manera que pudo comer y beber y recuperó parte de las fuerzas. Fue entonces cuando pidió un tintero y pergamino. No sé qué escribió, aunque estaba sumamente consternado por la pérdida del Grial. Pidió que el pergamino se conservara en el castillo Maleoré en caso de que una nueva traición o desgracia nos impidiera regresar a vuestra corte. Quiso la desdicha que volviera a sucumbir a la fiebre, y en esta ocasión no pudimos salvarlo. Obedeciendo a su última voluntad, lo enterramos en el propio castillo. —Morgant levantó la voz para que los presentes pudieran oírlo—. Con gran pesar, reuní a los hombres para cruzar el canal y regresar a vuestra corte, espoleado por mi deseo de vengar la muerte de Gwydre y de que el traidor de Myrddin pagara por sus actos.

El adivino había observado a los dos hombres susurrar entre ellos, atemorizado. No podía huir, por lo que se mantuvo firme, temblando de rabia.

—Ven, Morgant —le ordenó Myrddin, furioso—, y llámame traidor a la cara.

Morgant se dirigió al adivino, con la mandíbula tensa por la ira, y se detuvo frente al egipcio.

Todo sucedió de un modo tan rápido que el caballero no pudo reaccionar.

Myrddin lo degolló con una daga que llevaba escondida y liberó un torrente de sangre.

Mientras el caballero se arrodillaba y se llevaba las manos a la garganta, Arthwyr estalló.

—¡Una espada! —pidió, sin dirigirse a nadie en concreto.

Un caballero que estaba cerca de él le dio la suya.

—¿Quieres decir algo antes de que te mate, Myrddin?

El egipcio parecía un animal atrapado. Mientras retrocedía, los hombres del rey le cortaron el paso y se vio obligado a amenazarlos con la daga para mantenerlos a raya.

—El Grial no es digno de un mero rey —dijo—. Debe quedar en manos de hombres como yo que saben qué hacer con él.

Arthwyr avanzó paso a paso.

—¿Y qué harías con él?

Myrddin escupió al suelo de tierra.

—No estáis preparado para saberlo. Quizá seáis rey, pero sois una criatura inferior. —Entonces tiró la daga al suelo y exclamó—: ¡Os jactáis de que esta es una tierra de caballeros! ¿Es que nadie va a darme una espada?

—¡Una espada para este cerdo! —gritó Arthwyr cuando ninguno de los presentes se ofreció a prestarle la suya.

Alguien tiró una, que cayó a los pies del egipcio. La cogió y adoptó una postura de combate.

Arthwyr profirió un grito estremecedor y cargó contra Myrddin, que hizo lo mismo. Fue como si dos ciervos se hubieran embestido con las astas.

Ambos sobrevivieron al duro impacto, y ambos retrocedieron para separarse a suficiente distancia del otro.

Luego arremetieron nuevamente y, tras este choque, el combate llegó a su fin.

Ambos hombres habían empalado a su adversario a la altura del pecho.

La espada de Arthwyr atravesó una arteria de Myrddin, que murió sin decir palabra, con los ojos desorbitados y mirando al sol.

Arthwyr logró aguantar el tiempo suficiente para oír los sollozos de Gwenhwyfar y sentir el roce de sus labios.

Intentó hablar, pero la sangre le inundó los pulmones y la escupió a borbotones por la boca.

Pero debía hablar.

De lo contrario, ¿cómo iba a decirle dónde había enterrado la espada?

De lo contrario, ¿cómo iba Cyngen a emprender la búsqueda cuando fuera un hombre?

Sin embargo, no pudo susurrar ni una palabra. Cuando exhaló el último suspiro, la marea en Tintagel estaba en lo más alto y las gélidas olas acariciaban la señal de la cruz que marcaba el lugar donde yacía enterrada la gran espada de plata de un rey.