20

Venga, Arthur, déjame verla —dijo Tony Ferro—. Ya me contarás luego lo de tu noche en vela.

Arthur abrió la bolsa y le dio la espada, envuelta en una toalla de hotel. Tony la desenvolvió con lentitud, saboreando aquel momento tan largamente ansiado.

Arthur lo había llamado a primera hora de la mañana, y Claire y él habían ido directamente en coche de Stoneleigh a Londres para verlo en la universidad.

La luz del sol inundaba el escritorio de Tony, y cuando los rayos se reflejaron en la plata, Claire y Arthur vieron que el rostro de su corpulento amigo se demudaba en un gesto de fascinación como si fuera cera caliente.

—Vaya, vaya, vaya —murmuró examinando la empuñadura.

—¿Qué opinas? —preguntó Claire.

—Tengo ganas de llorar como un bebé. Ojalá pudiera enseñársela a Holmes.

—Yo siento lo mismo —dijo Arthur—. ¿Qué te parece?

Tony agarró la empuñadura.

—En primer lugar, tenían la mano más pequeña que nosotros. Me resulta difícil sujetarla con ambas manos, pero así es como las blandían entonces. Es una gran espada, lo que significa que tenían que empuñarla con ambas manos. Es una pena que no tenga la hoja, claro. Podría haber llegado a medir hasta un metro ochenta de largo. La empuñadura mide aproximadamente cuarenta centímetros, por lo que eran dos metros treinta centímetros de poder destructivo, el rifle de asalto de la época.

—¿Y qué época es esa? —preguntó Arthur—. ¿Te atreverías a dar una fecha?

—Bueno, no puedo ser muy preciso sin un análisis metalúrgico, pero a juzgar por el estilo es de la Alta Edad Media, del siglo V, VI o VII tal vez, lo cual concordaría con nuestros cálculos de que el rey Arturo vivió en el siglo V en Cornualles o Gales, y que fue un guerrero de renombre que desempeñó un papel importante en la expulsión de los anglos y los sajones para devolverlos al continente en la batalla del monte Badon, entre otros lugares. Fíjate en la guarnición. Mide casi treinta centímetros. Tiene un baño de plata, pero el alma debe de ser de acero para hacerla más resistente. Seguramente la capa de plata evitó que se corroyera. Imagínate una hoja larga con esta guarnición. ¿Qué ves?

—Una cruz —dijo Claire—. Una cruz preciosa.

—Efectivamente. El arma perfecta para un rey o un caballero en la batalla. El poder de Cristo, la gloria de Cristo, todo en uno.

—Entonces está claro, ¿no, Tony? —atajó Arthur—. Es Excalibur.

—¡Arthur! No sé si podemos alcanzar esa conclusión sobre su origen y, en especial, sobre su nombre. Tal vez el niño que hay en mí no dudaría en darte la razón, pero el profesor universitario y conservador en el que me he convertido es mucho más precavido. Es decir, el nombre de Excalibur aparece por primera vez en el siglo XII, en el Perceval de Chrétien de Troyes, donde se refieren a la espada como Escalibor antes de mutar con el transcurso de los años y convertirse en Excalibur en la época de tu antepasado Thomas Malory. Sí, los grandes nobles y reyes de entonces tenían la tradición de poner nombre a sus armas, pero el de esta, si llegó a tenerlo alguna vez, se perdió en el tiempo. Sin embargo, sabemos una cosa: en su carta al obispo Waynflete, Thomas Malory afirma que encontró la espada del rey Arturo. Y en el otro pergamino importante del baúl de Warwickshire dejó un rompecabezas muy complejo. Pero vosotros dos sois tan inteligentes que lo habéis solucionado, y aquí está la espada. No cabe duda de que es una espada medieval. ¿Significa eso que es la del rey Arturo? No. ¿La convierte en un objeto muy importante? Sí. No hace falta someterla a muchos análisis para darse cuenta de que es digna merecedora de tener su propio pabellón en el Museo Británico.

—¿Y la inscripción? —dijo Claire—. ¿Puedes leerla?

—Sí, echémosle un vistazo —dijo Tony, que cogió su lupa. Entrecerró los ojos y los deslizó de izquierda a derecha sobre la guarnición. Entonces levantó la cabeza y dijo—: Uau.

—¿Uau? —preguntó Claire.

—Sí, querida, uau. —Escribió la inscripción con sumo cuidado en una libreta y la leyó en voz alta—: «Eni Tirro Euric Nemeto Ouxselo Brunka Kanta Cristus Ke Wereo Gral». No solo es un mensaje increíblemente provocador, sino que nos ayuda a datar la espada.

—Basta de intrigas —suplicó Arthur.

—Espera. Antes de nada, la lengua. Esto es protocelta, también conocido como celta común. Es el predecesor del celta moderno. Más concretamente es protocelta tardío, que empezó a desaparecer en los siglos V y VI en favor de las variantes célticas modernas. Si esto lo unimos a la morfología de la espada, diría que podemos determinar que el arma es de finales del siglo V o principios del VI.

—Pero el «uau» no era por eso —dijo Arthur.

—No. Era por la traducción. Es la siguiente: «En la tierra de Eurico en un lugar sagrado en lo alto póstrate ante Cristo y encuentra el Grial». ¿Sabéis qué significa?

Arthur y Claire se lanzaron una mirada de incomprensión.

—¡No! —dijo Arthur—. ¡No lo sé!

—La clave es Eurico. En la tierra de Eurico. Fue el rey de los visigodos, que en la Alta Edad Media gobernaron una gran parte de la Galia e Hispania, es decir, Francia y España, Claire, en caso de que solo estudiaras matemáticas y física en la escuela.

Claire forzó una sonrisa.

—Eurico murió en torno al año 480, tendría que consultar mis libros para ser más preciso, y volvemos a tener un triángulo de fechas. Lo que resulta más intrigante es que Eurico y un enemigo similar a Arturo tuvieron varios enfrentamientos durante gran parte de su reinado. Se dice que en el año 470 abortó un intento de incursión en la Galia llevado a cabo por un rey britano, al que en ocasiones se denomina Riothamus y que algunos estudiosos, entre los que se encontraba Andrew Holmes, creían que podía ser Arturo. También se afirma que Eurico podría haber sido el invasor de Britania derrotado por un enemigo similar a Arturo en la batalla del monte Badon. Todas estas teorías son muy seductoras.

Arthur se puso en pie, metió las manos en los bolsillos e intentó caminar de un lado a otro del despacho, a pesar de su reducido espacio.

—Estoy seguro de que la fecha es importante, Tony, pero ¡lo es más el mensaje!

—Tienes razón. «En la tierra de Eurico en un lugar sagrado en lo alto». Hispania era la tierra de Eurico. Si a eso le añades la carta del siglo XII que Holmes encontró en cierta biblioteca de un monasterio situado en la cima de una montaña, ¿qué nos dice eso sobre la ubicación del Grial?

Arthur pensó de inmediato en la carta del siglo XII que Holmes había hallado.

—Montserrat —dijo.

Jeremy Harp acostumbraba a pujar por teléfono, pero como se encontraba en Londres por otros negocios, decidió acudir en persona a la subasta de Sotheby’s de los maestros holandeses.

El acto fue muy animado y las horas pasaron volando con un torrente de pujas. Se pasó toda la sesión sentado en el borde de la silla, con las uñas clavadas en el asiento y los nudillos blancos a causa de la tensión desatada por objetos que, en realidad, no poseían ningún interés. La única pintura que codiciaba de tal manera que habría matado por ella («Sí, mataría literalmente por ella», pensó) era la estrella de la subasta, un gran retrato de un mercader alegre y achispado, obra de Hans Hals. Participó en los primeros compases de la subasta, pero se retiró hecho una furia cuando la puja llegó a los 45 millones de libras, y parecía a punto de echar sapos y culebras cuando la obra se adjudicó por 58 millones a un postor que participaba por teléfono. La quería, sí; podía permitírsela, sí; pero no era estúpido. Al final tuvo que consolarse con una adquisición modesta: 2,8 millones por un pequeño Bartholomeus van der Helst.

A media tarde llamó a su chófer, que lo recogió en la acera. Griggs se encontraba en el asiento trasero del Rolls, con las manos apoyadas en las rodillas.

Harp estaba de un humor de mil demonios y se saltó todas las formalidades.

—¿Y bien? —preguntó en cuanto el coche se puso en marcha.

Griggs recitó el informe en el mismo tono monocorde que habría utilizado un policía para dirigirse a su superior.

—Malory y la chica pasaron toda la noche en Stoneleigh. Hengst y yo lo vimos utilizar un detector de metales en una isla fluvial del río Avon. Alrededor de las tres de la madrugada pareció encontrar algo, empezó a cavar y siguió hasta las cinco y media, momento en que cubrió el agujero.

—Y luego ¿qué?

—Malory y la chica regresaron a su hotel. A las ocho y media cogieron el coche y se dirigieron a Londres. Aparcaron frente al edificio del University College donde el profesor Ferro tiene su despacho. Salieron al cabo de una hora y regresaron al hotel de Wokingham.

—¿Y?

—He venido directamente a verlo. Hengst los está siguiendo y tiene instrucciones de llamarme si se ponen de nuevo en marcha.

Harp lanzó un gruñido.

—¿Quiere que me encargue de la vigilancia en Wokingham? —preguntó Griggs.

—Cuando hayas acabado con el profesor Ferro.

—¿Y luego?

—Y luego… —Harp miró a través de los cristales tintados y vio a la gente que caminaba por New Bond Street. Ninguno de los transeúntes tenía que soportar la pesada carga del destino que Harp llevaba sobre los hombros—. Y luego seguirás a Malory y le sacaremos hasta la última gota de jugo. Por fin ha iniciado la búsqueda y ahora ya no parará. Cuando tengamos lo que queremos, te soltaré la correa. Sé que le tienes ganas.

—No veo la hora de ponerle la mano encima.

Harp se enfureció al oír ese comentario.

—Tú sigue mis órdenes al pie de la letra y todos conseguiremos lo que queremos.

Arthur y Claire se quedaron una noche más en el Cantley House. A Arthur no se le ocurría ningún otro lugar al que pudieran ir.

—No te sientas obligada a acompañarme —dijo Arthur.

—¿No quieres que vaya?

—Claro que sí. Pero podría ser peligroso. Y no quiero que pierdas el trabajo.

—Llamaré a mi jefe. Le diré que necesito más tiempo para solucionar unos asuntos personales. Tengo buena relación con él, así que no creo que me ponga ningún problema.

Arthur estaba consultando el portátil.

—Podríamos irnos esta noche, pero tendríamos que alojarnos en un hotel. Si cogemos el primer vuelo de la mañana llegaremos a la misma hora.

—¿Y la espada?

—No podemos llevarla con nosotros. Haremos lo que habría hecho Thomas Malory. La enterraremos en el jardín y volveremos a buscarla más tarde. Creo que puede pasar unos cuantos días más en la naturaleza antes de que la entreguemos al Museo Británico.

—Ya tendremos tiempo para ir a verla. Tal vez juntos.

Arthur lanzó un suspiro.

—Mira, me preocupa lo que pueda pasarte.

—Y a mí lo que pueda pasarte a ti. Eras tú el objetivo del ataque.

—Estoy preparado para correr el riesgo, pero no para ponerte en peligro a ti —insistió Arthur.

Claire se sentó junto a él en la cama y le cogió la mano.

—Sé lo que se siente al emprender una búsqueda de este tipo, Arthur. Es lo que hago a diario como física. Es emocionante. Es maravilloso. Aún no he encontrado partículas subatómicas nuevas, así que podrás imaginar la impaciencia y frustración que me provoca mi búsqueda. La tuya, bueno, es tangible. En muy poco tiempo has realizado grandes avances.

—Hemos realizado.

—Sí, tú y yo. Es maravilloso. Nunca había vivido una aventura como esta. No quiero abandonarla ahora y pasarme el resto de la vida preguntándome qué habría sucedido si hubiera seguido adelante. Y hay algo más, claro.

—¿A qué te refieres?

Le puso los brazos alrededor del cuello y lo besó. Esa fue su respuesta.

Tony dedicó el resto del día a hacer malabares con sus obligaciones: un almuerzo en la facultad, una clase de dos horas, trabajos que corregir, una tutoría con uno de sus estudiantes de posgrado, y todo ello sin dejar de pensar en la espada de plata. No fue hasta las seis de la tarde cuando contó con la soledad necesaria para concentrarse en ese tema.

Había tomado algunas fotografías de la empuñadura con el teléfono móvil y empezó a examinarlas en el portátil mientras se ponía el sol. Eurico. Hizo zoom hasta que el nombre grabado ocupó casi toda la pantalla.

Se acercó a la estantería, cogió unos cuantos volúmenes y se refrescó la memoria. Eurico, de la dinastía Balti, rey de los visigodos, hijo del rey Teodorico, padre del rey Alarico. Enemigo acérrimo de los britanos. El rey Arturo se habría despertado a medianoche, maldiciendo a Eurico, condenándolo al infierno. Cuando le llegó la muerte, Eurico había consolidado su dominio sobre gran parte de España y una tercera parte de la Francia actual. Pero Britania no sería suya jamás gracias, tal vez, a Arturo.

«La tierra de Eurico».

Si era la espada del rey Arturo, qué mayor tributo podría haber para un adversario que llamar a Hispania la tierra de Eurico.

Tony quería copias en papel de las fotografías, por lo que las envió a la impresora compartida del departamento y luego se levantó de la silla para recogerlas. El pasillo estaba desierto, los demás despachos estaban a oscuras. Se había desatado los zapatos para estar más cómodo, tal y como acostumbraba a hacer a última hora del día. En lugar de atárselos de nuevo, echó a andar arrastrando los pies y los cordones, y avanzó por el pasillo como un pingüino gigante.

Al llegar a la sala de impresión cogió las páginas de la impresora y, al oír ruido de pasos, se volvió.

Griggs ocupaba el umbral de la puerta y sujetaba la Bersa negra y plateada con una mano enguantada. El silenciador era más largo que la pistola.

La primera reacción de Tony fue de indignación.

—¿Qué significa esto?

—Regresemos a su despacho sin hacer ruido, profesor Ferro.

—¿Cómo sabe mi nombre? ¿Qué quiere?

—Solo deseo hablar.

—¿De qué?

Griggs miró las fotografías impresas que Tony llevaba en la mano.

—Déjeme verlas.

Tony parecía asombrado.

—¿Esto? ¿Quiere las fotografías?

Griggs asintió con la cabeza, dio un paso al frente y tendió la mano libre. Tony se las entregó.

—¿Queda alguna en la impresora?

—No.

Griggs se apartó para dejarlo pasar.

—De acuerdo, pues regresemos a su despacho. Usted primero.

—¿Puedo atarme los zapatos?

—No.

Una vez en el despacho, Griggs cerró la puerta, que tenía un gran panel de cristal esmerilado. Tony se sentó a su escritorio, y Griggs encendió la lámpara de mesa y apagó los fluorescentes del techo.

—Arthur Malory ha venido a verlo hoy. —Alzó las fotografías—. ¿Es esto lo que encontró anoche?

—¿Quién demonios es usted?

—Nadie. Pero trabajo para alguien interesado en el Grial.

Tony volvió a ser presa de la indignación.

—Entonces tal vez podría unirse a nuestro grupo de debate. Es poco probable que su misterioso amigo consiga lo que desea si usted se dedica a irrumpir en los despachos de profesores universitarios con un arma, como un matón.

—¿Ha tomado alguna fotografía más? ¿Alguna nota durante la conversación con Malory?

Tony lanzó una mirada instintiva y fugaz a su escritorio, tan disimulada que cualquier otra persona no habría reparado en ella, pero Griggs era muy observador. Sin dejar de apuntarlo con la pistola, utilizó la mano libre para recoger todos los papeles que había en el escritorio de Tony.

—¿Hay algo más? —preguntó.

—No —respondió Tony con calma.

—¿Con qué ha hecho las fotografías?

—Con mi teléfono móvil.

—Démelo. —Griggs vio la fotografía de la empuñadura de la espada en el portátil—. El ordenador también.

—¿Por qué le interesa tanto el Grial a su amigo?

Griggs no hizo caso de la pregunta.

—¿Adónde dijo que se dirigía Malory?

—Creo que al pub. Lo habría acompañado si no hubiera tenido un día tan ocupado.

—De acuerdo, muy bien —dijo Griggs—. Da igual lo que le explicara o no. Lo averiguaremos.

Tony miró la pistola y lanzó un fuerte suspiro.

—Andrew Holmes —dijo.

—¿Qué pasa con él?

—Fue usted quien lo mató, ¿verdad?

Puf. Puf.

Griggs le disparó dos veces en el corazón, cogió una bolsa de plástico que llevaba en el bolsillo del abrigo y metió el ordenador, el teléfono y los papeles dentro. Luego apagó la lámpara del escritorio y se fue sin hacer ruido.